La primera vez que Fausta pronunció la palabra bioenergía, Lorenzo se carcajeó en forma hiriente pero ella no se dio por aludida, ni siquiera volvió la cabeza hacia donde se encontraba. Fausta era convincente, hasta él tenía que admitirlo. Su entusiasmo iba directo al corazón, tocaba no sé qué fibras en sus oyentes. «¿La has oído cantar sus salmos devocionales? ¡Es una encantadora de serpientes!», le informó Luis Rivera Terrazas. Ahora resultaba que había bebido agua del Ganges. ¿Cuándo? Todos los días. ¿Todos los días? Sí, con millones de peregrinos que lavan sus costras mugrientas, sus muñones y sus taparrabos en busca de purificación. En Benarés ayudó a quemar cadáveres con leña a orillas del Ganges, y con una escoba recogió las cenizas y las echó al río sagrado que viene de los Himalayas y desemboca en el océano Índico. Todavía hoy, se levantaba de su estera a las cuatro de la mañana y practicaba Hatha Yoga. ¡Dios! ¿Así es que cuando Lorenzo cerraba el telescopio y anhelaba el calor del lecho, esta insensata, después de meditar, se bañaba en agua helada?
Fausta entraba a la biblioteca bajo la mirada inquisitiva de Lorenzo. «¿Qué está leyendo?». La muchacha le enseñaba la tapa de La Montaña Mágica, y advertía: «Me cansan las largas disquisiciones de Settembrini y a ratos me las salto». Asistía a las conferencias, se sentaba a la mesa en el bungalow del director y alababa las tortillas de maíz azul y negro palmeadas por las buenas manos de Toñita.
—¿Sabe usted lo que dice Lao Tse, doctor? «Ser grande significa extenderse en el espacio, extenderse en el espacio significa llegar lejos, llegar lejos significa volver al punto de partida».
—No sé quién es Lao Tse —refunfuñaba Lorenzo.
—¡Ay doctor, aliviánese!
Fausta lo volvía irascible. Una tarde la encontró abrazada al tronco de un árbol y cuando le preguntó por qué lo hacía, le respondió con otra pregunta. ¿No le parecía a él asombroso que el origen de un árbol cuyo tronco ella no podía abarcar fuera una minúscula semilla? Cuando Lorenzo alegó: «¡Qué lugar común!», Fausta repuso que el amor también podía contenerse en un punto.
—¿Y crecer hasta volverse un árbol frondoso? —ironizó Lorenzo.
—O ahogarse como un alpiste en la boca del primer pájaro —concluyó Fausta y se dio la media vuelta.
Qué chica impertinente, con qué derecho lo dejaba solo a medio camino. Hasta ahora, él era el de la última palabra. Nadie se despedía antes que él. Niña pelada. ¿No se daba cuenta que se exponía a que la sacara a patadas del Observatorio? ¿A patadas? Bueno, no —sonrió para sus adentros—, tampoco es cosa de pegarle, pero ganas no le faltaban. ¿Por qué se atrevía esa desconocida a entrar en su intimidad y quitarle la calma?
Fausta le proponía a Lorenzo un mundo totalmente desconocido. ¿Cómo era posible que hubiera vivido tanto? ¿Qué las muchachas se movían ahora en el filo de la navaja? Su vida era mucho más azarosa que la de cualquier mujer de su época, incluyendo a sus hermanas Emilia y Leticia, o las de Diego Beristáin, casadas, madres de familia, amas de casa. Fausta, en cambio, había ido a comer peyote a San Luis Potosí, conocía a María Sabina, la chamana, y le contó de sus meses en Huautla de Jiménez, viviendo en una choza al borde del abismo, no sólo el de la naturaleza tasajeada en zigzag, sino el suyo propio, el de su salud mental. Había memorizado los encantamientos, las letanías, las palabras de la repartidora de hongos alucinantes y un día le repitió: «Soy la mujer Jesucristo, soy la mujer Jesucristo, soy la mujer Jesucristo», hasta que Lorenzo la interrumpió, enojado. Alguna vez sentenció: «Usted no es normal, Fausta», y la muchacha rió: «¿Normal como los que hacen tres comidas al día? No. ¿Normal como los que eructan de satisfacción? No. ¿Normal como las parejas que no tienen nada que decirse? No. Tengo un poquito más de imaginación y usted también la tendría, doctor, si se dejara ir. Si lo quisiera, podría ser una rosa».
