30.

Cuando Carlos Graef le informó que el gobierno pensaba crear un nuevo Consejo Nacional de Ciencia que sustituyera a su Academia Nacional de la Investigación Científica, hoy rebasada, y destinarle un presupuesto nunca visto, Lorenzo se sorprendió:

—¿Adivina quién va a ser el director y ya anda rodando en carroza con un sueldo que ni tú ni yo hemos visto ni en sueños?

—¿Quién? —preguntó Lorenzo.

—Fabio Argüelles Newman.

—¿El filósofo?

—Ese mismo, y te va a caer uno de estos días porque nos anda pastoreando a todos.

Una mañana, a las once, Lorenzo recibió la visita de Argüelles Newman. No lo reconoció con un traje azul de Armani que habría hecho palidecer de envidia a La Pipa Garciadiego. Peinado con gomina, ya no era el joven existencialista con quien había sostenido un larguísimo diálogo hacía seis años. Fabio tampoco parecía querer recordar ese encuentro. Explicó que había aceptado el nombramiento del señor presidente de la República porque quería impulsar la ciencia, y que ahora sí habría presupuesto para proyectos tan importantes como el de Tonantzintla. Lo invitaba a desayunar o a comer o a cenar en el momento en que quisiera y se ponía a sus órdenes. Aquí estaba el teléfono de su privado. Prendía cigarro tras cigarro y en un momento dado prendió el de Lorenzo con un encendedor de Hermès. Sacó una tarjeta y se la tendió. «Fabio Argüelles Newman, Ph. D.», y cuando hubo terminado su encendida perorata, Lorenzo se puso de pie:

—Es usted un miserable y no quiero volver a verlo en mi oficina.

Fabio se levantó, aterrado, y Lorenzo prosiguió:

—Usted iba a ser un buen astrofísico y todo lo ha canjeado por un plato de lentejas.

—Doctor, no me insulte. Voy a seguir haciendo mi investigación, mi puesto no es eterno, además, podré dedicarle los sábados y domingos a mi tesis.

—¿Ah, sí? Entonces ni siquiera ha terminado su doctorado pero se atreve a ponerle un Ph. D. a su apellido cuando aún no lo recibe. Ya me extrañaba que lo sacara en cuatro años. Podría yo denunciarlo ante el Consejo Universitario, pero como lo saben mis colegas y me lo recuerdan con mentadas de madre, yo tampoco tengo doctorado, aunque mi limitación obedece a razones circunstanciales y desde luego mucho más desinteresadas que las suyas.

—Doctor, lo mío no es traición ni motivo para que me insulte. Cuando termine el sexenio volveré a la investigación y mientras tanto voy a impulsar los proyectos científicos de muchos colegas que, a diferencia suya, están satisfechos con mi nombramiento.

—Bueno, no hay nada que decir, salga de aquí.

En ese momento, la actitud de Fabio fue de tal desvalimiento que tuvo que retenerse del dorso de la silla para no caerse. La misma expresión de inseguridad de la primera entrevista hizo que Lorenzo se apiadara:

—Si se va a desmayar, siéntese.

Fabio se desplomó en la silla y se secó el sudor de la frente, y Lorenzo se sintió súbitamente derrotado. Sí, la de Fabio era su derrota.

—Lo peor, doctor, es que usted va a tener que tratar conmigo para el presupuesto de los institutos que dirige.

—Bueno —se dulcificó Lorenzo—, no se preocupe demasiado. Soy un ogro, pero a veces se me olvida porque con la edad he perdido algo de mi formidable impulso.

En la Secretaría de Educación Pública, el maestro y el discípulo volvieron a verse.

—Doctor, vamos a reconfigurar el presupuesto de los organismos que usted dirige. Debe usted, además de partidas para instrumentos, pagar salarios decentes, incluyendo el suyo.

—¿Qué me quiere decir?

—Vivimos en otra época y ésta requiere un cambio de actitud.

—Estoy satisfecho con mi salario y ellos también.

—Han venido a quejarse conmigo y les doy la razón. Mire, vamos a comer aquí cerca y le explico antes de darle la nómina.

—Deme la nómina, voy a ver qué puedo hacer.

A las dos y media de la tarde, Lorenzo no quiso ir a comer con Fabio, que salió con un colega. Al regresar, a las cinco, encontró al director del Instituto de Astrofísica y del Observatorio de Tonantzintla, pluma en mano, exactamente en el mismo sitio y en la misma postura frente a la nómina, a su lado un cenicero colmado de colillas. No había terminado de ponerle salarios a la gente. Fabio se asomó a ver la lista.

