Ron Williamson había nacido en Ada el 3 de febrero de 1953, primer y único hijo varón de Juanita y Roy Williamson. Éste trabajaba como vendedor puerta a puerta para la empresa Rawleigh de productos para el hogar. Ya era un elemento más del paisaje de Ada, donde recorría con paso cansino las aceras vestido con chaqueta y corbata, portando su pesada maleta de muestras llena de suplementos alimenticios, especias y productos para la cocina. Era una manera muy dura de ganarse la vida, físicamente agotadora y con largas horas de papeleo por la noche. Sus comisiones eran muy bajas, por lo que, poco después de nacer Ronnie, Juanita encontró trabajo en el hospital de Ada.
Puesto que sus dos progenitores trabajaban, fue lógico que Ronnie cayera en el regazo de su hermana Annette, cosa que a aquella niña de doce años le encantó. Le daba de comer, lo aseaba, jugaba con él, lo mimaba y consentía. Fue para ella un magnífico juguete que tuvo la suerte de heredar. Cuando no estaba en la escuela, Annette cuidaba de su hermano, limpiaba la casa y preparaba la comida.
Renee, la hija mediana, tenía cinco años cuando Ronnie nació y, aunque no sentía el menor deseo de cuidar de él, no tardó en convertirse en su compañera de juegos. Annette también la tenía bajo sus órdenes, por lo que, a medida que iban creciendo, Renee y Ronnie solían confabularse contra su fraternal guardiana.
Juanita era una devota cristiana, una mujer muy enérgica que obligaba a su familia a ir a la iglesia todos los miércoles y domingos y asistir a cualquier otro oficio religioso que hubiese. Los niños jamás se perdían las clases de la escuela dominical, la escuela bíblica estival, los campamentos de verano, las concentraciones religiosas, las reuniones sociales de la iglesia e incluso algunas bodas y algunos funerales. Roy no era tan piadoso pero, a pesar de todo, aceptaba aquel estilo de vida tan disciplinado: una fiel asistencia a la iglesia, ausencia absoluta de alcohol, juegos de azar, palabrotas, partidas de cartas o bailes; y una entrega incondicional a la familia. Era muy severo y en un santiamén podía quitarse el cinturón y proferir terribles amenazas o soltar algún que otro fustazo, por regla general al trasero de su único hijo varón.
La familia pertenecía a la Primera Iglesia de la Santidad Pentecostal, una vigorosa comunidad de feligreses. Como pentecostales que eran, creían en una ferviente vida de oración, en el fomento constante de su relación personal con Jesucristo, en la fidelidad a la Iglesia en todos los aspectos de su actividad, en el solícito estudio de la Biblia y en la amorosa acogida de los nuevos miembros. El culto no estaba hecho para los tímidos y en él abundaban los vibrantes cánticos gospel, los encendidos sermones y la emocionada participación de los fieles, la cual incluía a menudo el don de lenguas desconocidas, las curaciones instantáneas o la «imposición de manos», así como la generalizada costumbre de expresar en voz alta cualquier emoción que el Espíritu pudiera suscitar en los fieles.
A los niños se les enseñaban las pintorescas historias del Antiguo Testamento y se les hacía aprender de memoria los versículos más populares de la Biblia. También se les animaba a «aceptar a Jesucristo» a muy temprana edad, a confesar sus pecados, a pedirle al Espíritu Santo que entrara en sus vidas para toda la eternidad y a seguir el ejemplo de Jesús con un bautismo público. Ronnie aceptó a Jesucristo a los seis años de edad y fue bautizado en el río Azul, al sur de la ciudad, al término de una larga concentración religiosa primaveral.
Los Williamson llevaban una serena existencia en una casita de la calle Cuatro, en el este de Ada, cerca del colegio universitario. Para distraerse, visitaban a los miembros de la familia que vivían por los alrededores, participaban en las actividades de la iglesia y algunas veces en acampadas en un cercano parque estatal. Sentían muy poco interés por el deporte, pero la situación cambió radicalmente cuando Ronnie descubrió el béisbol. Empezó a jugar en la calle en partidos improvisados y con interminables cambios de reglamento. Desde el principio estuvo muy claro que su brazo era fuerte y sus manos muy rápidas. Balanceaba el bate por el lado izquierdo. Se enganchó al juego a partir del primer día y no tardó en darle la lata a su padre para que le comprara un guante y un bate. El dinero no sobraba en casa, pero Roy se llevó al niño de compras. Así nació un rito anual: la visita primaveral al establecimiento Haynes Hardware para la elección de un nuevo guante, que solía ser el más caro de la tienda.
Cuando no utilizaba el guante, Ron lo guardaba en un rincón de su dormitorio en el que había levantado un altar en honor de Mickey Mande, el Yankee más grande y el mejor jugador de Oklahoma de las principales ligas de béisbol profesional de Estados Unidos. Mande era un ídolo para los niños de todo el país, pero en Oklahoma era un dios. Todos los jugadores de las ligas menores del estado soñaban con convertirse en el siguiente Mickey, incluido Ronnie, que tenía fotografías y estampas de Mick pegadas en su habitación. A la edad de seis años podía repetir de memoria todas las estadísticas de Mande y también las de otros grandes jugadores.
Cuando no jugaba por las calles, Ronnie se pasaba el rato en el salón de su casa, balanceando el bate con firmeza. La casa era pequeña y el mobiliario, muy sencillo e insustituible, por lo que cuando su madre lo sorprendía esgrimiendo el bate tras haber evitado por los pelos darle a una lámpara o una silla, lo ponía de patitas en la calle. Pero él regresaba a los pocos minutos. Para Juanita, su niño era algo muy especial. A pesar de que estaba un poco mimado, sin duda era incapaz de hacer nada malo.
Su comportamiento era también desconcertante. Podía mostrarse muy dulce y sensible, dispuesto a expresar su afecto a su madre y sus hermanas e, instantes después, actuar con el egoísmo propio de un niño malcriado y majadero. Ya en sus primeros años de vida se observaban en él unos extraños cambios de humor que, sin embargo, no dieron especial motivo de alarma. Ronnie era simplemente un niño un poco difícil. Puede que ello se debiera a que era el más pequeño y vivía en una casa llena de mujeres que lo mimaban.
En todas las pequeñas ciudades hay un entrenador de liga menor tan amante del juego que se pasa la vida buscando nuevos talentos, incluso el de un chiquillo de ocho años. En Ada el hombre se llamaba Dewayne Sanders, entrenador de los Police Eagles. Trabajaba en una estación de servicio situada a tiro de piedra del hogar de los Williamson en la calle Cuatro. A Sanders no tardó en llegarle la voz acerca de las aptitudes del pequeño Williamson, y poco después lo contrató. A pesar de su tierna edad, estaba claro que Ronnie sabía jugar; cosa extraña, pues su padre tenía muy escasos conocimientos de béisbol. Ronnie lo había aprendido todo en la calle.