«Una rosa, ¿yo?», pensó Lorenzo encaminándose esa noche hacia el cuarenta pulgadas.
—La lucidez de esta muchacha es tremenda —comentó Luis Rivera Terrazas—, no sólo para la astronomía, para todo… Habrías de oír lo que dice de ti, se las sabe de todas, todas.
—¿Ah, sí? —respondió Lorenzo enojado—, pues tendrá que oír lo que yo pienso de ella y mis razones para correrla.
Mientras todos se protegían, a Fausta no le preocupaba infringir reglas de convivencia. «Doctor, usted está mintiendo», se atrevió a interrumpirlo. Ni siquiera dijo: «Perdóneme, doctor, pero creo que está equivocado». No. Sin más, Fausta lo confrontó ante el estupor de Rivera Terrazas. Esa cucaracha se atrevía a desafiarlo. «Es su naturaleza, es así, no la puedes cambiar, tómala o déjala», la defendió Luis. ¿Tomarla? ¿Él, tomar a Fausta, esa loca, irresponsable, inteligente sí, pero para qué le servía su inteligencia? A Lorenzo lo que tenía que ver con el esoterismo le repugnaba, la meditación trascendental, los gurús, los iluminados, los beatos de la India, los que lo abandonan todo para seguir al maestro le parecían retrasados mentales, cuando más unos pobres ilusos fáciles de engañar. Para él, la única India posible era la del científico Chandrasekhar, lo demás era ignorancia, miseria, evasión, basura, el delirio de una multitud hambrienta.
Entre sus facultades, Fausta adivinaba a los demás. No sólo los descubría sino que los desnudaba, de suerte que en cualquier reunión a Lorenzo le dio por seguirla para ser testigo del momento en que lanzara su juicio certero.
A Lorenzo, Fausta le producía vértigo. A lo largo de su vida había tenido poco tiempo para pensar en los demás, en el ruido que hacen, la risa que provocan, su movimiento al andar. Los veía de lejos. Eran una masa indeterminada en el espacio. A Norman Lewis ni siquiera le había preguntado por su vida personal y Norman tampoco lo interrogó al respecto. Tenían demasiado de qué hablar. De Leticia, de Juan, de Santiago no quería saber y si algo sucedía, ellos lo buscarían para sacarlo de sus casillas. Sus cuates giraban ya en una órbita aparte. Cortado de la ciudad de México, su vida se volvía infinita frente a los dos volcanes ofrecidos a su vista cada mañana y solía pensar en su existencia como en un desierto, sí, un desierto, pero de estrellas, hasta que Fausta irrumpió en ella con su mirada intensa.
¿A trastornarlo? Claro que hay que trastornarlo todo, doctor, cuestionarlo todo y no sentarse a contemplar el paisaje.
Con el alma en un hilo, mucho más alerta que antes, Lorenzo la acechaba. Voy a hacerla caer en una trampa. Toda la vida supo ponerles trampas a los demás, los vigilaba inclemente esperando el momento exacto en que caerían, «desconfía y acertarás», pero Fausta pasaba a un lado y seguía desafiándolo. «La Luna, doctor Tena, es un organismo viviente, no una roca inerte rodeada de gases. Selene es nuestra amiga, debe saludarla siete veces cada vez que se aparece en su plenitud y pedirle un deseo porque se lo cumplirá». «Sólo me faltaba que usted viniera a darme clases de astronomía, además la Luna es la Luna y la Tierra no es Gaia». «No, doctor, soy incapaz de semejante desacato, hablo de su relación con la Luna, creo que se equivoca rotundamente. La verdad, no sabe usted tratarla».
