32.

Lorenzo encontró a Fausta frente a la computadora, como la había dejado horas antes. El chal había caído de sus hombros. Le sorprendía su capacidad para adaptarse a esta nueva herramienta, el Internet. Sin apartar los ojos de la pantalla, se mantenía, al igual que miles de hombres y mujeres a lo largo y ancho del planeta, en estado de hipnosis frente a su computadora, sentados de cualquier modo, imantados en espera de la señal.

Lorenzo todavía tenía en la memoria las primeras computadoras, gigantescos roperos atiborrados de cables. Estarían oxidándose a la intemperie, en un deshuesadero, con sus cerebros quemados por el sol, como lo estaban las carrocerías vencidas de los automóviles que alguna vez fueron gloriosos.

Mientras veía a Fausta entregarse a la computación, Lorenzo recordaba la llegada a Tonantzintla del primer ordenador, instalado en el laboratorio de electrónica, que las hermanas González rechazaron. «Prefiero mi Olivetti», argumentó Chela y añadió: «¿No es más fácil oprimir una letra del alfabeto, que a su vez se imprime sobre un listón negro y deja su imagen en la página en blanco que esta incomprensible novedad?». Le resultaba imposible adaptarse. «A mí me chocan los ratones y más corretear a uno en la pantalla».

Entonces Fausta entró al quite. Fascinada, aprendió de inmediato y su conversación cambió. Bits, arroba, celular móvil, VHS, web design, pagers, ruteadores, encriptadores. Lorenzo protestó: «Qué espantosas palabras, está usted masacrando al castellano». Windows. ¿Ventanas adónde? Tan sólo era una computadora con un disco duro capaz de conectarse en un instante al mundo entero y almacenar información como para confundir a la biblioteca de Babel, como si la sabiduría universal pudiera condensarse en un cerebro electrónico. Eso era la computadora hasta el día en que se desconfigurara y no habría Quick Restore que la volviese a la vida.

A lo mejor Fausta estaba perdiendo contacto con la tierra porque cual satélite artificial emitía bips bips que en vez de acercarla la lanzaban a doce mil millones de años luz. Sus programas duraban por lo menos tres mil horas, corría a comer, si es que comía, y volvía, un café en la mano, a obnubilarse, los ojos enrojecidos, la espalda encorvada, metida dentro de un sistema visual diseñado para capturarla y amarrarla definitivamente a las fibras ópticas.

Fausta, bautizó el director a la computadora del Observatorio, que se fue relevando como cataplasma cada año hasta llegar a este Servidor de Alta Densidad Altos 1200LP, desarrollado para los usuarios que demandan gran capacidad de procesamiento y necesitan maximizar espacio. La ciencia debía mantenerse a la vanguardia en equipos de última generación a través de módems inalámbricos que aceleran el flujo de información entre los dispositivos portátiles y el vasto contenido de Internet.

Lorenzo alegó que prefería dictarle a una esclava. Para eso estaban las mujeres en torno suyo, para recibir órdenes. Aun bajo la conducción de Fausta, al director se le confundió el hardware con el Explorer, los bits con los microchips, el software con el Microsoft. Tanta suavidad le resultaba más cortante que un cuchillo de cocina.

Le faltaba una pequeñísima conexión que lo ligara al espacio cibernético. ¿Cómo era posible que él, un hombre de ciencia, padeciera el rechazo de una caja de plástico? Para colmo plástico, ese material tan innoble.

Las reglas del mundo de la tecnología eran tan implacables como él lo había sido años atrás al pedir en la Academia que los científicos presentaran una nueva investigación cada tres años.

Fausta nunca le había dado a él la atención que ahora le prodigaba a estas cajas perturbadoras que absorbían el cerebro e introducían un lenguaje del que se sentía excluido.

—Usted es una autista de la computadora.

—Doctor, esto me une a los hombres y mujeres del mundo.