En los meses estivales el béisbol empezaba a primera hora de la mañana, cuando los chicos se reunían para comentar el partido de los Yankees de la víspera. Sólo de los Yankees. Estudiaban los tantos del bateador, hablaban de Mickey Mande y lanzaban la pelota mientras esperaban la llegada de otros jugadores. Un pequeño grupo significaba un partido en la calle, sorteando los automóviles que pasaban y rompiendo alguna que otra ventana. Cuando se juntaban más niños, todos se dirigían a algún solar para disputar partidos más importantes, que solían prolongarse todo el día. A última hora de la tarde regresaban cansados a casa, justo a tiempo para asearse, tomar un bocadillo, ponerse los colores de su equipo y correr al Kiwanis Park para asistir a un partido de verdad.
Los Police Eagles solían colocarse en el primer puesto, fruto del trabajo de Dewayne Sanders. La estrella del equipo era Ronnie Williamson. Su nombre apareció por vez primera en el Ada Evening News cuando él contaba apenas nueve años de edad: «Los Police Eagles aprovecharon doce hits, incluyendo dos home run por parte de Ron Williamson, que hizo también dos dobles».
Roy Williamson asistía a todos los partidos y lo contemplaba todo en silencio desde las gradas. Jamás gritaba a un árbitro o un entrenador y tampoco a su propio hijo. De vez en cuando, después de un mal partido, le daba algún consejo paternal, habitualmente acerca de la vida en general. Roy jamás había jugado al béisbol y apenas si entendía las reglas. Su hijo le llevaba años de adelanto.
Cuando Ronnie tenía once años empezó a jugar en la Liga Infantil de Ada y fue el principal fichaje de los Yankees, patrocinado por el Oklahoma State Bank. Se convirtió en el conductor del equipo a lo largo de una temporada imbatida.
A los doce años, cuando jugaba todavía en los Yankees, el periódico de Ada reseñó la temporada del equipo: «El Oklahoma State Bank se apuntó quince carreras al final del primer turno… Ronnie Williamson se apuntó dos triples» (9 de junio de 1965); «Los Yankees fueron al bate sólo tres veces… pero los impresionantes turnos de Roy Haney, Ron Williamson y James Lamb fueron decisivos. Williamson hizo triple» (11 de junio de 1965); «Los Yankees del Oklahoma State Bank marcaron dos veces en el turno inicial… Ron Williamson y Carl Tilley consiguieron dos de los cuatro hits, cada uno de los cuales fue un doble» (13 de julio de 1965); «El equipo del banco ascendió al segundo puesto… Ronnie Williamson se apuntó dos dobles y un sencillo» (15 de julio de 1965).
En los años sesenta, el instituto superior de Byng se encontraba a unos trece kilómetros al nordeste del límite urbano de Ada. Estaba considerado un instituto rural, mucho más pequeño que el de Ada. A pesar de que los niños del barrio podían matricularse en este último —si así lo querían y estaban dispuestos a recorrer la distancia—, prácticamente todos preferían el de Byng, sobre todo porque el autobús de éste pasaba por la zona este de la ciudad mientras que el de Ada no. Casi todos los niños de la calle de Ron asistían a Byng.
En el instituto de Byng, Ronnie fue elegido secretario de la clase de séptimo curso y al año siguiente, presidente y alumno predilecto de octavo, último curso del bachillerato inferior.
En 1967 ingresó en noveno curso, uno de los sesenta alumnos que iniciaron el primer año del bachillerato superior.
En Byng no se jugaba al fútbol americano, deporte oficiosamente reservado para Ada, cuyos poderosos equipos competían anualmente por el título estatal. Byng era un instituto donde se practicaba el baloncesto. Ronnie se familiarizó con este juego durante su primer año, y lo asimiló tan rápidamente como había hecho con el béisbol.
Aunque jamás había sido un empollón, le gustaba la lectura y sacaba notables y sobresalientes. Las matemáticas eran su asignatura preferida. Cuando se aburría con los libros de texto, hojeaba diccionarios y enciclopedias. Era un maniático de ciertos temas. En medio de un atracón de diccionarios, retaba a sus amigos con palabras que éstos jamás habían oído y se burlaba de ellos cuando no conocían su significado. Estudió a todos los presidentes norteamericanos, memorizó incontables detalles acerca de cada uno de ellos y después se pasó meses sin hablar de otra cosa. A pesar de que se estaba apartando de su iglesia, todavía recordaba docenas de versículos de las Sagradas Escrituras, que a menudo utilizaba en su propio provecho y, más a menudo aún, para retar a quienes lo rodeaban. A veces sus obsesiones acababan con la paciencia de amigos y familiares.
Pero Ronnie era un deportista de gran valía y, por consiguiente, un alumno muy popular. Lo eligieron vicepresidente de su clase. Las chicas se fijaban en él y querían salir con él, y Ronnie no se mostraba nada tímido con ellas. Empezó a volverse bastante maniático con su aspecto y remilgado con su vestuario. Quería prendas más bonitas que las que sus padres podían comprarle, pero aun así insistía en que se las compraran. Roy empezó a comprarse discretamente ropa de segunda mano para que su hijo pudiera vestir mejor.
Annette se había casado y vivía en Ada. En 1969, ella y su madre inauguraron la Beauty Casa, un salón de belleza ubicado en la planta baja del viejo hotel Julienne del centro de Ada. Trabajaban duro y el negocio prosperó rápidamente, pues entre sus prestaciones incluía, curiosamente, los servicios de varias prostitutas que ejercían en los pisos superiores del hotel. Aquellas damas de la noche llevaban décadas siendo un típico elemento de la ciudad y tenían en su haber la ruptura de varios matrimonios. Juanita apenas si las soportaba.
La incapacidad innata de Annette de negarle nada a su hermano menor volvió a perseguirla cuando a él le dio por pedirle dinero para ropa y para salir con chicas. Cuando descubrió que su hermana tenía una cuenta abierta en una tienda de ropa de la ciudad, empezó a echar mano de ella. Y jamás compraba prendas baratas. Algunas veces pedía permiso, pero la mayoría no. Annette estallaba, ambos discutían y al final él, zalamero, conseguía que pagara la factura. Ella lo adoraba tanto que no sabía decir que no y, además, quería que su hermanito tuviera siempre lo mejor. En medio de una discusión, él siempre conseguía decirle lo mucho que la quería. Y no cabía duda de que era cierto.
A Renee y Annette las preocupaba que su hermano se volviera demasiado malcriado y presionara excesivamente a sus padres. A veces lo recriminaban duramente; algunas peleas eran memorables, pero Ronnie siempre se salía con la suya. Lloriqueaba y se disculpaba y lograba que todo el mundo se ablandara y sonriese. Las hermanas solían darle dinero a escondidas para ayudarle a comprarse cosas que los padres no podían permitirse. Él podía mostrarse ensimismado, exigente, egocéntrico e infantil —desde luego era el rey de la casa—, y después, en un estallido de su desbordante personalidad, lograba que toda la familia comiera de su mano.
Lo querían con toda su alma, y él a dios. En medio de sus discusiones, ellos sabían que el niño acabaría consiguiendo lo que quisiera.
