29.

«Mexicano sobresaliente, ojalá puedas enseñarme tu ciudad. Estaré en el hotel Majestic», escribió Norman Lewis. Llegaba de Harvard, deseoso de pasar sus vacaciones con él. ¡Qué bueno! Disertarían acerca de los objetos extremadamente débiles, que Norman conocía bien. Por fin, alguien con quien hablar de astronomía.

En el hall del hotel, Lorenzo lo abrazó con fuerza. «Te dije que te caería en México, old chap», le dijo Norman. «¡Se me ha hecho un siglo!». Al verlo, se dio cuenta de cuán solo había estado a pesar de Diego. Norman no había cambiado, conservaba sus notables manos de dedos largos y fuertes, su andar de gambusino acentuado por esa barba descuidada, y la graciosa cabeza de bucles dorados y ariscos. «Es como los antiguos buscadores de oro, filtra la arena universal para hallar las pepitas que han dejado otras civilizaciones en la infinidad del espacio», pensó Lorenzo. Con el rostro pálido de tanto mirar la Luna, una figura frágil a pesar de sus casi dos metros y sus ojos inquisitivos, Norman correspondió al abrazo de Lorenzo.

Ambos compartían una pasión que los unía con un lazo inextricable. No se preguntaban ¿cómo estás? sino ¿en qué estás trabajando? Confrontaban sus recientes descubrimientos y todo lo demás resultaba secundario.

«Quiero conocer tu arte, vamos a las pirámides mañana mismo». Teotihuacán lo dejó boquiabierto, era en verdad la ciudad en la que los hombres se convierten en dioses. Agotó a su amigo al pretender recorrer sus veinte kilómetros de extensión. Cuando Lorenzo lo llevó al convento de Acolman, dijo que prefería mil veces sus horas entre las pirámides del Sol y de la Luna.

A partir de Teotihuacán quiso ver los demás sitios arqueológicos, examinar los códices que registran fenómenos celestes, las mediciones, los ciclos de pueblos tan grandes como los antiguos mexicanos. «Vamos a Chichen-Itzá, a Uxmal, vamos a Mitla, al Tajín, a Monte Albán». «Por lo visto tus mediciones no son tan buenas como las de los mexicas, Norman, ¿no te has dado cuenta de la distancia entre un sitio y otro?». Norman ni lo escuchaba, maravillado. «La cuenta de los años del indígena es absolutamente extraordinaria. ¿Cómo es posible que en Harvard no habláramos de ello?».

Un guía de sombrero de paja le indicó que la Calzada de los Muertos se orientaba hacia las Pléyades. «Mire, antes se veían muy clarito, ahora se mudaron o a lo mejor se murieron porque en el cielo todo cambia». A Norman le sorprendió que un hombre cualquiera le diera su interpretación de solsticios y equinoccios y le informara que «los astros que desaparecen del firmamento se van, como nosotros, al mundo de los muertos».

A ratos, a Lorenzo le parecía que Norman deliraba: «¿No tendrían tus antepasados contactos con seres de otros mundos y de ellos adquirieron su sabiduría? ¿Cómo es posible que tuvieran por sí solos esa facilidad para el pensamiento abstracto y las matemáticas? Tuvo que haber algún encuentro, ¿no crees? La capacidad de los antiguos mexicanos no es de este mundo».

Norman preguntaba qué ruidos del espacio podrían haber escuchado y si les había llegado el peculiar sonido sibilante de la Vía Láctea. ¿Habrían mandado señales de radio las estrellas y galaxias?

En todo veía Norman a las estrellas, el primer petroglifo en un muro era un mapa del cielo, tres rayas representaban tres constelaciones, todo un planetario podía descubrirse grabado en una estela. Bastaba relacionarla con las latitudes y las longitudes para descubrir que tal figura aparecía allí ligada al solsticio de verano.

—Norman, voy a enseñarte algo más, no vas a quedarte sólo con el arte precortesiano.

