Unos meses después del término de la temporada, Bruce Leba estaba paseando por el centro comercial Southroads de Tulsa cuando vio un rostro conocido y se detuvo en seco. En el interior de la tienda de ropa de hombre Toppers Menswear estaba su antiguo compañero, elegantemente vestido, atendiendo a los clientes. Ambos se dieron un fuerte abrazo y se enzarzaron en una larga sesión de puesta al día. Para ser dos chicos que habían sido como hermanos, era curioso que se hubieran distanciado tanto.
Tras haberse graduado en Asher, ambos habían seguido distintos caminos y perdido el contacto. Bruce había pasado dos años jugando al béisbol en un colegio universitario de Liga Menor y lo había dejado cuando al final sus rodillas se habían estropeado del todo. La carrera de Ron no había sido mucho mejor. Ambos estaban divorciados, pese a que ninguno sabía que el otro se había casado. Y ninguno se extrañó de que el otro hubiera conservado la afición a la vida nocturna.
Eran jóvenes y guapos, volvían a estar solteros, trabajaban duro y tenían dinero en el bolsillo, por lo que volvieron a las andadas, yendo de copas y persiguiendo mujeres. A Ron siempre le habían gustado las chicas, pero su pasaje por las ligas menores había acrecentado su interés por las faldas.
Bruce vivía en Ada y, siempre que pasaba por Tulsa, por la noche se iba de juerga con Ron y sus amigos. A pesar de que el béisbol les había roto el corazón, éste seguía siendo su tema de conversación preferido: los días de gloria en Asher, el entrenador Bowen, los sueños que entonces compartían y los antiguos compañeros de equipo que lo habían intentado y fracasado, exactamente igual que ellos. Bruce había conseguido romper limpiamente con el béisbol, o por lo menos con los sueños de gloria en las ligas mayores. Por el contrario, Ron estaba convencido de que todavía podía jugar, de que algún día se produciría un cambio, su brazo sanaría milagrosamente y alguien lo llamaría. Su vida volvería a ser satisfactoria. Al principio, Bruce replicaba que esa idea no era más que un simple vestigio de una fama que se estaba desvaneciendo. Tal como él mismo había descubierto, ningún astro desaparece más rápido que un deportista de instituto. Algunos saben aceptarlo y siguen adelante. Otros se pasan décadas soñando.
Ron se engañaba en su creencia de que todavía podía jugar. Y sus fracasos lo trastornaban en gran manera. Solía preguntarle a Bruce qué decía la gente acerca de él allá en Ada. ¿Estaban decepcionados porque él no se había convertido en un nuevo Mickey Mantle? ¿Hablaban de él en las cafeterías y los bares? No, le aseguraba Bruce, nadie decía nada.
Sin embargo, Ron estaba convencido de que su ciudad natal lo consideraba un fracasado, por lo que la única manera de desmentirlo sería conseguir un último contrato y abrirse duramente camino hasta las ligas mayores.
«Déjalo ya, tío —le repetía Bruce—. Olvídate del béisbol. El sueño ha terminado».
La familia de Ron empezó a observar cambios drásticos en su personalidad. A veces se mostraba nervioso y agitado, no lograba concentrarse en un tema antes de saltar con rapidez al siguiente. En las reuniones familiares permanecía tranquilamente sentado, guardaba silencio unos minutos y después terciaba en la conversación y hacía comentarios sólo acerca de sí mismo. Cuando hablaba, se empeñaba en llevar la voz cantante y todos los temas tenían que estar relacionados con su vida. Le costaba estarse quieto, fumaba de continuo y había adquirido la extraña costumbre de abandonar la habitación sin más. El día de Acción de Gracias de 1977, Annette recibió en su casa a toda la familia y organizó el tradicional festín. En cuanto todos estuvieron sentados, Ron, sin decir ni mu, abandonó bruscamente el comedor y atravesó Ada para dirigirse a casa de su madre. No hubo ninguna explicación.