El verano después del noveno curso de Ronnie, algunos chicos afortunados decidieron irse a un campamento de béisbol de un cercano colegio universitario. Ronnie también quería ir, pero Roy y Juanita no podían costearlo. Él insistió: sería una magnífica oportunidad de mejorar su juego y quizá los entrenadores del centro se fijaran en él. Se pasó semanas sin hablar de otra cosa, y como la decisión paterna parecía inconmovible empezaron a darle berrinches. Al final, Roy cedió y pidió un préstamo al banco.
El siguiente proyecto de Ron fue la adquisición de una motocicleta, algo a lo que sus padres se oponían. Pasaron por la habitual serie de negativas y sermones e intentaron hacerle entender que simplemente no disponían del dinero necesario; además, una moto era algo muy peligroso. Ronnie contestó que se la compraría con su propio dinero. Encontró su primer trabajo como repartidor de periódicos vespertinos y empezó a ahorrar hasta el último céntimo. Cuando tuvo dinero para la entrada, compró la motocicleta y acordó con el propietario de la tienda los plazos mensuales que iba a pagar.
El pago financiado empezó a fallar por culpa de una concentración religiosa cuyos participantes dormían en tiendas de campaña. La Cruzada de Bud Chambers se plantó en Ada: una nutrida muchedumbre, música potente, sermones carismáticos y algo que hacer por la noche. Ronnie asistió a la primera ceremonia, se sintió profundamente conmovido y regresó al día siguiente con casi todos sus ahorros. Cuando pasaron la bandeja de la colecta, se vació los bolsillos. Pero el hermano Bud necesitaba más y Ronnie regresó a la noche siguiente con el resto de su dinero. Al día siguiente reunió toda la calderilla que pudo encontrar o pedir prestada y por la noche asistió a otra multitudinaria ceremonia, donde efectuó el nuevo donativo que tanto le había costado conseguir. A lo largo de toda la semana, Ronnie logró seguir haciendo donativos y, cuando finalmente terminó la cruzada, estaba absolutamente muy blanca.
Después dejó su trabajo de repartidor de periódicos porque este interfería con el béisbol. Su padre reunió el dinero y acabó de pagar la motocicleta.
Como sus hermanas ya se habían ido de casa, Ronnie exigía toda la atención de sus padres. Un hijo menos cautivador habría resultado insoportable, pero él poseía unas extraordinarias dotes de seducción. Cordial, sociable y generoso por naturaleza, no tenía ningún problema en esperar generosidad por parte de su familia.
Cuando estaba a punto de iniciar el décimo curso, el entrenador de fútbol americano del instituto de Ada abordó a Roy y le aconsejó que matriculase a su hijo en dicho centro. El chico era un atleta nato; para entonces toda la ciudad ya sabía que era un destacado jugador de baloncesto y béisbol. Pero Oklahoma es tierra de fútbol y el entrenador le aseguró a Roy que todo iría mucho mejor si jugaba con los Cougars de Ada. Con su envergadura, su rapidez y su brazo, no tardaría en convertirse en el mejor jugador y puede que hasta lo ficharan. El entrenador se ofreció a pasarse por la casa cada mañana y llevar al chico al instituto en su automóvil.
Pero la decisión la tomó Ronnie, y éste decidió quedarse dos años más en Byng.
La comunidad rural de Asher está discretamente situada junto a la autopista 177, treinta kilómetros al norte de Ada. Tiene muy pocos habitantes —menos de quinientos—, carece prácticamente de centro, hay un par de iglesias, una torre de agua y unas cuantas calles asfaltadas con algunas viejas viviendas desperdigadas. Su orgullo es un precioso campo de béisbol un poco más allá de su instituto de clase B, en Division Street.
Como casi todas las pequeñas localidades, Asher no parece un lugar indicado para encontrar nada que merezca la pena; sin embargo, durante cuarenta años tuvo el equipo de béisbol de instituto más ganador de todo el país. De hecho, ningún instituto en toda la historia, ni público ni privado, había ganado jamás tantos partidos como los Indians de Asher.
Todo empezó en 1959, cuando llegó un joven entrenador llamado Murl Bowen y heredó un equipo que no había ganado ni un solo partido en la temporada anterior. En cuestión de tres años Asher logró su primer título estatal. Le seguirían varias docenas más.
Por motivos que probablemente nunca se averiguarán, Oklahoma aprueba la práctica del béisbol de instituto sólo en aquéllos demasiado pequeños para contar con un equipo de fútbol. Durante su carrera en Asher, no era raro que los equipos del entrenador Bowen ganaran un título estatal en otoño y otro en primavera. Durante una extraordinaria racha, Asher se clasificó para las finales estatales nada menos que sesenta veces seguidas, es decir, treinta años seguidos, otoño y primavera.
En cuarenta años, los equipos de Bowen ganaron 2115 partidos, perdieron sólo 349, se llevaron a casa 43 trofeos de campeonato estatales y enviaron a docenas de jugadores al béisbol universitario y la Liga Menor. En 1975 Bowen fue elegido Entrenador de Instituto del Año de todo el país y la ciudad se lo agradeció mejorando el Bowen Field. En 1995 repitió galardón.
—No fui yo —dice modestamente al recordarlo—. Fueron los chicos. Yo jamás me apunté una carrera.
Puede que no, pero no cabe duda de que produjo montones. Cada agosto, cuando la temperatura en Oklahoma alcanza a menudo los cuarenta grados, el entrenador Bowen reunía a su pequeño grupo de jugadores y planificaba el siguiente asalto a la liga estatal. Sus listas de jugadores eran siempre muy reducidas —cada clase en Asher tenía unos veinticinco alumnos, la mitad de ellos chicas— y no era raro tener un grupo de doce jugadores, incluyendo algún que otro prometedor alumno de octavo curso. Para asegurarse de que ninguno de ellos se fuera, su primera orden del día consistía en repartir los uniformes. Cada chico era el equipo.
Después trabajaba con ellos, empezando con tres horas de entrenamiento diarias. Los ejercicios eran extremadamente exigentes: horas de preparación, sprints, carreras de bases, adiestramiento en fundamentos. Predicaba el trabajo duro, la fortaleza de las piernas, la entrega y, por encima de todo, la deportividad. Ningún jugador de Asher discutía jamás con un árbitro, arrojaba el casco en señal de exasperación o hacía lo que fuera con tal de descubrir las intenciones del adversario. Siempre que le era posible, ningún equipo de Asher humillaba demasiado a un instituto más débil.
Bowen trataba de evitar los rivales débiles, especialmente en primavera, cuando la temporada era más larga y él tenía más flexibilidad con el calendario. Asher se hizo famoso por enfrentarse con los grandes institutos y derrotarlos. Solía propinar sonados vapuleos a Ada, Norman y los gigantes 4A y 5A de Oklahoma City y Tulsa. A medida que crecía la leyenda, estos equipos preferían viajar a Asher para jugar en el antiguo campo de cuyo mantenimiento se encargaba el propio Bowen. Casi siempre se retiraban en un discreto autocar.