Lo llevó a ver los murales de Diego Rivera en el patio de la Secretaría de Educación. Hizo un comentario: «Sabe su oficio pero es plano». Lorenzo le explicó con mucha paciencia que Rivera rescataba al indígena y repudiaba la Conquista. «No me interesa. Es panfletario». Entonces, con gran ilusión, lo condujo a San Ildefonso a ver los murales de Orozco. Esperaba el asombro de su amigo como si la obra fuera suya. Norman dejó caer con voz fría: «Es mucho peor que el otro, éste es grotesco».

—¿Cómo? —grito Lorenzo ofuscado.

—Es descriptivo, caricaturesco, estúpido, feo, feo, es simplista a morir. Nunca he visto nada tan malo. ¿Cómo es posible que se ofenda en esa forma a un pueblo que conoció el pensamiento abstracto?

Lorenzo no pudo contener su rabia:

—El abominable eres tú, que no entiende de la historia de este país.

—Son demasiado intencionadas sus figuras, el trazo es vulgar y tremendista. This is absolutely gruesome —concluyó.

—Ahora el que va a escuchar eres tú —Lorenzo echó espuma por la boca y lo jaló de la manga, obligándole a salir del patio de San Ildefonso. A medida que iba exponiéndole sus ideas se tranquilizó hasta tomarle familiarmente el brazo y guiarlo paso a paso al hotel Cortés.

—Mira, pinche Norman, el indio fue hecho pedazos, sus estructuras pisoteadas, sus dioses y sus templos destruidos, sus conocimientos científicos y religiosos que tanto admiras, borrados de la faz del mundo, primero por los españoles y luego por los mestizos. Dime si algo más trágico puede sucederle a un pueblo. Les robaron su risa, su ternura, su capacidad de goce, de compartir, de socorrer, su animalidad. Imagínate lo que debió ser para ellos perder a sus dioses del fuego, del agua y ver que eran reemplazados por un dios que no sólo no tenía poderes, sino que moría como una pobre cosa.

—Todos los pueblos colonizados perdieron momentáneamente su pasado.

—Cállate, gringo pendejo, no es lo mismo. En nuestro caso la herida fue mortal. Extraviamos el sentido mismo de la vida. No sabíamos quiénes éramos ni adónde íbamos. Pasamos de indígenas apaleados a mestizos acomplejados hasta que estalló la Revolución. Con ella quisimos nacer de nuevo a partir de los más golpeados, los indios. Diego Rivera invirtió los términos, encumbró a los indígenas y ridiculizó a los conquistadores, los de fuera y los de dentro. Ni los evangelizadores se salvaron, míralos, Norman, sifilíticos, degenerados, babeantes. Después, los afrancesados destrozaron con cuchillos la obra de los muralistas, el sexo de La Malinche, los «monotes» que la agredían con su fealdad morena.

Lorenzo no debió ser muy convincente, porque su amigo lo paró en seco: «I can’t stand this nonsense anymore. You were more intelligent in Harvard». «¡Y no me hables en inglés, estamos en mi país, cabrón!». En el patio del hotel Cortés pidieron dos tazas de té y Norman aseguró: «Oye, te ha sentado mal el regreso, estás hecho un azteca, por poco y me encajas un cuchillo de obsidiana en el pecho, ¿qué te pasa?». «Es que ustedes los gringos no comprenden a México». «Soy más inglés que gringo y no vine aquí a sacarte el corazón para ofrecérselo a los dioses, porque creo que ya tu corazón lo dejaste en el sofá-cama de Lisa». «Ah, ¿a eso viniste, a hablarme de esa bruja?» «Esa bruja es perfectamente capaz de arreglar sus asuntos sin mi intervención. Vine porque soy tu amigo y porque tanto hablaste de tu país que quise conocerlo, pero si sigues así, a partir de mañana viajo solo. Lo que tú quieres es romperme la cara. ¿Sabes lo que te sucede, Lorenzo? Estás cayendo en el sentimentalismo y si el sentimentalismo es una liberación, es también un relajamiento de las emociones. Me tonificabas más en Harvard, cuando le dabas otra forma a tu exaltación».