En otras reuniones familiares se retiraba a un dormitorio, cerraba la puerta y permanecía a solas, lo cual, por muy inquietante que fuera para el resto de la familia, concedía a los demás algún tiempo para mantener una conversación agradable y tranquila. Después irrumpía de repente en la estancia y empezaba a desvariar acerca de cualquier cosa que ocupara su mente en aquel momento, invariablemente algo sin la menor relación con el tema de conversación general. Permanecía de pie en la sala de estar delirando como un loco hasta que, al final, se cansaba, regresaba al dormitorio y volvía a cerrar la puerta.
Una vez, su ruidosa entrada incluyó una guitarra que empezó a rasguear con furia mientras cantaba, muy mal por cierto, y exigía que el resto de la familia lo acompañara. Después de algunas canciones desafinadas, terminaba de golpe y regresaba corriendo al dormitorio. Los demás lanzaban un suspiro de alivio, ponían los ojos en blanco y todo volvía a la normalidad. Tristemente, la familia se había acostumbrado a semejante comportamiento.
Ron se mostraba introvertido y malhumorado, enfurruñado durante días por nada en particular y por todo en general hasta que, de pronto, recuperaba su habitual carácter sociable. Su carrera en el béisbol lo deprimía y prefería no hablar de ella. Una llamada telefónica podía hundirlo en el abatimiento, pero a la siguiente volvía a mostrarse tan alegre y jovial como siempre.
La familia sabía que bebía más de la cuenta y corrían insistentes rumores de que también se drogaba. Puede que el alcohol y las sustancias químicas le hubieran provocado un desequilibrio y contribuyeran a sus violentos cambios de humor. Annette y Juanita trataban de averiguarlo con el mayor tacto posible, pero él reaccionaba con hostilidad.
Un día a su padre le diagnosticaron cáncer y los problemas de Ron pasaron a segundo plano. Los tumores estaban localizados en el colon y progresaban rápidamente. Aunque Ron siempre había sido un niño de mamá, quería y respetaba a su padre y se sentía culpable por su comportamiento. Ya no iba a la iglesia y tenía serios problemas con su cristianismo, pero se aferraba a la creencia pentecostalista según la cual los pecados reciben su castigo. Su padre, que había llevado una vida irreprochable, ahora estaba siendo castigado a causa de la larga lista de iniquidades cometidas por su hijo.
La quebrantada salud del progenitor agudizó la depresión de Ron. Este pensaba en su egoísmo, en todo lo que les había exigido a sus padres, desde ropa cara y atuendos deportivos de marca a campamentos y viajes relacionados con el béisbol y el traslado provisional a Asher, todo ello recompensado con un simple televisor en color que pagó con la prima del contrato con los A’s. Recordó que Roy se compraba discretamente ropa de segunda mano para que su malcriado hijo pudiera vestir como los mejores de la escuela. Recordó también cómo su padre solía recorrer las calles de Ada con sus pesadas maletas llenas de muestrarios, vendiendo postres de vainilla y especias. Y lo recordó en el graderío sin perderse jamás un solo partido.
Roy se sometió a una intervención quirúrgica de exploración en Oklahoma City a principios de 1978. El cáncer se encontraba en fase muy avanzada y se estaba extendiendo, por lo que los cirujanos no pudieron hacer nada. Regresó a Ada, se negó a someterse a un tratamiento de quimioterapia y se inició un doloroso deterioro.
En sus últimos días, Ron regresó a casa desde Tulsa y permaneció al lado de su padre, destrozado por la pena y con los ojos llenos de lágrimas. Se disculpó repetidamente y suplicó el perdón.
En determinado momento, Roy se cansó de escucharle. «Ya es hora de que crezcas, hijo mío. Pórtate como un hombre. Déjate de lágrimas y de histerismos. Sigue adelante con tu vida».
Roy murió el 1 de abril de 1978.
En 1978, Ron seguía en Tulsa compartiendo un apartamento con Stan Wilkins, un ferretero cuatro años más joven que él. Ambos eran aficionados a la guitarra y la música popular y se pasaban horas rasgueando el instrumento y cantando. Ron poseía una poderosa voz sin educar y tenía talento con la guitarra, un modelo Fender muy caro. Podía pasarse horas tocando.