Sus equipos eran altamente disciplinados y algunos críticos decían que contaba con muy buenos fichajes. Asher se convirtió en un imán para los jugadores de béisbol que aspiraban seriamente a llegar a la Liga Mayor o el Show, como popularmente la llamaban, por cuyo motivo fue inevitable que Ronnie Williamson acabara abriéndose camino hasta allí. Durante las ligas estivales conoció y se hizo íntimo amigo de Bruce Leba, un chico de Asher y probablemente el segundo mejor jugador de la zona, apenas por detrás de Ronnie. Se hicieron inseparables y no tardaron en comentar la posibilidad de jugar juntos el último año en Asher. Allí merodeaban ojeadores universitarios y profesionales. Y había muchas posibilidades de ganar los títulos estatales en otoño de 1970 y primavera de 1971. Ron resultaría mucho más visible si se trasladaba unos kilómetros carretera arriba.
El hecho de cambiar de instituto supondría alquilar una vivienda en Asher, un gran sacrificio para sus padres. El dinero siempre escaseaba y Roy y Juanita tendrían que ir y venir a diario desde Ada. Pero Ronnie estaba convencido, al igual que casi todos los entrenadores y ojeadores de la zona, de que podría convertirse en un gran fichaje después de su último año. El sueño de ser jugador profesional estaba al alcance de su mano; sólo necesitaba un empujoncito más.
Corrían rumores de que podía llegar a ser el siguiente Mickey Mande, y Ronnie estaba al corriente de ellos.
Con la discreta ayuda de algunos promotores del béisbol, los Williamson alquilaron una casita a dos manzanas del instituto de Asher y Ronnie se presentó en agosto en el campo de entrenamiento de Bowen. Al principio se sintió abrumado por el nivel de preparación y la cantidad de tiempo que allí se dedicaba a correr, correr y correr. El entrenador tuvo que explicarle varias veces a su nueva estrella que unas piernas de hierro eran esenciales para golpear, lanzar, correr las bases y efectuar largos lanzamientos desde el cuadro exterior, así como sobrevivir a los últimos turnos del segundo partido con una lista de jugadores muy reducida. Ronnie tardó un poco en ver las cosas de esta manera, pero pronto experimentó la influencia de la abnegada ética de entrenamiento de su compañero Bruce Leba y otros jugadores de Asher. Obedeció y enseguida adquirió una excelente forma. Siendo uno de los escasos cuatro jugadores de último curso del equipo, se convirtió en capitán oficioso y, junto con Leba, en un líder.
A Murl Bowen le satisfacía plenamente su corpulencia, su velocidad y sus potentes lanzamientos desde el centro del campo. Tenía un cañón por brazo y una gran potencia de swing desde la izquierda. Sus prácticas de bateo por encima del muro del campo eran sensacionales. Cuando se inició la temporada de otoño, regresaron los ojeadores y empezaron a tomar notas acerca de Ron Williamson y Bruce Leba. Con sus rivales de pequeños institutos en los que no se jugaba al fútbol, Asher sólo perdió un partido y pasó por toda la serie de decisivos partidos de desempate, en pos de un nuevo título. Ron efectuó 468 hits con seis home run. Bruce, su amistoso competidor, efectuó 444 hits con seis home run. Ambos se animaban mutuamente, convencidos de que acabarían en las ligas mayores.
Y empezaron a jugar duro, incluso fuera del campo. Bebían cerveza los fines de semana y descubrieron la marihuana. Perseguían a las chicas, que eran fáciles de atrapar porque Asher adoraba a sus héroes. La asistencia a fiestas se convirtió en una costumbre y los locales y tabernas de los alrededores de Ada les resultaban irresistibles. Cuando bebían demasiado y temían regresar en coche a Asher, se iban a casa de Annette, la despertaban y le pedían algo de comer, disculpándose por las molestias. Ronnie le suplicaba a su hermana que no le comentara nada a sus padres.
Sin embargo, tenían cuidado y procuraban evitar problemas con la policía. Su mayor temor era que Murl Bowen se enterara, pues la primavera de 1971 suponía para ellos una gran promesa.
El baloncesto en Asher era poco más que una parte del entrenamiento para que el equipo de béisbol se mantuviera en forma. Ron empezó como escolta y luego pasó a base; era un buen anotador. A medida que la temporada iba tocando a su fin, empezó a recibir cartas de ojeadores de equipos profesionales de béisbol en las que le prometían verlo en cuestión de semanas, le pedían el calendario de partidos y le proponían asistir a campamentos de pruebas de aptitud. Bruce Leba también recibía cartas y ambos se lo pasaban en grande comparando su correspondencia. Phillies y Cubs una semana, Angels y Athletics a la siguiente.
Cuando terminó la temporada de baloncesto a finales de febrero, llegó el momento de las exhibiciones en Asher.
El equipo se precalentó estupendamente con varios triunfos fáciles y después impuso su autoridad frente a los equipos de los grandes institutos. Ron empezó con un bate a pleno rendimiento y ya jamás decayó. Los ojeadores parpadeaban, el equipo estaba ganando y la vida era muy agradable en el instituto de Asher. Puesto que solían enfrentarse con los ases del equipo contrario, todas las semanas tenían ocasión de ver grandes lanzamientos. Las gradas estaban llenas de ojeadores y Ron demostraba en cada partido que podía enfrentarse a los lanzamientos de cualquiera que se le pusiera por delante. Efectuó un total de quinientos hits en toda la temporada, con cinco home run y 46 carreras impulsadas. A los ojeadores les gustaba su poderío y disciplina en la base meta, su rapidez hacia la primera base y, naturalmente, su potente brazo.
A finales de abril fue nominado para el Jim Thorpe Award como deportista de instituto más destacado de Oklahoma.
Asher ganó veintiséis partidos, perdió cinco y el 1 de mayo de 1971 derrotó a Glenpool por 5-0, ganando con ello otro campeonato estatal.
El entrenador Bowen presentó a Ron y Leba como candidatos para la modalidad de deportistas destacados del estado. Sin duda lo merecían, pero ni ellos mismos se tomaban demasiado en serio.
Pocos días antes de su graduación, ante el drástico cambio de vida al que se enfrentaban, ambos comprendieron que no tardarían en dejar atrás el béisbol de Asher. Nunca volverían a estar tan unidos como durante ese año. Tenían que celebrarlo con una memorable noche de juerga.
Por aquel entonces, Oklahoma City contaba con tres clubs de striptease. Eligieron uno muy bueno, el Red Dog, y antes de salir cogieron una botella de whisky y un pack de cervezas de la cocina de Leba. Abandonaron Asher con el botín y llegaron al Red Dog ya bastante entonados. Pidieron más cerveza y contemplaron a las bailarinas, que les parecían más guapas conforme pasaba el tiempo. Llegó el momento de las lap dances y ambos chicos empezaron a gastarse el dinero remetiéndolo en las braguitas o las botas de las chicas. El padre de Bruce había establecido un riguroso toque de queda a la una de la madrugada, pero las lap dances y la bebida lo iban alargando. Al final, abandonaron el local haciendo eses sobre las doce y media, a dos horas de camino de casa. Bruce, al volante de su nuevo Camaro trucado, pisó a fondo, pero dio un frenazo en seco cuando Ron le dijo algo que le sentó mal. Ambos empezaron a insultarse y decidieron resolver el asunto allí mismo. Bajaron del Camaro y empezaron a propinarse puñetazos en plena calle Diez.