—¿Ah no? ¿Y a las mujeres?
—Tampoco, doctor, tampoco, póngase las pilas, se lo digo en buena onda.
¿Había leído a Dostoievsky? ¿Qué pensaba de Crimen y castigo? Cuando Fausta le respondió que abandonó la lectura después de El príncipe idiota y Los hermanos Karamazov porque le pareció malsano, Lorenzo tuvo un rictus de ironía. «¿Malsano? Según lo que he oído decir, usted no le tiene miedo a mal alguno». Lorenzo asestaba el golpe y la reacción de Fausta le producía un desasosiego mayor al que quería provocar.
Así como había una indeterminación en todos los acontecimientos del universo atómico que los exámenes más refinados, las medidas y las observaciones más exactas no podían despejar, Lorenzo no encontraba ecuación como la de A=b/mv para Fausta.
Indeterminación, eso era. A Fausta no podía fijarla ni encajonarla. Sus rayos gamma de alta frecuencia resultaban inútiles. Si por lo menos dejara de intrigarlo, descansaría, pero no era su ciencia la que fracasaba sino la naturaleza misma de Fausta. ¿Cuál era su medida? Incapaz de determinar su posición y su velocidad o decir a qué ritmo se movía, algo inexplicable fallaba en ella que él descubriría, una mancha que él le restregaría en la cara.
Al ver a Fausta en el camino al pueblo, Lorenzo detuvo su automóvil.
—Fausta, ¿iría usted conmigo a Veracruz?
—Ni loca.
—Bueno, entonces nos vemos la semana que entra.
Cuando estaba por dar la vuelta a la pequeña calle Cannon, vio que la muchacha corría tras de él.
—Sí, voy con usted.
Sin más subió al asiento delantero.
—¿Por qué cambió de opinión?
—Por una razón cósmica que no alcanzaría a comprender.
—¿Y se va usted a ir así, sin nada?
—Todo lo que soy lo llevo conmigo.
—¿Ni un cepillo de dientes?
—Mientras haya tortillas no necesito cepillo.
Ninguno de los dos volvió a hablar. Cuando cambió el paisaje y los platanares les llenaron los ojos de verde, Lorenzo dijo:
—Si quiere la devuelvo a donde la encontré.
—No, doctor, quiero seguir, pero no creo que al paso que vamos lleguemos en la noche a Veracruz.
—Podemos quedarnos en Fortín. ¿Le gustan las gardenias?
Fausta guardó silencio. ¿Por qué diablos se había subido al coche del director? ¿Por qué obedecía a impulsos que la fregaban? Ahora mismo estaría tranquila en su casa y no acompañando a un hombre incomprensible. ¡Mil veces Rivera Terrazas y su trato fácil y no esta mula que la escrutaba con la mirada! Sin embargo, sabía que su relación con Lorenzo de Tena era más importante que la de Terrazas. Hombre o mujer, ave o quimera, animal o cosa, planeta o cometa, nadie la intrigaba en esa forma, ni siquiera su padre, el amor de su vida.
Fausta sabía que podía abandonar todo en un instante sin medir las consecuencias como lo había hecho antes, pero ahora no se sentía tan contenta de sí misma.
—¿Quiere que nos detengamos a cenar?
Fausta tuvo ganas de responderle: «Por qué no se detiene usted a chingar a su madre», pero no lo hizo. «Qué cobarde soy», pensó.