—Doctor, ahora que ya no hay normatividad, aprovéchese.

—No, eso es corrupción.

—Doctor, por favor, haga lo que hace la Universidad Nacional, que ya tiene categorías, auménteles, pero no trescientos o cuatrocientos pesos sino tres mil o cuatro mil. Permítame que lo convenza de darles un aumento sustancial. Mire, su sueldo es una miseria. Le conseguí dinero no sólo para salarios, sino para el espectrógrafo, el laboratorio de electrónica; vea usted, tiene que aprender a gastarlo y éste es el momento, vamos a dejar atrás el presupuesto consolidado que se regulariza cada año…

—Usted no me convence, Fabio, y éstos son los únicos aumentos que, como director, estoy dispuesto a autorizar.

—Doctor, nadie se queja cuando le aumentan el sueldo y ésta es la forma en que puede evitarse problemas sindicales. Si no lo hace va a perder gente. ¿Cómo va a competir con los sueldos norteamericanos? Se le van a ir investigadores de primer nivel. Modernícese, doctor. ¿Se acuerda del espectrofotómetro que valía once mil dólares y que usted insistió en que se construyera en el laboratorio de electrónica de Tonantzintla sin saber hacerlo? Costó doce mil dólares. Usted siempre ha insistido en que nosotros mismos hagamos los instrumentos aunque nunca hayamos sido entrenados para ello. Sin embargo, lo obedecimos en los laboratorios de electrónica y de óptica, y obtuvimos algunos triunfos, logramos patentes en micromaquinaria y en celdas solares, transistores y capacitadores, condensadores de electricidad que a usted lo enorgullecieron porque interesaron a Texas Instruments, pero finalmente llegamos tarde. ¿Sabe por qué le obedecíamos, doctor? Por miedo. Allá en Tonantzintla todos, salvo Luis Rivera Terrazas, le tienen miedo…

Mareado por la filípica de Fabio, por toda respuesta Lorenzo se puso de pie. No permitió que Fabio lo acompañara, descendió la gran escalera circundada por los murales de Diego Rivera y salió a la calle. No había comido, pero no sentía hambre. Lo alimentaba su tristeza. «Estoy desfasado. No entiendo nada». Además de la divergencia de criterios, era urgente encontrar en México otro sitio para montar un nuevo observatorio e instalar un telescopio más potente. En el cuarenta pulgadas ya no se podía observar. Las construcciones del Observatorio servirían para laboratorios de óptica y electrónica. ¡Y claro, de enseñanza e investigación! Tonantzintla había quedado atrás, pero no así los boletines de Tonantzintla y Tacubaya, que lo habían hecho célebre en el mundo entero. ¡Al menos eso!

Sólo los viajes desconectaban a Lorenzo de la angustia que le causaba su país. Eran una consecuencia de su internacionalización. No sólo lo invitaban los observatorios de Kitt Peak, Monte Palomar y Monte Wilson en Estados Unidos, sino los de Tololo y Córdoba en el cono sur. Ahora conocía Monte Brukkaros en el suroeste de África y sobre todo Bloemfontein, la estación de Harvard en África que visitó con emoción porque por un pelo lo habría encabezado. El actual director exclamó al recibirlo: «So you are the great doctor Tena!». Los especialistas del Smithsonian Astrophysical Observatory, los de la American Astronomical Society y los de la Unión Astronómica Internacional se reunían periódicamente en congresos en las grandes capitales del mundo, y Lorenzo subía al avión exaltado, porque recordaba además la frase de una astrónoma muy atractiva: «Los viajes son para coger y emborracharse», y a Lorenzo le dio por beber bárbaramente. Era otro hombre. Habría aventado su cartera al primer río de pedírselo una muchacha. ¿El Sena, el Támesis, el Danubio? Tú escoge. Varias veces, en Londres, caminó por Picadilly y Downing Street a caza de algo que no encontraba y en realidad nunca supo qué era. «El corazón es un cazador solitario», escribió Carson McCullers y Lorenzo, bien armado y mejor dispuesto, disparaba al aire y las presas caían, llamándolo «azteca» y rogándole que por favor les sacara el corazón. Ahora se sentía como un pobre venadito bajado de la serranía. Parecía que todas las escopetas del mundo apuntaban hacia él. Andaba cojo y malherido, lleno de recuerdos, viejo y al mismo tiempo como recién nacido: el amor por Fausta lo volvía vulnerable. Cuántas cosas había aprendido y olvidado en estos últimos años. Acostumbrado a enamorar a Claudines y Colettes y decirles que las amaba desaforadamente, para todo efecto práctico Lorenzo era un soltero codiciable, director de dos institutos de ciencia en un país exótico que francesas, rusas, polacas, checas e italianas querían conocer. Nada les parecía tan romántico como hacer su vida con un astrónomo que las despertaría a la hora en que nace el Sol para hacer el amor, la Vía Láctea a la mitad del lecho.