Tras unos minutos de guantazos y puntapiés, ambos se cansaron y acordaron una rápida tregua. Reanudaron el regreso a casa. Ninguno de los dos recordaba la causa de la pelea; fue un detalle más de los perdidos en la niebla de aquella noche.
A Bruce se le pasó la salida indicada, hizo un giro equivocado y después, ya extraviado, decidió describir una larga curva a través de desconocidos caminos rurales, siguiendo más o menos la dirección de Asher. Tras haberse saltado el toque de queda, ahora volaba por la campiña. Su acompañante se encontraba en estado comatoso. Todo estaba muy oscuro hasta que Bruce vio unas luces rojas acercándose rápidamente por detrás.
Recordaba haberse detenido delante de la Williams Meat Packing Company pero no estaba seguro de la ciudad que quedaba más cerca. Tampoco estaba seguro del condado.
Bruce bajó del vehículo. El policía estatal fue muy amable y le preguntó si había bebido.
—Sí, señor.
—¿Sabe que circulaba con exceso de velocidad?
—Sí, señor.
Cambiaron unas palabras más. El agente no parecía interesado en imponerle una multa o practicar una detención. Bruce lo había convencido de que podría regresar perfectamente a casa cuando, de repente, Ron asomó la cabeza por la ventanilla de atrás y dijo algo incomprensible con voz pastosa.
—¿Y éste quién es? —preguntó el agente.
—No se preocupe, es sólo un amigo.
El amigo espetó algo más y entonces el policía ordenó a Ron que bajara del vehículo. Por alguna razón, éste abrió la puerta del lado del arcén y, al hacerlo, cayó a una zanja.
Ambos fueron detenidos y trasladados a los calabozos de una comisaría, un frío y húmedo lugar donde escaseaban las camas. Un agente arrojó dos colchones en el suelo de la minúscula celda y ambos se pasaron la noche temblando, muertos de miedo y todavía borrachos. Se guardaron mucho de llamar a sus padres.
Para Ron aquélla sería la primera de muchas noches entre rejas.
A la mañana siguiente, el mismo policía les llevó café y tocino y les aconsejó que llamaran a casa. Ambos lo hicieron con gran inquietud y dos horas más tarde fueron puestos en libertad. Bruce condujo su Camaro mientras que Ron, por alguna razón, fue obligado a ir en otro coche con el señor Leba y el señor Williamson. Fue un trayecto muy largo, de dos horas de duración, que todavía les pareció más largo ante la perspectiva de enfrentarse con el entrenador Bowen.
Ambos progenitores insistieron en que los chicos se presentaran directamente ante su entrenador y le contaran la verdad, cosa que así hicieron. Murl Bowen los castigó con el silencio, pero no retiró su candidatura a los premios del final de la temporada.
Llegaron a la graduación sin ulteriores incidentes. Bruce, el estudiante encargado de la salutación de la clase, pronunció un discurso muy bien estructurado. La alocución inicial estuvo a cargo del honorable Frank H. Seay, un conocido juez de distrito del vecino condado de Seminole. La promoción del instituto de Asher de 1971 contaba con diecisiete alumnos, y para casi todos ellos la graduación fue un acontecimiento muy significativo, un hito muy apreciado del cual se enorgullecían sus familias. Pocos de sus progenitores habían tenido la oportunidad de cursar estudios universitarios y algunos ni siquiera habían terminado el bachillerato. Sin embargo, para Ron y Bruce la ceremonia no tuvo ninguna importancia. Todavía estaban disfrutando de la gloria de los títulos estatales y, por encima de todo, ya soñaban con ser fichados por algún equipo de las Grandes Ligas. Sus vidas no terminarían en la rural Oklahoma.
Un mes después ambos fueron elegidos los mejores jugadores del estado y Ron fue nombrado mejor jugador del año de Oklahoma. En el partido anual disputado exclusivamente por primeras figuras, ambos jugaron ante un abigarrado público entre el cual figuraban ojeadores de los equipos de primera línea y de muchos colegios universitarios. Al finalizar el partido, dos de ellos, uno de los Phillies de Filadelfia y otro de los A’s de Oakland, les hicieron ofertas con carácter oficioso. Si aceptaban una prima anual de dieciocho mil dólares cada uno, los Phillies ficharían a Bruce y los A’s a Ron. Este rechazó la oferta por demasiado baja. Bruce hizo otro tanto, aunque trató de presionar a un ojeador diciéndole que tenía pensado jugar un par de años en el colegio universitario de Seminole, de la Liga Menor, pero que una prima anual más elevada tal vez lo convenciera. La oferta no se incrementó.
Un mes después, Ron fue elegido por los Athletics de Oakland en la segunda ronda de fichajes de agentes independientes, el cuadragésimo primer jugador elegido sobre ochocientos y el primer elegido de Oklahoma. Los Phillies no ficharon a Bruce, pero le ofrecieron un contrato. Volvió a rechazarlo y optó por jugar en el college de Seminole. Su sueño de jugar juntos como profesionales empezaba a desvanecerse.
La primera oferta en firme de Oakland fue insultante. Los Williamson no tenían representante ni abogado pero sabían que los A’s pretendían fichar a Ron por una miseria.
Este viajó solo a Oakland y se entrevistó con los directivos del equipo. Las conversaciones no fructificaron y Ron regresó a Ada sin un contrato. Volvieron a llamarlo enseguida y, en el transcurso de su segunda visita, se reunió con Dick Williams, el gerente, y varios jugadores. El primer jugador de base de los A’s era Dick Green, un sujeto muy simpático que acompañó a Ron en un recorrido por los vestuarios y el campo. Se tropezaron con Reggie Jackson, la superestrella del equipo, Mr. Oakland en persona, que, al enterarse de que Ron era el nuevo elegido, le preguntó en qué puesto jugaba.
Dick Green pinchó un poco a Reggie:
—Ron es exterior derecho.
Naturalmente, Reggie era el dueño del campo derecho.
—Mira, tío, me huelo que vas a envejecer en las ligas menores —replicó él. Y así terminó la conversación.
Oakland se resistía a pagar una prima elevada porque tenían previsto alinear a Ron como receptor pero aún no lo habían visto desempeñarse en ese puesto. Las negociaciones se fueron alargando y la oferta seguía muy baja.
Durante el almuerzo se comentó la posibilidad de que Ron se matriculara en un colegio universitario. Ron se había comprometido verbalmente a aceptar una beca de la Universidad de Oklahoma y sus padres lo estaban presionando en ese sentido. Sería su única oportunidad de cursar estudios universitarios, algo que nadie podría arrebatarle nunca. Ron lo comprendía, pero señalaba que ya tendría ocasión de ir a la universidad más adelante. Cuando Oakland le ofreció al final una prima de cincuenta mil dólares por la firma del contrato, Ron cogió el dinero y se olvidó del colegio universitario.
