En el caso Carter, los detectives no sólo tenían una autopsia, unas muestras de cabello y unos resultados «indiciarios» con el detector de mentiras sino que, además, estaban convencidos de tener también al asesino. Ron Williamson estaba cumpliendo condena, pero regresaría. Tarde o temprano lograrían hacerle pagar sus culpas.
En cambio, en el caso Haraway no tenían nada: ni cadáver, ni testigos ni ninguna pista sólida. Los retratos robot realizados por el dibujante de la policía habrían podido corresponder a la mitad de los jóvenes de Ada. Los policías necesitaban un golpe de suerte.
Este les llegó en octubre de 1984 cuando un tal Jeff Miller fue a la comisaría de Ada y preguntó por el detective Dennis Smith. Dijo tener información acerca del caso Haraway.
Miller era un chico del lugar sin antecedentes, aunque la policía lo conocía vagamente como uno de los muchos jóvenes noctámbulos de la ciudad con trabajos esporádicos, generalmente en fábricas. Miller se sentó en una silla y se dispuso a contar su historia.
La noche de la desaparición de Denice Haraway se había celebrado una fiesta cerca del río Azul, en un lugar situado a unos cuarenta kilómetros al sur de Ada. Miller no había asistido a aquella fiesta, pero conocía a dos mujeres que sí lo habían hecho. Ambas mujeres —le dio sus nombres a Smith— le habían contado que Tommy Ward estaba presente. Apenas comenzada la fiesta se habían quedado sin alcohol y Ward, que no disponía de vehículo, se ofreció a ir por cerveza en la camioneta de Janette Roberts. Ward estuvo ausente varias horas. Al final regresó sin cerveza alguna y muy alterado, presa de sollozos. Al preguntarle qué le ocurría, dijo que había hecho una cosa terrible. ¿Qué?, quisieron saber todos. Bueno, no sabía por qué, había regresado a Ada, pasando por delante de varias tiendas que vendían cerveza y, al final, se había encontrado en el McAnally’s del este de la ciudad, donde había agarrado a la joven empleada, la había violado, la había matado y se había deshecho del cadáver. Y por eso ahora se sentía fatal.
Miller no supo explicar por qué las dos mujeres se lo contaron a él y no a la policía, y tampoco supo decir por qué habían esperado cinco meses para hacerlo.
Por muy absurda que resultara la historia, Dennis Smith trató de localizar a las dos mujeres, pero éstas ya no estaban en Ada. (Cuando finalmente las localizó al cabo de un mes, negaron haber asistido a la fiesta, negaron haber visto a Tommy Ward en ninguna fiesta, negaron haber escuchado un relato acerca del secuestro y asesinato de una joven empleada de una tienda o de cualquier otra joven, y negaron todo lo que Jeff Miller había contado).
Smith localizó a Janette Roberts. Vivía en Norman, a ciento veinte kilómetros de distancia, con su marido Mike Roberts. El 12 de octubre, Smith y su compañero Mike Baskin fueron a Norman y se presentaron en casa de Janette. Le pidieron que los acompañara a la comisaría local para responder unas preguntas, cosa a la cual ella accedió a regañadientes.
Durante el interrogatorio, Janette admitió que ella, su marido, Tommy Ward y Karl Fontenot, entre otros muchos, solían celebrar fiestas cerca del río Azul, pero estaba casi segura de que no lo habían hecho el sábado en que Denice Haraway había desaparecido. Solía prestarle la camioneta a Tommy Ward, pero él nunca se había marchado de ninguna fiesta cerca del río (o de ningún otro lugar) en busca de cerveza, ni ella lo había visto jamás sollozando y alterado, y tampoco le había oído farfullar acerca de la violación y el asesinato de ninguna chica. No, señor, eso jamás había ocurrido. Ella estaba absolutamente segura.
Los detectives se llevaron una grata sorpresa al averiguar que Tommy Ward vivía con los Roberts y trabajaba con Mike. Ambos estaban empleados en una empresa de revestimientos exteriores y trabajaban largas horas, por lo general desde el amanecer hasta la puesta del sol. Smith y Baskin decidieron quedarse en Norman hasta que Ward regresara a casa para hacerle unas preguntas.
De camino a casa, Tommy y Mike se detuvieron a tomar unas cervezas, y el hecho de haber estado bebiendo fue una de las razones de que se negaran a ir a la comisaría. La razón más importante fue que a Tommy los policías no le gustaban nada. Los policías de Ada lo habían interrogado un mes atrás acerca del caso y él pensaba que el asunto ya estaba cerrado. Una de las razones de que se hubiera marchado de Ada era que muchas personas comentaban lo mucho que se parecía a uno de los retratos robot de la policía, y ya estaba harto del asunto. Había examinado el dibujo muchas veces y no veía ningún parecido. Era obra de un dibujante de la policía que jamás había visto al sospechoso y jamás lo vería, un retrato que después se había mostrado a una comunidad deseosa de establecer una relación entre aquel rostro y algún habitante de Ada. Todo el mundo quería ayudar a la policía a resolver el crimen. Era una pequeña localidad sobrecogida. En algún momento, todos los conocidos de Tommy habían hecho conjeturas acerca de la identidad de los sospechosos.
