El encabezado de Excélsior retuvo la atención de Lorenzo: «Objetos extraños en el cielo de México». Erro disertaba triunfalista sobre uno de esos platillos voladores no identificados, un ovni, y apoyaba su descubrimiento con un gran despliegue de fotografías tomadas con la Schmidt de Tonantzintla. En efecto, en las fotos, sobre la superficie de la Luna, pasaba un rayo blanco. Lorenzo, extrañado, atajó a Erro en su caminata matinal:
—¿Está usted seguro, don Luis?
—Claro que lo estoy, no soy un irresponsable —se irritó el director.
—Usted sabe muy bien que la Schmidt tiene oscilaciones y que de repente a Braulio o Enrique Chavira puede habérsele movido, ¿lo tomó en cuenta?
—Claro, me está ofendiendo, Tena —protestó Erro.
—Debería haberse esperado antes de ir a los periódicos, director.
—¿Por qué? Sé lo que hago, Tena, y estoy seguro de mi descubrimiento.
Altanero, Lorenzo le advirtió que esa misma noche tomaría una placa de la Luna. «¡Me está usted desafiando, Tena!», Erro tembló de rabia.
Al día siguiente, la puso frente a los ojos de Erro:
—Se trata de un rayón. La tomé una y otra vez para comprobar que la luz provenía de un leve movimiento de la Schmidt. Así pueden obtenerse a voluntad objetos espaciales cada noche.
Totalmente descompuesto, Erro lo amenazó:
—Tena, no quiero volver a verlo.
Al atardecer Lorenzo todavía lo encontró caminando encorvado al lado del bibliotecario don Juan Presno, quien le dijo al oído: «¡Nostradamus!».
—¿Qué no le ordené que se largara? —tembló Luis Enrique Erro.
—Sí, no se preocupe, me voy.
En el autobús al Distrito Federal, a Lorenzo le remordió la conciencia. Sentía pena por el viejo. Se le aparecía el rostro desencajado de Erro y se repetía a sí mismo: «Fui despiadado. Tengo que controlarme pero eso no lo podía dejar pasar, es demasiada irresponsabilidad».
A partir de ese día no volvió a Tonantzintla. En la noche, en su cuarto de hotel en México, no pudo dormir. Buscó a Diego: «¡Qué acto suicida! ¡El viejo te quería como a un hijo! ¿Qué vas a hacer ahora? Claro que te puedo dar trabajo aquí, pero…».
Harlow Shapley le había ofrecido la dirección de Bloemfontein, observatorio dependiente de Harvard en África del Sur.
«¿Por qué diablos no me fui a África? ¡Mil veces Bloemfontein!».
Se lo había propuesto de nuevo a fines de los cincuenta, cuando supo que Luis Enrique Erro envejecía al grado de que lo único vigoroso en él era su perenne mal humor. Después de comunicarse con Shapley, Lorenzo se dispuso a recoger su boleto para volar de México a La Habana, La Habana a las Bermudas, las Bermudas a las Azores y de allí a Madrid, treinta horas en el aire en un tetramotor de Iberia, haciendo escala en Madrid. A la mañana siguiente partiría a Casablanca en Marruecos, luego Dakar, Angola y por fin Ciudad del Cabo. De allí, en cualquier transporte, en camello si era necesario, llegaría a Bloemfontein. «¡Ojalá y hubiera yo aprendido el violín para ser como el doctor Schweitzer!», se dijo sonriente. Ahora resonaban sus pisadas en la acera, pas, pas, pas, pas, sus zapatos que ya no eran los de la tía Tana. «Hoy camino por las calles del centro, pero la semana que entra lo haré en una desconocida ciudad africana, mi vida también una interrogante». Sentía curiosidad por sí mismo en esa nueva vida.
—Lorenzo, hace rato que te grito y no me ves. ¿Adónde vas tan ensimismado?
—A Bloemfontein.
—¿Qué es eso?
—África del Sur, voy a hacerme cargo de un observatorio.
Alejandra Moreno se detuvo, incrédula: «Pareces piñata apaleada», rió Lorenzo.
—Mira nomás lo que me estás diciendo, no es posible que hayas tomado esa decisión.
En suspenso, el rostro de Alejandra bajo su boina azul colgaba del aire.
