Fausta miró atenta los autorretratos de Rembrandt. A los diecisiete años, orgulloso, fanfarrón, las cejas pobladas, el mentón firme sobre un blanco cuello de encaje, las mejillas de durazno con un vello dorado, signo de juventud. 1606, 1629, 1630, 1632, 1634, 1652, el ceño definitivamente fruncido, 1659, la cabeza protegida por un yelmo de reflejos dorados, los distintos sombreros emplumados, el turbante, los suntuosos gorros coronando su frente, los ojos cada vez más hundidos, maldita sea, la vida caía a pique, el esbozo de sonrisa de 1662 resultó apenas una tregua, el tiempo lo devastaba, seguía su camino, el pelo encenizándose, la barba se hacía escasa, hasta llegar al último retrato en 1669, cuando apenas tenía sesenta y tres años y ya era un anciano. ¡Qué afrenta la edad! A lo largo de las postales que Fausta repasaba una y otra vez, Rembrandt rodaba al abismo, la mirada cada vez más desencantada, sus rasgos desbaratándose hasta precipitarse en la muerte, tres años más tarde, a los sesenta y seis años.
¿Cómo se hace un autorretrato? ¿En qué espejo mirarse? ¿En medio de qué soledad, de qué silencio pasan los años? También el padre de Fausta había ido entristeciéndose, la derrota impresa en todos los poros de su piel, los ojos empequeñecidos por el derrumbe y, sin embargo, la mirada bajo los párpados caídos y el abultamiento de las ojeras la requería fijamente, exigiéndole una respuesta, pero ¿cuál? De niña, también le había reclamado: «¿Estarás a la altura? Vas a viajar sola y el trayecto es largo. ¿Resistirás?».
Fausta no conservaba en sus recuerdos un solo viaje. Las anginas inflamadas, la calentura le escamotearon cualquier aventura. En cierta forma, la aislaban. «Fausta no puede, tiene gripa», la negaba su padre, el doctor Francisco Rosales. Marginada, Fausta se replegó sobre sí misma. Leía cuanto caía en sus manos, tratados de medicina, consejos de higiene bucal, de lavados vaginales. «Algún día me iré», pensaba. También Alfredo, el mayor, leía pero nunca le prestó libro alguno. Salvo Alfredo, los hermanos corrían a sus distintas actividades, el fut, el remo en el canal de Cuemanco, la clase de piano, la de inglés. Envidiaba sobre todo a sus hermanos porque hacían deportes.
Antes de los siete años, Fausta descubrió el baño de su padre, un baño para él solo. Los hermanos lo llamaban El Quirófano y nadie tenía derecho a usarlo. Impulsada por el olor del agua de colonia, Fausta llegó como un sabueso a la puerta blanca y sin más, la empujó. Deslumbrada, examinó las dos regaderas, una de ellas de presión, el excusado último modelo, los mullidos tapetes, el espejo enorme y otro espejo en el techo acostado sobre la tina, ¿para qué tanto espejo? La báscula, las esponjas, la atmósfera afelpada invitaban a algo, pero ¿a qué? Sobre una repisa de vidrio una hilera de frascos impolutos ofrecían distintas posibilidades, las toallas más bonitas que las del resto de la casa eran una cascada de blancura. Un indefinible pudor invadió a Fausta y salió de puntillas esperando que nadie la viera. Llegó a la conclusión de que en la casa familiar vivía un desconocido.
De los hermanos, el más retraído era Alfredo. En la mesa todos gritaban, salvo él, que parecía estar de más. Su boca muy roja y húmeda sobresalía dentro de su rostro blanco. Una noche, Fausta quedó sola con él:
—Por favor, Alfre —le pidió—, dame una agua de limón. Tengo los labios secos por la calentura.
—¿Si te la hago, me dejas meterme a tu cama?
—Claro, métete.
¿Qué otra cosa responde una niña de siete años? El hermano, que le doblaba la edad, se coló entre las sábanas y empezó a manosearla hasta que, sin más, se acostó sobre ella e intentó penetrarla: «Alfre, pesas, quítate, ¿qué haces? Quítate, me duele». En los recuerdos de la niña quedó la fiebre, el forcejeo tratando de repeler un pedacito de manguera que hacía su camino entre sus piernas temblorosas. A la mañana siguiente se lo contó a su madre:
—Óyeme, no es cierto. Tú estás inventando —exclamó enojada—. ¿Cómo se te ocurre? Seguro oíste mal…
—¿Oíste? ¿Qué es lo que había que oír?
