25.

Cuando Fausta invitó a su madre al estreno de la obra de teatro, no la previno y al final la vio salir lívida y sintió lástima.

—Es que esto no puede ser —murmuró.

—Sí es, mamá —Fausta la tomó del brazo.

—No, no —sacudió su cabeza.

—No vayas a ponerte a llorar, si lo haces me muero.

—Como tu papá, como tu papá —masculló.

Súbitamente Fausta la vio vieja y encorvada, entonces le echó el brazo alrededor de los hombros cubiertos por un hermoso tapado de alpaca y acercó su cabeza a la de su madre.

—Es que no quieres ver las cosas como son, hace meses que son así.

—¿Meses?

—Quizá años, mamá.

—¿Vives con esa muchacha?

—Claro y me va muy bien.

Seguramente pensó que Fausta no sólo dormía, sino que se exhibía para vergüenza de la familia. Su hija besaba en el escenario a una mujer y se desvestía con ella; Fausta, su niña de trenzas negras, desnuda, sus senos pequeños al lado de los senos más grandes de la otra, su sexo, triángulo negro encima del triángulo más claro de la otra, la otra, la otra, la otra. Fausta tan callada, tan mustia, Fausta los ojos bajos pidiéndole un peso para sus chamois en la miscelánea.

—El mundo no es como tú crees, mamá, es de otro modo. Si quieres seguir viéndome tienes que asumir mi homosexualidad.

—Pero ¿qué no tienes conciencia? —gritó.

—Nunca lo he vivido como una culpa. Mi cuerpo es más sabio que yo, mi cuerpo me lleva a donde él quiere. Mis neuronas…

—Fausta, ¿qué va a decir la gente? —interrumpió su madre.

—No creo que alguien tenga que opinar sobre lo que yo siento. Es mi territorio, mi cuerpo es mi libertad, mi universidad autónoma y además me fascina…

Y de pronto le dijo algo que nunca pensó que podría decirle:

—No vayas a hacer conmigo lo que hiciste con mi padre.

Alfre, que las había acompañado, fingía absoluta indiferencia o a lo mejor ya estaba por encima del mal suscitado hacía años.

—Ve por el coche —le ordenó—, quiero irme a la casa.

A Fausta empezaron a atraerle las mujeres en la primaria. Aunque tuvo novio, nunca alcanzó con él momentos entrañables: en cambio la intimidad con Raquel la hacía entrar a otra dimensión, como si estuviera dándose a luz.

Niña sobrada, perra sobrada, yegua sobrada, desfogar su tremenda energía era asunto de vida o muerte. Flaca como un alambre, Fausta ganaba los concursos de atletismo de la escuela por su sola energía y su respuesta al reto, era la primera en correr riesgos. ¿Por qué los corría? Ahora es tu turno. Siempre estaba la muerte en la parte trasera de su cabeza porque temía a los adultos, temía constatar que no la querían. Vivía con el recuerdo de una infancia de miedos y decepciones. La había amado su familia, sí, pero no como ella quería, nadie le dio lo que ella quería, o si la amaron, no fue suficiente.

Sólo el juego la vaciaba hasta dejarla olvidada de sí misma. En ese momento podía verse como espectadora, y era un enorme descanso.

Cuando la abandonó su primera amante, la del beso en escena, sufrió el mayor choque de su vida. Hecha un guiñapo, somatizó su dolor y fue a dar al hospital, le quitaron las amígdalas y apareció su madre. Entonces ya no le dolió pensar en la soltería, al contrario, se refugió en ella. Hasta que otra muchacha le dijo: «Vente», y no sólo eso, dejó a un hombre por ella. Resarcida, Fausta se parapetó en los poemas de su nueva enamorada que, alta y espigada, le abrió la ventana al mar: «Mira». Al principio Fausta no podía ver nada, se lo impedían las lágrimas de autocompasión. Al año, Marta confesó que finalmente su preferencia eran los hombres. «Somos adultas, ya no se trata de analizar si eres buga o gay o bisexual, eres una persona que ama y punto. El amor te arrasa con quien sea, simplemente te enamoras y punto».