Fue una gran noticia tanto en Asher como en Ada. Ron era el fichaje más elevado que jamás hubiera habido en la zona y, durante un breve período, la atención de que fue objeto lo hizo sentirse más humilde. Su sueño se estaba haciendo realidad. Ahora ya era un jugador profesional de béisbol. Los sacrificios de su familia estaban dando resultado. Le parecía que el Espíritu Santo lo guiaba a reconciliarse con Dios. Regresó a la iglesia y, durante una ceremonia de un domingo por la noche, se acercó al altar y rezó con el predicador. Después se dirigió a los presentes y agradeció a sus hermanos y hermanas en Cristo su amor y su apoyo. Dios lo había bendecido y se sentía inmensamente feliz. Haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas, prometió utilizar el dinero única y exclusivamente para la mayor gloria del Señor. Luego se compró un Chevrolet Cutlass Supreme y renovó su vestuario, regaló a sus padres un nuevo televisor en color, y el resto del dinero lo perdió en una partida de póquer.
En 1971, el propietario de los Athletics de Oakland era Charlie Finley, un inconformista que había trasladado el equipo hasta allí desde Kansas City en 1968. Se creía un visionario pero, en realidad, actuaba más bien como un payaso. Le encantaba escandalizar el mundo del béisbol con innovaciones tales como uniformes multicolores, recogepelotas femeninas, pelotas anaranjadas (una idea efímera) y una liebre mecánica que lanzaba pelotas de repuesto al árbitro de base meta. Compró un mulo llamado Charlie O. y lo paseaba por el campo e incluso por los vestíbulos de los hoteles.
Pero, mientras ocupaba los titulares de los periódicos con sus excentricidades, también se dedicaba a crear una dinastía. Contrató a un gerente muy capacitado, Dick Williams, y reunió un equipo en el que figuraban Reggie Jackson, Joe Rudi, Sal Bando, Bert Campaneris, Rick Monday, Vida Blue, Catfish Hunter y Rollie Fingers.
Los A’s de principios de 1970 eran sin duda el equipo de béisbol más espectacular. Llevaban tacos antideslizantes blancos —el primer y único equipo que lo hacía— y disponían de una asombrosa variedad de uniformes en distintas combinaciones de verde, dorado, blanco y gris. Su look era californiano: pelo largo, barba incipiente y aire de inconformismo. En un juego de más de un siglo de antigüedad que exigía cierto respeto por las tradiciones, los A’s actuaban de manera absolutamente extravagante. Tenían lo que se llama «actitud». El país aún vivía la resaca de los años sesenta. ¿A quién le interesaba la autoridad? Todas las normas se podían quebrantar, incluso en un ámbito tan rígido como el béisbol profesional.
A finales de agosto de 1971, Ron efectuó su tercer viaje a Oakland, esta vez como miembro del Athletic, uno de los chicos de la casa, una estrella del futuro, a pesar de que todavía no se había estrenado como profesional. Lo recibieron muy bien, le palmearon la espalda y le dedicaron palabras de aliento. Tenía dieciocho años, pero, con su redondo rostro de bebé y un flequillo que le llegaba hasta los ojos, no aparentaba más de quince. Los veteranos sabían que tenía tan pocas probabilidades como cualquier niñato que firmaba un contrato, pero, a pesar de todo, le hicieron sentirse a gusto. Antaño ellos también habían estado en su lugar.
Menos de un diez por ciento de los que firman contratos como profesionales llega a las Grandes Ligas por más de un partido, pero eso ningún chaval de dieciocho años quiere saberlo.
Ron se paseaba por delante del banquillo, se entretenía cambiando impresiones con los jugadores, participaba en las prácticas de bateo previas al partido, observaba cómo los escasos espectadores iban entrando en el Coliseum de Oakland del condado de Alameda. Mucho antes de que efectuara su primer lanzamiento, lo acompañaron a un asiento de primera fila detrás del banquillo de los A’s, desde donde vio jugar a su nuevo equipo. Al día siguiente regresó a Ada más dispuesto que nunca a pasar por las ligas menores y conseguir llegar a la Liga Mayor a la edad de veinte años, o veintiuno como mucho. Había visto, sentido y asimilado la electrizante atmósfera de un estadio de Liga Mayor y jamás volvería a ser el mismo.
Se dejó crecer el pelo y probó a dejarse bigote, pero la naturaleza se negó a colaborar. Sus amigos pensaban que era muy rico y él hacía todo lo posible por dar esa impresión. Era distinto y tenía más estilo que la mayoría de la gente de Ada. ¡Había estado en California!
Durante todo septiembre observó con gran interés cómo los A’s ganaban 101 partidos y se llevaban a casa el título de la Liga Americana del Oeste. Muy pronto estaría allí arriba con ellos jugando como receptor o exterior central, luciendo aquellos vistosos uniformes, pelo largo incluido, formando parte del equipo más asombroso.
En noviembre firmó un contrato con Topps Chewing Gum, concediendo a la empresa de chicles la exclusividad para exhibir, imprimir y reproducir su nombre, rostro, imagen y firma en tarjetas de béisbol.
Como todos los chicos de Ada, él las había coleccionado a miles; las guardaba, las intercambiaba, las llevaba a todas partes en una caja de zapatos y ahorraba calderilla para comprar más. Mickey Mande, Whitey Ford, Yogi Berra, Roger Maris, Willie Mays, Flank Aaron, todos los grandes jugadores tenían aquellas tarjetas tan apreciadas. ¡Y ahora él iba a tener la suya!
El sueño se estaba haciendo rápidamente realidad.
Sin embargo, su primer destino fue Coos Bay, Oregón, clase A en la Liga del Noroeste, lejos de Oakland. Su primer entrenamiento de primavera de 1972 en Mesa, Arizona, no había sido nada extraordinario. No había conseguido que nadie volviera la cabeza para mirarlo, no había llamado la atención, y Oakland aún no tenía claro en qué puesto colocarlo. Al final lo hicieron en la base de lanzamiento, un puesto que no conocía. Eligieron esa colocación porque Ron podía lanzar muy fuerte.
La mala suerte se abatió sobre él a finales de los entrenamientos de primavera. Sufrió una hernia y tuvo que regresar a Ada para que lo operaran. Mientras sobrellevaba con impaciencia su recuperación, empezó a beber más de la cuenta para pasar el rato. La cerveza era barata en el Pizza Hut de la zona y, cuando se cansaba de aquel sitio, se dirigía en su nuevo Cutlass al Elks Lodge y se tragaba todos los sinsabores con unos cuantos bourbons y Coca-Colas. Estaba aburrido y deseoso de volver a un estadio y, por alguna razón que no le resultaba clara, se refugiaba en la bebida. Al final, lo llamaron y marchó a Oregón.
