La resonancia en Estados Unidos de los trabajos de Lorenzo publicados en el Astronomical Journaly en los Proceedings of the National Academy of Sciences, repercutía en México y su fama crecía. En los pasillos de la Secretaría de Educación Pública, en la Universidad, en El Colegio Nacional, en los centros de cultura superior se hablaba del «extraordinario astrónomo reconocido internacionalmente». «Es excepcional», se felicitó Salvador Zubirán.
En 1948, Rudolph Minkowski indicó que el número de nebulosas planetarias se había completado y el Catálogo Draper aumentó el número de objetos estelares de 9.000 a 227.000 y sólo agregó una nebulosa planetaria. Sin embargo, en Tonantzintla entre 1949 y 1951, Lorenzo y su equipo habían descubierto 437 objetos en una región de 600 grados cuadrados. Esa aportación situaba a México en primer plano.
Lorenzo vivía en un torbellino. Nombrado vicepresidente de la Sociedad Astronómica Internacional y miembro de número de la Royal Astronomical Society viajaba a congresos multitudinarios. «¿Qué ya todos los hombres se volvieron astrónomos? No puedo creer que voy a dialogar con más de dos mil». Iniciaba sus intervenciones con un «I’m going to speak Spanish with a slight English accent». «Soy un astrónomo con muy buena estrella», les advertía. En el congreso comparaban resultados, se enteraban de la especialidad de cada quien, competían entre sí, pero sobre todo discutían. ¡Ah, bendita discusión!
Volaba del Instituto Case en Cleveland al Observatorio McDonald en Texas para trabajar con Otto Struve. Ir a discutir con Fritz Zwicky e incluso visitarlo en su casa en Suiza era un placer, sobre todo ahora que Zwicky estudiaba las estrellas en la cabellera de Berenice. Volvía a MIT para asistir a un simposio sobre la composición de nebulosas gaseosas y de allí atravesaba el Atlántico a Monte Stromlo en Australia a seguir trabajando en las T-Tauri, T del Toro. Al ver los espectros de la galaxia de Andrómeda y la del Triángulo Hydrus, Lorenzo descubrió que los objetos antes considerados cúmulos estelares en esas galaxias no eran más que nebulosas de emisión semejantes a la de Orión. Hasta entonces se creía que las T-Tauri se daban en los bordes oscuros de las regiones de emisión, pero tanto en el cielo austral como en el de Tonantzintla y en el de diferentes regiones, brillaban un gran número de T-Tauri, variables tanto en su luminosidad como en sus características espectrales.
Las mismas T-Tauri que Lorenzo trabajó con William Wilson Morgan, el del atlas de espectros estelares, lo condujeron al descubrimiento de las que habría de llamar estrellas ráfaga.
A raíz del estudio sistemático en cúmulos galácticos de distintas edades, demostró que las ráfagas se daban en una población de estrellas jóvenes. Estableció su secuencia evolutiva y las describió más pequeñas y frías que el Sol. «Estas estrellas ráfaga repentinamente aumentan su brillo, producen explosiones gigantescas en cuestión de segundos o minutos, aumentando en algunos casos miles de veces su luminosidad para volver horas más tarde a su estado normal».
Lo admiraban por su descubrimiento de las novas y supernovas. Las estrellas azules en la dirección del Polo Sur Galáctico ya tenían las siglas de su apellido, así como otros objetos estelares, un cometa y galaxias de color azul y ultravioleta. Con más de setenta y cuatro trabajos publicados y el doctorado Honoris Causa del Case Institute of Technology de Cleveland, podía sentirse satisfecho. El Instituto Case afirmaba que sus descubrimientos habían dado renombre a su Universidad y a su país, y en los años futuros, estudiantes y astrónomos de muchas naciones se beneficiarían de ellos.
