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Las onduladas colinas del sudeste de Oklahoma se extienden desde Norman hasta Arkansas y apenas muestran huellas de los vastos yacimientos de petróleo que hubo antaño a sus pies. Algunas viejas torres puntean la campiña; las que están en activo siguen bombeando ruidosamente unos cuantos litros a cada lenta vuelta, induciendo a los que pasan por allí a preguntarse si el esfuerzo merece la pena. Muchas se han dado por vencidas y permanecen inmóviles en medio de los campos, cual oxidados recordatorios de los días de gloria de los pozos, los buscadores de petróleo al azar y las fortunas instantáneas.

Hay torres diseminadas por todas las tierras de labranza alrededor de Ada, una antigua ciudad petrolera de dieciséis mil habitantes con un colegio universitario y un tribunal de distrito. Pero las torres permanecen ociosas… el petróleo se ha terminado. Ahora el dinero se gana en Ada por horas en los talleres, la producción de pienso y los cultivos de pacanas.

El centro de Ada es un lugar muy animado. En Main Street no hay edificios vacíos o tapiados. Los comerciantes sobreviven aunque buena parte de sus negocios se haya desviado hacia el extrarradio de la ciudad. Al mediodía los cafés están abarrotados de gente.

El edificio del tribunal del condado de Pontotoc es viejo, no dispone de espacio suficiente y está lleno de abogados y clientes. A su alrededor se observa el consabido batiburrillo de edificios municipales y despachos de abogados. La cárcel, un achaparrado refugio antiaéreo sin ventanas, se construyó por alguna ya olvidada razón en el mismo solar del edificio del tribunal. El azote de la metanfetamina la mantiene siempre llena.

Main Street termina en el campus de la East Central University, hogar de cuatro mil estudiantes, muchos de ellos usuarios cotidianos de trenes de cercanías. La universidad infunde vida a la comunidad con un aporte siempre renovado de gente joven y un cuerpo docente que añade cierta diversidad al sudeste de Oklahoma.

Pocas cosas escapan a la atención del Ada Evening News, un dinámico diario de ámbito regional que hace todo lo posible por competir con The Oklahoman, el periódico más grande del estado. En primera plana se publican las noticias mundiales y nacionales, después vienen las estatales y regionales y, a continuación, los temas más importantes: acontecimientos deportivos estudiantiles, política local, calendarios de la comunidad y crónica necrológica.

Los habitantes de Ada y el condado de Pontotoc constituyen una agradable mezcla de sureños pueblerinos y tipos independientes del Oeste. El acento podría ser de Tejas o Arkansas, con íes muy estiradas y otras vocales también muy largas. Es el territorio de los indios chickasaw. Oklahoma cuenta con más nativos americanos que cualquier otro estado de la Unión y, después de cien años de mezcla, muchos blancos tienen sangre india. El estigma está desapareciendo rápidamente; de hecho, hoy en día la herencia es motivo de orgullo.

El llamado Cinturón de la Biblia —territorio del fundamentalismo protestante— atraviesa con fuerza la ciudad de Ada, la cual dispone de cincuenta iglesias de una docena de denominaciones cristianas. Son lugares muy concurridos y no sólo los domingos. Hay una sola iglesia católica y una episcopaliana, pero ningún templo judío o sinagoga. Casi todo el mundo es cristiano o afirma serlo, y el hecho de pertenecer a una iglesia se da por descontado. El estatus social de una persona suele venir determinado por su pertenencia religiosa.

Con sus dieciséis mil habitantes Ada se considera una localidad grande en la rural Oklahoma, por cuyo motivo atrae toda suerte de fábricas y establecimientos de venta con descuento. Los obreros y los compradores afluyen a ella por carretera desde distintos condados. Se encuentra a 130 kilómetros de Oklahoma City y a tres horas por carretera de Dallas. Todo el mundo conoce a alguien que vive o trabaja en Tejas.

La máxima fuente de orgullo local es la oferta de los llamados quarter-horses, una raza de resistentes caballos famosos por ser los más rápidos en distancias cortas —por ejemplo, un cuarto de milla, de ahí su nombre—. Algunos de los mejores ejemplares los crían los rancheros de Ada. Y cuando los Ada High Cougars ganan otro título estatal de fútbol americano, la ciudad se pasa varios años presumiendo.

Es un lugar agradable, habitado por personas afables con los forasteros y las unas con las otras, siempre dispuestas a ayudar a quien lo necesite. Los niños juegan en el césped delantero de las casas a la sombra de los árboles. Por el día las puertas se dejan abiertas. Los adolescentes pasean hasta altas horas de la noche sin causar apenas molestias.

De no haber sido por dos célebres asesinatos a principios de los años ochenta, Ada habría pasado inadvertida a los ojos del mundo. Lo cual les habría parecido muy bien a las buenas gentes del condado de Pontotoc.

Como obedeciendo a una tácita ordenanza municipal, casi todos los locales nocturnos y bares de Ada se encuentran ubicados en el extrarradio de la ciudad, desterrados a las afueras para mantener a la gentuza y sus maldades lejos de la gente de bien.