El mexicano las entretenía contándoles la vida de Tycho Brahe, favorito del rey Federico II de Dinamarca en el siglo XVI. El astrónomo mandó construir en la isla de Hven, regalo del rey, un espléndido castillo gótico: Uraniborg. Desde sus torres, domos, azoteas y balcones estudió los astros. Cuatro años más tarde, el Observatorio resultó insuficiente y levantó otro al que llamó Stjàrneborg, castillo de las estrellas. Una infinidad de sextantes de cobre, círculos, semicírculos y cuarto de círculos, astrolabios, cuadrantes solares, relojes de sol completaban al mayor instrumento de todos: un cuadrante mural de madera montado sobre una pared, con el que estableció, como nunca, las posiciones exactas de los astros.

Aunque demasiado técnico, ellas fingían entenderlo, porque Lorenzo las embelesaba con su relato. ¡Amar a un astrónomo, ser dueña de una isla, vivir en el castillo de las estrellas, qué sueño inconmensurable! Cada vez que el mexicano amenazaba con terminar su relato, gritaban «¡Noooo!» a coro y Tycho Brahe adquirió la popularidad de Alain Delon. Que el número de observaciones de Tycho Brahe fuera enorme no importaba al lado de lo que podía darle a la amada: el Sol, la Luna, planetas, cometas. Brahe tuvo a un ferviente discípulo: Kepler, quien leyó y releyó la obra en catorce volúmenes, pero Tycho murió triste como todos los astrónomos, el 24 de octubre de 1601.

—¿Por qué mueren tristes los astrónomos? —preguntó Elma Parsamian, una linda astrónoma armenia.

—Porque no pueden ver.

El Observatorio de Byurakan en Armenia, convertido en una magnífica y rica institución, lo exaltaba sobre todas las cosas por la presencia de Víctor Ambartsumian. Cuando lo visitó por primera vez, en 1956, era poco menos que Tonantzintla y Ambartsumian había logrado crear uno de los observatorios más prósperos y activos del mundo. Los mexicanos no tenían nada parecido dentro o fuera de la astronomía. Y no sólo eso, como presidente de la Academia de Ciencias de Armenia, impulsaba una formidable cadena de instituciones científicas, técnicas y humanistas que correspondían con creces a lo que Lorenzo habría deseado, en el más optimista de los sueños, para México: metalurgia, biología, geodesia, física, astronomía, matemáticas, petroquímica, química, mecánica de suelos, óptica, electrónica, historia y filología, todo en una pequeña República hecha del trabajo de generaciones, de apenas tres millones de habitantes.

En Byurakan, las cosas que antes lo embriagaban ya no tenían el menor sentido. Lorenzo, quien había descubierto las estrellas ráfaga, discutía apasionadamente, aclaraba puntos y su trabajo, antes controvertible, se consolidaba. Contento consigo mismo, cosa que le sucedía raras veces, ya no se sentía tan en desventaja frente a Ambartsumian, que seguía creciendo ante sus ojos. No sólo había descubierto la repartición espacial de las nubes galácticas, sino que trabajaba entre catorce y dieciséis horas diarias en la administración y atendía un mundo de problemas sin considerar que perdía el tiempo como Lorenzo, para quien la tarea administrativa era insoportable.

—Lo que más falla, Víctor, es el material humano. En Byurakan la gente será más o menos inteligente, pero nunca sabotea. En México, hasta un sindicato quisieron hacerme y yo les dije que si trabajaban veinte horas al día tendrían derecho a su cochino sindicato.

—Aquí también las cosas fallan, amigo Tena —sonreía bondadoso Ambartsumian—; hay que tener paciencia.