—La globalización es un nuevo totalitarismo. Mientras usted se pierde dentro de la computadora, yo soy lo que hago y ésa es mi identidad. Soy un investigador y no ando buscando por el mundo entero a qué sombra arrimarme.

A Lorenzo le volvía la frustración de los años cincuenta cuando, el corazón acelerado, enfocaba el telescopio y la Cámara Schmidt no le respondía. «¡Qué desesperación cuando los medios físicos llegan a su límite!». Sin embargo, él había vencido a la Schmidt y ahora las dos Faustas, muchísimo más complejas, le cerraban el camino.

Hacía frío. Fausta recogió el chal y lo acomodó sobre sus hombros. ¿Se habría dado cuenta del tiempo que llevaba frente a la computadora? ¿Exhalaría ante él su último suspiro? «Quítese ese chal, nada envejece más a una mujer que un chal», le ordenó.

Lorenzo leyó mexico.com.mx, servidor unam, botones de búsqueda. Fausta, ese funesto engendro femenino, usurpaba su ciencia y minimizaba su saber. No distinguía entre el amor por Fausta y el celo por el conocimiento que ella le ocultaba. La acumulación de esos diminutos signos, que brillaban como las estrellas, parecía decirle que la vida en Tonantzintla podía girar en torno a las órdenes de un hombre inteligente, pero las Hewlett Packard y las Macintosh suplían al cerebro humano, o peor aún, la computadora Fausta se había chupado a Fausta, la que él consideraba mujer.

—¿No quiere entrar a la página de la NASA, doctor? Están transmitiendo en vivo el eclipse solar de Europa occidental —le informó en uno de los momentos en que se percataba de su existencia.

Años atrás, el 20 de julio de 1969, ambos se habían sentado a ver por televisión el arribo del hombre a la Luna y a Lorenzo no le importó llorar de emoción frente a ella, y ella lo abrazó y lo besó como nunca, tanto que él pensó que a lo mejor él también, como los astronautas, había pisado la Luna y dicho con Neil Armstrong: «Éste es un pequeño paso para el hombre, pero un salto gigantesco para la humanidad», pero después del último beso Fausta se negó a que él la acompañara a su casa: «Estoy muy prendida y necesito caminar un rato sola».

Como se sentía rechazado por la electrónica, Lorenzo cayó en el terreno de los sentimientos. ¿Tendría sentido del humor la computadora, cantaría hasta que se descompusiera y no pudiera pronunciar las últimas sílabas de la canción Daisy, Daisy como en 2001: Odisea del espacio? Como jamás se lo había permitido antes, Lorenzo inquiría:

—¿Por qué la computadora no me dice: «Quiero que seas muy feliz»?

Olvidaba que él había eliminado a Chava Zúñiga del cenáculo de los pensadores. «No está a la altura, no puede ser un interlocutor válido», le dijo a Diego. Sólo él era digno de hablar con Arturo Rosenblueth. Norbert Wiener venía al laboratorio de fisiología del Instituto Nacional de Cardiología a desarrollar la nueva ciencia de la cibernética y Rosenblueth organizaba reuniones con él y con Lefschetz y otros matemáticos, a las que sólo eran requeridos su sobrino Emilio, José Adem y Guillermo Haro. Esas reuniones estimulaban a Lorenzo casi tanto como el generador electrostático Van de Graaff de dos millones de voltios del Instituto de Física, acelerador de protones y de deuterones que Carlos Graef llamaba risueñamente «la bolita».

—De todas las utopías de la humanidad, ésta es la más perfecta y la que sobrevivirá —sentenció Fausta sin despegar la vista de la pantalla y añadió, doctoral—: Los hombres que carezcan de un acceso completo e instantáneo al Internet quedarán rezagados.

Fausta computadora le enmendaba la plana, qué desgracia la de Lorenzo al dejarse contaminar por el espíritu fáustico que lo obligaba a permanecer en una historia que no entendía. ¿Sabría Fausta convertir el tiempo, trascenderlo? ¿Qué filtros poseía con todos sus términos en inglés de megabites, call centers y flexible solution?

