En lugar de tomar por el camino principal, que era también el de entrada al pueblo, los ancianos dieron un complicado rodeo para por fin detenerse en el cruce de dos caminos. Allí se quedaron sentados en el borde de la banquina y fumaron gruesos habanos. Los chicos, que no les habían perdido pisada pese a la precaución de marchar a más de cien metros de ellos, se metieron en un campo de maíz y cautelosamente se acercaron por detrás.
Ocultos en el maizal pudieron avanzar hasta quedar a metros de ellos.
Por lo que podían entender de la conversación que mantenían, los ancianos esperaban a alguien que debía entregarles algo en ese lugar. Cada tanto el regordete sacaba un reloj de un bolsillito del pantalón y, agitado, decía: «Ya debiera estar aquí» o «este hombre se ha retrasado». Luego el más alto comenzó a reírse a carcajadas hasta que le dio un ataque de tos.
Cuando se calmó recordó detalladamente todo lo que les habían contado a los parroquianos del almacén. Los tres se divertían burlándose de los crédulos hombres a quienes habían asustado.
Varias veces repitieron las mismas observaciones, riendo exageradamente cada vez. Pero en determinado momento se pusieron más serios y el pequeñín sentenció:
—De esa manera no se acercarán a la casa.
—Claro —dijo el gordo.
Luego se quedaron en silencio, mirando insistentemente hacia el Norte hasta que el más alto gritó:
—¡Viene!
—¡Sí, puedo ver la camioneta que lo trae!
Mucha vista no debía tener porque la camioneta era en realidad un carro y ya se encontraba a unos veinte metros.
Desde el pescante, el hombre que sostenía las riendas preguntó a gritos:
—¿Ustedes son los señores —tomó un papel y deletreó— Benedicto Benedetti, Alvaro Álvarez y Pedro Pedraza?
—Sí —fueron contestando por turno los tres, sin quitar los ojos del bulto que estaba en la parte trasera del carro.
Desde su escondite los chicos se estiraron para ver de qué se trataba.
—Bueno, me tienen que firmar acá —dijo el hombre, alcanzándoles el papel—. Ya mismo les bajo la carga.
—Con cuidado, por favor.
—También hay una carta para ustedes. Tomen.
Los ancianos insistieron en el pedido de que cuidara la carga y el hombre los miró sin disimular su fastidio. Cuando la depositó en el suelo, los niños se enteraron de qué se trataba:
—¡El baúl! —casi gritaron a la vez, reconociendo al baúl de la casa maldita en el que habían estado ocultos y que luego había desaparecido.
—¿Será el mismo? —se preguntó en voz alta Matías Elias Díaz.
—Tiene que ser —constestole Irene René Levene.
—Aunque… acordate que el otro tenía una raya.
—Una raya en la tapa, sí. No, este no la tiene.
En ese momento el hombre se despedía de los ancianos pero estos lo detuvieron para darle una propina. El hombre se estiró para recoger el dinero y al cambiar de posición resbaló, cayendo con un pie sobre el baúl.
—¡Bestia! —rugió el chiquitín.
—Le ha hecho una raya en la tapa. Con el taco de la bota lo ha rayado —se lamentó el altísimo.
—Bueno, no por eso va a dejar de funcionar —jadeando, los calmó el gordo.
El hombre subió al carro, hizo que los caballos dieran vuelta y se marchó por donde había llegado, no sin antes mirar a los viejos con una mezcla de extrañeza y antipatía.
Dos de los ancianos asieron el baúl por sus manijas laterales y caminaron despacio. Tomaban precauciones extremas: el tercero marchaba adelante y les avisaba de cada pocito que había en el camino o cada rama que sobresalía de los árboles.
—Sigámoslos —propuso Matías Elias Díaz, ayudando a su amiga a incorporarse—. Algo raro pasa con ese baúl.
El baúl debía pesarles bastante a los viejos porque cada tanto se detenían a descansar y se frotaban las manos. En cada parada miraban cuidadosamente hacia todos lados, como temiendo que alguien los viera. El camino que habían elegido era un sendero abierto en el campo, seguramente por ellos mismos, para evitar cruzarse con cualquier curioso. Los chicos se mantenían a cierta distancia y se ocultaban cuando las tres siluetas oscuras recortadas sobre el cielo azulado parecían dispuestas a detenerse.
Recién cuando estuvieron a unos cincuenta metros de la casa los chicos supieron hacia dónde se dirigían los viejos: a la casona de los Vanderruil.
—¡Otra vez ese lugar horrible! —exclamó Irene René Levene, atemorizada.