El ambiente discotequero de Tulsa era muy animado y ambos compañeros salían a menudo juntos. Después del trabajo se tomaban unas copas y se iban a las discotecas, donde Ron era muy conocido. Le encantaban las mujeres y se mostraba temerario con ellas. Echaba un vistazo al público, elegía a la mujer más apetecible y la invitaba a bailar. Si ella aceptaba, por regla general se la llevaba a casa. Su objetivo era la conquista de una mujer cada noche.
Aunque le gustaba beber, tenía cuidado cuando iba de caza. Demasiadas copas podían perjudicar su actuación. En cambio, ciertas sustancias químicas no. El consumo de cocaína estaba muy extendido y se podía conseguir fácilmente en las discotecas de Tulsa. No se pensaba demasiado en las enfermedades de transmisión sexual. La mayor preocupación era el herpes; el sida aún no había hecho su aparición. Para los aficionados a todo eso, los últimos años setenta fueron de lo más alocados y hedonistas. Y Ron perdió el control.
El 30 de abril de 1978, la policía de Tulsa fue llamada al apartamento de Lyza Lentzch. Cuando llegaron los agentes, ella les dijo que Ron Williamson la había violado. Lo detuvieron el 5 de mayo, pagó una fianza de diez mil dólares y fue puesto en libertad.
Ron contrató los servicios de John Tanner, un veterano abogado, y reconoció abiertamente haber mantenido relaciones sexuales con Lentzch, pero consentidas. Se habían conocido en una discoteca y ella lo había invitado a su apartamento, donde ambos acabaron en la cama. Tanner creía en la palabra de su cliente, lo cual no era muy habitual.
Para los amigos de Ron, la idea de la violación era ridícula. Las mujeres prácticamente se le echaban encima. Podía elegir la que quisiera en cualquier bar, y no se dedicaba precisamente a acechar jóvenes doncellas en la iglesia. Las mujeres que él conocía en las salas de fiestas y las discotecas buscaban guerra.
A pesar de que la acusación era humillante, decidió comportarse como si no le preocupase. Asistía a fiestas con más frecuencia que nunca y actuaba como si nada hubiera ocurrido. Tenía un buen abogado. ¡Que empezara el juicio!
No obstante, estaba muy asustado, y con razón. El hecho de que a uno lo acusen de un delito tan grave ya basta para inquietar a cualquiera, pero la perspectiva de enfrentarse a un jurado que podía enviarlo a la cárcel por muchos años lo aterrorizaba.
Ocultó a su familia buena parte de los detalles —Ada se encontraba a dos horas de camino—, pero ellos no tardaron en observar en él una actitud más comedida. Y unos cambios de humor más violentos que nunca.
A medida que su mundo se iba volviendo cada vez más sombrío, Ron procuró defenderse con las únicas armas que tenía a su alcance: beber más, trasnochar más y perseguir más mujeres, todo ello en un afán por vivir lo mejor posible y huir de las preocupaciones. Pero ya fuese que el alcohol aumentaba su depresión o que ésta lo impulsara a beber más, el caso es que se fue hundiendo en el desánimo y el abatimiento y empezó a comportarse de manera cada vez más imprevisible.
El 9 de septiembre, la policía de Tulsa recibió una denuncia de otro presunto caso de violación. Una chica de dieciocho años llamada Amy Dell Ferneyhough regresó a su apartamento sobre las cuatro de la madrugada tras pasar una larga noche en una discoteca. Se había peleado con su novio, el cual estaba durmiendo en el apartamento. Ella no conseguía encontrar la llave y, como necesitaba urgentemente ir al lavabo, caminó una manzana hasta una tienda abierta toda la noche. Allí se tropezó con Ron Williamson, quien estaba disfrutando de otra noche de juerga. Ambos no se conocían de nada, pero trabaron conversación y poco después desaparecieron por la parte de atrás de la tienda entre la alta hierba, y allí mantuvieron relaciones sexuales.
Según la chica, Ron le soltó un puñetazo, le desgarró la ropa y la violó. Según Ron, ella estaba furiosa con su novio por haberla dejado fuera de su apartamento y accedió a un polvo rápido al amparo de la vegetación.
