Lo que más lo desconcertaba es que Fausta lo proyectara a mundos desconocidos sobre los que no ejercía el menor control, como el de la computación. Cada vez que se aventuraba con Fausta fuera del perímetro en el que sus órdenes de director del Observatorio se cumplían al pie de la letra, Lorenzo giraba en el espacio sin saber qué hacer, como en aquella ocasión en que de pronto, en medio de la nada, un muchacho con el pelo demasiado largo vino hacia la mesa a sacarla a bailar y ella, sin una sola mirada, se levantó y lo siguió hasta el centro de la sala.
«Yo no soy un rebelde sin causa / ni tampoco un desenfrenado», el grito estridente del rocanrolero salía de la sinfonola y Lorenzo, estupefacto, la veía bailar de la mano de ese perfecto desconocido que la hacía girar levantándole el brazo en alto y enseñar su hermosa axila. Interrumpirlos, golpear al pelado, sacar a jalones a Fausta, patear la sinfonola, todas esas ideas cruzaron su mente en unos cuantos segundos. Sólo acertó a llevarse la Negra Modelo a la boca y mirar a la pareja.
Esa tarde se le había ocurrido invitar a Fausta a tomar café en el único restaurante cercano a Tonantzintla y ella aceptó contenta. Para su sorpresa pidió una cerveza. Diez minutos más tarde, cuando Lorenzo entraba en confianza, la joven bailaba con el greñudo del rock.
El hipiteca metía una y otra moneda en la sinfonola y Lorenzo pensó en dejarla plantada. ¿Se apenaría por su ausencia? No. ¿Sentiría miedo? No. Él era el de los temores. ¿Le preguntaría mañana por qué se había ido? No. Solo, frente a su cerveza, un sentimiento espantoso de abandono lo invadió. Soy un hombre incompleto, se dijo y pidió otra cerveza. A cada paso de baile, Fausta pisoteaba su orgullo y lo sumía en una realidad oscura: estoy obsesionado por ella. Lejos de darle satisfacción, esa certeza lo abrumó. Fausta, allá al centro, movía las caderas, echaba la cabeza atrás, largas piernas separadas, pechos balanceándose bajo la blusa azul, brazos tiernos enlazando al hombre, riéndole a la cara, cómplice. Era con el rockero sudoroso con quien hacía pareja, no con él. Lorenzo pidió su tercera Negra Modelo. Si se interpusiera entre ella y él, ¿podría reemplazarlo? No se veía a sí mismo, el señor director, zangoloteándose a medio salón, sería algo así como la disolución del cielo. Sintió urgencia de ir al baño y al regreso pensó en largarse, pero la inutilidad de su gesto lo retuvo, en el fondo no quería irse. En la mesa, frente a la enésima cerveza, llegó a la conclusión de que a lo largo de su vida se había ocupado más de su espíritu que de su cuerpo, y que de no seguir así, se desmoronaría. «La justificación de mi existencia es trabajar como lo hago», se dijo. La razón de su vida era la ciencia. Ser astrónomo bastaba para colmarlo. No podía darse el lujo de sentirse insatisfecho y, sin embargo, Fausta se lo hacía sentir, «pinche vieja de mierda que no había hecho nada en su vida».
En una de ésas vio que Fausta le sonreía seductora desde la pista. Por esa sonrisa era bueno no haberse ido. El deseo subió como una ola dentro de él, anegándolo. Sin embargo, alcanzó a pensar que lo único que podía salvarlo era sublimarlo, volverse espíritu puro. El rigor de la observación le había dado también un conocimiento de los secretos resortes del alma de los demás. ¿Qué haría cuando Fausta regresara a la mesa, si es que regresaba? «No voy a cometer el error de parecer trágico». Una súbita oleada de deseo volvió a invadirlo y en ese mismo momento Lorenzo la sustituyó por una certeza, la de que Fausta nunca lo amaría, o lo amaría entre otros; peor tantito, entre otras, y esto le resultaba intolerable. La visión de su impulso destinado al fracaso lo encolerizó contra esa hembra inconsciente que se había acercado tanto. Expulsarla de su universo no sería difícil, al cabo sobraban las mujeres de paso y ésta también lo era, y peor aún, ni siquiera sabía adónde iba.