Jugando a tiempo parcial con los Athletics de Coos Bay North Bend, se apuntó 41 hits en 155 turnos al bate con un mediocre promedio de 250. Intervino en 46 partidos y jugó unos cuantos turnos en el centro del campo. Más adelante su contrato lo llevó a Burlington, Iowa, en la Liga del Medio Oeste, todavía en clase A. Un movimiento lateral en el mejor de los casos, pero en modo alguno un ascenso. Jugó sólo siete partidos para Burlington y después regresó a Ada para los partidos fuera de temporada.
Cualquier permanencia en las ligas menores es transitoria e inquietante. Los jugadores ganan muy poco y viven de las dietas que reciben para comida y de cualquier otra muestra de generosidad por parte del club anfitrión. Cuando están en «casa», viven en moteles que ofrecen tarifas mensuales baratas o bien apretujados en pequeños apartamentos. Cuando siguen en autocares la ruta de los partidos, es cuestión de más moteles. Y de bares, discotecas y tugurios de striptease. Los jugadores son jóvenes, la mayoría solteros, se encuentran lejos de sus familias y de la vida estructurada que éstas les ofrecían y, por tanto, tienden a trasnochar. Casi todos acaban de salir de la adolescencia, son inmaduros y malcriados, y están convencidos de que no tardarán en ganar dinero a espuertas en los grandes estadios.
Asisten continuamente a fiestas. Los partidos empiezan a las siete de la tarde y terminan a las diez de la noche. Una rápida ducha y ya están listos para irse a los bares. Trasnochan y luego duermen de día, ya sea en casa o bien en el autocar. Beben mucho, se dedican a la caza de mujeres, juegan al póquer y fuman marihuana… Todo eso forma parte del lado más sórdido y miserable de las ligas menores. Y Ron lo abrazó con entusiasmo.
Como cualquier padre, Roy Williamson seguía la temporada de su hijo con expectativa y orgullo. Ronnie llamaba muy de tarde en tarde y escribía todavía menos, pero aun así su padre conseguía mantenerse al tanto de sus actividades deportivas. Dos veces él y Juanita se desplazaron a Oregón para verlo jugar. Ronnie lo estaba pasando mal en su primer año de novato y procuraba adaptarse a la dureza de los deslizadores y a las abruptas curvas.
De regreso en Ada, Roy recibió una llamada de un entrenador de los A’s. Los hábitos de Ron fuera del campo estaban dando motivo de preocupación. Muchas fiestas, demasiada bebida, salidas nocturnas y resacas. El chico estaba desbarrando un poco, lo cual no era raro para un chaval de diecinueve años en su primera temporada fuera de casa, pero puede que un severo toque de atención de su padre lo ayudara a centrarse.
Ron también hacía llamadas. A medida que pasaba el verano y él sólo jugaba esporádicamente, empezó a tomarla con el gerente y los demás miembros de la junta directiva, pues pensó que lo infravaloraban. ¿Cómo podía mejorar si lo dejaban en el banquillo?
Eligió la arriesgada y escasamente utilizada estrategia de saltarse a sus entrenadores. Empezó a llamar a la oficina principal de los A’s con una lista de quejas. La vida era muy poco satisfactoria en los sectores más bajos de los A’s, no jugaba lo suficiente y quería que los gerifaltes que lo habían fichado lo supieran.
La oficina no se mostró demasiado comprensiva con su caso. Con cientos de jugadores en las ligas menores —casi todos muy por delante de Ron Williamson—, semejantes llamadas y quejas se archivaban rápidamente. Estaban al corriente de la situación de Ron y sabían que se esforzaba mucho.
Se recibieron órdenes de arriba de que el chico tenía que callar y limitarse a jugar al béisbol.
Cuando regresó a Ada a principios de otoño de 1972, seguían considerándolo un héroe local, ahora con ciertas poses y actitudes californianas. Allí siguió trasnochando. Cuando los A’s de Oakland ganaron la Serie Mundial por primera vez a finales de octubre, organizó una ruidosa fiesta en un bar.
—¡Es mi equipo! —gritaba una y otra vez ante las imágenes de la televisión y entre la admiración de sus compañeros de bebida.
Pero sus hábitos cambiaron de repente cuando conoció a Patty O’Brien, una agraciada muchacha y antigua Miss Ada. Muy pronto la relación adquirió un carácter serio y formal. Ella era una piadosa baptista, no bebía alcohol y no aceptaba las malas costumbres de Ron. Él se mostró más que dispuesto a enmendarse y prometió cambiar de vida.
En 1973 seguía muy lejos de las Grandes Ligas. Después de otra mediocre primavera en Mesa, volvieron a asignarlo a los Bees de Burlington, donde sólo jugó en cinco partidos antes de ser transferido a los Conchs de la Liga de Florida. En los 59 partidos que jugó allí, sólo alcanzó unos míseros 137 hits.
Por primera vez empezó a preguntarse si alguna vez conseguiría llegar a las ligas mayores. Después de dos temporadas bastante bajas, había aprendido que llegar a lanzador profesional, incluso de clase A, era mucho más difícil de conseguir que cualquier cosa que jamás hubiera visto en el instituto de Asher. Todos los lanzadores lanzaban con extraordinaria fuerza, cada bola más precisa que la anterior. La prima del contrato la había gastado y despilfarrado hacía mucho tiempo. Su sonriente rostro en una tarjeta de béisbol ya no le resultaba tan emocionante como dos años atrás.
Y tenía la sensación de que todo el mundo lo vigilaba. Todos sus amigos y las buenas gentes de Asher y Ada esperaban que hiciera realidad sus sueños, que los colocara en el mapa. Era el segundo jugador más grande en la historia de Oklahoma. Mickey había llegado al llamado Show, es decir, a las ligas mayores, a los diecinueve años. Ron se estaba retrasando.
Regresó a Ada y a Patty, quien le aconsejó que buscara algún trabajo fuera de temporada. Un tío suyo conocía a alguien de Tejas y Ron se trasladó a Victoria, donde trabajó unos meses en una empresa de instalación de tejados.
El 3 de noviembre de 1973 Ronnie y Patty se casaron. Fue una boda multitudinaria en la Primera Iglesia Baptista de Ada, el templo al que ella pertenecía. Ron tenía veinte años y, por lo que a él respectaba, seguía siendo una promesa del béisbol profesional.
Ada veía en Ron Williamson a su mayor héroe. Ahora se había casado con una reina de la belleza perteneciente a una buena familia. Su vida era fascinante.
En febrero de 1974 los recién casados se trasladaron por carretera a Mesa para los entrenamientos de primavera. Su nueva vida lo indujo a buscar con más denuedo el éxito. Su contrato de 1974 era con Burlington, pero él no pensaba regresar allí. Estaba cansado de Burlington y de Cayo Hueso y, en caso de que los A’s volvieran a enviarlo a semejantes lugares, estaría muy claro que ya no lo consideraban un probable candidato.