Por segunda vez en cinco meses, Ron tuvo que pagar una fianza y llamó a John Tanner. Con dos acusaciones de violación pendiendo sobre su cabeza, abandonó finalmente la vida nocturna y se encerró en un completo aislamiento. Vivía solo y no hablaba prácticamente con nadie. Annette conocía algunos detalles porque le enviaba dinero. Bruce Leba no sabía apenas nada acerca de lo que estaba ocurriendo.
En febrero de 1979, el caso Ferneyhough fue a juicio en primer lugar. Ron declaró y explicó al jurado que efectivamente ambos habían mantenido una relación sexual, pero que ésta había sido mutuamente consentida. Curiosamente, ambos habían decidido mantener una relación a las cuatro de la madrugada detrás de una tienda abierta toda la noche. El jurado deliberó por espacio de una hora, le creyó y emitió un veredicto de inocencia.
En mayo se constituyó otro jurado para oír las acusaciones de violación de Lyza Lentzch. Una vez más, Ron proporcionó una amplia explicación de lo ocurrido. Había conocido a la señora Lentzch en una sala de fiestas, había bailado con ella y, evidentemente, él debió de gustarle pues ella lo invitó a su apartamento, donde ambos mantuvieron una relación consentida. La víctima declaró que no quería mantener ninguna relación sexual, que trató de impedirlo mucho antes de que empezara, pero que Ron Williamson le daba miedo y, al final, cedió para evitar que éste le hiciera daño. Una vez más, el jurado creyó a Ron y lo declaró inocente.
El hecho de que lo llamaran violador la primera vez lo había humillado profundamente y sabía que llevaría la etiqueta colgada durante años. Pero a pocas personas se la colgaban dos veces y en menos de cinco meses. ¿Cómo era posible que a él, el gran Ron Williamson, pudieran calificarlo de violador? Independientemente de lo que dijeran los jurados, la gente murmuraría, las habladurías se dispararían y los rumores se mantendrían vivos. Lo señalarían con el dedo por la calle.
Tenía veintiséis años y durante casi toda su vida había sido una estrella del béisbol, el presumido deportista que estaba a punto de alcanzar la gloria de las Grandes Ligas. Más tarde, siguió siendo el confiado jugador con un brazo lastimado que a lo mejor se curaría solo. La gente de Ada y Asher no lo había olvidado. Era joven; el talento seguía ahí. Todo el mundo conocía su nombre.
Pero todo cambió con las acusaciones de violación. Sabía que la gente se olvidaría de él como jugador y que sólo sería conocido como alguien acusado de violación. Se mantenía apartado y se aislaba cada vez más en su confuso y oscuro mundo. Empezó a faltar al trabajo y, finalmente, dejó su empleo en Toppers Menswear. No tardó en quedarse sin un céntimo, y entonces hizo las maletas y abandonó discretamente Tulsa. Se estaba hundiendo cada vez más en un mundo de depresión, droga y alcohol.
Presa de una angustia indecible, su madre esperaba. No sabía apenas nada del problema de Tulsa, pero tanto ella como Annette sabían lo bastante como para estar preocupadas. Estaba claro que Ron era un desastre: la bebida, aquellos extraños y repentinos cambios de humor, la conducta cada vez más extravagante. Su aspecto era espantoso: cabello largo, rostro sin afeitar, ropa sucia. Y era el mismo Ron Williamson que tanto disfrutaba exhibiendo su estilo y apostura, que vendía prendas tan elegantes y siempre sabía explicar que cierta corbata no armonizaba demasiado bien con determinada chaqueta.
Se tumbaba en el sofá de la sala de su madre y se quedaba dormido. No tardó en pasarse veinte horas al día durmiendo, siempre en el sofá. Tenía a su disposición su dormitorio, pero se negaba a entrar en él por la noche. Allí dentro había algo que le daba miedo. A pesar de que dormía profundamente, a veces se incorporaba gritando que había serpientes en el suelo y arañas en las paredes.
Empezó a oír voces, pero no quiso revelarle a su madre lo que decían. Y después empezó a contestarles.