Cuando el rockero le dijo con una mueca: «Gracias por prestarme a su hija», todavía le respondió: «Se parece a mí, ¿verdad?», a lo que Fausta le puso la mano sobre el brazo. «¿Nos vamos?», preguntó él, y ella en respuesta le tomó la mano y sin soltársela salieron del restaurante. En el coche, en vez de hacerlo junto a la ventanilla, como era su costumbre, se sentó junto a él y el astrónomo se alteró. ¿Por qué le hacía esto? Estaba loca o era una cabrona. Se había hecho a la idea de que, para él, el amor era imposible y esa cuzca venía a repegársele, confundiéndolo con el pachuco con el que bailaba cinco minutos antes. ¡Pinches viejas, de veras, pinches viejas! ¿Por qué no la llevaba ahora mismo al primer motel, se la echaba, la corría al día siguiente y acababa de una vez por todas con esa friega?
Frente al parabrisas, la Iztaccíhuatl se le apareció bajo una leve neblina y la vio como si fuera la primera vez. Todos los demonios de su corazón, todas las vergüenzas de su espíritu cedieron ante esa imagen y con voz tranquila le advirtió a su acompañante: «No puedo cambiar las velocidades», y ella se recorrió de un salto.
La cimas perfectas del Popocatépetl y la Iztaccíhuatl recortándose sobre el azul negro profundo de la noche, lo hicieron recobrar su significación antigua, su lugar en el paisaje. Él era la pieza que faltaba dentro del rompecabezas, un poco de azul aquí, un poco de negro allá, y ya está, se completaba; en cambio la muchacha no tenía cabida, por su misma naturaleza nadie sabría dónde ponerla y eso era lo que ella buscaba: la diferencia. ¿No le había dicho que ella era una Luna que sale de día?
Detuvo el coche frente a la casa donde se alojaba y Fausta, insinuante, le preguntó haciéndole una reverencia:
—Señor director, ¿quiere pasar?
—No, voy a subir a observar.
—¿Puedo acompañarlo?
—Mañana, m’hija, mañana.
Al descender del automóvil se sintió mortalmente cansado. Sacó del botiquín un frasco de somníferos, tomó uno más que los prescritos y cayó en la cama, que le pareció triste y profunda.
Fausta lo obligaba a regresar a su adolescencia. Inevitable también repensar en las mujeres, sobre quienes ni siquiera hacía juicios. Eran eso, mujeres, una sucesión de bolsas que fabricaban niños no deseados. Había que protegerlas, pobrecitas, tan previsibles. Adivinarlas como él lo hacía era quitarles todo misterio. Bolsas. Cargadas, se llenaban de leche y se vaciaban en sangre y en humores. Blandas. Hincadas en medio de las sábanas esperaban la salvación. Mientras que a él lo curtía el sol ennegreciendo su cuerpo, ellas se hinchaban para luego postrarse a los pies del hombre como un globo pinchado. Cogérselas, una eyaculación rápida y vámonos, no entramparse como Chava Zúñiga en las mieles de Rosita Berain. A ese asunto de las mujeres había que aplicarle la misma fórmula que a la muerte: lo que sea que suene, salir rápido de entre sus piernas, lavarlas fuera de uno, pobres criaturas, todavía no llegaba su tiempo sobre la Tierra.