Tommy había tenido varios encuentros con la policía de Ada a lo largo de los años, nada serio, pero lo conocían y él los conocía, por lo que prefería evitar a Smith y Rogers.
En opinión de Janette, si Tommy no tenía nada que ocultar, no ocurriría nada si iba a la comisaría a responder a unas preguntas. Tommy no tenía nada que ver con Denice Haraway, pero no se fiaba de la policía. Tras discutir una hora, finalmente Tommy le pidió a Mike que lo llevara a la comisaría de Norman.
Smith y Baskin lo condujeron a una sala del sótano con equipo de vídeo y le explicaron que el interrogatorio se registraría. Tommy se puso nervioso, pero no puso objeciones. Encendieron el aparato, le leyeron sus derechos a permanecer callado y no responder a las preguntas y le advirtieron de que cualquier cosa que dijera podría utilizarse en su contra durante un juicio, y él firmó el impreso.
Los detectives iniciaron el interrogatorio con mucha amabilidad; era simplemente un procedimiento de rutina, nada importante. Le preguntaron a Tommy si recordaba el último interrogatorio de cinco meses atrás. Por supuesto que sí. ¿Les había dicho la verdad en aquella ocasión? Sí. ¿La iba a decir ahora? Sí.
En cuestión de pocos minutos Smith y Baskin, hábilmente, acabaron confundiendo a Tommy respecto a los días de aquella semana de abril. El día de la desaparición de Denice Haraway, Tommy había estado reparando las tuberías de la casa de su madre, después se había duchado y se había ido a una fiesta con los Roberts en Ada. Se había retirado a las cuatro de la madrugada y había regresado a pie a su casa. Cinco meses atrás había dicho a la policía que todo ello había ocurrido la víspera de la desaparición.
—Me equivoqué de día —trató de explicar, pero ellos no se dejaron convencer.
Los policías dijeron cosas como: «¿Cuándo te diste cuenta de que te habías equivocado?», «¿Seguro que ahora no te equivocas?» y «Te estás metiendo en un serio problema».
El tono se volvió áspero y acusador. Smith y Baskin mintieron al afirmar que tenían varios testigos de que él había estado en una fiesta cerca del río Azul aquel sábado y se había marchado a comprar cerveza en una camioneta prestada.
—Me equivoqué de día —insistió Tommy.
El viernes había ido a pescar, el sábado había asistido a una fiesta con los Roberts en Ada y el domingo había ido a otra fiesta, ésta cerca del río.
¿Por qué mentían los policías?, se preguntó Tommy. Él sabía la verdad.
Las mentiras siguieron.
—¿No es cierto que ibas a robar al McAnally’s? Tenemos testigos de ello.
Tommy meneó la cabeza y se mantuvo firme, pero estaba muy nervioso. Si aquellos policías mentían con tanta desfachatez, ¿qué más serían capaces de hacer?
Smith sacó una fotografía ampliada de Denice Haraway y se la acercó a Tommy.
—¿Conoces a esta chica?
—No la conozco. Sólo la he visto.
—¿La mataste?
—No. Jamás mataría a nadie.
—¿Quién la mató?
—No lo sé.
Smith siguió sosteniendo la fotografía mientras comentaba que era una chica muy guapa.
—Su familia quiere enterrarla, ¿sabes? Les gustaría encontrarla para poder darle sepultura.
—Yo no sé dónde está —contestó Tommy contemplando la fotografía mientras se preguntaba por qué se obstinaban en colgarle aquel muerto.
—¿Quieres decirnos dónde está para que su familia pueda enterrarla?
—No lo sé.
—Utiliza tu imaginación —dijo Smith—. Dos tíos la cogieron, la metieron en una camioneta y se la llevaron. ¿Qué crees que hicieron con el cuerpo?
—No tengo ni idea.
—Sólo como conjetura, ¿qué crees?
—Que se sepa, aún podría estar viva.
Smith siguió sosteniendo la fotografía mientras hacía las preguntas. Todas las respuestas de Tommy eran rechazadas, tratadas como si fueran mentiras o pasadas por alto. Le preguntaron repetidamente si creía que la chica era guapa. ¿Creía que había gritado durante la violación? ¿Verdad que su familia tendría que poder enterrarla?
—Tommy, ¿has rezado por todo esto? —preguntó Smith.
