19.

Ese mismo día en la tarde, con rabia en el corazón, Lorenzo tomó el autobús de regreso a Tonantzintla. Pensó en Juan durante unos momentos, y a la mitad del trayecto las T-Tauri recuperaron su imperio. Seguramente en el Observatorio, a pesar del pesimismo de Fernando Alba, habría alguien con quien hablar de estrellas. «Si se dedica al estudio de las nebulosas planetarias, amigo De Tena —le dijo Bart Jan Bok—, puede llegar a determinar la abundancia de elementos pesados como el argón y el azufre, así como el cociente pregaláctico de helio a hidrógeno. ¡Es importantísimo!».

Dios mío, tal parecía que el tiempo se había detenido en Tonantzintla. La quietud del Observatorio lo violentó. En el pueblo dormido, los Toxqui tampoco habían avanzado. Hasta los niños se mantenían igual. Después de Boston, todos le parecieron diminutos. Además de los baches en la calle, persistían en las casas las mismas varillas en espera de un segundo piso, las bardas derruidas o a medio construir, todo a medias. «¿Qué pasó con lo de las flores?», preguntó a don Honorio. «Pues a ver», fue la respuesta desganada. Eso era, a todos los vencía la inapetencia. Su irritación crecía y latía furiosa contra sus sienes. «Ciencia inútil la mía, puesto que soy el único desesperado».

Lorenzo se enfrascó en una de sus eternas discusiones con Erro y notó que del oído izquierdo, hasta entonces el bueno, oía menos y el esfuerzo le daba a su rostro un rictus de dolor. El polemista convincente ya no tenía empuje.

Envuelto en el humo de su cadena de cigarros, Lorenzo le confió su ansiedad por el rezago de México visible en el valle frente a ellos. ¿Cómo era posible que en la bóveda celeste hubiera más movimiento que en este diminuto fragmento del planeta Tierra? ¿Cuándo influiría el cielo sobre la vida de los hombres? «El cielo y la Tierra son uno solo. Lo de arriba es lo de abajo», le había dicho a Erro con una sonrisa, que le recordó al maestro la que le hizo en la azotea de la calle de Pilares, cuando le propuso que fuera su asistente.

—En vez de vivir en el pueblo, Tena, ¿quiere ocupar uno de los bungalows?

—¿Un bungalow para un hombre solo? No tiene caso.

—Eso mismo, camarada Tena, ya es hora de que busque mujer. ¿O no ha pensado en casarse?

—Lo que quiero es trabajar —gruñó Lorenzo.

—No le impediría trabajar.

—Estoy perfectamente bien con la familia Toxqui allá abajo.

Poseído por sus galaxias y sus estrellas azules, Lorenzo no tenía con quien hablar de ellas. Erro había envejecido. En Harvard, Bok era un interlocutor verdadero, pero aquí, ¿quién? Diego Beristáin lo escucharía como buen amigo de infancia, pero no podría darle respuesta alguna. ¡Oh, Norman!, ¿dónde estás? Ya desde ahora extrañaba las feroces discusiones de Harvard.

La primera noche frente a la cámara Schmidt hizo que México, de un solo golpe, recuperara su hechizo. Este cielo era su piel, sus huesos, su sangre, su respiración, lo único por lo que daría la vida.

—Creo que nada me hace tan feliz como el cielo de Tonantzintla —le dijo a Erro.

—Pues húndase en él, ésa es su salvación.

—Allá sí suceden cosas.

—¿Qué me está usted reprochando?

Ambos sabían que Juan se erguía entre ellos, víctima y fantasma. Además de haberle partido la vida a su hermano, Lorenzo le recriminaba la pérdida del equipo humano, la inercia del Observatorio, que era la del país.

—Podría irme diez años y regresar a encontrarme los mismos tejocotes pudriéndose bajo los árboles.

—No soy responsable de la inconsistencia de los hombres —dijo Erro.