En torno a ellos aumentó el tráfico y el barullo de los vendedores ambulantes, a quienes se les hace tarde y siguen caminando. «Óyeme, no pongas esa cara, no me he muerto». Alejandra lo jaló hacia ella: «Haces falta en México, no puedes irte», llegaron a Tacuba y cuando Lorenzo se disponía a entrar a la agencia, Alejandra lo detuvo bruscamente: «Antes de comprar el boleto, ven a despedirte de Salvador Zubirán». Caminaron hasta la Rectoría de la Universidad en Justo Sierra 16. Alejandra, que tenía derecho de picaporte al imponente despacho del rector de la Universidad, dio rienda suelta a su indignación. «¿Cómo lo vamos a dejar ir, ni que tuviéramos tantos como él?». Manoteaba: «¡Pobre de nuestro país, de veras, pobre! Cuando alguien puede contribuir a sacarlo adelante ni cuenta nos damos. Otros reconocen su valor y saben quién es, mientras nosotros dictamos oficios y nos empantanamos en la burocracia».
Los ojos consternados de Alejandra se afianzaron a los de Lorenzo, la mirada cuajada de angustia se agrandaba a medida que hacía retumbar su voz de pared a pared.
Tras de su escritorio de ébano, Salvador Zubirán escuchaba a Alejandra con la misma benevolencia con la que oía a sus pacientes. Aunque trajeado de oscuro, parecía traer su pulcra bata médica y esto le infundía calma a sus acuerdos. Miraba al joven científico frente a él y a Alejandra, su defensora, a quien conocía de años y pensaba que ojalá todos los jóvenes tuvieran esa pasión aunque no sabía bien si la de Alejandra era por la ciencia o por ese muchacho carirredondo de mejillas encendidas. Sabía que en Tacubaya, además del telescopio, lo que menos servía era el material humano. A estas alturas unos cuantos aficionados insistían en su afán de localizar estrellas en la bóveda celeste cuando la astronomía de posición había sido superada en todos los observatorios del mundo: Monte Palomar, Monte Wilson, Kitt Peak, Lick. También Graef Fernández, Fernando Alba Andrade, Alberto Barajas, Ricardo Monges López, Alfredo Baños y científicos españoles exiliados coincidían en que el Observatorio de Tacubaya debía renovarse. El propio Erro le había comunicado que después de veintiséis años en la dirección, Gallo estaba a punto de convertirse en el Porfirio Díaz de la astronomía mexicana: «Mi apellido es Gallo y voy a defender mi puesto como un gallo». Ya era hora de sanear Tacubaya.
Frente a estos jóvenes, Zubirán no dudó: «He aquí la coyuntura. Ni modo. La astronomía debe modernizarse y Gallo tiene que irse».
Cuando los dos muchachos, tomados de la mano, descendieron por la escalera del venerable edificio, Lorenzo de Tena era el nuevo director del Observatorio de Tacubaya.
—Acompáñame a Donceles porque en el patio de la Secretaría de Educación está pintando Diego Rivera —señaló Alejandra— y yo lo he buscado como loca. Vamos, no seas mula.
La única conversación en los corredores de las secretarías de Estado y en la Confederación de Trabajadores de México era la de la industrialización del país. Hablar del nuevo país era una fiebre. Con los capitales extranjeros México iniciaría su despegue y se volvería competidor de los Estados Unidos. De campesino pasaría a industrial. En las grandes haciendas pulqueras de los llanos de Apan, los tlachiqueros se transformaban en obreros especializados en la construcción de carros de ferrocarril.
En los Estados Unidos ya no había hombres en el campo, sólo máquinas, y lo mismo le sucedería a México. Mientras tanto, proveía braceros al vecino del Norte, cruzaban el río Bravo por hambre. A Lorenzo lo irritaba sobremanera el triunfalismo gubernamental. Si no quería perder el juicio lo mejor era mantenerse lejos de todas estas ilusiones, mucho menos inocentes que la canción de Pompas ricas con la que Florencia le enseñó a bailar.
A partir de su nombramiento, Lorenzo de Tena se instaló en la muy provinciana villa de Tacubaya, desértica y a más de ocho kilómetros del centro de la ciudad. Diego Beristáin fue a visitarlo.
—Lástima no verte presidiendo la mesa del Observatorio del Castillo de Chapultepec, pero este edificio es digno de tu persona.