El Coachlight era uno de ellos, un oscuro edificio muy mal iluminado, que ofrecía cerveza barata, jukebox, un grupo musical los fines de semana, una pista de baile y, en el exterior, un enorme aparcamiento de grava donde las polvorientas camionetas superaban en número a los automóviles de cuatro puertas. Su clientela era lo que cabía esperar: obreros de fábrica sedientos antes de regresar a casa, mozos del campo en busca de diversión, veinteañeros noctámbulos y aficionados al baile y la juerga. Vince Gill y Randy Travis habían pasado por allí al comienzo de sus carreras.

Era un conocido local extremadamente bullicioso que daba empleo a tiempo parcial a muchos barmans, porteros y camareras. Una de ellas era Debbie Carter, una lugareña de veintiún años que había terminado sus estudios en el instituto local unos años atrás y aún disfrutaba de su vida de soltera. Tenía otros dos empleos a tiempo parcial y de vez en cuando también trabajaba de canguro. De carácter independiente, Debbie tenía coche propio y vivía sola en un apartamento de tres habitaciones encima de un garaje en la calle Ocho, cerca de la universidad. Era una agraciada muchacha morena, esbelta y atlética, y gozaba de mucho predicamento entre los chicos.

A su madre, Peggy Stillwell, la preocupaba que pasara tanto tiempo en el Coachlight y otros locales parecidos. No había educado a su hija para esa clase de vida; de hecho, Debbie había sido educada en la iglesia. Sin embargo, una vez terminados sus estudios secundarios, empezó a ir de fiesta en fiesta y a llegar tarde a casa. Peggy ponía reparos y a veces ambas discutían por ese motivo. Al final, Debbie había decidido independizarse. Encontró un apartamento y se fue de casa, pero siguió muy unida a su madre.

La noche del 7 de diciembre de 2, Debbie estaba en el Coachlight sirviendo bebidas. Era una jornada muy poco animada, por lo que ella le preguntó al jefe si podía dejar el servicio y quedarse un rato con sus amigos. Él accedió y ella fue a sentarse a una mesa para tomar una copa con Gina Vietta, una amiga íntima de la escuela, y otros conocidos. Un compañero de la escuela, Glen Gore, se acercó y la invitó a bailar. Ella aceptó, pero a media canción se detuvo en seco y se apartó de él hecha una furia. Más tarde, en el lavabo de señoras, dijo que se sentiría más segura si una de sus amigas pasara la noche en su casa, pero no explicó el motivo de su preocupación.

El Coachlight se dispuso a cerrar antes de lo habitual, sobre las doce y media, y Gina Vietta invitó a varios del grupo a tomar otra copa en su apartamento. Casi todos aceptaron; en cambio, Debbie estaba cansada y hambrienta y deseaba simplemente regresar a casa. Abandonaron el club sin demasiada prisa.

Varias personas vieron a Debbie en el aparcamiento hablando con Glen Gore mientras el Coachlight acababa de cerrar. Tommy Glover conocía muy bien a Debbie porque trabajaba con ella en una cristalería de la zona. También conocía a Gore. Al subir a su camioneta para marcharse, vio a Debbie abrir la puerta de su coche. También vio a Gore aparecer de pronto. Ambos conversaron unos momentos y después ella lo apartó de un empellón.

Mike y Terri Carpenter trabajaban en el Coachlight, él como portero y ella como camarera. Al dirigirse a su coche pasaron junto al de Debbie. Ella estaba sentada al volante hablando con Glen Gore, que se encontraba de pie junto a la puerta del vehículo. Los Carpenter saludaron con la mano y siguieron andando. Un mes atrás, Debbie le había dicho a Mike que Gore le daba miedo por su mal carácter.

Toni Ramsey trabajaba en el local como chica-limpiabotas. En 1982 el negocio del petróleo todavía iba viento en popa en Oklahoma. Había montones de botas preciosas caminando por Ada. Alguien tenía que lustrarlas y Toni se ganaba un dinerillo que le era muy necesario. Conocía bien a Gore. Mientras se retiraba aquella noche, Toni vio a Debbie sentada al volante de su automóvil. Gore se encontraba en el lado del pasajero, inclinado sobre la puerta abierta, fuera del vehículo. Ambos conversaban de manera aparentemente normal. No daba la impresión de que estuviera ocurriendo nada raro.

Gore, que no tenía coche, le había pedido a su amigo Ron West que lo acompañara al Coachlight, adonde llegaron sobre las once y media. West pidió unas cervezas y se sentó mientras Gore efectuaba un recorrido por el local. Por lo visto, conocía a todo el mundo. Cuando se dio el último aviso de cierre, West le preguntó si aún necesitaba que lo llevara. Gore dijo que sí y entonces West se fue al aparcamiento y lo esperó. Pasaron unos minutos, hasta que Gore se acercó corriendo y subió al vehículo.

Ambos tenían hambre, por lo que fueron a un café del centro, el Waffler, donde pidieron un desayuno rápido. West pagó la cuenta, como antes había pagado las consumiciones en el Coachlight. Había empezado la noche en el Harold’s, otro local al que había acudido en busca de unos socios de negocios. Pero, en su lugar, se había tropezado con Gore, el cual trabajaba ocasionalmente allí como barman y pinchadiscos. Apenas se conocían, pero cuando Gore le pidió que lo acompañara al Coachlight, no pudo negarse.