A los mejores matemáticos y físicos, formados por Sotero Prieto, los absorbía la Universidad Nacional, cuyas facultades se dispersaban en la ciudad: el edificio de Biología en Chapultepec, el de Geología en Santa María la Ribera, el Instituto de Física y Matemáticas en el Palacio de Minería, el de Filosofía en Mascarones.

Quienes habían estado en Harvard y en MIT durante la Segunda Guerra Mundial volvieron a dar cátedra sobre temas desconocidos en México: mecánica de suelos, que impartía Nabor Carrillo en el Palacio de Minería, o teoría de la relatividad, que Carlos Graef volvió accesible. Raúl Marzal se encargó de promover la Escuela de Ingeniería; Alberto Barajas, matemáticas. Leopoldo Nieto, vibraciones mecánicas, aunque Alberto J. Flores, futuro director de la Facultad de Ingeniería, era el de la materia. El joven Marcos Mazari tomaba física e ingeniería. Pasaba de la clase de Raúl Marzal a la de Nabor Carrillo. Muy pronto destacó: «Oiga, maestro, ¿por qué no nos da teoría de consolidación?». ¡Cuánto entusiasmo! Así empezaron a foguearse los maestros que más tarde enseñarían en la Facultad de Ciencias.

Ahora, en la ciudad de México, las facultades estaban reuniéndose en una inmensa extensión de tierra volcánica en el sur, «hermosísima, hermano, hermosísima», se extasiaba Graef Fernández, el campus superaría al de cualquier gran universidad de la Ivy League. «Vente para acá, hermano, no tenemos carrera de astronomía, contigo podemos empezarla, aquí está tu lugar y no en ese pueblo». «Lo voy a levantar, vas a ver», respondía Lorenzo rabioso. «No seas obcecado, no tienes gente. ¿Quién va a querer ir a llenarse de polvo?». Con Graef, la Facultad de Ciencias encabezaría el progreso del país. Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Juan O’Gorman caminaban por el campus universitario. A O’Gorman le habían encargado pintar la biblioteca, a David, un mural superdinámico con materiales nunca antes empleados para la torre de Rectoría y a Diego el estadio. ¡Tres obras de arte, además del museo universitario, el jardín botánico, la alberca olímpica, los campos deportivos!

Ante la belleza de los edificios levantados sobre un mar de lava, Graef, embelesado, presumía a través de los inmensos ventanales los espacios y la nobleza del paisaje. «¡Qué campus! ¡Aun sin terminar esta Ciudad Universitaria es grandiosa! ¡Y a un lado la pirámide de Cuicuilco!». Hervían los muros inconclusos, florecían los techos recién colados. Algunas facultades apenas empezaban a ser trazadas. Los albañiles con sus cubetas de mezcla parecían palomas revoloteando en torno a migas de pan. «Todo esto es nuestro —señaló Nabor Carrillo con bonhomía—, pero estamos muy dispuestos a compartirlo». Graef enumeró las materias que ya se impartirían en la Facultad de Ciencias y contó que pronto tendrían un reactor nuclear y un acelerador Van der Graaff para estudiar el átomo. Al lado de Graef, un joven alto, de pelo negro, Marcos Moshinsky, hizo varias intervenciones brillantes: «¿No te has dado cuenta, Graef, que nuestra universidad es tan endeble como un castillo de naipes? ¿No sabes que la educación del país es tercermundista y que ni siquiera el veinte por ciento, qué digo, el diez por ciento está llegando a la preparatoria y en Estados Unidos es el ochenta por ciento? Nuestro porcentaje de deserción es altísimo». «Lencho, no seas tan negativo, lo importante es que echemos a andar la educación superior y la científica. Hemos recibido varias peticiones de colaboración de universidades norteamericanas».

—Sí, porque nuestra actividad científica es tan reducida que no le significamos peligro alguno. El número de científicos en Estados Unidos es casi cien veces mayor al nuestro, por lo tanto, a ellos les conviene que hagamos más ciencia porque estamos muy lejos de ser competencia política o económica.