«Your driving is ghastly —comentó Norman cuando viajaron a Tonantzintla—. Algún día te vas a matar. ¿Por qué no aceptas al chofer de la Universidad? Te vas a ahorrar una cantidad enorme de tiempo». «No quiero crear dependencias», respondió Lorenzo en tono irritado. Llegar a importante no encajaba dentro de sus esquemas, aunque dar órdenes era inherente a su naturaleza. Le repelían las prebendas y la parafernalia en torno al puesto. Claro, había que ganar tiempo, tener tranquilidad de espíritu para tomar decisiones, pero algo no cuadraba. Los atributos del poder rugían voraces, ganaban terreno, entraban a la casa. El chofer del automóvil pasaba a ser el de la señora que alegaba: «I’m worth it», en su inglés del Helena Herly Hall. Norman entonces le contó que Pierre Curie, que había descubierto el polonio y el radio en un cobertizo de madera en la rue Lhommond en París con su esposa Marie Curie, fue propuesto para la Legión de Honor y Curie respondió a Paul Appel: «Por favor, tenga la bondad de dar las gracias al ministro y de informarle que no siento la menor necesidad de ser condecorado, pero que tengo la mayor urgencia de un laboratorio».

—A mí también me urgen dos laboratorios, uno de óptica y otro de electrónica.

—Quizá Harvard pueda ayudar, aunque sin Shapley no prometo nada.

En los días que siguieron, bajo la influencia benéfica de Norman, Lorenzo se calmó y hasta lo invitó a jugar basquetbol en la vieja cancha a la que se había aficionado con Luis Enrique Erro. Por toda respuesta, Norman metió la pelota en la canasta con un solo gesto de la mano innumerables veces, su altura le dio la victoria aunque los brincos de Lorenzo lo hacían exclamar: «You are really a jumping bean!». Rieron mucho, sudaron más y, hermanados, fueron a echarse un regaderazo.

Norman y Fausta se conocieron en la biblioteca y simpatizaron de inmediato. Norman le hizo notar a Lorenzo que, sin que nadie lo pidiera, además de su eficacia cotidiana, Fausta llevaba té a su oficina, contestaba llamadas, allanaba el camino. Lorenzo, a su vez, le dijo que Fausta regresaría con ellos al Distrito Federal, o sea a la capital, a formar el Boletín de los observatorios de Tonantzintla y Tacubaya. «¡Qué bueno, tu boletín ha alcanzado fama mundial y nada me gustaría tanto como acompañarlos a la imprenta!», se entusiasmó Norman.

Al darse cuenta de que era una estupenda correctora a pesar de la aridez de los temas, el director, que no había confiado antes en nadie, le dio esa responsabilidad, «la chamba», como la llamaba ella. Salían a México desde la noche anterior para encontrarse en la imprenta a las siete de la mañana y Fausta corregía incansable las galeras, marcaba las letras rotas y después revisaba plana tras plana sin perder la paciencia como él. Los linotipistas la preferían. A Fausta le fascinaba el ambiente de la imprenta, las largas y estrechas mesas de lámina donde se formaban los tipos, las impresoras y el sonido de las prensas, de las que iba saliendo cada plana que Lorenzo examinaba de inmediato llevándosela en brazos hasta la mesa con una ansiedad que rayaba en la histeria. Equivocar los signos, un más en vez de un menos en una ecuación, podía resultar catastrófico, el fin de una teoría. Fausta lo sabía y la concentración de su cuidado conmovía a Lorenzo. De veras, era una correctora excepcional. Entonces, con su cabello cayéndole sobre la cara, Lorenzo le descubrió algunas canas. «Fausta, su cabello blanquea», le dijo satisfecho porque al encanecer ella, él rejuvenecía.

A mediodía compartían una torta y un refresco embotellado con los linotipistas y seguían corrigiendo galeras. «El olor de la tinta es una droga mucho más poderosa que cualquier pasta», decía Fausta y sonreía para tranquilizar al director. «Ésta es una verdadera odisea, pero a diferencia de Penélope no me quedo en casa, corrijo el cielo y sus designios inescrutables al lado de Ulises». Terminaban a la una de la mañana. «Esto es más largo y exige más cuidado que una noche de amor», reía a punto de caer exhausta, y Lorenzo la despedía en casa de la amiga que la hospedaba: «Mañana a las siete», porque la formación y corrección del Boletín podía durar de tres a cuatro días y Lorenzo sólo volvía a ser el mismo cuando, después de la última revisión, decía: «Bueno, creo que ya…», y el jefe de la imprenta daba el «Tírese».