Fausta rompía sus parámetros, el vencedor ya no era él sino esta vieja malcriada que lo revolcaba y le daba la certeza de algo que él quería esconder: la de ser un hombre débil. Fausta lo devolvía a memorias sepultadas en lo más hondo y Lorenzo repasaba sus relaciones con las «pinches viejas», la primera, la del cine Eureka del padre Chávez Peón cuando los domingos, en el momento en que se apagaba la luz, los muchachos corrían en una estampida que hacía retumbar el piso a sentarse al lado de las niñas. El padre Chávez Peón acostumbraba tapar el lente del proyector con su sombrero cuando los besos se prolongaban en la pantalla, y fila tras fila de butacas, gritaban los muchachillos: «Beso, beso, beso». Entonces Chávez Peón con su traje negro, su olor a rancio y su sombrero Tardan metido hasta las orejas, subía al escenario a hablar de la decencia. Cuando bajaba del presidio, la película se reanudaba hasta el próximo beso y cintas de episodios de treinta minutos duraban de las cuatro a las seis y media de la tarde.
A Lorenzo le dio por correr a sentarse al lado de una niña mayor que él, Socorro Guerra Lira. Su pelo negro que espejeaba, su olor a limón lo atraían y ella muy pronto le correspondió al dejar que le tomara la mano. Ya no veía más película que la de sus sensaciones, que se hacían más apremiantes a medida que ella se ablandaba. El deseo de besarla se hizo doloroso, Socorro fingía no darse cuenta, pero cuando Lorenzo la jaló hacia él, ella fue quien lo besó primero. A partir de esa función inolvidable, domingo tras domingo, Lorenzo se formó frente a la taquilla del Eureka y corrió al lugar que le guardaba Socorro para besarla a su antojo. No se reconocía y lo que sentía lo asustaba. ¿Hasta dónde podía llegar? Por lo visto él era el de los límites, porque Socorro le ponía la mano sobre la bragueta, lanzándolo a abismos inimaginables. Por primera vez en su vida sabía lo que era una eyaculación y tres horas más tarde regresaba a la casa de Lucerna, confuso y avergonzado.
Abdul Haddad lo desafió:
—¿Qué haces con mi novia?
Aunque Abdul era más alto, Lorenzo se le abalanzó y le dio un puñetazo. De mucho le habían servido las clases en el gimnasio de los Beristáin. Le salió una fuerza sobrehumana y su golpe fue definitivo. El alto echó a correr y al ver que Lorenzo se le venía encima de nuevo, sacó una pistolita y le disparó a la altura del vientre. Un gran silencio cayó sobre la pelea, los gritos de «dale, Lencho», «mátalo, Abdul», cesaron por encanto. Lorenzo todavía tuvo tiempo para pensar que ojalá estuviera allí Diego. Debió perder el conocimiento, porque lo recuperó en una blanca cama de hospital, un horrible dolor de cabeza y una basca que pretendía arquearlo. «Es la anestesia», le dijo Leticia, los ojos llorosos. En torno a la cama, ella y la tía Tana hacían guardia.
—Jovencito, ya no te vamos a dejar jugar a d’Artagnan.
La convalecencia transcurrió en la casa de Lucerna. Tía Tana, Tila y Leticia se turnaban al pie de su cama. «Gracias a Dios el balazo no tocó los intestinos y la herida entró en sedal; rozó el sacro iliaco, la operación fue sencilla».
A Socorro Guerra Lira jamás volvió a verla, aunque una enfermera le contó que una voz femenina había preguntado por él entre sollozos, pero colgó cuando pidió su nombre. Lorenzo enrojeció al oír lo del llanto.
—Eres un torito, muchacho —comentó el cirujano con simpatía—, tienes una fuerte pared muscular. Unos cuantos días de descanso y quedarás mejor que antes.
A Lorenzo le sorprendió que el recuerdo de Socorro y del árabe resurgiera vivo y palpitante de su memoria. También una tarde, tía Tana, sentada al borde de su cama, le desabotonó la camisa del pijama:
—Hace demasiado calor, Lencho, destápate.