Al final, apartó la fotografía a un lado y le preguntó a Tommy acerca de su salud mental, acerca de los retratos robot y acerca de sus estudios. Después volvió a tomar la fotografía, la sostuvo delante del rostro de Tommy y empezó de nuevo con las preguntas acerca del supuesto asesinato de la chica, del entierro del cuerpo y ¿a qué era guapa?
Mike Baskin adoptó un tono lastimero mientras comentaba la dura prueba por la que estaba pasando la familia.
—Lo único que se necesitaría para mitigar su sufrimiento sería decirles dónde está el cuerpo.
Tommy convino en que efectivamente era así, pero él no tenía ni idea de dónde estaba la chica.
Al final apagaron el aparato. La sesión había durado una hora y cuarenta y cinco minutos, y en su transcurso Tommy Ward no se había apartado en ningún momento de su declaración inicial: no sabía nada acerca de la desaparición de Denice Haraway. El interrogatorio lo había puesto muy nervioso pero, aun así, accedió a someterse al detector de mentiras en los siguientes días.
Los Roberts vivían a sólo unas manzanas de la comisaría de Norman y Tommy decidió regresar a pie. El frescor nocturno le sentó bien, pero le reconcomía que los policías lo hubieran tratado con tanta rudeza. Lo habían acusado de asesinar a la chica. Habían mentido repetidamente para liarlo.
Mientras regresaban a Ada, Smith y Baskin se convencieron de que habían encontrado a su hombre. Tommy Ward se parecía al retrato robot de uno de los chicos que se habían comportado de manera extraña en la tienda JP’s aquel sábado por la noche. Había cambiado su historia acerca de dónde estaba la noche de la desaparición de Denice. Y había estado muy nervioso durante el reciente interrogatorio.
Al principio, Tommy se alegró de someterse al polígrafo. Diría la verdad, el aparato lo demostraría y la policía lo dejaría finalmente en paz. Pero después empezó a tener pesadillas acerca del asesinato, las falsas acusaciones de la policía, los comentarios sobre su parecido con el retrato robot, el bonito rostro de Denice Haraway y la angustia de su familia. ¿Por qué se ensañaban con él?
Llamó a su madre y le dijo que temía a la policía y al detector de mentiras.
—Tengo miedo de que me hagan decir algo que yo no quiera decir —le explicó.
—Di la verdad y todo irá bien —le aconsejó ella.
La mañana del jueves 18 de octubre, Mike Roberts acompañó a Tommy a la Agencia Estatal de Investigación de Oklahoma, el OSBI, a veinte minutos por carretera. La prueba se llevaría a cabo una hora más tarde. Mike esperaría en el aparcamiento y después los dos se irían juntos al trabajo; su jefe les había concedido un par de horas libres. Cuando Mike vio entrar a Tommy en el edificio no podía imaginar que su amigo estaba dando sus últimos pasos en libertad. El resto de su vida lo iba a pasar detrás de los muros de una cárcel.
Dennis Smith recibió a Tommy con una ancha sonrisa y un cordial apretón de manos; después lo dejó esperando en un despacho vacío media hora, uno de los trucos preferidos de la policía para conseguir que un sospechoso se ponga todavía más nervioso. A las diez y media lo llevaron a otra estancia, donde lo esperaba el agente Rusty Featherstone y su fiel detector de mentiras.
Smith se marchó. Featherstone explicó el funcionamiento del aparato mientras le colocaba a Tommy las correas y conectaba los electrodos. Para cuando empezaron las preguntas, el joven ya estaba sudando. Las primeras preguntas fueron fáciles —familia, educación, trabajo—, todo el mundo conocía la verdad y el aparato así lo detectó. Eso tranquilizó un poco a Tommy.
A las 11.05 Featherstone le leyó sus derechos y empezó a indagar en el asunto Haraway. A lo largo de dos horas y media de tortuosas preguntas, Tommy se atuvo escrupulosamente a la verdad: no sabía nada acerca del caso Haraway.
Sin una sola pausa, la prueba duró hasta la una y media, hora en que Featherstone lo desenchufó todo y abandonó el cuarto. Tommy lanzó un suspiro de alivio e incluso experimentó una especie de júbilo por el hecho de que la dura prueba por fin hubiera acabado. Todo había salido muy bien; al final, la policía lo dejaría en paz.
Featherstone regresó a los cinco minutos y se inclinó sobre el gráfico para estudiar los resultados. Le preguntó a Tommy qué pensaba. El joven dijo que sin duda había superado la prueba y que ahora se tenía que ir al trabajo.
—No tan rápido —dijo Featherstone—. Has fallado.
Tommy lo miró con incredulidad, pero el otro repuso que estaba clarísimo que había participado en el secuestro de Denice Haraway. ¿Sería tan amable de contárselo todo?