Con su jardín interior ancho y arbolado, sus altos techos, ventanales y emplomados, el Observatorio contaba no sólo con jardines que los visitantes celebraban, sino con una torre cuya cúpula se abría al cielo. Con el telescopio refractor de cinco metros de distancia focal y 38 centímetros de diámetro alcanzaban a verse Saturno y sus lunas, asteroides y estrellas. Una jacaranda estiraba al aire el lujo de sus ramas lilas en el mes de marzo. Verla era un consuelo. Del edificio, lo mejor eran quince vitrales traídos de Francia que ensalzaban a Copérnico, Kepler, Herschel, sus nombres escritos en un listón sostenido por querubines. Un telescopio sobre una estructura de madera, un árbol del bien y del mal con cinco manzanas completaban la serie de imágenes. Salvo el lujo de los emplomados, todo lo demás eran cajones vacíos, estantes polvorientos, boletines amarillentos y largas hileras del anuario del Observatorio Astronómico Nacional que se publicaba desde 1881. Nada allí podía atrapar la imaginación de un joven. Sin embargo, el edificio le infundía respeto a los visitantes: «Desde aquí se ve el cielo, hijito, a esa torre suben los estrelleros a observar».
A pesar del polvo, Lorenzo sacó de los anaqueles los informes de sus antecesores y leyó con simpatía textos de 1876 de Francisco Díaz Covarrubias y Francisco Bulnes, orgullosos de su expedición a Yokohama, Japón, para observar el tránsito de Venus. «Entregamos nuestros resultados antes que los franceses». A partir de ese triunfo empezaron a invitarlos países con telescopios mucho más poderosos que el de Tacubaya. En esos años, la astronomía resultó tan popular que una pulquería del centro se llamó: El Tránsito de Venus por el Disco del Sol.
Si durante la Revolución de 1910 los hombres no vieron más estrellas que las de su muerte, la astronomía se recuperó gracias a Valentín Gama, un hombre curioso e inteligente, quien nombró director del Observatorio a Joaquín Gallo, que de geógrafo pasó a astrónomo. Nada fascinó tanto a Gallo como organizar expediciones tras los eclipses de Sol y de Luna. Del último viaje a Perú, en 1944, para ver el eclipse total de Sol, Lorenzo tenía noticias por sus amigos José Revueltas y Félix Recillas: «Salimos en un barco de Acapulco hasta El Callao», le contó Revueltas. «Tomé muy en serio mi papel de cronista, escribí mucho, ajeno al relajo de los otros dos escritores, Fernando Benítez y Luis Spota, que eran parte de la expedición. Escribí una bitácora muy completa. A lo mejor lo hice pensando en ti. Más tarde tuve que ir con ellos a Chile a un congreso de literatura pero por mi gusto habría permanecido con los astromonos».
¡Ah qué Revueltas! ¡Siempre lo había llamado astromono! Revisó los volúmenes empastados de hojas amarillentas y pensó en Joaquín Gallo: «También a mí me sacarán algún día de la jugada. También a mí vendrán a decirme: “Hombre, Tena, hay que saber hacerse a un lado, la astronomía moderna te ha rebasado”. Un nuevo director llegará dentro de algunos años a sustituirme y pensará que soy una momia venerable. Me dirá: “Ya perdiste tu eficacia y haces sufrir a tus colegas”». Convencido de que los directores de institutos científicos no deben ser eternos, elaboró un nuevo reglamento. Seis u ocho años de gestión eran más que suficientes. Se lo diría a Zubirán y también a Graef, que en la Universidad hablaba de reformar el Consejo Universitario.
Un lunes, pasadas las siete de la noche, Lorenzo vio cómo el mozo dejaba entrar al público:
—¿Adónde van? —preguntó.
—A ver las estrellas.
—Sólo son dos días de visita: sábados y domingos.
—Don Joaquín ordenó abrir los días hábiles. Dice que así se combate la ignorancia y la superstición.
—Gallo ya no es director y las visitas se suspenden.
Al ver su expresión de asombro, Lorenzo se dignó explicarle:
—El telescopio tiene que estar al servicio de los investigadores, no de los curiosos.
—¿Investigadores? —inquirió el mozo.
—¿Qué? ¿Nunca ha oído esa palabra?
El Observatorio de Tacubaya seguía funcionando como en 1914. Los alumnos de escuelas primarias y secundarias irrumpían a su antojo para ver las estrellas y recibir una conferencia ilustrada sobre cometas, eclipses de Sol y tránsito de Venus. A veces eran cinco, a veces veinticinco oyentes. En la puerta se vendían unas tablas de logaritmos calculados por Carlos Rodríguez que el Observatorio imprimía «para ayudarse». «Sólo falta que vendamos volantes con las tablas de multiplicación», se indignó Lorenzo. La gente podía pasar a ver la serie de fotografías astronómicas bajo vidrio y los instrumentos antiguos que ya no se empleaban. Total, en los pasillos Lorenzo se tropezaba con hombres, mujeres, adolescentes y niños que inquirían ¿oiga, no me permite pasar a su baño?, y no faltaba quien se instalara en una banca del jardín a comerse su torta.