Al contacto de esa mano, Lorenzo sintió el mismo retortijón del Eureka. Doña Cayetana debió percibirlo, porque no volvió a acariciarlo. Por la ventana de la buhardilla entraba todo el calor de México.
—Vas a levantarte muy pronto, no te muevas para que no te duela.
—¿Pasividad frente al sufrimiento, tía? ¡Eso nunca!
Al contrario, lo invadía el más estimulante de los impulsos.
—Tía, yo moldeo mi vida, yo me mando.
—Siempre las grandes palabras —rió Leticia.
Preso del deseo, Lorenzo no se reconocía. Se suponía que estaba metido en el lecho del dolor y las erecciones lo atormentaban. Tila cambiaba las sábanas cubiertas de grandes flores blancas sin decir palabra y Lorenzo sabía que la vergüenza los obligaba a ambos a guardar silencio. Lo que le sucedía era absolutamente real y todos, incluso él, fingían no darse cuenta. «En esta casa no hay cuerpos, nadie se debate contra la tiranía del sexo», pensó Lorenzo. La frustración tampoco tenía cuerpo. Sólo una vez Leticia —la única que según él se mantenía al margen de tantos dobleces, incorpórea por su edad— le contó:
—La tía Tana le dijo a Tila que hay que rezar mucho por ti. ¿Ves cómo sí te quiere?
—¿Y qué más dicen allá abajo?
—Dicen que eso te pasó por andar de coscolino, el padre Chávez Peón vino a acusarte.
En el horno inclemente de su buhardilla, Lorenzo era todo carne. Antes había sido puro espíritu. Ahora tenía que domesticar ese cuerpo ingobernable, esconder sus impulsos bajo las sábanas, que nadie los viera aunque seguro sospechaban.
—Dice tu padre que te verá cuando puedas bajar al comedor y que recuerdes que el sufrimiento purifica —le comunicó solemne tía Tana.
—Y si el sufrimiento es tan gran maestro, ¿por qué no sufre él y sube a verme?
—Habrase visto, muchacho impertinente, ¿tu padre en una buhardilla?
—Oye, Leti, ¿podrías hacerme un enorme favor y hablarle a Diego para que me traiga El origen de las especies?
Cuando subió Diego hablaron no sólo de Darwin, del infeliz de Abdul Haddad y de Socorro, sino del balazo. «Enséñame tu herida». Lorenzo presumió una cicatriz inmensa. «¡Qué suerte tienes, hermano, qué bárbaro! ¿Te duele?» «Sólo me pica, siento ganas de rascarme pero se abrirían los puntos». «¿Cuántos puntos?» «Trece y con hilo negro». Acelerado, Lorenzo le preguntó a su amigo si de veras la naturaleza humana era fuente de libertad. «No soy biólogo, Lencho, no sé». «Debes saber, Diego». «Te digo que no sé». «Bueno, pregúntale al doctor Beristáin de mi parte». «Sí, claro, ¿te dije que te mandaba un abrazo?» «Gracias, pero pregúntale lo de la naturaleza». «Hermano, veo que tu condición volcánica no ha cambiado, seguro ya te van a dar de alta, mira, papá te manda el Facundo de Sarmiento». «¿No podrías traerme Los miserables de Víctor Hugo?» «No me parece apta para convalecientes, pero allá tú».
Sólo una vez Lorenzo regresó al Eureka. A Socorrito nadie la había visto desde el balazo y Chávez Peón le reprochó: «Le hiciste fama de mancornadora, quién sabe si se case».