West, un hombre felizmente casado y padre de dos hijas, no solía quedarse hasta altas horas en los bares. Quería irse a casa pero se había enredado con Gore, el cual se volvía más exigente a medida que pasaban las horas. Cuando salieron del café, West le preguntó adónde quería ir. A casa de su madre en Oak Street, contestó Gore, unas pocas manzanas al norte. West conocía bien la ciudad y allá fueron, pero antes de llegar Gore cambió repentinamente de idea. Tras haber pasado varias horas con West, ahora le apetecía ir a pie, pese a que la temperatura era gélida y soplaba un viento desapacible. Se estaba acercando un frente frío.

Se detuvieron cerca de la iglesia baptista de Oak Avenue, no lejos de donde Gore había dicho que vivía su madre. Este bajó, dio las gracias por todo y echó a andar. Aquella iglesia baptista se encontraba a un kilómetro y medio del apartamento de Debbie Carter. Y la madre de Gore vivía en la otra punta de la ciudad, o sea que su casa no estaba precisamente cerca de la iglesia de Oak Avenue.

A eso de las dos y media de la madrugada, Gina Vietta se encontraba en su apartamento con unos amigos cuando recibió dos extrañas llamadas, ambas de Debbie Carter. En la primera le pidió que fuera a recogerla en su coche porque alguien, un visitante, la estaba incomodando. Gina le preguntó quién era, quién estaba allí. La conversación fue interrumpida por unas voces amortiguadas y el ruido sordo de un forcejeo. Gina se quedó muy preocupada. Debbie tenía un Oldsmobile de 1975, y no le representaba ningún problema utilizarlo para ir adonde quisiera. Así pues, decidió acudir de inmediato a casa de su amiga, pero antes de abandonar su apartamento volvió a sonar el teléfono. Era Debbie, para decirle que había cambiado de idea, que todo iba bien y que no se preocupara. Gina volvió a preguntarle por el visitante, pero su amiga cambió de tema y no le facilitó el nombre. Se limitó a pedirle que la llamara por la mañana para despertarla, o de lo contrario llegaría tarde al trabajo. Era una petición muy extraña que Debbie jamás le había hecho anteriormente.

Gina tuvo ganas de acercarse de todos modos, pero se lo pensó mejor. Tenía invitados en su propio apartamento y ya era muy tarde. Debbie Carter podía cuidar de sí misma y, además, si tenía a un tipo en su habitación, ella no quería inmiscuirse. Al final de la noche, Gina se fue a la cama y se olvidó de llamar a Debbie por la mañana.

Sobre las once horas del 8 de diciembre, Donna Johnson pasó para saludar a Debbie. Ambas habían sido muy amigas en el instituto, antes de que Donna se fuera a vivir a Shawnee, a una hora por carretera. Pasaría el día en la ciudad para ver a sus padres y reunirse con unos amigos. Mientras subía brincando por la estrecha escalera exterior del apartamento encima del garaje donde vivía Debbie, aminoró el paso al advertir que pisaba cristales rotos. La ventanita de la puerta estaba rota. Por alguna razón, su primer pensamiento fue que Debbie había olvidado las llaves dentro y había roto el cristal para poder entrar. Donna llamó con los nudillos. No hubo respuesta, pero oyó la música de una radio en el interior. Giró el tirador y vio que la llave no estaba echada. Nada más poner el pie dentro comprendió que algo terrible había ocurrido.

La pequeña sala estaba patas arriba: los cojines del sofá tirados por el suelo y ropa diseminada por todas partes. En la parte derecha de la pared de enfrente alguien había garabateado con una especie de líquido rojo: «Jim Smith será el siguiente en morir». Donna llamó a gritos a Debbie; no hubo respuesta. Había estado una vez en el apartamento, así que se dirigió rápidamente al dormitorio sin dejar de llamar a su amiga. Habían desplazado violentamente la cama de su sitio y quitado todas las cubiertas. Vio un pie y después, en el suelo al otro lado de la cama, a Debbie… boca abajo, desnuda, ensangrentada y con algo escrito en la espalda.

Donna se quedó paralizada de horror, incapaz de dar un paso, mirando fijamente a su amiga a la espera de que se moviese. Puede que todo fuera un sueño, pensó.

Retrocedió y entró en la cocina donde, en una mesita blanca, vio otras palabras garabateadas por el asesino. Tal vez éste seguía allí, pensó de repente, y abandonó a toda prisa el apartamento. Corrió por la calle hasta una tienda, donde encontró un teléfono y llamó a la madre de Debbie.

Peggy Stillwell oyó las palabras pero no se las pudo creer. Su hija estaba tumbada desnuda en su dormitorio, cubierta de sangre e inmóvil. Se lo hizo repetir a Donna y después corrió a su coche. La batería estaba muerta. Anonadada por el temor, regresó a toda prisa a la casa y llamó a Charlie Carter, su exmarido y padre de Debbie. El divorcio, unos años atrás, no había sido amistoso y ambos apenas se hablaban.