Norman y Lorenzo volvieron a ser los de antes, con una diferencia, la presencia de Fausta. Discutían. En el fondo la ciencia era eso, una interminable discusión. Ni Norman ni él tenían la verdad absoluta, pero Lorenzo añadía a sus preocupaciones científicas la angustia por el futuro de su país. «¡Cállate, Norman, ustedes ya tienen futuro, nosotros no!».

Alegaba que la total indiferencia del gobierno por la ciencia los condenaba para siempre. «De por sí somos estáticos, mira el campo paralizado frente a nosotros». «Sin embargo, un presidente les dio el Observatorio». «Lo hizo como una deferencia a Erro. Igual le habría dado una Secretaría de Estado, una aduana, un rancho». «Lencho, no seas pesimista». «No lo soy, así son las cosas en México».

Lorenzo contó que en una ocasión detuvo su automóvil en la carretera para darle un aventón a un campesino, y como viajaba callado, le preguntó qué soñaba y éste le respondió: «Sabe usted, señor, nosotros no podemos darnos el lujo de soñar». Sorpresivamente Fausta lo rebatió con fiereza. «¿Qué cree usted, doctor, que pueden soñar hombres y mujeres que han sido amedrentados durante siglos? No sólo es el hambre, doctor, ¿qué me dice de la miseria sexual de los mexicanos? ¿Dónde está la libertad sobre nuestro cuerpo? ¿Qué espacio conoce usted que no controle el poder? En México campea la esclavitud en todos los órdenes. Esas niñas que ve usted en la carretera acarreando leña viven violaciones cotidianas, el matrimonio precoz es un hecho, millones de mujeres no saben lo que es el placer». «¿Violación?», preguntó Norman. «Claro, doctor Lewis, ocurren por miles en mi país. Para nosotras no hay derechos humanos».

A Lorenzo le sorprendió la virulencia de Fausta, que sin más se lanzó al tema de la sexualidad. Creer que su único fin es la reproducción es una de las razones por las que se sanciona la homosexualidad; por eso los homosexuales son considerados perversos, disminuidos, sucios, incapaces.

—Yo creí que la sexualidad era una opción inviolable e íntima de la vida humana —intervino Norman.

Lorenzo, azorado por el giro que Fausta le había dado a la conversación, afirmó que en México la iglesia pregonaba que las mujeres debían tener los hijos que concebían, pero que este tema, impuesto por Fausta, no venía al caso en este instante, ¿o deseaba ella que los tres se pusieran a hablar de maricones?

Norman apoyó a Fausta. Nadie en Estados Unidos conservaba la peregrina idea de que la sexualidad es sólo reproductiva. México, país machista, tenía fama de tratar mal a sus mujeres. Pensar en el homosexualismo como una perversión era una forma de discriminación.

Entonces Lorenzo intervino, preguntándole a Fausta de qué podía servirles a las niñas su libertad si no tenían agua, lo primero era la satisfacción de las necesidades básicas. Fausta, exaltada, le recordó que él le había contado una tarde, aquí en su bungalow, la historia que iba a repetirle palabra por palabra. En ese momento, la actriz se puso de pie:

«Voy a representar dos papeles: el de Galileo y el del cardenal Cremononi». Sentó a Norman y a Lorenzo en la sala y los saludó desde el comedor. «Estrellero Magnífico y Gran Amo y Señor de Tonantzintla, Cacique de la Ciencia del Valle de México», le hizo una profunda reverencia a Lorenzo. «Ilustre Visitante y Quetzalcóatl del Siglo XXI, Observador de Eclipses, Oidor de Sonidos Radiales, Cibernauta, Descubridor de la Electrónica», se inclinó ante Norman y con dos cabriolas prosiguió como un juglar a interpretar la obra.

Según el personaje, Fausta cambiaba de voz y de actitud, Galileo fuerte, seguro de sí mismo, Cremononi tembloroso y encorvado, la voz cascada. Con una colcha a modo de capa y una toalla convertida en gorro veneciano explicó:

«Cuando Galileo demostró con su pequeño telescopio que Júpiter tenía lunas y éstas se movían, acudió a la casa romana del cardenal Cesare Cremononi, famoso matemático, y le dijo: “Monseñor, tengo la prueba de que Aristóteles está equivocado —para Aristóteles el universo no tenía movimiento—, venga a ver cómo las lunas de Júpiter se mueven”».