Todo lo cansaba: comer y ducharse eran para él tareas agotadoras, seguidas siempre de largas siestas. Se mostraba apático y desganado, incluso durante los breves períodos en que no bebía. Juanita jamás había tolerado el alcohol en su casa; aborrecía el tabaco y la bebida. Se alcanzó una especie de tregua cuando Ron se fue a vivir a un reducido apartamento situado en el garaje, al lado de la cocina. Allí podía fumar y beber y tocar la guitarra sin molestar a su madre. Cuando le apetecía dormir, regresaba a la sala y se tumbaba en el sofá y, cuando estaba despierto se iba a su apartamento.
De vez en cuando, su ánimo experimentaba un cambio, recuperaba su antigua energía y necesitaba de nuevo la vida nocturna. Bebida, droga y persecución de mujeres, aunque con un poco más de cuidado. Desaparecía durante días, se instalaba en casa de amigos y sableaba dinero a cualquier conocido con quien se tropezara. Después volvía a cambiar la dirección del viento y regresaba al sofá, muerto para el mundo.
Juanita esperaba, constantemente preocupada. No había ningún antecedente de enfermedad mental en su familia y no tenía la menor idea de qué hacer. Rezaba mucho. Era una persona muy reservada y se esmeraba en que los problemas de Ronnie no salpicaran a Annette y Renee. Ambas estaban felizmente casadas y Ronnie era responsabilidad suya, no de ellas.
De vez en cuando él hablaba de buscarse un trabajo. Se sentía fatal por el hecho de no poder mantenerse a sí mismo. Un amigo conocía a alguien de California que necesitaba empleados, por lo que, para gran alivio de su familia, Ron se fue al Oeste. Unos días más tarde llamó a su madre llorando y le dijo que vivía con unos adoradores de Satanás que lo aterrorizaban y no le permitían marcharse. Juanita le envió un pasaje de avión y él consiguió escapar de allí.
Se fue a Florida, Nuevo México y Tejas en busca de trabajo, pero sus empleos nunca le duraban más de un mes. Cada una de sus breves ausencias lo dejaba agotado y, a su regreso, volvía a tumbarse en el sofá.
Juanita lo convenció finalmente de que fuera a ver a un terapeuta, el cual lo diagnosticó como maníaco-depresivo. Le recetaron litio, pero no lo tomaba con regularidad. Trabajaba a tiempo parcial aquí y allá, siempre incapaz de conservar un empleo. Su única habilidad eran las ventas, pero en el estado en que se encontraba no habría podido atender ni cautivar a nadie con su labia. Se seguía considerando un jugador de béisbol profesional, íntimo amigo de Reggie Jackson, pero los ciudadanos de Ada ya sabían que no era así.
A finales de 1979, Annette concertó una cita con el juez de distrito Ronald Jones en el tribunal del condado de Pontotoc. Le expuso la situación de su hermano y preguntó si el estado o el sistema judicial podían hacer algo por él. No, contestó el juez Jones, no podían hacer nada mientras Ron no resultara peligroso para sí mismo o para los demás.
Un día especialmente bueno para él, Ron solicitó ser atendido en un centro vocacional de rehabilitación de Ada. El orientador de allí se alarmó al ver su estado y lo envió al doctor Prosser del hospital St. Anthony de Oklahoma City, donde ingresó el 3 de diciembre de 1979.
No tardaron en producirse problemas cuando Ron exigió unos privilegios que el personal no podía ofrecerle. Quería que le dedicaran más tiempo y atención y se comportaba como si fuera el único paciente del centro. Al ver que no accedían a sus deseos, abandonó el hospital, pero regresó unas horas después y pidió ser readmitido.
El 8 de enero de 1980, el doctor Prosser escribió: «El chico ha puesto de manifiesto una conducta un tanto extraña y en ocasiones psicopática tanto si es un maníaco, como pensó el orientador de Ada, o bien un individuo esquizoide con tendencias sociopáticas o, por el contrario, un individuo sociópata con tendencias esquizoides; puede que eso jamás logre establecerse. Podría ser necesario un tratamiento a largo plazo, aunque él no ve la necesidad de ser tratado por esquizofrenia».