Nadie contestó en casa de Charlie. Una amiga llamada Carol Edwards vivía en la acera de enfrente de Debbie. Peggy la llamó, le dijo que había ocurrido algo espantoso y le pidió que fuera corriendo a ver cómo estaba su hija. Después Peggy esperó y esperó. Al final, volvió a llamar a Charlie y éste se puso al teléfono.

Carol Edwards cruzó hasta el apartamento y se encontró con los mismos cristales rotos y la puerta abierta. Entró y vio la dantesca escena.

Charlie Carter era un albañil de ancho tórax que a veces trabajaba como portero en el Coachlight. Subió a su camioneta y no paró hasta llegar al apartamento de su hija, pensando por el camino las cosas más horribles que se le pueden ocurrir a un padre. La escena que vio fue peor que todo lo que había imaginado.

Cuando vio el cuerpo de Debbie, la llamó dos veces por su nombre. Se arrodilló a su lado y le levantó delicadamente el hombro para verle la cara. Le habían introducido en la boca un paño ensangrentado. No tuvo duda de que su hija estaba muerta, pero igualmente esperó, confiando en descubrir alguna señal de vida. La cama había sido apartada de la pared, las sábanas habían desaparecido y la habitación era un completo desorden. Estaba claro que se había producido un violento forcejeo. Volvió a la sala de estar y leyó las palabras escritas en la pared, después fue a la cocina y miró alrededor. Todo el apartamento era la escena de un crimen. Charlie metió las manos en los bolsillos y se marchó.

Donna Johnson y Carol Edwards estaban en el rellano delante de la puerta, llorando y esperando. Oyeron a Charlie despedirse de su hija y decirle lo mucho que sentía lo que le había ocurrido. Cuando salió dando trompicones, él también lloraba.

—¿Pido una ambulancia? —le preguntó Donna.

—No —contestó él—. La ambulancia ya no sirve de nada. Llama a la policía.

Los auxiliares sanitarios llegaron primero, eran dos. Subieron a zancadas los peldaños, entraron en el apartamento, volvieron a salir en cuestión de segundos y vomitaron en el rellano.

Cuando el detective Dennis Smith llego al apartamento, el exterior estaba lleno de policías, personal sanitario, mirones e incluso dos hombres de la fiscalía local. Al comprobar que se trataba de un probable homicidio, mandó acordonar la zona para mantener apartados a los vecinos y curiosos.

Smith, con una experiencia de diecisiete años en la policía de Ada, sabía como proceder. Ordenó que todo el mundo se retirara del apartamento, salvo él mismo y otro detective, y envió varios agentes por el barrio para que llamaran a las puertas en busca de testigos. Smith estaba furioso y a duras penas podía contener sus emociones. Conocía muy bien a Debbie; su hija y la hermana menor de Debbie eran amigas. Conocía a Charlie Carter y Peggy Stillwell y no podía creer que su hija estuviera muerta en el suelo de su propio dormitorio. Una vez controlado el entorno del crimen, dio comienzo al registro del apartamento.

Los cristales rotos del rellano procedían del panel de la puerta de entrada, y estaban diseminados tanto por dentro como por fuera. En la parte izquierda de la sala había un sofá cuyos cojines aparecían desperdigados por la estancia. Delante del mismo descubrió un camisón de franela sin estrenar con la etiqueta de Wal-Mart todavía prendida. En la pared del otro lado de la estancia vio el mensaje y supo de inmediato que estaba escrito con laca de uñas roja. «Jim Smith será el siguiente en morir».

Conocía a Jim Smith.

En la cocina, en una blanca mesita cuadrada vio otro mensaje aparentemente escrito con ketchup: «No nos busquéis, o de lo contrario…» En el suelo junto a la mesita había unos vaqueros y un par de botas. Pronto averiguaría que eso era lo que llevaba Debbie la víspera en el Coachlight.

Se dirigió al dormitorio, donde la cama bloqueaba parcialmente la puerta. Las ventanas estaban abiertas y las cortinas descorridas, por lo que hacía mucho frío. Una violenta lucha había precedido a la muerte; el suelo estaba cubierto de ropa, sábanas, mantas y animales de peluche. Nada parecía estar en su sitio. Cuando se arrodilló junto al cadáver, observó el tercer mensaje dejado por el asesino. En la espalda, escrito con lo que parecía ketchup reseco, se leía «Duke Graham».

Conocía a Duke Graham.

Debajo del cuerpo había un cable eléctrico y un cinturón estilo Oeste con una gran hebilla de plata. El nombre «Debbie» estaba grabado en el centro.

Mientras el oficial Mike Kieswetter, también de la policía de Ada fotografiaba la escena, Smith empezó a recoger posibles pruebas. Encontró cabellos en el cuerpo, en el suelo, en la cama, en los animales de peluche. Recogió cada pelo y lo introdujo en una bolsa de papel, antes de anotar dónde lo había encontrado.