Cuando se separó de la amante que decía punto, como los viejos telegrafistas decían stop, Fausta se hundió en una agotadora rutina detrás del escenario, entre bambalinas, en los camerinos. Barría y recogía, lo que nadie quería hacer ella lo volvía parte de su tarea cotidiana, había que ponerse al servicio de los demás, guardar un perfil bajo, como dicen los gringos, no tirarle a lo grande. Todavía actuaba, pero rehuía la mirada de los otros, qué contradicción, sobre todo rechazaba cualquier posibilidad de éxito. «No, yo lo mío, quiero servir, no destacar». «Fausta, puedes llegar a hacer algo grande». «No se trata de mí sino de los demás. ¿Qué va a ser de ellos? Si ellos no triunfan, no quiero salir de la unidad del coro». El empresario alegaba: «Son mediocres, tú no lo eres, piensa en ti, te estoy escogiendo a ti». Airada, Fausta respondía: «No sin ellos». «Ah, pues entonces no hay trato, quédate con ellos. Si quieres ser la causa de tu desdicha, nadie lo va a impedir».

En un mundo ferozmente competitivo, Fausta se obligaba a pensar que los demás van primero, esos que la fastidiaban con sus convenciones casi tanto como las monjas. «Lo que tú haces tiene más que ver con la antropología social que con el teatro», le dijo un día Martín, el hermano mayor, el que físicamente se parecía a su padre. «Deberías dejar de matarte en esta lata de sardinas y viajar, conocer tu país, otra gente». «¿Cómo los dejo, Martín?» «Simplemente no regreses, te aseguro que van a sentirlo menos que tú». «¿Cómo lo sabes, hermano?» «Soy mayor que tú y conozco a la gente».

Con una mochila a la espalda, una bolsa de dormir, una lámpara Everlast, sus pantalones de mezclilla, su gorra de Chiconcuac y su morral, Fausta emprendió el camino de las vacaciones. Regresaría en septiembre, sin ojeras y seguramente menos flaca. En el autobús México-Puebla se le fueron abriendo las compuertas al paisaje de aire y tierra. El verde iba metiéndosele por los ojos, la nariz, los oídos. Ya para San Martín Texmelucan respiraba a pleno pulmón y le llegó un olor a manzanas en la estación donde se detuvo el autobús. Después de tres horas en Puebla, hermosa y grande, decidió buscar el pueblo de Salustia, la muchacha que trabajó durante años en su casa y se despidió diciéndole que siempre sería bienvenida en Tomatlán.

Como en los cuentos de hadas, Salustia misma le abrió la puerta. «Pero cómo va a dormir en el suelo, señorita, aunque sea le consigo un catre». Acoplarse a la vida de familia le resultó fácil. La vida entera giraba en torno al maíz, sembrarlo, cosecharlo, comerlo. Amanecer a las cuatro de la mañana era un aturdimiento. En lo oscuro, suspendida en el tiempo, Fausta se preguntaba ¿dónde estoy?, ¿quién soy? «Yo soy la creadora del mundo. Me adelanto al canto del gallo». En la noche, como no había televisión, después de encerrar los animales también la familia dormía. La repetición tranquila de los mismos actos le daba a Fausta un sentido de eternidad que nunca había tenido en la ciudad. A las cinco de la mañana, don Vicente sacaba su rebaño del corral; Pedro, el hijo de doce años se iba con las borregas al monte, acompañado por los ladridos del perro Duque. Con los animales la relación era de humano a humano, parecían adivinarse. «Amanecí como perro chiquito», decía Salustia temblando de frío. Tenían la misma mirada esperanzada. Los pájaros, sobre todo, fueron un descubrimiento. En la madrugada, los trinos del mundo recibían el nuevo día, unos graves, otros agudos, otros estridentes, cientos de miles de pájaros reunidos bajo ese pedazo de cielo cantando su particular felicidad. El piar era continuo, sin una fisura y se callaba mágicamente al salir el sol. ¿Ya no cantan? ¿Dónde se fueron? ¿Por qué callaron? ¿Tienen memoria? ¿Qué es lo que pasa en su cerebrito, en su cabeza de pájaros? Unos repetían exactamente la misma breve melodía, el canto de otros era lineal, un chiflido roto sólo para tomar aliento. ¿Tomarían aliento? Fausta se hacía cruces. Si se les enseñara otro canto, ¿lo aprenderían? Daban ganas de saber más de su pequeña y gallarda humanidad. Y de toda esa gente que nada pedía también daban ganas de saber más. «Es la calor la que los hace cantar», informaba Salustia. En la noche, de las ramas de los árboles subía ese enjambre de cantos agradecidos. Según Salustia, era su instinto. Según Fausta, viajaban en el tiempo, recordaban que habían cantado y por eso volvían a hacerlo con la puesta del Sol. «Son humanos —se felicitaba Fausta— y almacenan acontecimientos como el de su canto en un puntitito del tamaño de un alpiste». «¿Su cerebro es un puntito?», preguntaba Salustia. «Ha de ser del tamaño de sus ojos», concluía Fausta.