Desde el momento en que Walter Baade leyó el artículo sobre estrellas variables RR Lira en el Astronomical Journal, invitó a Lorenzo a Caltech. Baade, emigrado alemán y astrónomo observacional, había fijado la escala de distancia en el universo, pero el descubrimiento de dos tipos de estrellas RR Lira, Lorenzo advirtió que el universo se volvía dos veces mayor. Ciertamente el universo era más grande de lo que pensaba Shapley.
En Caltech, Lorenzo pensó mucho en Shapley, ahora superado. Así era la ciencia, una cadena en la que un científico venía a ser el eslabón del siguiente. Sólo los viejos astrónomos comentaban el debate entre Curtis y Shapley sobre la naturaleza de galaxias. Hubble y la expansión del universo eran el objeto de culto.
Dirigir Tacubaya no le impedía ocuparse de su propia investigación, y cuando el rector le ofreció la dirección del Observatorio de Tonantzintla y la del Instituto de Astronomía de la Universidad, se sintió abrumado. Carlos Graef lo felicitó. «¡Qué quieres, hermano, eres El astrónomo! Tú puedes con eso y más. Haces falta en la Universidad; en Tacubaya formas parte del inventario. En cuanto a Tonantzintla, sólo tú puedes sacarlo adelante».
Un domingo a mediodía, Diego le cayó a Lorenzo en Tonantzintla: «Si la montaña no viene a nosotros, hay que ir a la montaña. Invítame a comer, hermano, pero primero llévame a conocer tu famoso cuarenta pulgadas».
Al ver las palabras griegas grabadas en el edificio principal, Diego recordó, entre otros muchos pasajes, el diálogo del coro y las Oceánidas de Esquilo: «¿Qué has hecho para librar a los hombres del horror a la muerte?». Y contesta Prometeo: «Sembré en su corazón la ciega esperanza». En la versión de Esquilo que publicó Vasconcelos, decía: «Hice habitar entre ellos la ciega esperanza».
Conmovido por el entusiasmo de Diego, se enfrascaron en una discusión que los devolvía a la adolescencia. Volvieron a su tema eterno, el del tiempo que no tiene fin. «El tiempo seguirá después de nuestra muerte, Diego», sonrió Lorenzo. Le consolaba que la ciencia fuera una sucesión en el tiempo, que los experimentos se encadenaran y que allí donde uno se detiene, otro sigue adelante. Repetía: «La eternidad es una invención del hombre». Diego discurría acerca del gran estallido y toda la maravillosa exactitud del universo: «Ni un milímetro varía, Lencho, vamos a ir a la Luna, a Marte, vamos a ver toda esa leche que es la Vía Láctea». Lorenzo insistía en los millones de galaxias del universo en expansión. «Ya lo ves, ¿dónde está el límite?», sonreía Diego su sonrisa de niño. «El límite está en nosotros», concluía Lorenzo, mucho menos optimista que su amigo.
—¿Te acuerdas de la polémica que tuvimos en torno a la religión, Lencho? Decías que te chocaba hablar de ella porque uno siempre acaba diciendo simplezas. Al maestro Elorduy le parecía intolerable la imagen de un viejo barbón sentado en una nube con su hijo a la diestra. «¿Cómo quieren ustedes entender el cosmos sin una fuerza vital y ordenadora?», preguntabas. A ti, nadie te sacaba de tu fuerza ordenadora del universo que no podías explicar y repetías: «No creo en Dios, no creo en Dios, no creo en Dios», como un poseso.
—Soy un poco como el rey Arturo de la Mesa Redonda de Tennyson. Al retornar derrotado de la guerra que absorbió su vida, lo invade la decepción. La reina lo traicionó, su reino que alguna vez causó envidias es un desastre. Concluye que a Dios puede verlo en el milagro de las estrellas y en las manifestaciones de la naturaleza. «En cambio, no lo veo entre los hombres, ciegos de odios y pasiones, capaces de asesinato y del flagelo de la guerra, como si todo esto fuere obra de un dios menor incapaz de haber llevado su plan a una realidad superior». Entiendo a Tennyson. La perfección y el orden del cosmos conmueven, pero en la Tierra predomina el mal. El hombre es capaz de crímenes inconcebibles. En nuestra época presenciamos los diabólicos campos de concentración, el holocausto y el atroz exterminio de Hiroshima y Nagasaki.