—El competitivo eres tú, Lencho, y tu pesimismo te va a matar.

—No tenemos una élite, para lograrla hay que elevar la educación a todos los niveles.

—Te aseguro, Lencho, que vamos a formar gente de primer nivel.

Mientras en la ciudad la creación de la ciencia vivía su época más bella, Tonantzintla se apagaba y el ánimo de Lorenzo también. ¡Cuántas veces no deseó haberse quedado en Harvard tres años más! «¿Qué alegas si tú ni doctorado tienes?», le espetó una vez Juan Manuel Lozano. Sólo con Norman Lewis podría tratar el tema de su título. Frente a sus colegas guardaba un silencio hostil. «Mi país me traiciona». A la gran mayoría de los jóvenes, la invención de modelos e hipótesis que explicaran lo que le sucedía a la Tierra y al cielo los tenía sin cuidado, no cualquiera podía hacer una ecuación y todos preferían irse a lo seguro. Además, ¿dónde estaban los laboratorios, el equipo, los instrumentos, las becas? Desde luego no en Tacubaya, adonde ningún político, por mejor intencionado, dedicaría una mirada siquiera.

Antes, en la calle, los peatones levantaban los ojos al cielo nocturno y a simple vista localizaban a Sirio, la estrella más brillante de la bóveda celeste; ahora no sólo los faroles sino la luz de los faros de los automóviles opacaban las estrellas. En su afán de modernidad, los hombres habían borrado el cielo de su vida. ¿Quién, salvo unos cuantos científicos, tenía conciencia de planetas, estrellas, meteoritos, cometas?

A Tonantzintla, ese pueblito perdido en el mapa, también lo embestía la luz de la ciudad de Puebla de los Ángeles. De los edificios y los anuncios publicitarios subía un halo de luz, una suerte de polvillo anaranjado que cubría el cielo, antes negro y despejado, impidiendo la observación. Ni una sola protesta. Solos, Braulio Iriarte, Luis Rivera Terrazas y Lorenzo de Tena se enfrentaban a la apatía.

Cuando Lorenzo quiso construir la primaria en Tonantzintla, don Lucas Toxqui le dijo desganado: «No hay ni quién ni con qué, los del gobierno ni se asoman». Lorenzo se indignó: «¿No podrían estudiar al aire libre, bajo un árbol? Si tanto les urgiera, lo de menos son las condiciones». «Queremos una escuela formal». Gracias a su empeño, ya tenían la escuela. ¡Pero cuánto desgaste el de Lorenzo! «Voy a morir joven», se decía. «Sí, pero no me importa, lo que sea, que suene».

A Lorenzo, el retraso de Tonantzintla y el de Tacubaya se le hacían más evidentes porque sus antiguos maestros y compañeros, Fernando Alba Andrade, Carlos Graef, Alberto Barajas, discípulos del gran matemático Sotero Prieto, giraban entusiasmados en torno a la Ciudad Universitaria y su capacidad de convocatoria había logrado que a los estudiantes, que antes preferían irse a lo seguro: Leyes, Contaduría, Medicina, ahora Ciencias no les pareciera tan desdeñable y oscura. En Física, Manuel Sandoval Vallarta era un modelo a seguir, lo mismo que Graef Fernández y no se diga Arturo Rosenblueth. ¿No que la ciencia era incomprensible?

En los meses que siguieron, Lorenzo se hundió en el cielo nocturno como le aconsejó Erro, pero entonces se encontró con que la cámara Schmidt no respondía. ¡Oak Ridge, Oak Ridge, ¿dónde estás?! El telescopio era de una deficiencia aterradora. ¿Sería el tubo o la estructura que sostenía la poderosa lente? «Lorenzo, Félix Recillas viene a la Universidad la semana que entra, ¿por qué no hablas con él?», le aconsejó Luis Rivera Terrazas.