—Esto no es una romería —se indignó Lorenzo—, es un centro de educación superior, de in-vesti-ga-ción, lo que sucede es inadmisible y no voy a tolerarlo.
Todas las mañanas, Lorenzo confrontaba alguna situación imprevista. Una de las secretarias de mayor edad, la señorita Herlinda Tovar, le advirtió:
—Yo soy la responsable de informar a la prensa, además doy conferencias por radio. Imparto cátedra en provincia sin costo alguno. Recibo, por orden del señor doctor don Joaquín Gallo, mis viáticos y un pequeño estipendio por la conferencia.
Lorenzo descubrió entonces la afición por las estrellas de diversas amigas de la profesora Tovar, que la visitaban deseosas de saber su horóscopo:
—Eso no tiene que ver con la astronomía —rugió Lorenzo.
—Eso no le hace daño a nadie, señor, en cambio su mal carácter está envenenando el espíritu antes pacífico del Observatorio —respondió Herlinda Tovar.
El personal del Observatorio resentía la impaciencia de Lorenzo y en pocas semanas se granjeó la antipatía del bibliotecario, que invariablemente llegaba tarde y le replicó que Joaquín Gallo jamás le hizo reproche alguno. Las secretarias eran las más temibles, porque hacían frente común con la señorita Tovar. Querían imponer el día de la secretaria. «¡Este país lo que necesita son jornadas de doce horas, no más días de asueto!». Ante la insistencia de Herlinda, Lorenzo le espetó: «¿Por qué no instituimos “el día del pendejo”? Allí sí que le entrarían to…». Para su sorpresa, la señorita Tovar lo interrumpió:
—El día del cabrón, doctor, el día del cabrón…
Estupefacta, Herlinda vio a Lorenzo sonreírle.
También los miembros de la Sociedad Astronómica fundada en 1901 se sintieron rechazados. El nuevo director no les ofrecía un cafecito como Gallo, ese gran calculista que platicaba con ellos. Varios empresarios se daban el lujo de tener telescopio en casa y estarían dispuestos a ayudar a Tacubaya si recibían las atenciones que se merecían. ¡Qué se creía ese Tena!
Sólo el mocito veía al nuevo director con simpatía y lo seguía. En la soledad nocturna de Tacubaya, Lorenzo subía a observar, y a pesar de la iluminación de la ciudad, esas horas frente al telescopio seguían siendo las mejores, pero cuando había Luna llena, Lorenzo encerrado en su oficina, miraba su reloj hora tras hora y meditaba desesperado en el retraso del país y sobre todo en el de la ciencia mexicana.
¡Cuánta impaciencia! Lorenzo caminaba como león enjaulado. «Calma, fiera, calma». A ratos se reprochaba el distanciamiento con Erro. Aún sentía pena por el incidente, pero el director seguía publicando en Excélsior como si nada.
Como un remedio contra la desesperanza, Lorenzo acudía al telescopio y una noche, al ver al mozo a quien Joaquín Gallo utilizaba como mensajero, le preguntó:
—¿Le gustaría subir conmigo?
Con mucha paciencia le enseñó a afocar el lente hacia el cúmulo estelar. Listo como él solo, se presentó a la misma hora a la noche siguiente.
—¿Cómo te llamas? —inquirió Lorenzo.
—Aristarco Samuel.
—¿Qué?
—Aristarco es mi nombre, Samuel mi apellido.
—¿Quién te puso Aristarco?
—No sé, a lo mejor mi papá.
—¿Nadie te ha dicho nunca que Aristarco de Samos fue el primer astrónomo del mundo?
—Sí, la doctora Pishmish, pero a ella no le llamó la atención que así me llamara yo.
«Si no hay astrónomos voy a entrenar a quien quiera aprender», se dijo Lorenzo.
A lo mejor eso era hacer ciencia en un país subdesarrollado, echar mano del primero que mostrara interés, sobre todo si se llamaba Aristarco. Después de todo, también él había seguido a Erro a la azotea de la calle de Linares equipado sólo con su emoción.
