Imposible dormir, la emoción del regreso, el desierto que todo lo devora venía hacia la ventanilla y cubría los durmientes. La arena iba a tragarse al tren y a los escasos pasajeros, escasos porque casi nadie aguantaba en tercera el largo trayecto de Estados Unidos a México. ¿Quiénes serían? Parecían tolerarlo todo. Día y noche se abandonaban al sueño, despatarrados o encogidos sobre sí mismos, sus hijos bultitos de miseria, aguardaban el fin. ¿Cuál? El que fuera. Otros niños habrían corrido entre los asientos. Éstos no se atrevían y la cachetada que le dio su padre a un muchachito que se aventuró en dirección del cabús todavía resonaba en el aire. La atmósfera era de desaprobación del tracatraca, de la monotonía, de la lentitud y hasta de la inmersión de Lorenzo en sus pensamientos. Lápiz en mano, escrutaba todas las hipótesis que lo obsesionaban en torno a las estrellas ráfaga en la nebulosa de Orión. Más que Lisa, más que su vida misma. ¿En qué consistía entonces la evolución estelar si las estrellas no morían o se enfriaban como los planetas? Lorenzo era un hombre poseído por las estrellas.
De no verlo metido en sus papeles, quizá algún viajero le habría dirigido la palabra, pero a Lorenzo ni se le ocurrió pensar que él era quien se aislaba.
Al ritmo de la locomotora, entre un bamboleo y otro, súbitamente las ventanillas se cubrieron con una algarabía de ramajes y de savias, una vegetación animal intentaba tragarse al tren. Sin embargo, el verdor no trajo respiro alguno. La selva, su humedad caliente, hacía que se acendrara el olor a orines del fondo del vagón. El trópico los hostigó tanto como el desierto. Al llegar al altiplano Lorenzo descansó, pero el recuerdo de Lisa, el vientre de Lisa, la mirada de Lisa lo atenazaba. ¡Qué distinto sería si Lisa viajara a su lado! Ya habría entablado relación con éste y con el otro, conocería el nombre del maquinista y no se diga el del porter. Lisa —ahora se daba cuenta— era su comunicación con el mundo. Él, en cambio, vivía encarcelado. «¿Cuánta vida le queda al Sol?», se interrogaba y responderse a sí mismo era un reto mucho más grande que cualquier cosa que sucediera dentro del vagón. «El Sol es como una planta nucleoeléctrica que produce energía y transforma su hidrógeno en helio. ¿Qué pasará dentro de cinco mil millones de años, cuando haya consumido su energía? ¿Moriremos de frío?». Lorenzo pensaba en otras estrellas más jóvenes que el Sol o con una edad incluso más avanzada y volvía a sumergirse en conjeturas. ¿Cuándo sería posible postular si el universo era finito o infinito? ¿Cuándo se comprobaría lo uno o lo otro? ¿Cómo se inició el universo? Lorenzo, humillado, sólo podía responder como ya lo había hecho Galileo: no sé.
Descorazonado por los asuntos del cielo, volvía a la tierra. Ver a Emilia en Texas le habría encantado, pero detenerse unos días encarecía el viaje al grado de imposibilitarlo. Además tenía verdadera urgencia de seguir observando galaxias azules con la cámara Schmidt y no se preguntaba de qué viviría en su país, sino cómo respondería el telescopio.
El espectáculo de los maizales y las grandes montañas azules del altiplano reconcilió a Lorenzo consigo mismo. Hasta el hermoso rostro de su hermana Leticia le bailaba en la imaginación. «Siento dentro de mí una fuerza inexplicable. Podría derribar a un toro». Rico de todo lo que había aprendido, su mirada sobre México era de pionero. Él sacaría agua del desierto. Amaba a Tonantzintla, ¡ah, cómo la amaba! Lo esperaba una gran tarea, a Erro le propondría reforma tras reforma en el Observatorio, su hermano Juan también debía confrontar sus conocimientos en el extranjero, tener acceso a los aparatos de Oak Ridge, escuchar a los matemáticos modernos. Norman Lewis lo protegería, era un amigo confiable.
Lo primero que hizo fue tomar un autobús a la ciudad de Puebla y otro más lento y destartalado a Tonantzintla, su verdadera casa. Don Lucas Toxqui le abrió los brazos. «Su cuarto lo esperó muy solito, nadie lo ha ocupado».
Bajo el tañido de las campanas, el pueblo le pareció dormir. Su ritmo no se aceleró al compás del suyo. A él lo carcomía el paso del tiempo, a ellos se les espesaba en la sangre. «Órale, órale, ¿cuál es la prisa?», le dijo un campesino al que empujó sin querer al subir la cuesta.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó sonriente en la entrada a Guarneros.
—No está.
—¿Adónde fue?
—Ya no está.
Encontró el Observatorio extrañamente vacío. No había nadie en los cubículos. Por fin, en la dirección, después de abrazarlo efusivamente, Luis Enrique Erro le informó:
—Tuve que despedir a su hermano y créame que lo siento.
Resulta que en el fragor de un juego de basquetbol con los del pueblo, Juan empujó a uno que cayó al suelo y estuvieron a punto de liarse a golpes, y como Erro no toleraba que se ofendiera a un lugareño, corrió a Juan.
—¿Por qué no me escribió a Harvard?
—No podría usted haber hecho nada, Tena, mi decisión era irrevocable.
—Lo que yo quiero saber es dónde está mi hermano.
—Nadie lo sabe. Esto sucedió hace más de un año, hemos perdido contacto con él.