Se esforzaba más que nunca en los entrenamientos, corría más, hacía prácticas extra de bateo, trabajaba tan duro como en Asher. Pero un día, durante unas prácticas de rutina en el diamante efectuó un duro lanzamiento a la segunda base y un intenso dolor le traspasó el codo. Trató de no prestarle atención y se dijo, tal como suelen hacer todos los jugadores, que podía seguir. El dolor desaparecería, era simplemente una pequeña sensación dolorosa provocada por los entrenamientos de primavera. Al día siguiente volvió a sentirlo, todavía más intenso. A finales de marzo apenas podía lanzar una pelota dentro del diamante.
El 31 de marzo los A’s prescindieron de él, y él y Patty emprendieron el largo camino de regreso por carretera a Oklahoma.
Evitaron pasar por Ada y se dirigieron a Tulsa, donde Ron encontró un empleo como responsable de servicios de la Bell Telephone. No se lo planteó como el inicio de una carrera, sino sólo como un empleo provisional mientras se le curaba el brazo. Él creía que lo llamaría alguien del béisbol, alguien que lo conociera de verdad. Pero, al cabo de unos meses, el que hacía las llamadas era él y nadie mostraba el menor interés.
Patty consiguió trabajo en un hospital y ambos se entregaron a la tarea de afincarse en serio. Annette empezó a enviarles cinco y diez dólares semanales por si iban cortos para pagar los recibos. El pequeño suplemento quedó interrumpido cuando Patty la llamó para contarle que Ron se gastaba el dinero en cerveza, cosa que ella no aprobaba.
Había roces. Annette estaba preocupada porque él había vuelto a la bebida, pero apenas sabía nada de lo que estaba ocurriendo en la pareja. Patty era reservada y tímida por naturaleza y jamás se había sentido a sus anchas con los Williamson. Annette y su marido los visitaban una vez al año.
Al ver que no progresaba, Ron dejó la Bell y se puso a vender seguros de vida Equitable. Corría el año 1975 y él seguía sin ningún contrato de béisbol y tampoco tenía noticias de algún equipo que anduviera en busca de talentos olvidados.
Pero, con su deportiva confianza y su expansivo carácter, vendía montones de seguros de vida. Estaba naturalmente dotado para la venta y se lo pasaba en grande con el éxito y el dinero. También se divertía en los bares y las discotecas hasta altas horas de la madrugada. Patty aborrecía la bebida y no soportaba las juergas. La marihuana se había convertido en una costumbre que ella detestaba. Sus cambios de humor estaban resultando cada vez más radicales. El joven con quien ella se había casado estaba cambiando.
Ron llamó a sus padres una noche de la primavera de 1976 y, sollozando, les comunicó que él y Patty habían discutido amargamente y se habían separado. Roy y Juanita, y también Annette y Renee, se llevaron un gran disgusto y manifestaron su esperanza de que el matrimonio pudiera salvarse. Todas las parejas jóvenes capean unas cuantas tormentas. Cualquier día Ronnie recibiría una llamada, volvería a enfundarse un uniforme y reanudaría su carrera. Sus vidas volverían a su cauce habitual; el matrimonio podría sobrevivir a una etapa oscura.
Pero la situación ya no tenía arreglo. Cualesquiera que fueran sus problemas, Ronnie y Patty decidieron no comentarlos. Presentaron discretamente una demanda de divorcio aduciendo diferencias irreconciliables. La separación ya era completa. El matrimonio había durado menos de tres años.
Roy tenía un amigo de la infancia llamado Harry Brecheen, o Harry el Gato, como le llamaban en sus tiempos de beisbolista. Ambos habían crecido juntos en Francis, Oklahoma. Harry era ojeador para los Yankees. Roy lo localizó y le pasó su teléfono a su hijo.
Las dotes persuasivas de Ron dieron resultado en junio de 1976, cuando logró convencer a los Yankees de que su brazo estaba completamente curado y mejor que nunca. Tras haber visto los suficientes buenos lanzamientos como para comprender que él no estaría en condiciones de batear, Ron decidió echar mano de su fuerza: el brazo derecho que siempre había llamado la atención de los ojeadores. En Oakland siempre se había barajado la posibilidad de convertirlo en lanzador.
Firmó contrato con los Yankees de Oneonta, de la Penn League de Nueva York, clase A, y deseó largarse de Tulsa. El sueño estaba renaciendo.
Podía lanzar con fuerza pero a menudo con escasa puntería. Su habilidad era todavía muy imperfecta, ya que no tenía suficiente experiencia. Cuando lanzaba demasiado fuerte y rápido volvía a notar el dolor, primero con suavidad y después dejándolo prácticamente inválido. Los dos años de paro forzoso se habían cobrado su tributo y, cuando terminó la temporada, volvieron a despedirlo.
Evitando una vez más pasar por Ada, regresó a Tulsa y se dedicó de nuevo a vender pólizas de seguros. Annette fue a visitarlo y, cuando la conversación se centró en el béisbol y sus fracasos, Ron rompió a llorar y ya no pudo detenerse. Le confió a su hermana que experimentaba largos y oscuros arrebatos de depresión.
Acostumbrado a la vida en las ligas menores, volvió a caer en sus pasados vicios, yendo de bar en bar, persiguiendo mujeres y bebiendo mucho. Para pasar el rato, se incorporó a un equipo de sófbol —el béisbol que se juega con pelota blanda— y se lo pasaba muy bien siendo la máxima estrella en un pequeño escenario. Durante un partido en una noche muy fría, efectuó un lanzamiento a la primera base y algo se rompió con un chasquido en su hombro. Dejó el equipo y abandonó la sófbol, pero el daño ya estaba hecho. Fue a ver a un médico y se sometió a un agotador programa de rehabilitación, pero no hubo demasiada mejoría.
Entonces dejó en reposo la lesión, confiando una vez más en que, con un buen descanso, la cosa se resolvería para la primavera.
La última aparición de Ron en el béisbol profesional tuvo lugar la primavera de 1977. Consiguió volver a vestir un uniforme de los Yankees. Sobrevivió a los entrenamientos de primavera, todavía como lanzador, y fue asignado a Fort Lauderdale, en la Liga de Florida. Después resistió su última temporada, nada menos que 140 partidos, la mitad de ellos en la carretera, viajando en autocares, mientras iban pasando los meses y a él lo utilizaban cada vez menos. Sólo lanzó en 14 partidos, 33 entradas. Tenía veinticuatro años y un hombro lastimado que no se podía curar. La gloria de Asher y los días de Murl Bowen quedaban muy lejos.
Casi todos los jugadores perciben la sensación de lo inevitable, pero no así Ron. Había gente en casa que contaba con él. Su familia había sacrificado demasiado. Él había rechazado el colegio universitario y una educación superior para convertirse en jugador de las ligas mayores, por consiguiente, dejarlo ahora no era una alternativa. Había fracasado en su matrimonio y él no estaba acostumbrado al fracaso. Además, vestía el uniforme de los Yankees, un poderoso símbolo que a diario mantenía vivo su sueño.
Aguantó valerosamente hasta el final de la temporada y entonces sus amados Yankees volvieron a prescindir de él.