—Es precisamente lo que no tengo, los hombres y las mujeres me enfurecen, los abomino aunque luego me arrepienta.

—No sirve de nada arrepentirse —concluía Ambartsumian.

Qué lástima que no se diera en México ese tipo sobresaliente de hombres. Gracias a Víctor, su trabajo era conocido en la Unión Soviética y eso lo llenaba de humilde vanidad. ¡Ojalá y en México él pudiera hacer una centésima parte de lo que Víctor había logrado en Armenia! ¡Pinche país y más pinches los hombres que lo componen! La retórica, la demagogia y la falta de reciedumbre le hacía llegar a la conclusión de que México estaba irremisiblemente perdido. «Somos los condenados de la Tierra», le había dicho a Diego Beristáin citando el libro de Frantz Fanon. Alegaba que los más privilegiados se conformaban con ser senadores de mierda, rectores de universidades de quinta, presidentes de Naucalpan o, a lo más, lucir premios y famas de juegos florales.

Byurakan, verdadera torre de Babel, entretenía a europeos y norteamericanos llevándolos en manada a Erevan, a sitios arqueológicos del siglo XV antes de Cristo. El nivel medio de vida era alto y la mayoría de la población se dedicaba a la agricultura. Lorenzo no podía dejar de comparar. «Ya lo quisiéramos los mexicanos de aquí a medio siglo». Hervía de coraje contra la demagogia consoladora de México, el hambre, la falta de educación, y se deshacía en denuestos en contra del PRI y el mal gobierno.

Invitado por Ambartsumian, asistió a la colocación de la primera piedra del nuevo instituto para diseño y construcción de instrumental científico en Ashtarak, un pueblo cercano a Byurakan. Presentes desde los más notables de la región hasta los trabajadores y campesinos más humildes. A Lorenzo le resultó imposible distinguir a los campesinos de los notables, cosa que jamás le habría sucedido en México.

Pasaba horas con Jean Claude Pecker, Eury Schatzman y con Charles Fehrenbach, amigos franceses empeñados en el proyecto de colaboración en Baja California, tomando vino armenio que a él le parecía sublime y a ellos infecto. Fehrenbach había inventado un espectro comparador para medir las velocidades radiales. Allí sí, Lorenzo sentía su falta de francés. ¡Todo por culpa del maldito padre Laville! Les contó con una furia inaudita que el sacerdote le había acariciado los muslos diciéndole: «Estos jamoncitos de Westfalia», y por eso se cerró al francés. A él también le ganó la risa cuando vio la hilaridad que su relato provocaba. «¡Tú sí que eres azteca, Lorenzo!». Con o sin francés, publicarían artículos en conjunto y serían sus primeras letras en armenio y en ruso.

Lorenzo hacía reír a los investigadores y al personal de Byurakan con sus suaves gruñidos, exagerados ademanes y hasta gemidos. Se defendía valerosamente con unas cuantas palabras en armenio, y después de una minuciosa investigación en diccionarios y fotografías aclaraba situaciones. Exhausto, en la noche daba vueltas en la cama, tratando de explicarse con los hombres y pidiéndole al universo una explicación.

Al terminar las discusiones, en que repetían dos y hasta tres veces su argumento, Lorenzo se recogía en su cuarto. Despertaba a las cuatro de la mañana y resistía hasta las ocho, cuando abría el restaurante del Observatorio. ¡Qué divertido pedirle a los sirvientes, entre gestos y visajes que los hacían reír, huevos y café con leche! «A lo mejor erré la vocación y soy un mimo a todo dar». Aparte de su natural simpatía, su dominio de la escena lo convertía en un visitante de lo más popular. Los armenios hacían cola para que aceptara invitaciones para desayunar con ajo, vodka, y menudo a las seis de la mañana.

Perdido por completo el sentido del tiempo, tenía una rara impresión de flotar en el vacío. No sabía quién era, qué demonios hacía, de dónde venía, si era espectador de sí mismo o sujeto de una buena o mala broma, ni contento ni desgraciado, sólo neutro, como una fracción de meteoro que se mueve o estaciona de acuerdo con leyes que le son completamente ajenas. Sin periódico a su alcance, creía que en verdad no pasaba nada en el mundo, salvo Byurakan, sus científicos y su silencio. El trabajo seguía su camino como si lo hiciera dentro de la eternidad, pero para qué apurarse si el universo es infinito y el tiempo sólo tiene el sentido que uno quiere darle. Soñaba, flotaba, recordaba a Fausta como una estrella lejana con la que no podía comunicarse. También México hablaba una lengua extraña, no había código capaz de descifrarla. ¿Realmente existía México? ¿Cuándo había vivido en él? ¿De qué manera era mexicano? El suyo era un mensaje sin destino lanzado al infinito sólo para ver si alguien, ¿Fausta?, lo pudiera encontrar.