Su padre tampoco la apoyó. A partir de ese momento, Fausta se dio cuenta de que los padres no enfrentan lo que duele. Al no convencerlos, las desgracias no existen, consignarlas es lo que las materializa.
Si su madre la veía llorando, inquiría: «¿Tienes gripa?». «Pues sí, mamá, eso ha de ser». Jamás la llamó a su recámara para preguntarle: «Fausta, ¿qué te pasa?». Cuando la niña, dolida hasta la médula de los huesos, intentó contarle su fracaso en la escuela, Cristina la interrumpió: «Tienes muy mala cara, estás cansada, vete a acostar. Mañana hablamos».
Nunca lo hicieron. ¿Cómo confiarse a alguien que todo lo atribuía a su salud?
Desde niña, Fausta caminó a contracorriente. Escogió muy pronto pasadizos secretos que la llevaran a donde se sentía mejor. «¿Cómo te llamas, niña?», le preguntaban y se ponía roja porque la habían descubierto.
De las cuatro habitaciones comunicadas entre sí, una gata callejera escogió la suya, como Alfredo la escogió a ella, para parir a sus crías. Al ver la colcha ensangrentada, Fausta tomó a los recién nacidos, los echó en una cubeta de agua y a la gata la ahorcó colgándola de la higuera del jardín. ¿Era Alfredo el muerto?
«Soy mala, malísima», se repitió, y para confirmarlo formó una banda de niños que apedreaba a otra. Sumisa y callada en la casa, Fausta se desquitaba en la calle, toda su energía concentrada en su brazo derecho. Tenía tan fina la puntería que los contrarios la temían: «No te acerques a “la mosca muerta”, cuídate de “la mosca muerta”». Apedrearlos era una catarsis, el campo de batalla resultaba el lugar más seguro de la Tierra porque allí se sabía invencible.
«Mustia, hija de la chingada», le dijo una vez una compañera de la escuela.
A las ocho de la mañana, la madre portera hacía sonar la campana de entrada. Fausta, tímida, se formaba:
—Traes los calcetines de distinto color. Te quedas afuera hasta que vengan por ti.
Por una calceta más clara que la otra, Fausta permanecía en la puerta hasta la salida de clases. No le dolía la espera sino la humillación.
Para vengarse y destruir lo que las monjas más veneraban, a Fausta le dio por robarse las hostias consagradas. A la hora del recreo se metía a la capilla, tomaba la llave del tabernáculo tras la estatua de San José, trepaba como chango hasta sacar el copón sagrado y vaciar las hostias en las bolsas de su delantal. Todavía estremecida salía al patio, deglutía unas cuantas obleas y seguía comiéndolas a escondidas durante la clase. Se le adherían al paladar como papel de china y durante deleitosos segundos iba despegándolas con la puntitita de la lengua. La emoción del riesgo eliminaba la sensación de culpa, «qué pecado el mío, qué pecado, divino tesoro». Nadie se enteró nunca del sacrilegio.
«Somos hijas del Verbo Encarnado, / ¿hay acaso nobleza mayor? / Entonemos un himno sagrado, / levantemos un himno al Señor».
«Si comulgas todos los viernes primeros y nueve sin interrupción, tienes el cielo asegurado». Desde los siete años, las alumnas se hincaban dentro del oscuro confesionario. El sacerdote era sordo, lo sabían todas, y como le avergonzaba reconocerlo, Fausta lo embromaba: «Padre, fíjese que hace dos noches maté a mi hermano Alfredo». «Está bien, hija, vete en paz. Reza tres avemarías y comulga el viernes primero». Su penitente siguió mintiendo sin temor a Dios. Para ella, la lámpara de Aladino era la del tabernáculo y, a la larga, la religión se volvió tan insustancial como un cuento de hadas.
Al espiar a las monjas para saber cómo eran, qué hacían, Fausta corría otro riesgo, ése sí menor. ¿Tenían pelo bajo las cofias? Detectar lo que comían era fácil, porque en los dientes de Sor Marta de la Inmaculada Concepción quedaban residuos de espinaca u hollejos de frijol. El hábito no las hacía de otro mundo, sólo concentraba su sudor, sus flatulencias y otras derrotas corporales.