La discusión se volvía áspera cuando hablaban del hambre. «Mira, Diego, la democracia en México es inexistente. Un analfabeto no puede votar ni elegir. ¿Qué va a saber lo que es un programa político? Necesita un mínimo nivel económico que defienda su decisión. ¿Qué defiende un pobre sin salario? Eso es lo que estamos viviendo todos los días”. «Según tú, Lencho, ¿cuál es la solución si los mexicanos no tienen ni voz ni voto en las decisiones de gobierno?». Lorenzo insistía en la educación y se deshacía en críticas contra la Iglesia, ese gran estorbo para el desarrollo social de México. «Hijito, aguanta, porque tuyo será el reino de los cielos». La Iglesia Católica había capado a millones de mexicanos echándolos a la calle, inermes ante los acontecimientos, y eso Lorenzo no lo perdonaba. “No todos son así, Lencho”. Por toda respuesta, su amigo le dijo que lo llevaría a Tepetzintla, en la sierra norte de Puebla, a tres horas de Zacatlán de las Manzanas. «En esa hondonada donde todos caminan descalzos, con su mecapal en la cabeza para acarrear leña, tengo un compadre que trabaja por una miseria en una parcela que no es suya y me dice “Comer es como tomar. En exceso hace daño”. Sus niños son pequeñísimos y no van a crecer, sufren un alto grado de desnutrición, tienen diez años y parecen de seis. “Así como los ve de chiquitos, están tan hechos al hambre que muchos no quieren comer”. Cuando voy a visitarlos, Diego, se esconden. Si vieras su piel manchada y sus grandes ojeras, sentirías la misma rabia impotente que yo».
—¿Cuándo vienes a México, hermano?
—A la Universidad y a Tacubaya voy cuatro días a la semana, pero cada vez me siento más ajeno a la vida de la ciudad.
—No deberías aislarte tanto. El jueves de la semana que entra doy una cena, vente.
—La verdad, creo que mi comportamiento sería el del abominable hombre de las nieves.
—Mejor, porque tengo una reina de las nieves que presentarte. Mi mujer recibe muy bien y en la biblioteca te esperan varios volúmenes que no conoces.
Incluso en las reuniones de Diego, Lorenzo era un pez fuera del agua. Clara, su mujer, comentaba libros, conciertos, exposiciones, pero nadie se aventuraba a hablar de una teoría científica. Si acaso, discurrían acerca del peso del cerebro de Einstein. Con tres o cuatro copas encima, Lorenzo se lanzó a contarles su júbilo de adolescente al ver en el pizarrón las ecuaciones de Maxwell: «¿Cómo es posible que este tipo haya despertado una mañana y escrito las fórmulas de la energía eléctrica?». Se exaltó sin que nadie compartiera su emoción. Diego lo habría secundado, pero como perfecto anfitrión iba de un grupo a otro. Seguramente Maxwell debía tener el cerebro distinto a los demás y eso le permitió un gran descubrimiento. Al cabo de un rato sus oyentes lo abandonaban en busca de otro interlocutor. «¿Qué no les interesa comprender el universo?», se preguntaba extrañado.
Lorenzo se indignaba cuando oía hablar de la pureza del vasconcelismo. ¿Puro, Vasconcelos? ¿Dónde estaba «el maestro»? ¿Qué había hecho realmente por México? ¿Qué diablos les había dado a los mexicanos? Nada, nada, sólo los confundió. ¿Les enseñó a oponerse al gobierno? ¡Por favor, no nos chupemos el dedo! A sus seguidores los dejó como novias, vestidas y alborotadas.
El drama de la juventud mexicana era precisamente ése: que no tenía en quién creer. No había grandes viejos hacia quienes mirar. ¡Puros traidores!