A lo mejor ni siquiera él existía. De todos modos, inventaba. Sueño o realidad resultaban a veces hermosos, otras una tortura. ¿Cómo lo vería a él Fausta? ¿Lo recordaría? ¿Para ella sólo era un venerable anciano? Hacía mucho que había querido abolir el reino de los sentimientos. Aborrecía la intuición, pero ahora vivía en una suerte de sonambulismo hipnótico que a veces lo hacía temer por su cordura. «Los astrónomos, ya se sabe, somos lunáticos», pero en Europa, los lunáticos eran los locos. Un poderoso baño de agua helada lo volvía a sus sentidos. El resto del día se la pasaba flotando en un mundo fantástico que le recordaba el sueño hecho realidad de Tycho Brahe.

De pronto, en la cama de cualquier hotel, despertaba angustiado. «¿Dónde estoy?». Le costaba trabajo recordarlo, mientras su frente se cubría de sudor frío. De México, según su reloj, lo separaban diez horas. Por lo tanto, a Fausta le faltaban diez para estar con él. ¡Qué desesperación no poder hacer coincidir las manecillas! «Dejé a Fausta hace mil años». Sentía que era la primera vez que estaba lejos, de verdad muy lejos. «¡Quiérame, Fausta!», había enviado un telegrama que quedó sin respuesta.

A una pregunta de Ambartsumian, Lorenzo respondió que amaba a Fausta caníbalmente. «Tengo la cabeza llena de estúpidos pajarracos —le informó—. Aquí tiendo a olvidar mucho de lo que lastima, rodeándome de un gran silencio, este magnífico y egoísta silencio con el que nos protegemos. De pronto irrumpe el agudo sonido de la realidad y aturde en forma brutal. ¿Cómo es posible que pueda uno vivir tan confortablemente solo, tan protegido, tan indiferente?».

Le apenaba ser incapaz de ocultar su estado de ánimo. Su estancia en Byurakan había llegado al límite. «Estamos ya, como burros de noria, repitiendo una y mil veces los mismos argumentos».

«Es esa bruja la que me ha echado la sal, ya en ningún sitio me siento bien», pensó Lorenzo fastidiado. La vitalidad de Fausta lo envejecía, la rapidez de sus movimientos le daba el estoque final. Cuando salían a caminar por el campo de Tonantzintla, ella, como un cachorro, se le adelantaba, iba y venía, duplicaba su trayecto, pegaba una carrera frente a él para regresar con las mejillas enrojecidas, el cabello al aire, todo en ella sonreía, también su sexo que él aún no poseía.

Mientras paseaban, Fausta cortaba ramitas de romero para aplastarlas entre sus dedos y luego se las llevaba a la nariz, entusiasta: «Huela, doctor, ¡qué maravilla!». Le contaba de los campos de lavanda que atravesó en bicicleta en Francia. ¿Cuándo? Eso no lo decía. Hay mujeres que saben envolverse en un halo de misterio y Fausta era una de ellas. Caminaba mucho, iba con frecuencia a Cholula a pie y Lorenzo le hacía la broma: «¿Por qué no se entrena para ir a Puebla y luego al Distrito Federal?». Fausta respondía con inocencia. «Puebla no está lejos, camino doce kilómetros con facilidad, el regreso es el cansado». «Debe usted tener los pies curtidos». «¡Uy, sí! ¿Se los enseño?». Los ingredientes mágicos de su universo eran los que Lorenzo no comprendía.

Él la miraba y su inconsciencia lo entristecía: «Eres como tu especie, una imbécil moral». Quería desangrarla, vaciarla de sí misma, ocupar ese espacio dentro de ella. ¡Ah, cómo la odio! ¡Ah, cómo la amo! Su más mínimo poro, el más diminuto de sus vellos era objeto de irritación, de veneración. Si a alguien podía matar, era a ella.

Desde que comenzó a tratarla, su corazón y su cabeza eran un tormento. Fausta lo hería en lo más hondo. ¿Era eso el amor?