La materia que más le atrajo al ir creciendo fue la de anatomía, por su padre médico. «¿Has visto un cuerpo vivo durante una operación?». Acompañarlo le resultó un prodigio: descubrió el desollamiento, el interior, el revés, sus brillos y colores, los órganos levantados por el fuelle de la respiración, lo nacarado del pulmón, que en el caso de los fumadores se cubría de sombras negras, el tórax, el costado en el que el cirujano metía las manos.
—Soy feliz aquí —le dijo él al salir del quirófano.
—Se nota, papá.
—Es la profesión más sacrificada, hija, ni siquiera cuando duermes descansas porque el enfermo de la cama 211 quizá no pase la noche, el de la 417 sufrió un choque postoperatorio que debiste prever, la del 302 no tolera el medicamento y hay que darle otro. Pero yo no cambiaría mi oficio por un imperio.
En alguna vacación a Ixtapan de la Sal, persuadido de haber dejado una gasa dentro del vientre de su paciente, el doctor Francisco Rosales regresó a México. Cristina se alzó de hombros, irritada, también los hijos lo resintieron, sólo Fausta ofreció acompañarlo. «No, hija, no voy a permitir que sacrifiques tus vacaciones», y salió a la carretera en su MG, el único lujo de su vida. «Tu padre no va a regresar, ya verás», sentenció Cristina. En efecto, Francisco tuvo una operación de urgencia a la mañana siguiente. «¿Tú sabes lo que significa abrir cinco cuerpos al día?», lo defendió Fausta. Su madre la miró, displicente. «Pues a mí, mi padre me llena de orgullo y mi corazón desborda de amor y admiración por él». «¡Miren nomás la cursi!», comentó Alcira, la hermana mayor. Ninguno de ellos le llegaba a los talones, se consoló Fausta. Se proponía estudiar medicina, pisarle la sombra, vivir como él, ser el doctor Francisco Rosales de la generación del 65. Planeó su futuro en torno a la medicina y a la imagen de su padre, hasta que a los diecisiete años su adolescencia reventó embarrada en la acera.
El conocido doctor Rosales iba con cierta regularidad a la calle de López, sede de la Secretaría de Marina, a buscar marineros, que al ver su coche deportivo corrían a ofrecérsele y después lo extorsionaban.
Por su vida de homosexual, Francisco Rosales vivía en ascuas. Tener a su mujer embarazada era una forma de no hacerle el amor; sin embargo la quería, amaba sus hijos y vigilaba obsesivamente la evolución de sus pacientes. Habría dado su vida con tal de descubrir algún remedio al dolor e investigaba febrilmente; maltrataba su propia naturaleza forzándola al máximo, pero no podía evitar los encuentros vergonzantes con los muchachos de la calle de López. Era algo más fuerte que él.
Cristina adquirió poco a poco la certeza de que no era la única y cuando interceptó una llamada telefónica de un jovenzuelo que le pedía dinero al doctor para que su mujer, ella, no se enterara, lanzó el dardo final:
—¿Ah sí? Vas a ver que ahorita te deshago la vida —sollozó humillada.
Los hijos se aterrorizaron y se volvieron contra él. Ligaban el amor a la responsabilidad y su padre siempre había respondido a sus necesidades. «¿Cómo? ¿Mi papá? ¿Qué es lo que nos estás contando?». No entendían que un hombre tan escrupuloso tuviera una familia y al mismo tiempo buscara placeres considerados malsanos. «Somos hijos de un joto», dijo el mayor y al día siguiente dejó la casa, lo mismo hizo Alcira, y sólo quedaron Alfredo, que jamás se inmutó, y Fausta.
A diferencia de sus hermanos, Fausta buscó a su padre en el consultorio. Su figura se le hizo entrañable en esas visitas cada vez más frecuentes, a pesar de que la presencia de los pacientes les impedía hablar. Lo veía moverse a los sesenta y cuatro años, ágil y delicado, auscultar la espalda del niño, el vientre de la madre, «no se preocupe, es mi hija», advertía y Fausta lo miraba con una intensidad tan grande que lo hacía volver la cabeza, estetoscopio en mano, para encontrar los ojos negros de su hija y volver a bajar la vista a los omóplatos infantiles, al prepucio del adolescente, la infección, el sarpullido, el cabello seboso. «Mire, doctor, me han salido unas bolitas aquí». El mal aliento, la piel ajada y amarillenta, el esputo pesado, eran pan de cada día.