Ni en Fortín, ni en Veracruz, ni en Jalapa, ni en Orizaba, ni en el restaurante junto al río, dejaron de verse como bichos raros. En el hotel Lorenzo pidió dos habitaciones y ceremoniosamente preguntó: «¿A qué hora quiere que cenemos? ¿A qué hora desea desayunar?». Se veía descontento. A Fausta le dio por irse a caminar mientras él permanecía sentado en el jardín, la mirada fija en el horizonte, y se presentó con media hora de retraso a comer. Él la miró furioso: «¿Por qué me hace eso?».
Al regreso, antes de entrar por la puerta del Observatorio, Fausta preguntó enojada.
—¿Para qué me invitó?
—¿Para qué aceptó?
Al bajarse, Fausta azotó la puerta del automóvil.
Lorenzo permaneció en la ciudad de México casi diez días y cuando regresó, Fausta inquirió:
—¿Cómo se encuentra desde nuestra fallida luna de miel?
Deliberadamente Lorenzo había dejado de venir a Tonantzintla por culpa de esta pinche vieja que lo hacía sufrir y ahora lo recibía, mañosa.
—Vamos a remediarlo, Fausta.
—¿Cómo?
—Tengo una solución cósmica. La colisión de dos planetas, la inmersión en el caos, el círculo de la verdadera sombra cónica.
Fausta pasó sus dedos sobre los labios de Lorenzo y le dijo:
—Estamos a diez milésimos de milímetro del fenómeno ondulatorio y no sé si lo que me espera es una luz blanquecina y difusa. Dele tiempo a mi materia.
Lorenzo tomó la mano sobre sus labios y la besó.
—Será como usted diga, Fausta.
Lorenzo siguió agobiándose de tareas cada vez más apremiantes. «¿Cuánto tiempo me queda?», preguntaba, y en la noche dormía con el lastre de todo lo que no había hecho. En Tonantzintla, de pronto, le decía a Fausta, sobre un café:
—¿No me ha visto en las noches cabalgando a horcajadas sobre un tonel en el espacio?
Cuando en sus paseos contemplaban el Popocatépetl, él la tomaba del brazo y le decía: «Mi enamoramiento, Fausta, es volcánico». Ella le apretaba la mano. «Usted vino a inducirme a la tentación». En otra caminata le informaba: «El doctor Fausto soy yo, Fausta, que vivo encerrado en mi laboratorio y sólo oigo el tañido de las campanas de este valle inamovible».
—Pero la que se llama Fausta soy yo, doctor.
—Ése es el misterio. ¿Por qué usted y no yo? Soy yo el que me harto de los hombres, soy yo quien anhela conocer lo sobrenatural. Usted está muy contenta dentro de su piel, yo soy un hombre abrumado por las dudas.
—Descanse, doctor, trabaja demasiado.
—Siempre he deseado salirme de mí mismo pero estoy encarcelado.
Sin embargo, al principio la ciencia le había dado una sensación de libertad, porque su trabajo dependía de él, finalmente era creativo y al que confrontaba era a sí mismo, no tenía que rendirle cuentas a nadie. El que lo llamaran «sabio loco» lo protegía y le creaba un espacio único. Podía entender a los demás, al político, al dentista, al administrador, pero ninguno de ellos comprendía lo que él hacía y eso lo aislaba en un mundo propio. El conocimiento científico no era mezquino y tenía la certeza de estar haciendo algo en beneficio de los demás, y como quiera era una sensación agradable, parecida a la de subirse en una nave sobre un mar enorme en que nada es previsible ni rutinario y los días no se parecen el uno al otro. Lo más gratificante era su relación con sus colegas a través del mundo que giraba en torno a un tema: la investigación los unía y por ella se comunicaban, pero al pasar de los años, Lorenzo había perdido mucha de su fantástica energía. «La ciencia es muy demandante, las cosas cambian muy rápido y se te puede ir un adelanto en tu campo científico porque quedas fuera de la jugada», le dijo alguna vez Graef, y había una angustia en su voz que entonces Lorenzo no comprendió y ahora vivía en carne propia.