Ron había vivido como en un sueño desde su primera adolescencia, desde sus días de gloria en el campo de béisbol, y jamás había aceptado la realidad de que su carrera había terminado. Seguía creyendo que «ellos» —los poderes correspondientes— volverían a llamarlo, lo colocarían en la lista de elegidos y lo convertirían en un personaje famoso. «Esta es la auténtica parte esquizofrénica de su trastorno —escribió el doctor Prosse—. Sólo quiere jugar al béisbol, preferentemente como una estrella de ese deporte».
Se le aconsejó un tratamiento a largo plazo por esquizofrenia, pero él no lo tomó en consideración. Jamás pudo hacérsele un exhaustivo examen físico porque él tampoco colaboró, pero Prosser observó que era un «activo, saludable y musculoso joven que se puede valer por sí mismo en mejor forma que la mayoría de las personas de su edad».
Cuando se sentía con ánimos, Ron vendía puerta a puerta productos para el hogar de la marca Rawleigh en los mismos barrios donde su padre había trabajado. Pero era un trabajo muy aburrido, las comisiones eran bajas, tenía poca paciencia para rellenar los necesarios impresos y, además, él era Ron Williamson, ¡la gran estrella del béisbol! ¡Cómo iba de puerta en puerta vendiendo productos culinarios!
Sin tratamiento ni medicación y bebiendo más de la cuenta, Ron se convirtió en un asiduo de los bares de los alrededores de Ada. Era un borracho insoportable que hablaba a gritos, presumía de su carrera deportiva y molestaba a las mujeres. Mucha gente le tenía miedo y los barmans y porteros de los locales lo conocían muy bien. Cuando se presentaba dispuesto a beber, todo el mundo se enteraba. Uno de sus locales preferidos era el Coachlight, donde los porteros no le quitaban el ojo de encima.
No transcurrió mucho tiempo sin que las dos acusaciones por violación en Tulsa le dieran alcance. La policía empezó a vigilarlo y a veces lo seguía en sus recorridos por Ada. Una noche en que él y Bruce Leba estaban saltando de bar en bar, se detuvieron para echar gasolina. Un agente los siguió a lo largo de varias manzanas y finalmente los obligó a detenerse, acusándolos de robar gasolina. Aunque sólo fue un hostigamiento, ambos se libraron por los pelos de ser detenidos.
Sin embargo, las detenciones no tardaron en producirse. En abril de 1980, dos años después de la muerte de su padre, Ron acabó en la cárcel tras ser acusado por primera vez de conducir en estado de embriaguez.
En noviembre, Juanita Williamson lo convenció de que buscara ayuda para dejar de beber. A instancias suyas, Ron acudió a los Servicios de Salud Mental estatales y fue atendido por Duane Logue, un terapeuta especializado en abuso de sustancias adictivas. Allí Ron reconoció sinceramente sus problemas, dijo que llevaba once años bebiendo y que consumía drogas desde hacía por lo menos siete y que el abuso de alcohol se había incrementado bastante tras ser despedido por los Yankees. No mencionó las dos acusaciones de violación de Tulsa.
Logue lo envió a un centro llamado Bridge House en Ardmore, Oklahoma, a unos ochenta kilómetros de distancia. Al día siguiente, Ron se presentó en Bridge House y accedió a someterse a un tratamiento contra el alcohol de veintiocho días en un ambiente aislado. Estaba muy nervioso y le decía constantemente al terapeuta que había hecho «cosas terribles». A los dos días se convirtió en un solitario, pasaba muchas horas durmiendo y se saltaba las comidas. Al cabo de una semana lo sorprendieron fumando en su habitación y fue expulsado. Se fue con Annette, que casualmente había ido a visitarlo, pero regresó al día siguiente, solicitando ser readmitido. Le dijeron que regresara a Ada y volviera a presentar la instancia dos semanas después. Temiendo la cólera de su madre, optó por no regresar a casa y pasó varias semanas vagando sin rumbo y sin decirle a nadie dónde estaba.
El 25 de noviembre, Duane Logue envió una carta a Ron, citándolo para el 4 de diciembre. Logue le decía entre otras cosas: «Estoy preocupado por tu bienestar y espero verte entonces».