«Mira, Galileo —respondió atemorizado Cremononi—, la ciencia de este mundo se construyó sobre los pilares de la sabiduría aristotélica. Desde hace dos mil años los hombres han vivido y han muerto en la creencia de que la Tierra es el centro y el hombre el amo del universo. A nosotros, Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Después Jesucristo bajó a la Tierra y nos dio su regalo: el cristianismo, que ha ido mucho más allá de Aristóteles, lo ha perfeccionado y espiritualizado».

—Todo lo que sabemos hoy, de lógica, medicina, botánica, astronomía, es aristotélico —intervino Lorenzo—. Durante dos mil años los más grandes cerebros han trabajado en esa creencia y han hecho de ella una unidad espléndida y perfecta, pero no hay que olvidar a los judíos, a los árabes, a los chinos, a los hindúes además de los cristianos.

—Y a los pueblos de Mesoamérica, a los antiguos mexicas, los olmecas, los mayas y los incas en Sudamérica —Norman se puso de pie e hizo un gesto teatral.

—¡No se vale que los espectadores interrumpan la función, sobre todo porque estoy a punto de citar, doctor Lewis, la respuesta de Cremononi a Galileo!

—Perdón, ¿cuál es esa respuesta?

«He gastado mi vida al servicio del cristianismo, su enseñanza me ha traído paz y felicidad. Y ahora que soy un viejo y me queda poco tiempo, ¿por qué vienes a destruir mi fe en todo lo que amo? ¿Por qué quieres envenenar los pocos años que me quedan con vacilaciones y conflictos? No me lastimes, no quiero ver a Júpiter ni a sus lunas».

«Pero ¿la verdad, Cesare, no significa nada?».

«No, déjame, lo que necesito es paz».

«Qué extraño, para mí la paz y la felicidad siempre han consistido en buscar la verdad y admitirla. El mundo se compone de gente como tú y yo, Cremononis y Galileos. Tú quieres que se quede como está, yo lo empujo hacia delante. Tú tienes miedo de mirar al cielo porque quizá puedas ver en él algo que desmienta las enseñanzas de toda tu vida, y yo te comprendo porque nuestra tarea es pesada y desgraciadamente hay muchos como tú, pero sólo uno de nosotros es el que triunfa».

«¿Y si triunfas, Galileo? Si te las arreglas para demostrar que nuestra Tierra es una pequeña estrella miserable como miles de otras y la humanidad es sólo un puñado de criaturas aventadas al azar en una de ellas, ¿qué habrás ganado? ¿Rebajar al hombre hecho a la imagen de Dios? ¿Degradar al amo de la Tierra y convertirlo en un gusano? ¿Es eso lo que Copérnico y Kepler y tú están buscando? ¿Es ésa la verdadera finalidad de la astronomía?».

«Nunca pensé en eso —respondió Galileo—. Busco la verdad porque soy matemático y creo que cualquiera que acepte la verdad está más cerca de Dios que aquellos que construyen su dignidad humana sobre errores sin sentido».

«Galileo, tengo ochenta y tres años, he fundamentado mi vida en una filosofía y en un modo de pensar aristotélico, déjame morir en paz».

Hasta aquí la historia del doctor De Tena, finalizó Fausta e hizo correr una cortina invisible para regresar a sentarse entre los dos hombres.

—¡Qué buena memoria, Fausta! —dijo Lorenzo encantado—, pero no veo qué tiene que ver lo que acaba de representarnos con nuestra discusión.

—Claro que viene al caso. Ese «déjame morir en paz» del cardenal Cremononi es una cobardía, el no querer enfrentar la verdad y seguir pensando como en el pasado, refugiarse en los dogmas de fe para conseguir la paz. Renovarse cuesta, doctor De Tena. Un científico tiene que estar dispuesto a cambiar de criterio apenas se le propone una nueva evidencia. Si no, no es crítico ni autocrítico.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Fausta. La ciencia es un proceso evolutivo y ahora los jóvenes saben mucho más que nosotros, porque cualquier científico actual está mejor preparado de lo que lo estuvimos los científicos en los treinta y los cuarenta.