—¿Quieres que yo escriba la receta?
—Claro, tu letra es mejor que la mía.
Arrancar la hoja con el nombre de su padre, doctor Francisco Rosales, Universidad Nacional Autónoma de México, cédula profesional 87997, dársela a firmar y tenderla al enfermo, la enorgullecía. «Es a él a quien me parezco —se repetía Fausta— en la fantasía, en querer matarme por los demás, en la timidez y en eso negro que tengo adentro y no sé lo que es».
A él, que protegía tanto, no había quien lo protegiera. Varios extraordinarios cirujanos, cómplices de la homofobia reinante, reafirmaban su machismo riéndose de las «locas desatadas».
De sus hijos, Fausta era la más cercana y la que más lo inquietaba. ¿Qué sabía la niña de sí misma? Mentía, era obvio. Fausta fue la única que lo acompañó cuando tuvieron que operarlo de dos hernias. Se apersonó en el hospital y Rosales no tuvo más remedio que aceptarla. Lejos de conmoverlo, la presencia de su hija lo humillaba.
—Me da su prótesis, si es que la tiene. Abra su boca si quiere que yo se la saque.
—Yo mismo puedo hacerlo, deme el vaso de agua. Por favor salte, Fausta.
En lo que se refería a su persona, era un hombre traspasado por el pudor y su «enfermedad» crónica lo ponía en situación de inferioridad.
Para Fausta, la convalecencia significó la renuncia a sí misma para cuidarle el sueño, cambiarle la almohada empapada, las sábanas convertidas en sudario, la toalla en torno a su cuello que había que exprimir cada media hora porque ¡ay, cuánta agua emanaba de ese cuerpo! Sus nobles manos temblaban, sus brazos también, la mayor parte del tiempo no podía controlar el castañeteo de sus dientes, ahora sí completos. De pronto abría los párpados también temblorosos y daba la orden:
—Vete a comer, Fausta.
—Papá, comí lo que dejaste en la charola, ya no tengo hambre. El que debe alimentarse eres tú.
Al igual que en los hospitales del Seguro Social, las enfermeras se tomaban su tiempo. Una tarde, Francisco Rosales se desesperó y quién sabe de dónde sacó fuerzas para ponerse el pantalón, los zapatos, caminar por el corredor y salir a la calle. Nadie lo vio, ni siquiera en la última puerta donde el policía exige la orden de salida. Tomó un taxi y lo pagó en casa. A Fausta, el incidente la llenó de admiración por su padre.
—Es como para demandar al hospital —repeló Cristina.
Nunca demandaron, nunca exigieron, quizá porque él también era médico, quizá por desidia, por escepticismo, ¿valía la pena?, y porque en el fondo no querían escándalos y el homosexualismo los hacía menos.
A su madre la sentía lejos. Desde niña subía emocionada la escalera de cuatro en cuatro peldaños a la recámara para hablarle y se topaba con la ausencia. Cristina, distraída, apenas escuchaba lo que había venido a decirle y las palabras iban cayendo desencantadas al piso, ya sin vida. El registro de Fausta era tan distinto al suyo que jamás sintonizaron.
También en su apariencia física, Fausta era distinta. Su pelo delgado y negro caía en dos trenzas sobre los hombros. «Córtatelo, Fausta, eso sólo las criadas». A veces, en la noche, se lo recogía a la española, en la nuca, pero al día siguiente volvía a trenzárselo y se esmeraba en apretar bien la punta con una cinta negra a la que le daba varias vueltas para que no fueran a destejerse. La expresión de su boca pintada de oscuro era grave, pero no más que la mirada de sus ojos, carbones encendidos que hacían exclamar a su madre: «Ya deja de mirarme como Emiliano Zapata porque me incomodas».
Sus pómulos altos, su nariz afilada sobre la que se estiraba la piel morena, le daban un aire guerrero.
—¿Qué no hay otro tubo de labios que Orquídea fatal?
—Es el que me gusta, mamá.
Fausta usó el mismo color oscuro desde los dieciséis años.
Una noche en que se había tomado dos cubas libres en el bar del Sanborn’s de San Ángel, al entrar y escurrirse con prisa a su cama para que su madre no la interceptara, oyó su voz ronca llamándola:
—¿Eres tú, Fausta? Ven acá.
—Tengo mucho sueño.