¡Maldita sea! Si Lorenzo bajara ahora mismo a la sala a decirle a los De Tena que a raíz del balazo se le había revelado que otra vida, infinitamente mejor, los esperaba afuera, seguro le responderían que el oprimido era él, el estúpido era él. ¿Cómo no iban a tener la mejor de las vidas si los De Tena se contaban entre lo más granado de la sociedad? La tatarabuela Asunción había sido dama de la emperatriz Carlota. Los De Tena, como los Escandón, los Rincón Gallardo, los Romero de Terreros, los Martínez del Río, cumplían cabalmente con el lema en su escudo y eran muy pocas las familias en México con su abolengo y el honor de un nombre sin tacha. Venían de España, hablaban del rey como su propiedad y de Maximiliano y Carlota como sus íntimos ¡No, ninguna posibilidad de que su discurso tuviera el menor eco! Al contrario, los efectos se harían sentir en Juan y en Leticia, ¡maldita sea!
Sus recuerdos eran una tregua porque la intensidad con la que pensaba en Fausta volvía fantasmagórica su propia existencia; Harvard, Tonantzintla, se deshacían en torno suyo.
—Tengo que trabajar. Es la única forma de salir de Fausta. El amor me hace perder tiempo.
«¿Ya es miércoles? ¡Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo!». Fausta respondió al escucharlo:
—Todos los días, en ocasiones hasta dos veces, se lamenta usted por la pérdida del tiempo. Si nadie sabe realmente lo que es el tiempo, ¿de qué se preocupa? Haga de cuenta que es un aire muy delgadito que va pasando y no hay manera de asirlo, y deje de torturarse.
Con mucho cuidado, a lo largo de días solitarios, Lorenzo hizo a Fausta partícipe de su obsesión por el tiempo. Cuando le habló de La vida es sueño, lo sorprendió que le respondiera que el Siglo de Oro descansaba en Góngora, Velázquez y Calderón de la Barca, nacido treinta y ocho años después de Lope.
—¿Y por qué conoce usted a Calderón de la Barca, Fausta?
—Por el teatro. Me gustó mucho el nombre del criado: Clotaldo, el único que trata a Segismundo. Es un nombre feo y atractivo a la vez. Fíjese, doctor, de niña dibujaba yo, pero como no me gustaban mis engendros les ponía nombres feos, recuerdo uno: Jedaure. Pensaba que el día que me salieran bien los llamaría Rodrigo, Tomás, Andrés, Nicolás, Lucas, Cristóbal, Inés, pero nunca llegué a dibujarlos con destreza, por lo tanto no pasé de Jedaure.
—Ésa es la búsqueda de la perfección.
Fausta le repitió cómo Basilio, el rey de Polonia, encerró a Segismundo en una torre porque su mujer murió a la hora de darlo a luz y los profetas aseguraron que le robaría su poder.
—Mire, doctor, a Segismundo nadie lo conoce salvo Clotaldo. Cuando llega a su mayoría de edad, después de consultar a los hados, el rey le ordena al criado liberar al hijo y llevarlo a la Corte para probarlo. Clotaldo le da un bebedizo y Segismundo amanece en el palacio. Al despertar, agrede a Rosaura porque nunca ha visto a una mujer, injuria a la Corte y tira a uno de los cortesanos por el balcón. Segismundo es una bestia, imposible que sea rey y su padre lo devuelve a la prisión, haciéndole creer que todo ha sido un sueño. «Yo sueño que estoy aquí / destas prisiones cargado, / y soñé que en otro estado / más lisonjero me vi. / ¿Qué es la vida? Un frenesí / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño, / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son». Sin embargo el príncipe Segismundo se ha enamorado y finalmente lo único que recuerda es el amor por su prima Estrella. ¿No le parece chida esta historia, doctor?
—¿Qué?
Tanto a Lorenzo como a Fausta les dio por ponderar el monólogo de Segismundo y preguntarse por qué tenían menos libertad que el ave y el oso. Recitaban al unísono «y teniendo yo más alma, ¿tengo menos libertad?», «¿y yo con mejor instinto, tengo menos libertad?».
Regresar al pasado era una señal muy clara de envejecimiento y Lorenzo sintió miedo. «Estoy de acuerdo en que mi cuerpo envejezca pero no mi cerebro. Ése no debe abandonarme. Nadie puede ganarme».