«¿De qué sirvió repartir los cien clásicos en el campo? ¿Quién los leyó? Es dinero tirado por la ventana. Lo que necesitamos es “saber hacer”. Los campesinos mueren de hambre en medio de una riqueza impresionante que nadie sabe aprovechar. Para ellos es más importante aprender cómo renovar la tierra y conservar la fruta que recibir la Iliada y la Odisea. ¿Por qué no enseñamos a recoger los tejocotes tirados sobre la tierra y a utilizarlos? ¿Por qué son ricos otros países agrícolas con sus productos manufacturados? Acuérdate del dicho: “Den un pez a un hombre y le dará de comer hoy, enséñenle cómo pescar y comerá todos los días de su vida”».
«Cajeta, hacemos cajeta envinada en Celaya», reía Diego, profundamente feliz por los reconocimientos a su amigo de infancia. «Creo que estoy más contento que tú, hermano».
—Claro, tú no sabes la que me espera.
También el camino de Diego en las altas esferas era ascendente. Terminaría siendo secretario de Hacienda, y si el país lo merecía, presidente de la República.
—Por cierto, hermano, el señor secretario ve con muy buenos ojos tu proyecto de laboratorio de óptica y creo que es el momento de que lo visites y amarres el asunto.
—¡Claro, qué espléndido, puedo ir cuando quieras y esta vez trataré de ser lo más diplomático posible!
—Más te vale —lo abrazó Diego.
Chava Zúñiga, curioso, se sentaba al lado de su viejo amigo:
—El de la ciencia es un mundo ajeno, difícil y además, sin Dios. Nadie te sigue. Aunque la enseñanza se proclame laica en México, asustas a tus oyentes.
—Siempre dijiste que eras ateo y librepensador, y ahora me sales con eso, Chava.
—Las mujeres no toleran mi ateísmo, quieren que les hable de Dios.
—¿En la cama?
—Allí es donde… Mira, Lencho, indudablemente eres un ateo con vocación de cura de parroquia. Tus sermones que intentan ser el eco del Espíritu Santo, en realidad sólo son dolor de tripas y consecuencia de una mala cruda.
¡Qué frívolo podía ser Chava y qué acomodaticio! ¡Y también Diego! Al salir, Lorenzo se juraba a sí mismo no volver jamás, pero su amor por Diego lo hacía regresar, siempre con las mismas consecuencias.
—Lorenzo, ¿no piensas casarte?
—¡Vade retro, Satanás! Eres al único al que le permito semejante pregunta, Diego.
—Es una pregunta normal.
—Las preguntas personales nunca son normales. Su índole es otra.
—¿Y Alejandra Moreno, por qué no? Es listísima, se ve a leguas que le gustas, anda en tu mismo medio, el de la educación, a diferencia tuya siempre está de buen humor. Tú mismo me has dicho que te levanta el ánimo.
De vez en cuando Lorenzo pensaba en Alejandra. Sabía que si se lo pedía se casaría con él, pero la atractiva Alejandra era una militante y no sólo eso, feminista. Aparecía en los periódicos con su boinita vasca reivindicando los derechos de la mujer, pedía la despenalización del aborto, participaba en marchas en favor de los obreros, háganme el favor. Su vida con ella se volvería un horno en el que se fabrican consignas, una guarida de militantes de cualquier causa. ¡Oh, soledad, bendita soledad, amada soledad!
Chava Zúñiga insistía en el tema de su juventud:
—No te ves feliz, hermano. ¿Sabes por qué? Porque tus hábitos, tu idea del mundo, tu ética equivocada, tus hábitos, destruyen tu afán natural, tu apetito por las cosas de las cuales depende la felicidad. Si sigues con la misma cruel resolución en contra de ti mismo vas a destruirte.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me aconsejas tú, que eres el hombre de la cabeza hueca?
—Tómate unas vacaciones de ti mismo. Tu constante preocupación es una forma de miedo.