—¿Doctor, por qué no usa su biblioteca virtual para encontrar las referencias a los adelantos astronómicos del mundo? —le había dicho Fausta—. Mire, doctor, el Internet llegó para quedarse y si usted no le entra, va a estar out, me entiende, fuera del mundo real. Doctor, por favor, no sea terco, ya no necesita ir a Cholula a comprar el periódico ni hacerle conversación al dueño del puesto mientras le recibe el cambio, ni considerarlo su amigo para que se lo guarde. Al contrario, puede leerlo en el Internet, así se salva del mundo real y ahorra todo el tiempo que pierde en la esquina.

Un salto adelante en la comunicación tecnológica era para Lorenzo un salto atrás en su comunicación con Fausta. Como lo había dicho Fausta, Lorenzo se sentía out. Todas las noches, por más cansada que estuviese, Fausta checaba su correo electrónico y, cautiva, permanecía hasta altas horas navegando entre miles de portales que contenían información seleccionable para imprimirla en la Hewlett Packard Laser Jet.

Atrapada en el espacio invisible del e-mail, Fausta, antes tan servicial, no le hacía caso a nadie. Parecía que se iría de un momento a otro por el monitor. Una noche, después de que le dijera exaltada: «Tengo una fe ciega en el ciberespacio», Lorenzo le preguntó a quién le estaba escribiendo con tanta velocidad y emoción: «A Norman», respondió. «¿A Norman? —se sorprendió Lorenzo—. ¿A cuál Norman?». «Al suyo, al nuestro, tanto que nos hemos hecho novios por Internet; nos escribimos a diario». Lorenzo se fue de espaldas. «¿No quiere usted decirle algo, doctor? Yo siempre le doy noticias suyas». «No, cuando quiero escribirle, le dicto a mi secretaria», alcanzó a decir Lorenzo antes de salir como zombie del laboratorio de electrónica. Seguramente eso de que eran novios era una despiadada ironía de la estúpida de Fausta, pero con ella nunca se sabía.

Lorenzo durmió mal y en el único momento que concilió el sueño tuvo una pesadilla. Fausta y Norman enlazados reían a carcajadas desde la pantalla atrozmente azul. A la mañana siguiente, Lorenzo la mandó llamar a su oficina.

—A propósito de Norman, ¿es cierto?

—Claro que lo es, doctor, incluso lo he visitado en Harvard.

—¿Cómo es posible que él nunca me haya dicho nada?

—Quizá no quiso lastimarlo y pensó decírselo en algún momento, no lo sé, los enamorados, doctor, están solos en el mundo, olvidan todo lo demás.

—¿Los enamorados?

—Norman y yo.

Lorenzo escondió su rostro entre sus manos y Fausta reprimió un movimiento de compasión.

—Está bien, Fausta, puede retirarse.