Etiquetó y guardó en distintas bolsas las fundas de almohada, las sábanas, el cable eléctrico y el cinturón, unas braguitas desgarradas que había en el suelo del baño, algunos animales de peluche, una cajetilla de Marlboro, una lata vacía de 7-Up, un bote de champú, varias colillas de cigarrillo, un vaso de la cocina, el teléfono y unos pelos encontrados debajo del cuerpo. Envuelta en una sábana y cerca del cuerpo de Debbie, recogió una botella de ketchup Del Monte. También la introdujo en una bolsa para su posterior examen en el laboratorio. Faltaba el tapón, pero más tarde lo encontraría el médico encargado de la autopsia.

Cuando terminó con las pruebas materiales, Smith inició el proceso de recogida de huellas dactilares, algo que había hecho muchas veces en numerosas escenas de crimen. Espolvoreó ambos lados de la puerta, los marcos de puertas y ventanas, las superficies de madera del dormitorio, la mesa de la cocina, los trozos más grandes de cristal roto, el teléfono e incluso el coche de Debbie aparcado fuera.

Gary Rogers era un agente del Departamento Estatal de Investigación de Oklahoma (OSBI) que vivía en Ada. Al llegar al apartamento sobre las doce y media de la mañana, fue informado de lo ocurrido por Dennis Smith. Ambos eran amigos y habían trabajado juntos en muchos casos.

En el dormitorio, Rogers observó algo que le pareció una pequeña mancha de sangre justo por encima del zócalo de una pared y al lado de una toma eléctrica. Más tarde, tras la retirada del cadáver, le pidió al oficial Rick Carson que cortara una sección de unos diez centímetros cuadrados de pladur y conservara la huella de sangre.

Dennis Smith y Gary Rogers compartían la misma impresión inicial: había más de un asesino. Así parecía corroborarlo el caos de la escena, la ausencia de marcas de ataduras en las muñecas y los tobillos de Debbie, las extensas lesiones de la cabeza, la pequeña toalla ensangrentada introducida en su boca, las magulladuras en los costados y los brazos, la probable utilización del cable eléctrico y el cinturón. Debbie no era frágil ni de baja estatura: metro setenta de estatura y sesenta kilos de peso. Era fuerte y no cabía duda de que había luchado valerosamente por su vida.

El doctor Larry Cartmell, forense local, se presentó para examinar brevemente el lugar. Su opinión inicial fue muerte por estrangulamiento. Autorizó el levantamiento del cadáver y su entrega a Larry Criswell, de la funeraria local. El cadáver fue trasladado en un coche fúnebre a la oficina del forense estatal en Oklahoma City, adonde llegó a las 18.25 horas y fue colocado en una unidad refrigerada.

El detective Smith y el agente Rogers regresaron a la comisaría de Ada y pasaron un rato con la familia de la víctima. Mientras trataban de consolarlos, aprovecharon también para anotar nombres. Amigos, novios, compañeros de trabajo, enemigos, antiguos jefes, cualquiera que conociera a Debbie y pudiera saber algo útil para esclarecer su muerte. A medida que se alargaba la lista, Smith y Rogers empezaron a llamar a sus amigos. La petición era muy sencilla: «Por favor, preséntese en la comisaría de policía y facilítenos huellas digitales y muestras de saliva, cabello y vello púbico».

Nadie se negó a hacerlo. Mike Carpenter, el portero del Coachlight que había visto a Debbie en el aparcamiento con Glen Gore sobre las doce y media de la noche, fue el primero en aportar voluntariamente muestras. Tommy Glover, otro testigo del encuentro de Debbie con Gore, entregó las suyas.

A las siete y media de la tarde del 8 de diciembre, Glen Gore apareció en el Harold’s Club, donde hacía de pinchadiscos y atendía la barra. El local estaba prácticamente vacío y, al preguntar el motivo de ello, alguien le habló del asesinato. Muchos clientes e incluso algunos empleados de Harold’s se encontraban en la comisaría respondiendo a preguntas y dejando que les tomaran las huellas digitales.

Gore se dirigió a la comisaría, donde fue interrogado por Gary Rogers y D. W. Barrett, otro policía de Ada. Les dijo que conocía a Debbie Carter desde el instituto y que la había visto la víspera en el Coachlight.

El informe policial acerca de la entrevista con Gore reza lo siguiente:

Glen Gore trabaja en el Harold’s Club como disc-jockey. Susie Johnson le comentó de la muerte de Debbie en ese club sobre las 19.30 del 8/12/82. Glen asistió a la escuela con Debbie. Glen la vio el lunes 6/12/82 en el Harold’s Club y el 7/12/82 en el Coachlight. Comentaron la posibilidad de pintar el coche de Debbie. Ella no le mencionó que tuviera problemas con nadie. Glen se presentó en el Coachlight sobre las 22.30 en compañía de Ron West. Se fue de allí con Ron sobre la 01.15. Glen nunca ha estado en el apartamento de Debbie.

El informe fue preparado por D. W. Barrett, autenticado por Gary Rogers y archivado junto con docenas de otros.

Gore cambiaría más tarde su declaración y afirmaría haber visto a un tal Ron Williamson acosando a Debbie en el club la noche del 7 de diciembre. Esta versión revisada no fue comprobada por nadie. Muchos de los presentes conocían a Ron Williamson, un juerguista y un bocazas de mala fama. Nadie recordaba haberlo visto en el Coachlight; de hecho, muchos entrevistados aseguraron rotundamente que no estaba allí.