¡Pero contarle qué!
—El detector de mentiras no miente —dijo Featherstone, señalando los resultados allí mismo sobre el papel—. Tú sabes algo acerca del asesinato —le repitió una y otra vez.
Las cosas irían mucho mejor para Tommy si era sincero, hablaba de lo ocurrido y contaba la verdad. Featherstone, el buen policía, quería ayudarlo, pero si Tommy rechazara su amable ayuda, entonces él se vería obligado a entregarlo a Smith y Rogers, los policías malos, que estaban esperando fuera, listos para echársele encima.
—Hablamos de ello —lo instó Featherstone.
No había nada de qué hablar, insistió Tommy. Y se obstinó en afirmar que el polígrafo fallaba, porque él había dicho la verdad. El policía siguió en sus trece.
Tommy admitió que antes de la prueba estaba muy nervioso, y ansioso durante la misma, pues llegaría tarde al trabajo. Incluso reconoció que el interrogatorio seis días antes con Smith y Rogers lo había alterado mucho, provocándole un extraño sueño.
—¿Qué clase de sueño? —quiso saber Featherstone.
Tommy se lo relató: estaba en una fiesta de birras y después pues se encontraba en una camioneta con otros dos chicos y una chica al lado de la vieja central eléctrica cerca de Ada. Uno de los chicos intentó besar a la chica pero ella se negó, y entonces él le dijo al otro que la dejara en paz. Después anunció que se quería ir a casa. «Ya estás en casa», le dijo uno de los otros. Tommy miró por la ventanilla y se encontró repentinamente en casa. Poco antes de despertarse, estaba de pie junto a una pileta tratando infructuosamente de quitarse un espeso líquido negro que le manchaba las manos. No conocía a la chica ni a los dos chicos.
—Es un sueño absurdo —comentó Featherstone.
—Casi todos lo son —replicó Tommy.
Featherstone parecía muy tranquilo pero seguía presionándolo para que le contara todo lo del crimen y le dijera dónde estaba el cuerpo. Repitió la amenaza de entregarlo a sus dos camaradas que esperaban en la estancia de al lado, sugiriendo que se preparaba una larga sesión de torturas.
Tommy estaba aturdido, perplejo y muerto de miedo. Aun así, se negó a confesar nada. Entonces el policía simpático lo entregó a Smith y Rogers, los cuales ya estaban furiosos y parecían dispuestos a darle una paliza. Featherstone se quedó en la estancia y, en cuanto se cerró la puerta, Smith se abalanzó contra Tommy y le espetó:
—Tú, Karl Fontenot y Odell Titsworth raptasteis a la chica, la llevasteis a la central eléctrica, la violasteis y la matasteis, ¿verdad?
—No es verdad —contestó Tommy, tratando de calmarse y pensar con claridad.
—Habla de una puñetera vez, pequeño hijo de la gran puta —rugió Smith—. El polígrafo dice que mientes. ¡Y sabemos que mataste a la chica!
Tommy estaba tratando de situar a Odell Titsworth, un nombre que había oído mencionar alguna vez. Creía que Odell vivía en algún lugar de los alrededores de Ada y que tenía mala fama, pero él no recordaba haberlo visto. Puede que lo hubiera visto un par de veces, pero en ese momento no lo recordaba, pues Smith estaba insultándolo mientras lo señalaba con el dedo amenazadoramente.
Smith repitió su teoría de los tres hombres que se habían llevado a la chica y Tommy meneó la cabeza.
—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo—. Ni siquiera conozco a Odell Titsworth.
—Sí lo conoces —ladró Smith—. Deja de mentir, maldito cabrón.
La mención de Kark Fontenot era más fácil de entender, pues él y Tommy llevaban un par de años de esporádica amistad. Pero Tommy estaba perplejo ante las acusaciones, y la obstinada convicción de que hacían gala Smith y Rogers lo aterrorizaba. Ambos se turnaban en sus amenazas y ataques verbales. Los ánimos se fueron caldeando y muy pronto se profería toda suerte de insultos y obscenidades.
Aturdido, Tommy sudaba y trataba de razonar con lógica. Procuraba que sus respuestas fueran breves. «No, yo no lo hice». «No, yo no tuve nada que ver». A veces sentía el impulso de soltar algún sarcástico comentario, pero se contenía. Aquellos polis estaban furiosos e iban armados. Tommy estaba a su merced.
Después de haber pasado tres horas sudando con Featherstone y una hora de tormentos con Smith y Rogers, Tommy necesitaba urgentemente ir al lavabo, fumarse un cigarrillo y despejarse la cabeza. Necesitaba ayuda, hablar con alguien que le explicase qué estaba ocurriendo.