En un impulso Lorenzo tomó su portafolio y decidió ir a México. Los días que siguieron fueron espantosos. Diego, su confidente, no estaba en la ciudad, Chava Zúñiga se habría reído de él, o quién sabe; en todo caso, no importaba. A Juan y a Leticia hacía años que los había eliminado de su vida. Ni siquiera fue al hospital cuando Leticia, internada de urgencia, estuvo a punto de morir. Lorenzo dejó pasar el tiempo, agobiado por las tareas del Observatorio. Si él mismo anteponía el trabajo a su propia salud, y no se diga a su vida amorosa, fue desatando los lazos que antes lo unían a otros. Olvidó a Norman, salvo por las cartas de trabajo que intercambiaban de vez en cuando. Él, que siempre encontró la solución a problemas y contratiempos, reconocía en Fausta una frontera insalvable. Virus, eso es lo que era, un virus, el más grande de los que podrían atacar una computadora, y Norman en su conversión de formatos era un hacker que había incurrido en un robo de información criminal contra el que Lorenzo actuaría, ¡ah, sí que actuaría! Apenas se sintiera en condiciones de regresar a Tonantzintla, giraría la orden terminante. Fausta no volvería a entrar al Observatorio. En segundo lugar, le reclamaría al gringo su traición. En tercero, aprendería computación costara lo que costara, navegaría por la red, respondería como lo había hecho Fausta, que él vivía para la red, aumentaría y profundizaría su mundo virtual, le vendería su alma al diablo. A él, nada lo vencía. Todavía podía oír la voz de Fausta diciéndole: «¿Cómo va a diferenciarse, doctor, de los nuevos cibernautas con portales nacidos fuera de nuestras fronteras? En la época que viene los fondos de inversión de alto riesgo le darán preferencia a los portales que añadan una amplia variedad de periféricos a cualquier ordenador a través de una conexión plug-and-play de tamaño universal, inherentemente más veloz durante la digitalización. Ahora las soluciones, doctor, son face-to-face a la Web, hot swappable, y requieren adaptabilidad».

Quince días más tarde, Lorenzo tocó el claxon frente a la puerta de Tonantzintla y entró con la reluciente armadura de sus resoluciones. Preguntó a Chela González, lo más casualmente que pudo, por la señorita Fausta.

—Hace tres días que no viene, tiene un virus, lo malo es que se han acumulado muchos e-mails.

A la mañana siguiente, Lorenzo decidió bajar al pueblo a buscarla. Ella misma abrió la puerta, sola, unas ojeras negras atestiguaban su gripa viral. Al verla, un inmenso sentimiento de compasión lo invadió por ella, por él, y pensó decirle: «Estoy desconfigurado, mi amor, y sé que es imposible restaurarme. Estoy muerto, mi amor, y no hay mayor acto de soberbia que el tuyo al pretender matar a un muerto». Había ido con la firme intención de correrla: «Fausta, no vuelva ya a presentarse en el Observatorio, le daremos una compensación, perdió usted la plaza, está fuera de nómina», pero cuando ella le dijo, cansada: «Pase usted, por favor, doctor», se desconcertó y en vez de espetarle su decisión y darse la media vuelta, le preguntó desde cuándo tenía gripa y ella a su vez quiso saber por qué se había ausentado tantos días, él estuvo a punto de responder que qué le importaba si tenía a Norman, pero ella le ofreció una taza de té, les caería bien a los dos y por favor siéntese, doctor, por favor, se ve usted extrañísimo allí de pie a media pieza, siéntese, él entonces se armó de valor e inquirió cuándo pensaba irse a Harvard y ella respondió que aún no sabía, que la disculpara sólo un instante mientras hervía el agua porque la había agarrado desprevenida y quería darse una peinada. Iba a ir a su habitación unos segundos y en efecto así lo hizo; entonces él, sin pensarlo dos veces, entró tras de ella, despeinada, pálida, tosijienta y griposa, la tomó entre sus brazos y empezó a besarla.

Fausta lo miró como a un loco. ¿Qué le pasa, doctor, ha perdido la cabeza?, se zafó de su abrazo, pero él no vio la expresión de su rostro ni oyó el rechazo en su voz, tampoco percibió la indignación de su cuerpo. La hizo rodar sobre la cama, le arrancó el camisón y sin más, sin desvestirse siquiera, se aventó encima de ella con toda la urgencia de años de soledad, el dolor de esta relación tantas veces aplazada.

Ella, inmóvil, ya sin defenderse, con la expresión más grave que Lorenzo le hubiese visto jamás, le pidió: «Desvístase, doctor». Él se levantó y ante los ojos de Fausta, terriblemente serios, fue despojándose de su ropa y ella lo esperó como a una condena. «Me está salvando la vida», murmuró Lorenzo estirando su cuerpo sobre el de ella, delgado, las costillas a la vista y miró con ternura el rostro demacrado y cercano, nunca antes tan cercano, de la enferma. «Estoy salvando mi vida», respondió ella, pero Lorenzo ya no lo escuchó, la había montado, tenía la certeza de que se vendría muy pronto y eso era lo único que importaba.