El 4 de diciembre, Juanita informó a los Servicios de Salud Mental de que Ron había encontrado trabajo y vivía en Ardmore. Había hecho nuevas amistades, se había involucrado en las actividades de una iglesia, había vuelto a aceptar a Jesucristo y ya no necesitaba la ayuda gubernamental. Caso cerrado.
Se reabrió diez días después cuando Duane Logue volvió a verlo. Ron necesitaba un tratamiento a largo plazo, pero se negaba a seguirlo. Tampoco quería tomar con regularidad los medicamentos que le habían recetado, especialmente el litio. A veces reconocía su consumo excesivo de alcohol y droga, pero después lo negaba rotundamente. «Sólo algunas cervezas», decía si le preguntaban cuántas.
Puesto que no aguantaba en ningún trabajo, siempre estaba sin blanca. Cuando Juanita se negaba a «prestarle» dinero, salía a dar una vuelta por Ada en busca de otra fuente de ingresos. No era de extrañar que el círculo de sus amistades fuera cada vez más reducido; casi todo el mundo lo esquivaba. Varias veces se había desplazado a Asher por carretera, donde siempre podía encontrar a Murl Bowen y el campo de béisbol. Charlaban un rato, Ron le endilgaba a su antiguo entrenador otra historia de su mala suerte y éste le soltaba otros veinte pavos. Ron prometía devolvérselos y Murl le echaba otro severo sermón acerca de la necesidad de encaminar su vida. El refugio de Ron era Bruce Leba, que había vuelto a casarse y vivía una existencia mucho más tranquila en una casa a pocos kilómetros de la ciudad. Un par de veces al mes Ron se acercaba haciendo eses a su puerta, bebido y desaliñado, y le suplicaba un sitio donde dormir. Bruce siempre lo acogía, lo ayudaba a superar la borrachera, le daba de comer y le prestaba diez dólares.
En febrero de 1981 Ron volvió a ser detenido por conducir en estado de embriaguez y se declaró culpable. Tras pasar unos días entre rejas, se fue a Chickasha a ver a su hermana Renee y su marido Gary. Lo encontraron en su patio trasero un domingo al volver de la iglesia. Les explicó que había dormido en una tienda de campaña al otro lado de la verja de atrás, y desde luego tenía toda la pinta de haberlo hecho. Además, unos kilómetros más abajo, en Lawton, había escapado por los pelos de unos soldados renegados que tenían armas y explosivos en sus casas y se proponían volar la base militar. Por suerte, él había logrado huir, pero ahora necesitaba un sitio donde vivir.
Renee y Gary le permitieron quedarse en el dormitorio de su hijo. Gary le encontró un trabajo para transportar heno en una granja, una tarea que sólo le duró un par de días antes de largarse aduciendo que había encontrado un equipo de sófbol que lo necesitaba. Más tarde el granjero le dijo a Gary que mejor que Ron no volviera pues, en su opinión, su cuñado tenía graves problemas emocionales.
De repente, Ron recuperó su interés por los presidentes norteamericanos y pasó varios días sin hablar de otra cosa. No sólo podía facilitar la lista completa al derecho y al revés, sino que lo sabía todo acerca de ellos: fecha y lugar de nacimiento, mandatos, vicepresidentes, esposas e hijos, hechos más destacados de su administración, etc. Todas las conversaciones en casa de los Simmons tenían que centrarse en algún presidente norteamericano. No se podía hablar de nada más en presencia de Ron.
Era un personaje totalmente nocturno. Quería dormir de noche, pero le era imposible. Además, le gustaba ver la televisión la noche entera a todo volumen. Con los primeros rayos del sol, le entraba sueño y se quedaba dormido. Entonces, cansados y con los ojos enrojecidos, los Simmons disfrutaban de un tranquilo desayuno antes de irse al trabajo.
A menudo se quejaba de dolores de cabeza. Gary oyó ruidos una noche y lo encontró revolviendo el botiquín de los medicamentos en busca de un analgésico.