—Mira, para que la noche sea propicia a la observación debe estar sin nubes, sin bruma, sin neblina. Para que se estabilice el sistema óptico con el ambiente, tienes que abrir la cúpula antes. Fíjate, aquí está el termómetro. Para mover el telescopio utilizas esta cuerda y lo apuntas a la dirección indicada. Aquí están los círculos de posición. En la mañana haremos un programa de lo que vamos a observar en la noche.
Le señaló exactamente el cuadrito de cielo a observar: «No te muevas de aquí y vamos a tomar las placas. Es igual a una fotografía». Al día siguiente, después de revelarlas, le enseñó a cotejarlas. Ninguno tan apasionado ni tan eficaz como Aristarco Samuel.
A la noche siguiente, la Luna en cuarto menguante, Lorenzo y el muchacho subieron a la torre, localizaron la estrella en la inmensidad del cielo y permanecieron tomando placas de un minuto, tres minutos, seis minutos, nueve minutos, veintisiete minutos. «Tienes que triplicar el tiempo de observación para llegar a las magnitudes más débiles». Con una expresión de asombro indescriptible, Aristarco Samuel afocaba el telescopio a la región indicada. A pesar de sus quince años, permanecía despierto toda la noche. Tenía energía de sobra y Lorenzo le advirtió: «Vamos a trabajar sobre estrellas de alta luminosidad y tú vas a ayudarme a clasificarlas». «Quisiera ver más lejos», se impacientaba Aristarco. «Mi cuate, tienes que esperar a que la luz te llegue. Si tuvieras una pupila de cuatro metros de diámetro, verías cuarenta veces más que este telescopio, pero como no la tienes, vas a sacar un espectro».
—O sea que quien dice lejano dice joven —comentó Aristarco.
Lorenzo le mostró cómo descubrir si las estrellas eran tardías o tempranas según sus índices de color. «Desde ahora tú eres el encargado de registrar la posición de la estrella, el tipo de placa, la zona del cielo en la que se harán las observaciones mañana en la noche».
Aristarco era de una devoción conmovedora. Preguntaba cómo estaban hechas las estrellas, qué cosa era el material oscuro, el gaseoso, y se apasionó por las estrellas rojas.
—Odio la Luna.
—¿Por qué?
—Porque apenas aparece en cuarto creciente, ya no podemos observar. Ahora le rezo a la Virgen por que nos regale noches sin Luna.
Lorenzo adaptó con un tornillo una Rolleyflex al telescopio y la ajustó con el obturador abierto de manera que aprovechara el movimiento del telescopio.
Una noche, enfermo de gripa, Lorenzo le preguntó al muchacho si se sentía capaz de observar sin él. Todavía antes de la medianoche fue a darle una vuelta, subió tosiendo la escalera al telescopio y al verlo tan atento y responsable le dijo:
—Mañana superviso tu material.
Para su sorpresa, Aristarco le respondió:
—Ojalá y tuviéramos una cámara de mayor tamaño.
Al día siguiente lo encontró barriendo el jardín:
—¿Cuál es tu mayor ambición en la vida?
—Ser astrónomo.
—Si sigues así, lo serás.
—¿Cómo se hace un descubrimiento, doctor?
—Un gran descubrimiento no es sino la finalización del trabajo de mucha gente. En un momento dado, al trabajo individual de varios hombres se concentra en un solo cerebro más organizado y distinto a los demás. Newton, y más tarde Einstein, reorganizaron lo que ya se sabía y lo enunciaron de modo distinto. Ése es el descubrimiento, Aristarco, pero todos los conocimientos necesarios para dar el paso ya estaban allí.
Lorenzo hacía que Aristarco apuntara los nombres: Herschel, Kant, Laplace, el astrónomo inglés Thomas Wright, y finalmente Hubble, quien tomó los primeros espectros de galaxias y demostró que estaban muy lejos de nosotros, tanto que ni siquiera pertenecían a nuestra galaxia.
«La distancia, Aristarco, se mide a través de otras estrellas más pequeñas o de determinada luminosidad. Con su maravilloso telescopio, Hubble tuvo acceso a otras galaxias e hizo sus mediciones a partir de estrellas variables. La luz toma un cierto tiempo para llegar hasta nosotros, además las distancias se cuentan en años luz. Andrómeda, que es una galaxia cercana a la nuestra, está a dos millones de años luz. Recibimos la luz de galaxias enviada hace diez, veinte, treinta, cuarenta millones de años. Entre más lejos ve el astrónomo, más ve objetos tal y como estaban en el momento en que fueron creados y la finalidad última es comprender las primeras galaxias, las que se formaron en el principio».