—¿Puedo tomarme un descanso? —pidió.
—Sólo unos minutos más —le contestaron.
En una mesa había una videocámara, desenchufada para que no quedara constancia del vapuleo verbal. «Seguro que éstos no son los métodos policiales habituales», pensó el chico. Smith y Rogers le recordaron repetidamente que en Oklahoma se utilizaba una inyección letal para ejecutar a sus asesinos. Se enfrentaba a la muerte, a una muerte segura, pero había alguna manera de evitarla: sincerarse, contar lo que había ocurrido y conducirlos hasta el cadáver. Después ellos ya utilizarían para conseguirle un buen acuerdo con el fiscal.
—Yo no lo hice —se empecinaba Tommy.
—El chico tuvo un sueño —les dijo Featherstone a sus dos compañeros.
Tommy repitió el sueño y, una vez más, sus palabras fueron acogidas con desdén. Los tres policías coincidían en que aquel sueño no tenía sentido, a lo cual Tommy volvió a replicar:
—Casi ningún sueño lo tiene.
Pero el sueño proporcionó a los policías un asidero, por lo cual empezaron a añadirle detalles.
—Los dos chicos de la camioneta eran Karl Fontenot y Odell Titsworth, ¿verdad?
—No —insistió Tommy—. Eran desconocidos.
—Vamos, no mientas. La chica era Denice Haraway, ¿verdad?
—No. También era una desconocida.
—Te obstinas en mentir, ¿eh, cabroncete?
Por espacio de otra hora los policías añadieron al sueño de Tommy los detalles necesarios, pero él los negó uno a uno. Era sólo un sueño, repetía una y otra vez.
—Sólo un sueño.
—Maldito embustero —decían los policías.
Al cabo de dos horas de despiadado martilleo, finalmente Tommy se vino abajo. Debido al miedo —Smith y Rogers parecían dispuestos a darle una paliza o a pegarle directamente un tiro—, pero también al horror de consumirse en el corredor de la muerte antes de ser ejecutado.
Además, tenía muy claro que aquellos policías no iban a dejarlo ir sin que les soltara algo. Después de cinco horas en aquel cuarto, se sentía agotado, confuso y casi paralizado por el miedo. Así pues, cometió un error que acabaría enviando lo al corredor de la muerte y, al final, le costaría la libertad de por vida: decidió seguirles la corriente. Puesto que era inocente, y suponía que Karl Fontenot y Odell Titsworth también, consideró mejor darles de una vez lo que querían. La verdad no tardaría en salir a la luz. Al día siguiente o al otro los policías se darían cuenta de que su relato no se tenía en pie. Hablarían con Karl y éste les diría la verdad. Localizarían a Odell Titsworth y éste se les reiría en la cara.
Sí, ésa era la salida a su apurada situación. Seguir la corriente y esperar a que la buena labor policial descubriera la verdad. Si tan ridículo era su sueño, ¿cómo podría alguien creerse una confesión basada en el mismo?
—Odell entró el primero en la tienda, ¿no es así?
—Pues claro, como prefieran —contestó Tommy. Era sólo un sueño.
Los policías sonrieron. Al final, el chico se derrumbaba bajo los efectos de sus taimados métodos.
—El móvil era el atraco, ¿verdad?
«Sí, hombre, lo que quieras, total, no es más que un sueño».
Smith y Rogers fueron añadiendo más detalles inventados y Tommy les siguió la corriente.
Era sólo un sueño.
Ya mientras se producía la grotesca «confesión», los policías habrían tenido que advertir que aquello era insostenible. El detective Baskin estaba muriéndose de aburrimiento junto al teléfono en la comisaría de Ada, deseoso de estar en la Agencia Estatal de Investigación, metido de lleno en el meollo de la cuestión. Sobre las tres de la tarde Gary Rogers llamó para comunicarle la gran noticia: ¡Tommy Ward estaba confesando!
—Acércate a la central eléctrica del oeste de la ciudad y busca el cadáver.
Baskin salió disparado, convencido de que aquel engorroso caso estaba a punto de resolverse.
No encontró nada y comprendió que necesitaría varios hombres para llevar a cabo una búsqueda exhaustiva. Regresó a la comisaría. El teléfono volvió a sonar. La historia había cambiado. Antes de llegar a la central eléctrica, a la derecha, había una vieja casa incendiada. Allí estaba el cadáver.
Baskin localizó la casa, rebuscó en vano entre los escombros y regresó a la ciudad.
Hubo una tercera llamada de Rogers. La historia había vuelto a cambiar. En algún lugar cerca de la central eléctrica y la casa había un búnker de hormigón. Allí habían dejado el cuerpo.