A lo largo del tiempo, a Lorenzo le había resultado imposible sustraerse a la vida del campo. Allá en el pueblo tenía al menos diez compadres. «Mi chilpayate viene en camino y le pedimos, con todo respeto, que no nos vaya a desairar. Si es hombre, queremos ponerle como usted: Tena». «Pero si Tena es mi apellido». «Así queremos ponerle, Tena Toxqui». Las mujeres se embarazaban, daban a luz y otra vez aparecían empujando su vientre por delante. «La traigo cargada», decía orgulloso Lucas Toxqui.
Tanto niño lo confirmaba en su propósito. «Nunca voy a tener hijos». Se preguntaba angustiado: «¿Qué será de ellos?». El nacimiento de una niña, sobre todo, le infundía terror: «Este mundo no es para las mujeres. Quizá dentro de cincuenta años, sí, pero ahora no, su camino está trazado, hay que construirles otro que no sea sólo el de la reproducción». Un día que sorprendió a doña Martina los pechos al aire, amamantando a su hija, sintió pudor y coraje y preguntó:
—¿No acostumbra usted cubrirse, comadre?
Veía a los niños ir a la primaria construida por su iniciativa y también cavilaba: «¿Qué les espera? ¿Cuál será su futuro?». Y sin embargo, habían prosperado. Desde que don Honorio Tecuatl sembró delfinios y se le dieron altísimos, los llevaba a vender a Puebla:
—Doctor, usted que es astrológico, a lo mejor aumento la producción, por eso necesito un préstamo para transportarla porque mucha se me pudre —le dijo una mañana.
Lorenzo suspiró de alivio. Hacía más de cinco años que se estrellaba contra su terco: «Así me quedo», y ahora, por fin, rindiéndose ante la evidencia, los campesinos empezaban a ceder. Hasta entonces una aterradora fatalidad los volvía inamovibles. El volcán y su volcana los tenían atados. Lorenzo habría querido estrangular con sus propias manos al cura que pasaba cada quince días a decir misa. Era él quien podría influir, educar, informar al menos, pero nunca decía nada porque no sabía nada. Lo que Dios mande, la voluntad de Dios, Dios lo quiso así.
Un día que lo oyó preguntarle a una pobre mujer: «¿Qué me traes?», Lorenzo gritó fuera de sí: «¿Cómo que qué me traes? ¿Qué le va usted a dar, vividor desgraciado? Ni siquiera les ha dicho a sus parroquianos que le compren un foco rojo a su bicicleta para que no los maten como moscos en la carretera».
El curita no aprendió la lección. Desprotegía a su rebaño, abandonaba a la oveja perdida. No los previno contra los ríos de lodo que bajan del Popocatépetl llevándoselo todo a su paso. Al contrario, Lorenzo lo escuchó platicar tranquilamente: «Apenas el lodo encuentra su barranca, allí se queda y no pasa nada». Con razón repetían todos «así me quedo». Resistir era su única forma de sobrevivencia. El cura también insistía en una frase casi bíblica: «El día que verdaderamente pase algo, escucharán las campanas». Y ahora, después de cinco años, don Honorio canjeaba su inercia por un espíritu empresarial. Y a él le seguirían otros porque don Honorio Tecuatl, con su mandíbula fuerte y su frente estrecha, era cabeza de grupo.
Cuando Diego llamó a Tonantzintla para anunciarle la cita con el secretario de Hacienda, Lorenzo se entusiasmó y fue de inmediato a México. Por fin, el proyecto del laboratorio de óptica acariciado durante meses vería la luz. Su buen humor lo hizo pasar a ver a Leticia después de meses de ausencia. Al despedirse, su hermana le dijo: «Voy a prender una veladora para que nada vaya a fallar».
A las cinco en punto se presentó en la Secretaría de Hacienda y por primera vez no le repugnó hacer siete minutos de antesala. «El señor secretario está en una junta, pero ahora mismo lo recibe». Cuando pasó, el ceño fruncido del secretario le pareció un mal augurio:
—Mire usted, doctor De Tena, el señor presidente de la República considera que tenemos otras prioridades en este momento, pero más adelante examinaremos su petición para el laboratorio de óptica en Tonantzintla.