—Sus ideas científicas son progresistas, doctor, pero las otras son abominables. Acaba usted de decirnos a Norman y a mí que no quería hablar de maricones. A usted se le escapan muchos temas esenciales o a lo mejor no quiere verlos. No ha logrado la combinación de lo muy grande con lo muy pequeño. A diferencia de Einstein, todavía no se da cuenta (o no quiere darse cuenta) de que todo es relativo y que una lesbiana sobre la Tierra es parte de la ley de atracción universal de Newton desde 1687. Tiene usted tres siglos de retraso, doctor, ¿no cree que ya va siendo hora de que se ponga al día? Francamente hubiera esperado de usted ideas más sanas.

Cuando Fausta se despidió de ambos, Norman preguntó admirado: «Lencho, who is this woman?».

Lorenzo le explicó que Fausta era una entidad monstruosa que había encontrado entre nubes de gas en la nebulosa de Orión, que como Norman bien sabía era una guardería de estrellas jóvenes, localizada a mil quinientos años luz de distancia. Entre cientos de estrellas en formación, Fausta le había dado una nueva conciencia de sí mismo. Gracias a ella desarrollaba ahora una capacidad de ver a los demás, antes desconocida. «¿Así que te ha humanizado?», rió Norman. «Creo que soy más tolerante —respondió Lorenzo con gravedad—, aunque te confieso que tengo miedo. Las estrellas que acaban de nacer como Fausta hacen explotar lo que les rodea con sus torrentes de luz ultravioleta y sus poderosos vientos estelares destruyen a su progenitora, cometen un matricidio cósmico. ¿Qué me espera? ¿Qué va a ser de mí en los brazos espirales de Fausta?».

Lorenzo no lo dijo en voz alta pero hacía mucho que le dolían las murmuraciones en torno a ella. ¿No le había afirmado Braulio que Fausta compartía el relajamiento de los hippies y que para ella era lo mismo hombre, mujer, ave o quimera, pero a su hora? ¿Era un chiste de Braulio? ¿No le había contado que Fausta se desnudó en una reunión y que no estaba tan buena, más bien esquelética? ¿Qué vieron los hijos de la chingada que la contemplaron? Sí, la energía de Fausta lo jalaba, ejercía una fuerza inexorable, aunque no podía explicársela, como tampoco comprendía a las estrellas. La fuerza de gravedad de Fausta lo tenía cautivo, era el oxígeno que respiraba, el calcio en sus huesos, el hierro en su sangre, el carbón en sus células. Si alguna vez llegara a entenderla, a lo mejor comprendería por qué había muerto Florencia.

A los tres días, Lorenzo se dio cuenta de que Norman buscaba la aprobación de Fausta. «Capta lo inteligente que es», se felicitó. Bajo la mirada amorosa de Lorenzo, Fausta contó que los políticos sentían miedo hasta por la palabra ciencia. Se escondían tras de una frase: «Yo fui pésimo en matemáticas, por eso soy filósofo». «En ese caso nunca vas a ser un buen filósofo», citó Fausta a Lorenzo, y hasta la fecha el secretario de Comunicaciones no le perdonaba su altanería.

Al atardecer se detuvieron en el mirador. México iluminado parecía una inmensa estrella caída sobre la Tierra. «¡Qué salvajada!», se indignó Lorenzo al ver las viviendas apelotonarse en torno a la ciudad ensanchando los cinturones de miseria. Fausta, a su lado, bebía sus palabras. «Se mueren de hambre en el campo, por eso vienen a hacinarse en verdaderas pocilgas». Fausta volvió a rendirle culto: «El doctor De Tena ha interpelado en público al presidente preguntándole qué hace la Secretaría de Pesca en el centro de la República en vez de impulsar algún puerto del Golfo o del Pacífico. ¿Qué hace Petróleos Mexicanos en el Distrito Federal en vez de estar en Coatzacoalcos o en Poza Rica? En cuanta conferencia da el doctor De Tena en El Colegio Nacional, habla a favor de la descentralización. En una de ellas contó, con endiablada ironía, cómo el general Heriberto Jara, un héroe de la Revolución, a la hora de ocupar un puesto en el gobierno mandó construir un astillero en las Lomas de Chapultepec e hizo barcos de cemento».