Cuando Ron Williamson estaba en un bar, todo el mundo se enteraba.

Curiosamente, en medio de tantas tomas de huellas digitales y muestras de cabello el 8 de diciembre, Gore se escapó inexplicablemente. O se escabulló, o fue ignorado adrede o simplemente olvidado. Por la razón que fuera, no le tomaron las huellas y tampoco entregó muestras de saliva ni de cabello.

Tendrían que pasar más de tres años y medio para que la policía de Ada tomara finalmente muestras de Gore, la última persona vista con Debbie Carter antes de su asesinato.

A las tres de la tarde del día siguiente, 9 de diciembre, el doctor Fred Jordan, forense del estado y especialista en medicina legal, efectuó la autopsia. Estuvieron presentes el agente Gary Rogers y Jerry Peters, también del OSBI.

El doctor Jordan, un veterano de miles de autopsias, hizo constar en primer lugar que se trataba del cuerpo de una joven de raza blanca, desnuda a excepción de un par de calcetines blancos. El rigor mortis era completo, lo cual indicaba que llevaba muerta por lo menos veinticuatro horas. Sobre el pecho, escrita en lo que parecía esmalte de uñas rojo, figuraba la palabra «muérete». Le habían untado el cuerpo con otra sustancia roja, probablemente ketchup, y en la espalda, también con ketchup, habían escrito «Duke Graham».

Se observaban pequeñas magulladuras en los brazos, el pecho y el rostro. El forense vio unos pequeños cortes en la parte interna de los labios; profundamente introducido hasta la garganta y asomando por la boca había una pequeña toalla verdosa empapada de sangre, que él retiró cuidadosamente. En el cuello había magulladuras y erosiones formando un semicírculo. La vagina estaba magullada. El recto aparecía muy dilatado; al examinarlo, el forense descubrió y retiró un pequeño tapón de rosca de botella.

El examen interno no reveló nada inesperado: pulmones anegados, corazón dilatado, varias magulladuras en el cráneo, pero ausencia de lesión cerebral interna.

Todas las heridas se habían infligido en vida.

No había ninguna señal de ligaduras en las muñecas o los tobillos. La serie de pequeñas magulladuras en los antebrazos probablemente eran resultado de movimientos defensivos. El índice de alcoholemia en el momento de la muerte era bajo: 0,4. Se tomaron muestras de la boca, la vagina y el ano. Los exámenes microscópicos posteriores revelarían la presencia de espermatozoos en los dos últimos, pero no en la boca.

Para conservar las pruebas, el doctor Jordan le cortó las uñas de las manos, rascó el ketchup y la laca de uñas para obtener muestras, con un peine retiró el vello suelto del pubis y cortó también un mechón de cabello.

Como causa de la muerte se dictaminó asfixia, provocada por la combinación de la pequeña toalla que la había ahogado y el cinturón o el cable eléctrico que la había estrangulado.

Cuando Jordan finalizó la autopsia, Jerry Peters sacó fotografías del cadáver y tomó una serie completa de huellas digitales y palmares.

Peggy Stillwell estaba tan aturdida que no podía hacer nada ni tomar decisiones de ningún tipo. No le importaba quién organizara el funeral ni cómo lo hiciera, porque no pensaba asistir. No podía comer ni ducharse, y menos aún aceptar que su hija hubiera muerto. Una hermana suya, Glenna Lucas, se quedó con ella en casa y con tacto tomó las riendas de la situación. Se organizaron las ceremonias y Peggy fue informada por la familia de que se esperaba su asistencia.

El sábado 11 de diciembre se celebró el oficio en la capilla de la funeraria Criswell. Glenna bañó y vistió a Peggy, después la acompañó en coche a la ceremonia y le sostuvo la mano durante el doloroso trance.

En la Oklahoma rural prácticamente todos los funerales se celebran con el féretro abierto y colocado bajo el púlpito para que los presentes puedan ver al difunto. Las razones no están muy claras y han caído en el olvido, pero el resultado es añadir un estrato más de angustia al sufrimiento.

Así pues, resultó evidente que Debbie había sido golpeada. Su rostro estaba hinchado y magullado, aunque una blusa de encaje de cuello alto ocultaba las heridas del estrangulamiento. La enterraron también con sus vaqueros y sus botas preferidas, un cinturón vaquero de hebilla ancha y un coletero de strass que su madre ya le había comprado para Navidad.

El reverendo Rick Summers ofició la ceremonia ante una asistencia masiva. Después, bajo una ligera nevada, Debbie fue enterrada en el cementerio de Rosedale. La sobrevivían sus padres, dos hermanas, dos abuelos y dos sobrinos. Era miembro de una pequeña iglesia baptista donde había sido bautizada a la edad de seis años.

El asesinato sacudió Ada. Aunque la ciudad contaba con un amplio historial de violencia y muertes, las víctimas solían ser vaqueros, gentes de paso y personas por el estilo, hombres que, de no haber muerto de un balazo, habrían recibido su merecido a su debido tiempo. Pero aquella brutal violación y asesinato de una chica era algo tan aterrador que la ciudad se convirtió en un hervidero de conjeturas, chismorreos y temores. Por la noche se cerraban puertas y ventanas. Las jóvenes madres no se apartaban de sus hijos y éstos se limitaban a jugar en los umbrosos jardincitos de los chalets.

