Capítulo 4

Al mediodía los chicos ya habían recorrido el pueblo en distintas direcciones y tenían una idea precisa de la fecha en que se encontraban: 19 de noviembre de 1950. Por alguna razón, imposible de comprender, habían retrocedido cuarenta años.

El apetito los hizo entrar a un almacén situado donde el día anterior (es decir, en 1990) había una estación de servicio. Afuera había una flamante camioneta antigua y, atados a un palenque, varios caballos que seguían con cierta indiferencia el partido de bochas que se jugaba al costado del negocio. Adentro, un grupo de parroquianos bebía ginebra junto al mostrador y otros jugaban al truco en las mesas.

—¿De dónde son, chicos? —preguntó el hombre que se acercó a la mesa a la que se sentaron Irene René y Matías Elias. El hombre parecía divertido por la vestimenta de los niños y por el hecho de que entraran a ese lugar.

—¿Qué se van a servir? —preguntó socarrón—, ¿una ginebra? —y festejó su chiste con una amplia carcajada a través de la cual fue posible saber que le faltaban dos incisivos, un canino, tres premolares y dos molares, entre ellos una de las llamadas «muelas de juicio».

—De… de Buenos Aires —contestó Matías Elias y se apresuró a contar que se hallaban de visita en un campo cercano. Antes de que el hombre insistiera con otra pregunta, le pidió dos sándwiches de mortadela de los que se exhibían en el mostrador y dos cocas.

Devoraron la comida sin intercambiar un solo comentario y mirando con temor a los hombres que se encontraban allí. De pronto, y con la boca llena, Matías gritó algo así como:

—¡Mi abrueglo… mi abuelo!

Todo el mundo giró la cabeza para ver a la persona que señalaba con tanta desesperación: un muchachito de unos veinte años delgadísimo y larguirucho, que tenía un abultado mechón blanco en el flequillo de su oscura cabellera.

Tras un momento de incertidumbre, todos los curiosos dejaron escuchar sonoras carcajadas y el muchachito miró a Matías Elias con notorios deseos de desparramarlo a alpargatazos.

—Es cierto, es cierto —insistió Matías ante su amiga, permitiendo que cayera sobre la mesa la mitad de lo que un segundo antes su boca masticaba sin piedad—. Te digo que es mi abuelo. Y no solo por el mechón blanco: en casa hay una foto de cuando él tenía esa edad y te juro que hasta está con la misma ropa.

—Así que es tu abuelo —se burló uno de lo que estaban en el mostrador—. Hoy pasan las cosas más raras —agregó mirando a un grupo de ancianos sentados en la mesa contigua a la de los chicos. Parecían estar contando algo muy importante porque tenían todo un auditorio inclinado sobre ellos, escuchando atentamente.

Con el correr de los minutos el interés por los chicos pareció decrecer y estos pudieron comer tranquilos. Matías consiguió olvidar la inquietante presencia de su (ahora) joven abuelo, aunque muy pronto su atención fue atraída por un nuevo misterio: la conversación de los tres ancianos de la mesa de al lado.

«Era el hijo de los Vanderruil, lo vi con mis propios ojos. Y con él iba el perro que siempre andaba a su lado», escuchó Matías que decía el más pequeñín de los viejos.

«Pero si murieron todos hace más de diez años», lo interrumpió uno de los hombres que estaban de pie. «Es que, son fantasmas, ánimas… no sé. Claro que han muerto, pero ahora regresaron y se pasean alrededor de la casa», explicó el anciano más alto.

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Los tres siguieron dando detalles sobre la aparición de la que habían sido testigos. La expresión de quienes los escuchaban era de espanto: permanecían agarrados al respaldo de las sillas con la vista fija en la boca del último de los viejos que había hablado.

Poco después los ancianos se retiraron. Marchando en fila, formaban un trío de lo más cómico si no fuera porque habían dejado a todo el mundo congelado de miedo: uno era bajito y altanero; el segundo era fino y alto como una palmera y al caminar se doblaba hacia adelante como próximo a quebrarse; el restante era una enorme panza sobre la que se bamboleaba una pequeña esfera, la cabeza, roja y agitada como un globito a punto de estallar.

Matías Elias Díaz llamó al hombre que atendía y pagó lo consumido. Tan asustados estaban todos que ni los chicos ni el hombre repararon en que el pago se estaba haciendo con billetes que recién servirían cuarenta años después.

Irene René y Matías Elias habían decidido seguir a los ancianos.