Los hombres salían al campo a sembrar, barbechar, aterrar la milpa, labrar con el arado según la época del año, mientras que Salustia y otras mujeres iban a lavar al río con su cubeta en la cabeza. Fausta las acompañó y vio cómo se ponían una penca de maguey bajo las rodillas y la doblaban hacia arriba para no mojarse. Después de tallar la ropa en la piedra, la asoleaban enjabonada. «Sólo así se despercude», le explicó Salustia. Una vez enjuagada la tendían exprimida en ramas de árbol, bardas de tecorral, puntas de maguey.

Salustia les decía a las sábanas:

—Séquense, ándiles, séquense.

Llamaba al Sol:

—¿Dónde andas? No seas flojo, vente a secar las sábanas.

¿Cómo había tolerado Salustia el contraste entre la vida del campo y la ciudad? La comparación le hacía a Fausta el efecto de una bofetada. ¿Qué relación entre la lavadora y la secadora de metal y las pencas de maguey bajo las rodillas? ¿Qué le había dado la familia Rosales a Salustia a cambio de los altos pinos?

Fausta se adaptó al grado de pensar: «¿Por qué no he vivido así siempre?».

A la una de la tarde, las mujeres llevaban el almuerzo al campo. Se atajaban del sol con su rebozo, el mismo con el que habían coqueteado al salir de misa, el mismo en el que cargaron al hijo. Era una hora bonita cuando hombres, mujeres y niños se sentaban en círculo a comer, incluso alguno se alejaba para recargarse sobre algún tronco a echarse una pestañita, la siesta del trabajador. A Fausta, verlos y pensar en ellos le producía un bienestar intangible como una abstracción, un teorema, una teoría.

Salustia, su madre y sus hermanas la trataban con deferencia: «¿No quiere usted un té, señorita? ¿De qué le hago su taco?». «No, Salustia, estoy muy bien, mejor que nunca». De aceptar habría sido la única. Ni los niños comían entre comidas. Trabajaban duro, al igual que los mayores, y su fascinación era acompañar al padre, que salía con su acocote y su cubeta a chupar el aguamiel, para luego vaciarlo a jicarazos en cubos de madera y ponerle su muñeca en espera de la fermentación. Los niños participaban en la hechura del pulque en sus diversas etapas. Esa muñeca los apasionaba porque era de caca. ¿Caca de la tuya o de la mía? De la que sea. De la señorita Fausta, si ella quiere. Más tarde, don Vicente curaría al pulque, con tuna, con apio, con guayaba.

A Fausta le dio por acompañar a los niños a entregar el pulque a La Marimba. «No se mojen». En el camino, los charcos ejercían un enorme atractivo, echarles una piedra y ver las ondas diminutas que se forman en el agua café o de plano dar el brinco y soportar la regañada. «Mira nomás cómo hiciste los zapatos, ahora no comes». Aprovechaban el viaje con el burro cargado de castañas llenas de agua para irse al monte a jugar tixcalahuis. Consistía en sentarse en una penca de maguey a la que le quitaban las espinas y venirse de resbaladilla sobre las agujas de los pinos, encinos, ocotes. Hasta escondían sus pencas para que otros niños no las agarraran. En la noche, después de darle agua a los animales, hacían la tarea a la luz de un candil con petróleo que dañaba a los ojos. Entonces, a Fausta le dio por contarles un cuento y surgió Alicia en el país de las maravillas. A los niños no les parecía asombroso que los animales hablaran, puesto que a diario interpelaban al burro, a la vaca, a los perros, hasta a los madroños que dan flor y a la pastura. Tampoco les resultó incomprensible hacerse grande o chico a voluntad con sólo ingerir un minúsculo pastel con pasas. Poco a poco, Modesta, Estela, Chabela, Lucía, Silvestre, Eulogio, Vicente y Felipe le fueron haciendo confidencias. Una compañera de clases de Chabela tenía un novio que llegaba montado en su caballo y se paraba frente al salón. Todas las envidiosas corrían a la ventana a verlo. Era el príncipe azul.