Baskin reunió a dos agentes y unos cuantos reflectores y volvió a ponerse en marcha. Encontraron el búnker y aún seguían buscando cuando cayó la oscuridad.
No encontraron nada.
A cada llamada de Baskin, Smith y Rogers introducían modificaciones en el sueño de Tommy. Las horas fueron pasando y el sospechoso estaba rendido. Lo machacaron sin compasión, policía bueno, policía malo, cuchicheos y tono de voz casi amable, después estallidos de furia, gritos, maldiciones, amenazas. «¡Mientes, pequeño hijo de la gran puta!», era su frase preferida. Tommy la oyó gritar mil veces.
—Tienes suerte de que no esté aquí Mike Baskin —le dijo Smith—. Porque ya te habría saltado la tapa de los sesos.
Al chico no le habría sorprendido que le pegaran un tiro en la cabeza.
Cuando anocheció y comprendieron que aquel día no encontrarían el cuerpo, Smith y Rogers decidieron dar por terminada la confesión. Con la videocámara todavía desenchufada, le hicieron repetir a Tommy toda la historia, empezando con los tres chicos que circulaban por ahí en la camioneta de Odell Titsworth, planeaban el atraco y comprendían que Denice los iba a identificar, motivo por el cual la raptaban y después decidían violarla y matarla. Los detalles acerca de la localización del cadáver eran vagos, pero los detectives tenían la certeza de que estaba enterrado cerca de la central eléctrica.
Tommy estaba mentalmente exhausto. Trató de repetir la historia inventada, pero no hacía más que confundir los hechos. Smith y Rogers lo interrumpían, le repetían el pasaje y lo obligaban a volver a empezar. Al final, después de cuatro ensayos infructuosos y viendo que su estrella se estaba apagando, decidieron encender la cámara.
—Inténtalo ahora —le ordenaron—. Hazlo bien y no menciones esa mierda del sueño.
—Pero la historia no es verdad —murmuró Tommy.
—Tú cuéntala de todos modos, coño —insistieron los policías—. Después ya te ayudaremos a demostrar que no es verdad.
—Y no menciones esa mierda del sueño.
A las 18.58, Tommy Ward miró a la cámara y dijo su nombre. Lo habían interrogado durante ocho horas y media y estaba física y emocionalmente agotado.
Fumaba un cigarrillo, el primero de la tarde, y tenía delante una lata de refresco, como si todos acabaran de dar por finalizada una amistosa charla, todo muy bonito y civilizado.
Y contó su historia. Él, Karl Fontenot y Odell Titsworth habían secuestrado a Denice Haraway y se la habían llevado a la central eléctrica del oeste de la ciudad, donde la habían violado y asesinado, para acabar arrojando su cadáver en algún lugar cerca de un búnker de hormigón allá por Sandy Creek. El arma del crimen había sido la navaja automática de Titsworth.
—Todo es un sueño —añadió. O quiso añadir. O creyó añadir.
Varias veces mencionó el apellido «Titsdale». Los policías lo interrumpieron para sugerirle amablemente el apellido «Titsworth». Tommy rectificaba y seguía adelante, sin dejar de pensar: «Cualquier policía, incluso ciego, podrá ver que estoy mintiendo».
Treinta y un minutos después apagaron la videocámara, Tommy fue esposado, conducido de nuevo a Ada y arrojado a una celda. Mike Roberts seguía esperando en el aparcamiento de la Agencia Estatal de Investigación. Llevaba casi nueve horas y media allí y, por supuesto, no había ido a trabajar.
Por la mañana, Smith y Rogers convocaron una rueda de prensa y anunciaron la resolución del caso Haraway. Tommy Ward, de veinticuatro años y natural de Ada, había confesado e implicado a dos hombres que aún permanecían en libertad. Pidieron a los periodistas que esperaran un par de días para publicar la noticia, hasta que pudieran detener a los otros sospechosos. La prensa lo hizo, pero no así una emisora de televisión. La noticia no tardó en difundirse por todo el sudeste de Oklahoma.
Unas horas después, Karl Fontenot fue detenido cerca de Tulsa y conducido a Ada. Smith y Rogers, animados por su éxito con Tommy Ward, se encargaron del interrogatorio. Aunque tenían preparada una videocámara, no se encendió durante la sesión.
Karl tenía veinte años y se había independizado a los dieciséis. Había crecido en Ada; su padre era alcohólico y él había sido testigo de la muerte de su madre en un accidente de tráfico. Era un muchacho muy impresionable, con muy pocos amigos y prácticamente sin familia.
Insistió en que era inocente y no sabía nada acerca de la desaparición de Denice Haraway.
Karl resultó mucho más fácil de quebrantar que Tommy y, en menos de dos horas, Smith y Rogers consiguieron otra confesión grabada, sospechosamente similar a la de Ward.