—¿Petición? Nunca he pedido nada.
—El señor licenciado don Diego Beristáin, a quien todos estimamos, nos hizo saber que usted buscaba fondos para un laboratorio.
—Diego Beristáin está muy equivocado. Me dijo que usted era quien tenía interés en el laboratorio, pero aquí termina el equívoco, buenas tardes, señor secretario —se dirigió a la puerta.
De inmediato llamó a Diego.
—¿Por qué me hiciste creer que Hacienda le entraría? Todo ha sido lamentable y te prohíbo que vuelvas a meter la nariz en mis asuntos.
Sin más, Lorenzo colgó el teléfono. Si esto sucedía con su mejor amigo, ¿qué podría esperar de los políticos mexicanos que no tenían la menor idea de lo que significa la ciencia? Lorenzo se había dado portazo tras portazo contra la autoridad. «No, doctor, no hay presupuesto, el presidente sale de gira». «Lo siento mucho, doctor, pero lo suyo no entra dentro de las prioridades de la instrucción pública, le hemos dedicado toda la partida a la creación de aulas». «Doctor, usted que es reconocido internacionalmente, ¿por qué no recurre a los institutos de ciencia de Holanda, Suecia, Noruega, Australia, que son mucho más solventes que nosotros?» «Doctor, dejémosle ese capítulo a los países ricos, vamos hacia la globalización, falta poco para que todos seamos uno, no tenemos por qué gastar en nuestra propia ciencia».
Esa noche, Lorenzo regresó a casa de Leticia, quien con sólo ver la expresión en el rostro de su hermano supo que había fracasado. «Vente, hermano, un tequila te va a caer muy bien. Estos hijos de la chingada no te merecen, pero si me lo permites, voy a enseñarte a darles de chingadazos».
—Lo pensaré yendo a Tonantzintla.
Las horas en la carretera a Puebla no le pesaban porque el camino tenía grandeza. Al contrario, le permitían darle vuelta al asunto que más lo atraía, el de los objetos en el cielo. El incidente en Hacienda lo sacudió durante semanas, hasta que Diego lo llamó para decirle que después de este penoso asunto había presentado su renuncia.
Desde el momento en que dejaba atrás los últimos caseríos de Iztapalapa podía sumirse en sus reflexiones. Conducía el Ford al ritmo de sus pensamientos, muy despacio o pisando a fondo el acelerador, de modo que el coche, espoleado, daba un brinco. ¿Cuándo se llegaría a saber la distancia a las galaxias? Si aceleraba le imprimía una velocidad determinada, pero no iba siempre a la misma, a veces se detenía tras un camión. Si el universo se expandía, es decir, si a partir de la materia concentrada en un punto hacía miles de millones de años se expandía y en el universo no había líneas rectas sino curvas, ¿cómo calcular la distancia, atravesando qué espacios?
El viaje al Observatorio lo descansaba del ajetreo de citas, presiones y fracasos del Distrito Federal. Se daba cuerda dándole vueltas y vueltas a la densidad del universo. ¿Quién la descubriría? ¿Cuándo la descubrirían?
El campo que venía a tenderse junto a la ventanilla lo apaciguaba. Frente al parabrisas, en el camino de subida, se acercaban los pinos que atraen el agua: «Tengo que sembrar más árboles en Tonantzintla», y al llegar a Huejotzingo, oloroso a manzanas, había recuperado la serenidad perdida y respiraba tranquilo. A esta hora, en la carretera escaseaban los tráilers y los camiones cargueros. Muy pronto, según la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, harían la autopista. ¡Qué bueno que tenemos ingenieros capaces, porque eso sí, nuestros caminos son de primera! Los volcanes enseñoreaban esta vía real, sí, vía real, debieron pensar los viajeros de Veracruz a México. Ciudad real, dijo Bernal Díaz del Castillo deslumbrado por Tenochtitlán.