Cuando Lorenzo salió aliviado del dormitorio, después de taparla y asegurarle que regresaría a la media noche, supo al dirigirse al cuarenta pulgadas que Fausta era el planeta rojo descubierto a la hora del crepúsculo. De pie frente a la consola, abrió la cúpula y se dispuso a tomar placas, pero trabajaba sin ver lo que hacía. Encinto de Fausta, sus imágenes lo invadían y le impedían concentrarse. ¿Cuántos años había vivido con Fausta? La recordaba en el automóvil a su lado durante los largos y pesados trayectos a la sierra de San Pedro Mártir, atravesando el desierto bajo el sol implacable. Fausta sabía encontrar belleza donde él veía polvo y rocas, y exclamaba: «¿Estaremos en la Luna? ¿Será así la superficie lunar o falta el Mar de la Tranquilidad?». La veía metida hasta el fondo de su bolsa de dormir, su pelo negro asomándose y el buen humor con el que preparó el café a la intemperie en la madrugada antes de emprender la subida al escarpado Picacho del Diablo, en la Sierra de San Pedro Mártir, al lado de la Botella Azul, donde instalarían el telescopio con un espejo de dos metros de diámetro, el más grande de América Latina. Durante el trayecto ponía su manita sobre su brazo para que él no se lanzara en contra de los peones que abrían la brecha y avanzaban a paso de tortuga. «¡Qué desgraciados, mire nada más la cantidad de cajas de cerveza!». Fausta lo había acompañado en sus expediciones en busca de un sitio ideal para el nuevo observatorio. «Doctor, aquí, según los cálculos y según los campesinos, es enorme el número de noches despejadas». «Doctor, aquí nunca llueve». «Me gusta viajar a la caza de cielos, nunca creí que tendría este privilegio. ¿Se imagina usted, doctor, lo que significa para cualquiera buscar cielos sobre la Tierra?». Era su compañera. Sólo con ella su vida sería por fin lo que él quería. Mandaba sobre sí misma y lo había hecho sobre él porque era libre. Admiraba su autonomía. Le daba fuerza y Lorenzo le hablaba lo mismo de latitudes y del gran observatorio austral con el que soñaba Shapley, que de Guarneros, los caballos, la corrupción política. «¡Estoy loco de veras! ¿Por qué no he luchado por Lorenzo el hombre como por Lorenzo el astrónomo? Con Fausta voy a dejar de girar en esta órbita solitaria y volveré al rumor de la vida diaria, es mi última oportunidad».

Una emoción incontrolable hizo que las manos de Lorenzo temblaran. «¿Qué hago aquí en vez de estar allá abajo con ella?». Sí, definitivamente, con ella quería vivir, no era demasiado tarde para tener hijos, una hija a la que llamaría Florencia. Sí, imposible perder a Fausta, era su salud, su razón de ser. ¿Qué le importaba haber llegado a regiones alguna vez enteramente inaccesibles, de qué valían sus descubrimientos de seis objetos espectacularmente distantes sin Fausta? Ahora sí la poseería lentamente, le daría placer, la esperaría, ahora sí se amarían. Por fin cumplirían un acto de amor pospuesto hacía años. Surgió fulgurante la figura de Leticia. «Por primera vez en mi vida voy a ser como tú, hermanita».

Sin más, Lorenzo cerró la cúpula, cubrió apresurado la consola y, con el corazón en la garganta, descendió corriendo la colina hasta la casa de Fausta.

Ni en la peor de sus pesadillas pensó jamás que nadie le abriría, ni que don Crispín, curiosamente despierto a esa hora tardía, le comunicara:

—La vi salir hace un rato. Se veía mal. Llevaba una maleta. Le pregunté cuándo volvería y respondió que nunca jamás.