Karl se retractó de su confesión tras ser encarcelado y más tarde declararía:
—Jamás había estado en la cárcel ni tenía antecedentes. Y nunca nadie me acusó de haber matado a una chica guapa y me amenazó con la pena de muerte. Yo les conté la historia que ellos querían oír con la esperanza de que me dejaran en paz. Cosa que hicieron tras haber grabado la declaración. Me dijeron que podía elegir entre escribirla o grabarla. Yo ni siquiera sabía qué significaba una declaración verbal o una confesión, hasta que ellos me dijeron que acababa de confesar. Hice una declaración falsa para que me dejaran en paz.
La policía comunicó a la prensa que Ward y Fontenot habían confesado con lujo de detalles. El caso Haraway se había resuelto. Estaban ocupándose de Titsworth y esperaban poder acusar a los tres de asesinato en cuestión de días.
Se había localizado la casa incendiada y la policía había encontrado los restos de algo que parecía una mandíbula. La noticia ocupó la primera plana del Ada Evening News.
A pesar del duro entrenamiento previo, la confesión de Karl era un desastre. Se observaban flagrantes incongruencias entre su versión del crimen y la de Tommy. Ambos se contradecían en detalles como, por ejemplo, el orden en el cual los tres habían violado a Denice, el hecho de que la hubieran apuñalado o no durante la violación, la localización y el número de heridas de arma blanca, el hecho de que ella hubiera conseguido o no soltarse y echar a correr antes de ser atrapada, y el momento en que finalmente había muerto. La discrepancia más llamativa se refería a la forma en que la habían matado y a lo que habían hecho con el cadáver.
Tommy Ward dijo que había recibido múltiples navajazos cuando estaba tumbada en la parte de atrás de la camioneta de Odell durante la violación en serie. La chica había muerto allí y ellos habían arrojado el cuerpo a una zanja cerca del búnker de hormigón. Fontenot no lo recordaba así. En su versión, la habían llevado a una casa abandonada, donde Odell Titsworth la había apuñalado y escondido debajo del suelo, para después rociar gasolina por todas partes e incendiar la casa.
En cambio, ambos coincidían casi totalmente a propósito de Odell Titsworth: éste había sido el cerebro, la mente genial que los había reunido para dar una vuelta por ahí en camioneta, tomarse unas cervezas y fumarse unos porros y, en determinado momento, ir a robar al McAnally’s. En cuanto el grupo decidió en qué tienda robar, Odell entró y lo hizo, se llevó a la chica y les dijo a sus compinches que tendrían que matarla para que no los identificara. Luego condujo hasta la central eléctrica y dirigió la violación en serie, cometiéndola en primer lugar. Después sacó una navaja automática de quince centímetros, apuñaló a la chica y la quemó o no.
Aunque ambos reconocían su participación, la culpa la había tenido Odell Titsworth o Titsdale o como demonios se llamara.
La tarde del viernes 19 de octubre la policía detuvo a Titsworth. Con cuatro detenciones en su haber, observaba una actitud despectiva con los policías y tenía mucha experiencia con los interrogatorios. No se apartó ni un centímetro de su declaración inicial. No sabía nada acerca del caso Haraway y le importaba un carajo lo que hubieran dicho Ward y Fontenot. Jamás había visto a ninguno de aquellos caballeros.
No se grabó ningún vídeo de su interrogatorio. Titsworth fue enviado a la cárcel, donde no tardó en recordar que el 26 de abril se había roto el brazo en una pelea con la policía. Dos días después, cuando Denice desapareció, él estaba en casa de su chica con el brazo escayolado y aquejado de fuertes dolores. En ambas confesiones se había dicho que llevaba una camiseta y tenía los brazos cubiertos de tatuajes. En realidad, tenía el brazo izquierdo escayolado y no se había acercado para nada al McAnally’s. Cuando Dennis Smith lo investigó, encontró los informes del hospital y la policía que corroboraban claramente la versión de Odell. Smith habló con el médico que lo había atendido, el cual describió la lesión como una fractura espiral entre el codo y el hombro, por cierto muy dolorosa. Habría sido imposible que Titsworth trasladara un cuerpo o cometiera una agresión violenta sólo dos días después de la fractura. Tenía el brazo escayolado y lo llevaba en cabestrillo. Imposible.
Las confesiones se fueron sucediendo. Mientras la policía rebuscaba entre los escombros de la casa incendiada, apareció el propietario y preguntó qué demonios ocurría. Cuando le contestaron que buscaban los restos de la muchacha Haraway pues un sospechoso había confesado haberla quemado junto con la casa, el hombre dijo que de eso nada. Él mismo había incendiado el viejo edificio en junio de 1983, diez meses antes de la desaparición de la chica.