Lorenzo atravesó Puebla de los Ángeles casi sin darse cuenta. Buscaba amorosamente con los ojos la colina de Tonantzintla. En el fondo, la gente no le llamaba la atención y sonreía al recordar la frase de Pablo Martínez del Río, que, interrogado sobre su vocación de arqueólogo, explicó que el hombre había dejado de interesarlo diez mil años antes de Cristo.
En la ciudad de México el ruido se le hacía insoportable, en Tonantzintla no oiría más que campanas y de vez en cuando los chillidos horripilantes de algún cerdo. El silencio era compacto. Ni siquiera los aviones pasaban, nada rasgaba el aire, el firmamento era propiedad del telescopio. Cerca de Acatepec, por poco y se lleva a un ciclista al borde de la carretera. ¡Qué bárbaro! ¿Por qué no los obligan a traer una luz? Tampoco los cargueros se preocupaban por sus faros y muchos se estacionaban a dormir, ¿o a coger?, al borde del camino. ¡México, qué país sin precauciones! La palabra precaución lo llevó a pensar en su hermano Juan, que en la ciudad lo buscaba con frecuencia.
Dio la vuelta a la izquierda y subió la pequeña pendiente bautizada con el nombre de Annie J. Cannon y tocó el claxon. Ya no encontraría a Luis Rivera Terrazas, que era otro que le hacía bien, y seguramente las hermanas Graciela y Guillermina González se habían retirado a Puebla. Como Guarneros tardaba en abrir, Lorenzo volvió a tocar, impaciente. «En este Observatorio hay puros locos, incluyéndome a mí». Maldito Guarneros. ¿Dónde estaría ese jardinero de mal agüero? Cuando se disponía a tocar por tercera vez, vio cómo descendía corriendo una muchacha de pantalones de mezclilla que se apresuró a meter la llave en el candado, quitar la cadena y abrir los batientes con una sonrisa. Lorenzo entró y desde el asiento, sus dos manos sobre el volante, gritó hecho un basilisco:
—Y usted, ¿quién es?
—Fausta, Fausta Rosales.
—¿Ah sí? ¿Y qué hace aquí, si es que puedo saberlo?
—Estoy ayudándole a Guarneros.
—¿En qué, si me hace usted el favor?
—En el jardín, es mucho trabajo para él. Le ofrecí mi ayuda y la aceptó.
—¿Cómo dice usted llamarse?
—Fausta, doctor.
—¿Fausta? —gritó rabioso—. ¡Ninguna mujer se llama Fausta!
—Así me puso mi padre —respondió la chica, ahora sí espantada.
—Ahora mismo voy a correr a Guarneros.
Descendió del automóvil, le quitó la cadena y el candado y le ordenó:
—Salga, no quiero verla aquí.
Erguida descendió el resto de la pendiente rumbo al pueblo sin volver la cabeza. Lorenzo, fuera de sí, arrancó el automóvil y lo estacionó frente a su bungalow. Hacía tiempo que no le subía hasta la garganta un coraje semejante. Recorrió todo el terreno, llamó: «¡Guarneros!», cinco o seis veces, le dio vuelta al cuarenta pulgadas, hecho un energúmeno. Volvió a gritar: «¡Guarneroooos!», pero el jardinero no apareció por ningún lado y por fin regresó a su bungalow a hacerse una taza de té, ver si había algo en el refrigerador y descolgar la gruesa chamarra de cuero que usaba para observar en la noche.