En el último té de la noche en el hotel Majestic, y en ausencia de Fausta, Norman preguntó a boca de jarro: «¿Por qué no te casas con ella? Es extraordinaria». «Vive dentro de mí, pienso en ella a todas horas, la verdad, no he tenido tiempo para mi vida personal, pero lo voy a encontrar, Norman, apenas tenga un respiro le propondré matrimonio». Norman lo interrumpió: «Lo que pasa es que eres mucho más conservador de lo que crees, Lorenzo. Estás marcado por tu pasado. Yo no tengo tus ideas fijas». «¿Conservador, yo?», se indignó Lorenzo, pero ya en la noche, la cabeza sobre la almohada, pensó que de no serlo habría llevado a Norman a ver a Juan, pero la sola idea hacía que su rostro ardiera de vergüenza. Además, tal y como había visto a su hermano en la última visita, ¿sería capaz de darle la respuesta a Norman?

Al día siguiente los tres fueron a la imprenta, aunque Norman los abandonó a las cuatro horas para ir a entrevistar a Alfonso Caso. Fausta no trabajó con el primor acostumbrado. En un momento dado, hasta dejó de corregir, el lápiz en el aire, y Lorenzo le preguntó: «¿En qué piensa, Fausta?». «En que Norman me dijo que muy pronto todo esto se haría electrónicamente».

Lorenzo volvió a la carga y Norman intentó serenarlo. «Es más estimulante vivir en México que en los países del primer mundo». «¿Entonces qué esperas para mudarte acá?» «Si me das trabajo me vengo, y más ahora que conozco a tu Fausta, no la de Gide, la tuya», rió Norman. «Me fascinaría no saber lo que va a pasar mañana, porque allá en Estados Unidos todo está planeado de antemano. Nunca he sentido la necesidad de salvar a mi país como tú al tuyo. Allá me pierdo en el anonimato, soy uno de tantos». «Así que tú también padeces el síndrome de la vedette», ironizó Lorenzo y continuó: «¡Qué bueno que te sumes a las filas de los charros, las coristas, el fútbol, porque es lo único en que triunfa en mi país! Los mexicanos vibran cuando ganan un partido contra Jamaica o Bolivia. Sueñan con meter un gol y se identifican con el futbolista porque está a su alcance». «Bueno, pues mete un gol en la ciencia». «Lo voy a intentar». «Creo que el doctor De Tena ya lo logró», se presentó Fausta y entró al quite. «Ustedes no están solos, les vamos a ayudar», respondió Norman abrazando a Lorenzo. «Lo que está sucediendo —se sulfuró el mexicano— es que muchos de los que salen a hacer su maestría o doctorado fuera escogen tu país porque les ofrecen sueldos nunca vistos y una mejor calidad de vida, pero yo me voy a encargar de que regresen, así es que ayúdame pero exactamente como yo te lo ordene».

Norman regresó a Harvard y Lorenzo se sintió extrañamente vacío. Recordaba cómo en el aeropuerto, casi para despedirse, frente a la última cerveza, Fausta les cantó, ladeando la cabeza y con una gracia ante la cual era difícil no sucumbir:

South of the Border

down Mexico way,

that’s where I fell in love

when stars above

come out to play.

And now as I wander,

my thoughts ever stray,

South of the Border

down Mexico way.

¿Dónde había aprendido inglés? ¿Cuándo? De veras, Fausta tenía reacciones termonucleares que le llegaban al fondo del alma, sus ondas de radio y su luz infrarroja penetraban más lejos de lo que él habría esperado jamás. No le importaría girar dentro de su órbita, volverse uno de los discos de gas de Orión para cuidarla. Así como muy joven le había impactado la definición de Heráclito sobre el universo: «Este universo, el mismo para todos, es una unidad en sí misma. No fue creado por ningún dios ni por ningún hombre, ha sido, es y será un fuego eterno que se enciende y apaga conforme a leyes», Fausta obedecía a leyes que lo intrigaban por inaccesibles.