El forense finalizó el análisis de la mandíbula y dictaminó que pertenecía a una zarigüeya. Dicho resultado se comunicó a la prensa. Sin embargo, no se informó acerca de la casa incendiada, ni del brazo roto de Titsworth ni de que Ward y Fontenot se habían retractado de sus confesiones.
En la cárcel, Ward y Fontenot proclamaban su inocencia y contaban que les habían arrancado las confesiones mediante amenazas y falsas promesas. La familia Ward reunió dinero para contratar un buen abogado, a quien Tommy describió con todo detalle las artimañas utilizadas por Smith y Rogers durante el interrogatorio. «Era sólo un sueño», repitió una y mil veces.
No hubo familia para Karl Fontenot.
La búsqueda de los restos de Denice Haraway seguía adelante con ahínco. La pregunta que muchos se planteaban era obvia: «Si esos dos han confesado, ¿cómo es posible que la policía no encuentre el cuerpo?»
La Quinta Enmienda de la Constitución norteamericana protege contra la autoincriminación y, puesto que la manera más fácil de resolver un crimen consiste en conseguir una confesión, existen sólidas normas jurídicas que rigen la conducta de la policía durante los interrogatorios. Buena parte de estas disposiciones ya estaban en vigor antes de 1984.
Cien años atrás, en el caso Hopt contra el pueblo de Utah, el Tribunal Supremo estableció que una confesión no es admisible si se obtiene manipulando las esperanzas y los temores del interrogado, privándole de esta manera de la libre voluntad o el autodominio necesario para hacer una declaración voluntaria.
En 1897, en el caso Bram contra el pueblo de Estados Unidos, el alto tribunal dictaminó que una declaración tiene que ser libre y voluntaria, no arrancada por medio de amenazas, violencias o promesas, por muy sutiles que éstas sean. Una declaración de alguien que ha sido amenazado tampoco es admisible.
En 1960, en el caso Blackburn contra el pueblo de Alabama, el tribunal afirmó: «La coacción puede ser tanto mental como física». Al examinar si una confesión se ha obtenido mediante coacción psicológica por parte de la policía, son esenciales los siguientes factores: 1) la extensión del interrogatorio, 2) si éste fue demasiado prolongado, 3) si se efectuó de día o de noche, recelando siempre de las confesiones nocturnas, y 4) perfil psicológico —inteligencia, refinamiento, educación, etc.— del inculpado.
Y, en Miranda contra el pueblo de Arizona, el caso más célebre de autoincriminación, el máximo órgano judicial impuso unas salvaguardas procesales para proteger los derechos del acusado. Un sospechoso tiene derecho a no ser obligado a hablar, y cualquier afirmación hecha durante un interrogatorio no se puede utilizar ante un tribunal, salvo que la policía y el fiscal puedan demostrar fehacientemente que el sospechoso había comprendido con toda claridad que 1) tenía derecho a guardar silencio, 2) cualquier cosa que dijera podría ser utilizada en su contra durante el juicio y 3) tenía derecho a contar con un abogado, tanto si podía permitírselo como si no. Si durante un interrogatorio el acusado solicita un abogado, el interrogatorio tiene que suspenderse de inmediato.
El caso Miranda se falló en 1966 y se hizo inmediatamente famoso. Muchos departamentos de policía no lo tuvieron en cuenta hasta que varios delincuentes quedaron en libertad por no haber sido debidamente informados de sus derechos. Fue una jurisprudencia duramente criticada por muchos amantes de la ley y el orden, los cuales acusaron al tribunal de mimar a los chicos malos. Como sea, se incorporó rápidamente a nuestra cultura, y desde entonces todos los policías de las series televisivas comienzan por «tiene usted derecho a guardar silencio» en el momento de practicar una detención.
Rogers, Smith y Featherstone conocían su importancia y se ocuparon de que la lectura de los derechos Miranda de Tommy fuera debidamente grabada. Lo que no se vio en el vídeo fueron las cinco horas y media de incesantes amenazas y malos tratos verbales.
Las confesiones de Ward y Fontenot fueron desastrosas desde el punto de vista constitucional, pero en aquel momento, en octubre de 1984, la policía seguía pensando que encontraría el cadáver y, por consiguiente, una prueba fehaciente. Además, cualquier juicio que fuera a celebrarse quedaba a muchos meses vista. Disponían de bastante tiempo para elaborar una sólida acusación contra Ward y Fontenot, o eso creían ellos.
Pero el cuerpo no se encontró. Tommy y Karl no tenían ni idea de dónde estaba y así lo habían declarado repetidamente. Los meses fueron pasando sin que se encontrara la menor prueba. Las confesiones iban adquiriendo una creciente importancia; de hecho, se convertirían en la única prueba de que dispondría la fiscalía durante el juicio.