Hacía diez años que Guarneros era el único empleado que dormía en el Observatorio, porque Aristarco Samuel vivía en Cholula y en las noches de Luna de plano no venía. Solitario, opaco, Lorenzo algunas tardes convidaba a su acompañante nocturno a tomar té y oía su voz monocorde relatarle una catástrofe familiar tras otra: su madre paralítica, su mujer enferma, su hijo deficiente, su sueldo miserable, su salud cada día más deteriorada. Eran tantas sus desgracias que una noche Lorenzo se sorprendió siguiéndolo sigiloso: «Voy a hacerle un favor. Si pasa por el depósito de agua, lo empujo y se resuelven sus problemas». Cuando tuvo conciencia de ello, Lorenzo se aterró: «Es la soledad, me estoy volviendo loco, mañana a primera hora regreso a México». Se lo contó a Luis Rivera Terrazas, que rió de buena gana. «No te preocupes, Lencho, nunca lo habrías matado». Cuando ambos vieron a Guarneros entrar con su sombrero aguado y sus tijeras podadoras, se miraron a los ojos sonrientes. Guarneros no les devolvió la sonrisa. No tenía por qué ni para qué. «Doctor, se descompuso la bomba», emitió vengativo e impotente.
—Bueno, no se preocupe, acérquese, Guarneros, voy a dispararle un tequilita.
Lorenzo se enfrentaba ahora a un enigma tan inextricable como el de la edad del universo. ¿Qué diablos hacía esta estúpida muchacha con Guarneros? ¿Cómo se le había acercado? ¿A qué horas, de qué día, de qué semana le había dirigido la palabra? ¿Qué relación podían tener? Era de no creerse. Mañana a primera hora, cuando llegara el bueno del profesor Terrazas, le preguntaría qué diablos estaba pasando. Mientras él, Lorenzo, se sobaba el lomo en la ciudad, ellos aquí hacían de las suyas al grado de que era Guarneros quien ahora contrataba a trabajadores. ¡Y nada menos que a una descocada, y para colmo, llamada Fausta!
Al día siguiente, Luis intentó tranquilizarlo.
—La chamaca encontró un lugar donde vivir en el pueblo. Aquí a todos les cae bien. Es muy servicial y listísima. No sabes qué preguntas tan inteligentes me hace. Es hija de un médico que murió hace no sé cuántos años. Yo mismo le di permiso de entrar a la biblioteca y van varias veces que la encuentro sumida en el Semat.
—Pero ¿qué hace aquí? ¿Qué-ha-ce?
—Es ayudante del jardinero, anda con la escoba de varas para arriba y para abajo. Trabaja mucho más aprisa que Guarneros.
—¿Y dónde está el imbécil de Guarneros?
—Por allí anda, no te apures, al rato lo ves.
—¿Y la muchacha?
—Ésa sí quién sabe.
—¿Va a venir?
—¡No seas contradictorio, Lencho! ¿No dices que la corristes?
—Corriste —corrigió enojado Lorenzo—, corriste, no corristes. Sí, la corrí.
—Bueno, entonces no preguntes por ella.
—No, si no pregunto.
Nadie vio a Fausta ese día y Lorenzo tuvo la desagradable sensación de haberse excedido. «No es para tanto —sonreía Terrazas siempre ecuánime—, no hay que gastar la pólvora en infiernitos». También le encajaba el cuchillo en la llaga: «Lencho, tú eras un hombre cortés, ¿cómo es posible que hayas perdido los estribos en esa forma?».
Lorenzo esperó a que dieran las cinco de la tarde y le dijo a Luis:
—Si la ves en el pueblo, dile que puede venir.
Fausta regresó a sus tareas sin decir palabra. Lorenzo la vio caminar junto a Guarneros y a las seis de la tarde, desde su ventana, la miró batallar para colocarle un rehilete a la manguera; estuvo a punto de ir a decirle: «Así no», pero se contuvo. Cuando levantó la vista de nuevo, el rehilete echaba chorros de agua y ya no había muchacha. Así pasaron cuatro días. Fausta se mantenía lejos de su oficina y Lorenzo tuvo que volver al odioso Distrito Federal sin hablar con ella. No quería ser él quien la buscara, pero creyó que en cualquier momento se toparía con ella en alguno de los jardines o en la biblioteca a la que, según todos, era adicta. Fausta se cuidaba de entrar a los terrenos del director. «Es que te huele —rió Terrazas—, te tiene fichadísimo».