El encuentro con Recillas en Puebla confirmó su sospecha. «Mire, Tena, gringo o no gringo, el de Tonantzintla es una especie de cacharro al que nadie ha podido sacarle nada. Nunca diseñaron un buen tubo o el mecanismo no sirve. Recuerde que lo hizo manualmente algún artesano de nuestro medio y lo montaron puros inexpertos que Erro recogió aquí y allá. Cuando viajó usted a Harvard, la cámara Schmidt ya andaba mal. Nunca han podido trabajar con ella, de ahí la desbandada. La única solución sería mandarla de nuevo a Harvard».

En el autobús de Puebla a Tonantzintla, Lorenzo se repitió la última frase de Recillas: «No hay quien pueda sacarle nada a la Schmidt. El mecanismo no responde porque quienes lo instalaron eran amateurs». El vidrio óptico no tenía defectos, lo fallido era la estructura hecha a martillazos. Habría necesitado de un diseño ultramoderno producto de la mente de ingenieros y mecánicos de primera que aún no se daban en México.

Lorenzo recordaba el fervor de don Luis y sus amigos, y el ingenio y el entusiasmo puesto en ensamblar y soldar las partes que mereció el visto bueno de Dimitroff. Al mismo tiempo, histéricamente, se repetía que una máquina no iba a poder más que él. «A ver cómo le hago, pero tengo que ganarle la partida, no me importa el tiempo que gaste pero voy a encontrarle el modo». Esta determinación lo ponía en un estado de nervios incontrolable. Imposible pensar en otra cosa. Era un duelo a muerte. «Primero me muero a que me venza una cámara». Se lo decía con furia, regañándose, incapaz de salir del imperio férreo de la Schmidt, cabrona, mil veces cabrona.

Subía a la colina a paso redoblado, sin ver nada, salvo la Schmidt. Día tras día, exacerbado, una aspirina tras otra, una impotencia derrotando a otra, una cólera sorda que habría estallado en llanto de tanta exasperación, Lorenzo buscaba que la Schmidt respondiera. ¿Cómo era posible que él tuviera tantos proyectos, tantas ideas y que no contara con un buen instrumento? ¿Llamar a Shapley? ¿Irse de México? Lorenzo la habría pateado. «¡No tengo otra —se repetía—, tampoco tengo otro país!».

Una noche en que, después de abrir las compuertas de la cúpula, apuntó el telescopio al cielo, se dio cuenta de que el tubo se vencía. «Será una construcción artesanal, como la llamó Recillas, pero el vidrio óptico es una maravilla». Esa noche no tomó una sola placa, su mente analítica calculó y volvió a calcular y finalmente, a las cinco de la mañana, Lorenzo bajó al pueblo a acostarse. Apenas abrió los ojos, lo avasalló la angustia de cómo manejar el aparato para obtener la profundidad de observación deseada. «Probablemente así trabajen los matemáticos en un teorema, desbrozando el camino hasta llegar a la esencia y al último paso, el definitivo, el de la solución», se dijo para darse valor.

Sin el menor cuidado por sí mismo, Lorenzo hizo cálculos, levantó tablas. Tres cajetillas diarias de Delicados le resultaban insuficientes, y ahora en la miscelánea le decía don Crispín: «Aquí le tengo sus cuatro paquetes, mi doc, para que trabaje mejor». Cada noche, su empeño lo llevaba más lejos. En una libreta forrada de linóleo negro apuntaba a qué inclinación había respondido el telescopio y seguía haciendo conjeturas. «Si el tubo se vence a veinte grados y lo reacomodo tomando en cuenta su flexibilidad, voy a obtener este resultado». Al cabo de dos semanas casi no necesitó apuntar, todo lo tenía en la cabeza, las distintas variantes, los pasos a seguir, y sobre todo, las palabras de Recillas.

Llevaba ya noventa días de catorce horas de trabajo obteniendo cada noche sin Luna, milímetro a milímetro, nuevos resultados, cuando se dio cuenta de que podía dominar la Schmidt. «Ahora sí, telescopio-cacharro, vamos a demostrar que sí sirves», y al revelar sus placas tuvo la certeza de que había llegado tan lejos como en Oak Ridge y quizá más.