—Ven acá, encontraron a tu padre muerto, fue infarto.
—¡Mientes, bruja, no es cierto! —gritó Fausta.
—Es verdad, hija.
Era la primera vez que la llamaba así. Con tantos hijos, una se cansa.
Fausta supo que se había roto el único lazo de complicidad que tendría en la vida. Para hacerle tolerable la ausencia, siguió el diálogo ya imposible, consultaba con su padre en la mañana, como el I Ching. «¡Qué hueva, papá, no quiero ir a clases!» «Ve, Fausta, ve». Estaba más unida con él que antes. Ahora sí, era su cómplice. «¡No sabes qué oso, papá, me sacó a bailar la muchacha y le dije que no, qué oso, tuve miedo al qué dirán! ¡Haz de cuenta, mi mamá!».
Sólo una vez, en la cocina, Fausta le reclamó a su madre:
—Mi padre era extraordinario. ¿Para qué le destruiste la vida en vez de decirle: «Ciao, allí nos vemos»?
—Quizá más tarde sólo recuerde lo bueno, Fausta, pero ahora no puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—Niña, yo no sabía lo que era un homosexual, creía que eran hombres que se vestían de mujer y ya.
—Mamá, tienes cincuenta y cinco años y hablas como retrasada mental.
Ningún sitio tan apropiado para el llanto como los tumultuosos corredores del metro. Los pocos que la notaban, desviaban la vista y empezó a pedirles perdón por existir. «Es mejor que no me vean», pensaba al atisbar a los vecinos; rogaba «que no digan, que no se fijen, no me vayan a hablar». Desarrolló un desprecio contra sí misma parecido al veneno de la atmósfera familiar. Los hermanos Rosales se habían ido para hacer esa cosa rara que llamaron «su» vida y ella quedó atrás, la única soltera y solitaria. En las recámaras ahora vacías sólo dormían Alfredo y ella, que escogió la que tenía llave. En realidad ninguno de los hijos tuvo su propia habitación, dormían en donde cayeran y eso les impidió desarrollar el sentido de la posesión.
La madre sabía que Fausta estudiaba teatro, pero cómo y con quién, no preguntó. ¿Por qué teatro? Quién sabe, quizá la desinhibiría, la haría menos huraña. «El teatro da mucho aplomo», le dijo Alcira, la mayor. Cristina veía a Fausta entrar y salir, comer apenas, hasta que la muchacha le anunció que ya no vendría porque iba a compartir el departamento de una amiga.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo vas a mantenerte?
—Yo sé cómo.
Fausta guardó con cuidado la corbata paterna de moño azul marino, la prótesis: dos dientes montados en una placa con garfios, y quiso que el sastre le achicara algunos trajes de su padre. «No se puede, señorita, es demasiada la diferencia».
El departamento de Marcela, su amiga, le pareció horrendo y más su afición a la música electrónica, que prendía a todo volumen apenas regresaba del periódico Excélsior, donde era reportera. Ubicado cerca de la calle de Vallarta, «me voy a pata al trabajo», presumía Marcela, la habitación de Fausta era una caja de resonancia, y aunque sudaba rock pesado, el letrero de luces cegadoras que se encendía frente a su ventana le resultó intolerable.
—Fausta, no aguantas nada, mira nomás qué cara tienes.
Cada vez que Fausta quería hablar en serio, Marcela le subía al volumen. Cuando abría el refrigerador, adentro se pudría algún jitomate, se ennegrecía medio aguacate. Alguna vez tiró la podredumbre a la basura y Marcela, injertada en pantera, le reclamó:
—¿Cómo te atreves? La que toma este tipo de decisiones soy yo.
Fausta buscó su propio departamento. Con lo del teatro podía pagarlo. Atendía la escenografía y el vestuario, la iluminación y la taquilla, todo lo hacía bien. Era la primera en llegar, la última en irse. Un día que no se presentó la actriz, Fausta, que se sabía los papeles de memoria, la suplió y lo hizo mejor. Como en las películas de Hollywood, sus bonos subieron y habría podido desbancarla, pero ésa no era su tirada, quería ayudar, como su padre. Fausta no se imponía, a nadie le pesaba, la rodeaba un halo de misterio, y eso la gratificaba más que el reconocimiento público.
Al paso del tiempo, las confidencias a su padre cesaron, no eran indispensables si podía mirar durante horas los autorretratos de Rembrandt.