Y en los bares y tabernas no se hablaba de otra cosa. Puesto que Debbie había trabajado en muchos de ellos, numerosos clientes habituales la conocían. La chica había tenido unos cuantos novios que, en los días siguientes a su muerte, fueron interrogados por la policía. Se facilitaron nombres de otros amigos, conocidos y novios. Docenas de interrogatorios permitieron averiguar más nombres, pero no a verdaderos sospechosos. Era una chica muy conocida, apreciada y sociable, y parecía increíble que alguien le hubiera hecho eso.

La policía elaboró una lista de veintitrés personas que se encontraban en el Coachlight el 7 de diciembre y las interrogó a casi todas. Nadie recordaba haber visto a Ron Williamson, aunque casi todo el mundo lo conocía.

Sugerencias, historias y recuerdos de extraños personajes llegaban continuamente al departamento de policía. Una chica llamada Angelia Nail le habló a Dennis Smith de un encuentro con Glen Gore. Ella y Debbie Carter eran íntimas amigas y ésta creía que Gore le había robado los limpiaparabrisas del coche. La cosa había acabado convirtiéndose en un tema constante de discusión. Conocía a Gore desde el instituto y le tenía miedo. Una semana antes del asesinato, Angelia acompañó a Debbie a la casa de Gore para plantearle la cuestión. Debbie entró en la casa y mantuvo una conversación con el chico. Cuando regresó al automóvil, estaba furiosa y más convencida aún de que él le había robado los limpiaparabrisas. Acudieron a la comisaría y hablaron con un agente, pero no se presentó ninguna denuncia formal.

Tanto Duke Graham como Jim Smith eran bien conocidos por la policía de Ada. Duke, junto con su mujer Johnnie, regentaba una sala de fiestas, un lugar bastante civilizado donde no admitía que se armara jaleo. Los altercados eran escasos, pero se había producido uno especialmente desagradable con Jim Smith, un ratero de tres al cuarto. Smith estaba borracho y armaba alboroto, por lo que, al no conseguir que se fuera por las buenas, Duke hizo un disparo de advertencia con su escopeta y lo obligó a salir por piernas. Hubo intercambio de amenazas y, durante unos días, la situación fue muy tensa en el local. Smith era de los que podían regresar con su propia escopeta y ponerse a disparar indiscriminadamente.

Glen Gore era un asiduo de la sala de fiestas hasta que empezó a dedicar tiempo a flirtear con Johnnie. Cuando se puso demasiado insistente, ella le pasó el problema a Duke. Gore fue desterrado del local.

Quienquiera que hubiera matado a Debbie Carter había tratado torpemente de endilgarle el asesinato a Duke Graham y de obligar al mismo tiempo a huir a Jim Smith. Este ya estaba fuera de la circulación, cumpliendo condena en una prisión estatal. Duke fue en su coche a la comisaría y presentó una sólida coartada.

La familia de Debbie fue informada de que tenía que dejar libre el apartamento que la malograda alquilaba. La madre seguía sin fuerzas para hacer nada. Su hermana Glenna se ofreció a cumplir la desagradable tarea.

Un agente de policía abrió el apartamento y Glenna entró despacio. Nada se había tocado desde el asesinato y su primera reacción fue de pura cólera. Estaba claro que había habido una pelea. Su sobrina había luchado desesperadamente por su vida. ¿Cómo podía alguien haber ejercido tanta violencia contra una muchacha tan dulce y agraciada?

El apartamento estaba frío y se respiraba un olor repulsivo que ella no logró identificar. La frase «Jim Smith será el siguiente en morir» seguía en la pared. Glenna contempló con incredulidad el mensaje del asesino. Le había llevado su tiempo, pensó. Debía de haber permanecido allí un buen rato. Al final, su sobrina había muerto después de haber sufrido un suplicio brutal. En el dormitorio, el colchón descansaba contra una pared y nada estaba en su sitio. En el armario no había ni un solo vestido o blusa que colgara de una percha. ¿Por qué habría el asesino arrancado todas las prendas de las perchas?

La pequeña cocina estaba desordenada pero no mostraba signos de lucha. La última comida de Debbie había incluido patatas congeladas —Tater Tots— y las sobras permanecían intactas en un plato de plástico junto con ketchup reseco. Había un salero al lado del plato sobre la mesita blanca que ella utilizaba para sus comidas. Al lado del plato se podía leer otro mensaje: «No nos busquéis, o de lo contrario…» Glenna sabía que el asesino había utilizado ketchup para escribir algunos de sus mensajes. La sorprendió la falta de ortografía.

Glenna consiguió borrar de su mente aquellos terribles pensamientos y empezó a recoger las cosas. Tardó dos horas en guardar en cajas toda la ropa, los platos, toallas y demás. La ensangrentada colcha no había sido retirada por la policía. Aún había sangre reseca en el suelo.