Cuando ya tenía los nervios destrozados, Gary se sentó con su cuñado para mantener una seria e impostergable conversación. Le explicó que podía quedarse con ellos pero que tendría que adaptarse a sus horarios. Ron no dio la menor señal de haber comprendido que tenía problemas. Se fue discretamente y regresó a casa de su madre, donde o bien permanecía tumbado en estado comatoso en el sofá o bien se encerraba en su apartamento, incapaz de reconocer, a sus veintiocho años, que necesitaba ayuda.
Annette y Renee estaban preocupadas por su hermano, pero poco podían hacer. Se mostraba tan testarudo como siempre y parecía conformarse con vivir una existencia de vagabundo. Su comportamiento era cada vez más extraño; no cabía duda de que se estaba deteriorando mentalmente. Pero el tema no se podía plantear; ambas habían cometido el error de comentárselo. Juanita podía convencerlo con halagos de que acudiese a un terapeuta o de que buscara tratamiento para su adicción a la bebida, pero él nunca seguía hasta el final las prolongadas terapias. Cada breve período de abstinencia era seguido por varias semanas de incertidumbre acerca de dónde estaba o qué hacía.
Para entretenerse, en caso de que pudiera hacerlo, tocaba la guitarra, generalmente en el porche de su madre. Podía pasarse horas rasgueando las cuerdas y cantándoles a los pájaros. Cuando se hartaba de permanecer en el porche, salía a montar su número en la calle. A menudo sin automóvil o sin dinero para pagar la gasolina, se limitaba a pasear por Ada, donde se le podía ver a todas horas y en distintos lugares con su guitarra.
Rick Carson, un amigo suyo de la infancia, era policía en Ada. Cuando le tocaba el turno de noche, solía ver a Ron por las aceras e incluso en los pasadizos entre las casas, tocando la guitarra y cantando bien pasada la medianoche. Rick le preguntaba adónde iba. A ningún sitio en particular. Rick se ofrecía a acompañarlo a casa en el coche patrulla. A veces Ron aceptaba y otras veces prefería ir a pie.
El Cuatro de Julio de 1981 fue detenido por exhibirse en estado de embriaguez y se declaró culpable. Juanita se puso furiosa e insistió en que buscara ayuda. Ingresó en el hospital estatal de Norman, donde lo examinó un tal doctor Sambajon, psiquiatra. Lo único que dijo Ron fue que deseaba «conseguir ayuda». Su autoestima y energía estaban por los suelos y se sentía abrumado por pensamientos de inutilidad, desesperanza e incluso suicidio.
—No puedo ser útil para mí mismo ni para los que me rodean. No consigo conservar ningún empleo y mi actitud es negativa —dijo.
Le contó a Sambajon que su primer episodio de depresión lo había sufrido cuatro años atrás, cuando su carrera deportiva se truncó coincidiendo con su ruptura matrimonial. Reconoció que abusaba del alcohol y la droga, pero pensaba que semejante conducta no contribuía a agravar sus problemas.
El doctor señaló en su informe que iba «desarreglado, sucio, descuidado, negligente y desaseado». La capacidad de juicio del paciente no estaba gravemente dañada y éste era consciente de su situación. El diagnóstico fue trastorno distímico, una forma crónica de depresión de baja intensidad. Sambajon recomendó medicación, más asesoramiento, más terapia de grupo y constante apoyo familiar.
Tras pasar tres días en el hospital, Ron pidió que lo dejaran marchar y le dieron el alta. Una semana después regresó a la clínica psiquiátrica de Ada, enviado por Charles Amos, un auxiliar de psicología. Ron se describía como un ex jugador de béisbol deprimido desde el final de su carrera. También culpaba de su depresión a la religión. Amos lo envió a la doctora Marie Snow, la única psiquiatra de Ada, la cual empezó a controlarlo una vez por semana. Le recetó Asendin, un antidepresivo ampliamente utilizado, y Ron experimentó una ligera mejoría. La doctora Snow trató de convencerlo de que necesitaba más sesiones de psicoterapia, pero al cabo de tres meses Ron lo dejó.
El 30 de septiembre de 1982 fue acusado una vez más de conducir bajo los efectos del alcohol. Fue detenido y encarcelado, y más tarde declarado culpable.