La distancia de la Tierra al cielo era inimaginable para la mente humana, algunos planetas y estrellas estaban fijos y eran estáticos, pero muchos cambiaban y durante su ausencia, casi a ojos vistas, al menos eso creía Lorenzo, se habían movido en el cielo del sur. Comprobarlo le hacía tolerar todas las penalidades. Confrontaba al telescopio. Le hablaba en voz alta. Sabía exactamente cómo maniobrarlo, y una vez encontrado el sitio, tomaba sus placas sin un titubeo. Cada noche penetraba en un nuevo enigma, pero surgían otros y otros y otros. Las estrellas ráfaga en la nebulosa de Orión lo habían atrapado y lo condujeron a las T-Tauri con la fuerte intensidad en emisión que presenta la línea roja de la serie de Balmer del hidrógeno.

Cuando le enseñó a Erro sus primeros resultados, éste lo abrazó como un padre:

—Tena, es usted todo lo que yo hubiera querido ser.

Recillas, admirativo, lo tuteó como a un colega: «No sé si hiciste tablas o todo lo tenías en la cabeza, el caso es que tú has obtenido una perfección de observación que ninguno ha alcanzado. Fíjate, Tena, le has sacado a la Schmidt diez veces más de lo que los de Cleveland y Wisconsin con la suya. Los gringos se rindieron pronto, la usaron menos de la mitad de lo que tú en México».

Las palabras de Recillas le hicieron bien. ¡Lástima de apuntes, sentía no haberlos guardado porque esta maldita Schmidt había causado la desbandada de estudiantes y la de los teóricos que esperaban en vano los resultados! «Con esa lente tan fina, hay que conseguir un verdadero telescopio», alegó Recillas. Erro, tan nacionalista, creyó que el telescopio era un milagro de la tecnología mexicana. «¡Ni en Holanda, ni en Estados Unidos lo harían mejor!». Pero algo falló, lo mismo en Cleveland, porque la Schmidt no respondía, aunque Lorenzo, a base de paciencia y de coraje, la había puesto a funcionar. «Diablo de muchacho —decía Erro—, su prodigiosa inteligencia haría de él un genio en cualquier país del primer mundo. Aquí no lo valoran».

Una tarde, Lorenzo decidió ver de nuevo la capilla de Santa María Tonantzintla. ¿Habían creado los artesanos allá abajo su propio orden cósmico?

Después de recoger la llave en casa de don Crispín, que hacía las veces de sacristán, al abrir la puerta sintió que entraba a una naranja. El zumo asoleado y caliente escurría de los gajos de oro, la miel de las piñas, el rojo de las sandías, la glotonería abultaba el frutero y el frutero era esta capilla que desde lo alto vaciaba piñas y melones, uvas tan desmedidas que parecían higos, plátanos erguidos en su desfachatez, flores carnívoras de pétalos voraces. Pero eso no era todo, aquí había puntos fijos y un orden decretado por una ley matemática.

La capilla ejercía un encantamiento, los del pueblo eran ángeles y su madre, la Virgen, la consoladora, la que sí los amaba, los cubría de flores y frutas en abundancia. Al glorificar su infancia, la Virgen había amortajado a los habitantes. Niños de toda eternidad, revoloteaban dentro de esta capilla que les hacía justicia como una gran fuerza equilibradora. La capilla tenía algo de Leticia. «Me vale», habría dicho Leticia y los querubines la saludarían con una salva de aplausos. Leticia formaba parte del irresponsable, el desaforado cielo de la capilla, y por eso mismo, por su desmesura y su plenitud, ejercía la omnipotencia que los fieles y los curiosos reverenciaban.

Cuando vio que había oscurecido, Lorenzo encerró con alivio a los ángeles lascivos y devolvió la llave. Allá arriba lo esperaba la cámara Schmidt y mientras subía la colina rumbo al telescopio pensó que Lisa seguramente habría dicho frente al altar: Too much.