Cuando Fausta constató que sus ahorros habían menguado, habló con Salustia de la posibilidad de trabajar: «¡Uy, pues aquí está difícil. Sólo en la fábrica de Talavera de los Uriarte en Puebla, allá sí hay trabajo como para usted. Dicen que en Tonantzintla fundaron un observatorio de ésos donde se ven las estrellas y buscan secres…».

—¿Observatorio?

—Hasta le brillaron los ojos, señorita.

Fausta recogió sus bártulos, abrazó a todos, le regalaron manzanas, un rebozo, y prometió regresar. Salustia la acompañó hasta la carretera a tomar un autobús que la llevaría a Puebla y otro hasta Tonantzintla, con su iglesia al pie del Observatorio.

Ahora que lo recordaba, a Fausta no le había importado el mal humor del neurasténico que la miró con tanta antipatía detrás de sus anteojos porque supo que a la larga se lo echaría a la bolsa. Había traspuesto la puerta y estaba dentro del sancta sanctorum, a unos cuantos pasos del telescopio. «Odia a los hippies —le informó el subdirector Luis Rivera Terrazas, que le tendió la mano— y a lo mejor la confundió con una hippie totonaca. Muchos andan por aquí desde que se fundó la Universidad de las Américas y han contagiado a los campesinos, que ya se cuelgan collares y se dejan el pelo largo». Desde los primeros días, Fausta pudo hacerse una buena idea del personaje Lorenzo de Tena. Se enteró de que Rivera Terrazas estudiaba las manchas del Sol y a las cinco regresaba a Puebla como lo hacían las dos secretarias, Graciela y Guillermina González, el bibliotecario y los astrónomos Braulio Iriarte y Enrique Chavira. No le resultó difícil aprender el movimiento del Observatorio y cuando terminaba de ayudarle a Guarneros podía entrar a la biblioteca a leer. En la noche, Enrique Chavira le permitió acompañarlo a la Schmidt a observar. Lo hacía incluso sola, sábados y domingos, porque Chavira le enseñó todos los mecanismos. «Oye, esta muchacha es una hacha, aprende más rápido que yo. En la madrugada, cuando cierro la cúpula, me dice desolada: “¿Tan pronto?”. Hasta mi mujer me ha reclamado que por qué llego tarde. Antes me iba yo a las doce a más tardar, ahora son las dos de la mañana y no llego, todo por ella», le contó a Terrazas. «¡Qué rara es! ¿Quién será?». Aun sin conocerla, la aceptaban porque su buena voluntad saltaba a la vista. «Es leve como una plumita», comentó Toñita. «Le ofreció al sacristán cambiar las flores del altar, y don Crispín dice que no ha fallado un solo día».

La pasividad de Tonantzintla se prestaba a la introspección y Fausta tenía tiempo para pensar en lo que había sido su vida. La que vivía ahora la llenaba de gozo. Amaba el tañido de las campanas, la transparencia del aire, la gente del pueblo a quien saludaba religiosamente, los domingos de plaza, pero nada amaba tanto como acompañar a Chavira a la Schmidt.

El apoyo del subdirector Rivera Terrazas resultó definitivo. Habían tomado té juntos en varias ocasiones. Alguna vez Lorenzo la oyó reír a carcajadas con Terrazas en la cafetería. «¿Qué tanto estará diciéndole?», se preguntó con curiosidad. También de las hermanas González se había hecho amiga. Rivera Terrazas le contó casualmente: «Hace quince días la llevé a Puebla, necesitaba zapatos. Hubieras visto los suyos, un agujero en cada suela». «¿Tú se los escogiste?», preguntó Lorenzo con mala leche. «Casi —dijo Luis sonriente—, le urgían unas botas muy resistentes. Se le fue todo su sueldo, deberías aumentarle, esa chica es una lumbrera. ¿No sería bueno que tomara clases en la Universidad de Puebla, aunque allá la palabra marxismo no se conoce y por lo visto ella ha leído a Marx?».