Glenna no tenía intención de limpiar el apartamento, simplemente quería recoger las pertenencias de Debbie y marcharse de allí lo antes posible. Pero le resultaba mortificante dejar aquellas palabras escritas por el asesino con la laca de uñas de la propia Debbie. Y tampoco le gustaba dejar sus manchas de sangre en el suelo para que otra persona las limpiara. Barajó la posibilidad de fregarlo todo a conciencia, centímetro a centímetro, para eliminar todas las huellas del asesinato. Pero Glenna ya había visto suficiente. Se había acercado a la muerte todo lo que había podido.

La detención de sospechosos habituales se prolongó a lo largo de los días siguientes al asesinato. Un total de veintiún hombres facilitó sus huellas digitales y muestras de cabello y saliva. El 16 de diciembre, el detective Smith y el agente Rogers se desplazaron por carretera al laboratorio de investigación del OSBI en Oklahoma City y, una vez allí, entregaron las pruebas recogidas en la escena del crimen junto con las muestras obtenidas de diecisiete hombres.

El trozo de pladur de diez centímetros cuadrados era la prueba más prometedora. Si la huella de sangre había quedado en la pared durante el forcejeo y si no pertenecía a Debbie Carter, la policía dispondría de una sólida pista para atrapar al asesino. El perito Jerry Peters del OSBI examinó el trozo de pladur y comparó cuidadosamente los restos de sangre con las muestras extraídas de Debbie durante la autopsia. Su primera impresión fue que las huellas no pertenecían a la víctima, pero quería revisar su análisis.

El 4 de enero de 3, Smith entregó más huellas digitales. Aquel mismo día las muestras de cabello de Debbie y de la escena del crimen se entregaron a Susan Land, una analista capilar del OSBI. Dos semanas más tarde, más muestras de la escena del crimen llegaron a su mesa. Tras ser catalogadas y añadidas a las demás, se colocaron en una larga fila para ser examinadas y analizadas algún día por Susan Land, la cual estaba sobrecargada de trabajo y bregaba con una tremenda acumulación de casos. Como casi todos los laboratorios de investigación criminal, el de Oklahoma no disponía de fondos ni de personal suficiente y estaba sometido a una enorme presión.

Mientras esperaban los resultados, Smith y Rogers continuaron con su investigación, tratando de seguir las distintas pistas. El asesinato aún era la noticia más candente de Ada y la gente quería que se resolviera cuanto antes. Pero tras haber hablado con todos los barmans, porteros, novios y noctámbulos de última hora, la investigación se estaba convirtiendo en una monótona y aburrida tarea. No había ningún sospechoso claro ni ninguna pista clara.

El 7 de marzo de 1983, Gary Rogers interrogó a Robert Gene Deatherage, un vecino del lugar. Deatherage acababa de cumplir una breve condena en la prisión de Pontotoc por conducir en estado de embriaguez. Había compartido la celda con Ron Williamson, encerrado también por el mismo motivo. En la cárcel no se hablaba más que del asesinato de Debbie Carter y circulaban toda suerte de descabelladas teorías acerca delo ocurrido, así como variopintos comentarios de quienes afirmaban saber algo al respecto. Según Deatherage, semejantes habladurías no eran del agrado de Williamson. Ambos discutían a menudo e incluso se atizaban. Williamson no tardó en ser trasladado a otra celda. Deatherage tenía la vaga sensación de que Ron estaba en cierto modo implicado en el asesinato, por lo que aconsejó a Gary Rogers que la policía se concentrara en él como sospechoso.

Era la primera vez que el nombre de Ron Williamson se mencionaba en la investigación.

Dos días más tarde la policía interrogó a Noel Clement, uno de los primeros hombres que proporcionó voluntariamente sus huellas digitales y muestras de cabello. Clement reveló que Williamson había estado recientemente en su apartamento, al parecer buscando a otra persona. Williamson entró sin llamar, vio una guitarra, la cogió y se puso a comentar el asesinato con Clement. En el transcurso de la conversación, Williamson dijo que, al ver los vehículos de la policía en el barrio la mañana del crimen, pensó que iban por él. Había tenido ciertos problemas en Tulsa, dijo, y quería evitar que ocurriera lo mismo en Ada.

Era inevitable que la policía acabara por encaminar sus pesquisas hacia Ron Williamson; en realidad, fue muy raro que tardara tres meses en interrogarlo. Algunos agentes, entre ellos Rick Carson, habían crecido con él y casi todos recordaban a Ron de sus días en el equipo de béisbol del instituto. En 1983 seguía siendo el fichaje más alto que jamás hubiera salido de Ada. Cuando firmó por los Oklahoma A’s en 1971, muchos, y sin duda el propio Williamson, pensaron que quizás acabaría convirtiéndose en el nuevo Mickey Mantle, el siguiente gran jugador de Oklahoma.

Pero el béisbol había quedado atrás hacía mucho tiempo y ahora la policía lo conocía como un aficionado a la guitarra sin empleo que vivía con su madre, bebía demasiado y se comportaba de manera muy rara.

Tenía en su haber dos detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol o la droga, una detención por embriaguez en público y una sólida mala fama cimentada en Tulsa.