—Ahora mismo regreso a México a buscarlo —exclamó Lorenzo rojo de cólera y todavía preguntó—: ¿Y Fernando Alba?
—Está en el Observatorio de Tacubaya con Gallo.
—¿Y Graef?
—En la Facultad de Ciencias de la Universidad.
Sombrío, Lorenzo decidió volver a la ciudad.
—Mira, me da hasta vergüenza contarlo, pero Erro perdió la brújula. Sacó a tu hermano no sólo del juego sino de Tonantzintla —le informó Alba Andrade.
—No entiendo nada, Fernando. Darle un empujón a alguien en un juego es natural, sucede en todas partes.
—En realidad fue un pretexto, Erro no pudo con la inteligencia de tu hermano, que en poco tiempo lo sobrepasó, y saltó sobre ese incidente para correrlo. Se le hizo intolerable que un muchacho que ni a secundaria llegaba le ganara de todas todas.
—¿Dónde está Juan?
—Lo mismo me han preguntado Graef y Barajas. Tampoco se ha comunicado con Recillas, que era tan su amigo. Este desafortunado incidente caló hondo, perdí a mi mejor alumno. ¿A quién iba yo a darle clase? ¿A Julito Treviño y a otros dos que no valían la pena? Graef, muy molesto, empezó a venir cada vez menos. Nos quedamos solos don Luis y yo, y todavía seguí una temporada hasta que me dijo: «Si no está contento, Alba, váyase, a ver qué consigue». Entonces di clases en el Politécnico, en la Escuela Militar y en la Universidad. Me he alejado cada vez más de la astronomía, ahora me dedico a la teoría de la relatividad de Birkhoff.
—¿Y Félix Recillas y Paris Pishmish?
—Se van al Observatorio de París. En Tacubaya el único que vale la pena es Guido Münch, mitad chiapaneco y mitad alemán, pero ya le dieron la beca Guggenheim para estudiar con Chandrasekhar, en Yerkes. Tonantzintla está muerto, Lorenzo, de los científicos no queda nadie y no es con charlas de Erro como van a formarse los jóvenes. Mira, un ambiente de investigación no puede crearse por decreto y estoy persuadido de que la astronomía no es una rama de la física, imposible aprenderla sobre la marcha. Erro es un aficionado y para colmo, la óptica de la cámara Schmidt está fallando y si no enviamos el espejo a la Perkins-Elmer, nunca obtendremos resultados. Así están las cosas desde que te fuiste. Después del Congreso de 1943… todo se ha ido para abajo.
Ver a Juan se le hizo una obsesión, pero ¿dónde hallarlo? Seguramente Leticia lo sabía. ¿Y Leticia, dónde? Si él ni una postal había enviado.
Dos llamadas telefónicas bastaron para encontrarla al frente de una casa de huéspedes en la calle de Orizaba, en la colonia Roma. «¡Adiós, Leti, nos vemos en la noche!» «Leti, mi amor, no olvides mi cereal para el desayuno de mañana». «Leti, te adoro pero llevo dos semanas sin que me cambien sábanas y toallas». Una voz ronca respondía desde el fondo del averno: «Adiós, mi precioso». «Sí, mi lindo». «No te preocupes, muñeco». Fue la voz la que guió a Lorenzo hasta la recámara de una mujer acostada en una cama convertida en oficina, mesa de comedor, sala de belleza, burro de planchar, cantina y salón de juego. Lorenzo se detuvo. La voz lo alentó:
—Pásale, mi cielo, ¿qué se te ofrece?
Lorenzo por poco y se va para atrás. Leticia de inmediato se cerró la blusa y pasó su mano por sus cabellos alborotados. Era asombroso su envejecimiento en poco más de dos años, unas ojeras de oso panda ennegrecían sus ojos.
—Hermano, ¿cuándo llegaste, qué tal te fue? ¿Te sirvo un tequilita? Me voy a tomar uno contigo a ver si se me quita esa cochina gripa que cargo desde hace un mes. Por eso me ves así.
—Preferiría platicar en la sala.
—Ándale pues, tesoro, ahoritita me pongo una bata.
Y sin esperar saltó de la cama, calzó unas pantuflas y recogió un trapo del respaldo de una silla. La impresión de Lorenzo fue desagradable. «¡Qué fodonga! ¡Cómo se ha dejado!».
Sentada frente a él, Leticia prendió un cigarro:
—¿Quieres? Yo sí, para variar me pones nerviosa.
—¡Letiiiiii! —sonó una voz en el quicio de la puerta—, si no llego a dormir, no te preocupes, ¿eh, mi vida? Voy a hacerle la lucha a aquélla.
—Sí, mi corazón, que todo te salga bien y te espero mañana, ¿eh, bonito?
—¡Qué relaciones más amistosas tienes con tus inquilinos!
—¿Y qué quieres, que los odie? —respondió Leticia—. ¡Mejor cuéntame cómo te fue en los Esteits! Allá pagan en dólares, ¿verdad?
De tanta familiaridad, Leticia se hizo vulgar. Lo ganado en experiencia lo había perdido en frescura. Sus hijos, todos en la escuela, qué bueno, ¿verdad?, porque aquí dan una lata que no sabes, ¿qué qué tal van?, ay, quién sabe, yo creo que bien, al menos no los han expulsado. «Emilia vino de Texas, guapísima, no sabes, los años no pasan por ella, un cuerpazo, ¿no?, y yo con estas lonjas, traía una ropa gringa divina, me dejó un vestido muy finoles pero no me entra. Gracias a ella pude montar esta casa de huéspedes. Santiago en el banco, a toda madre para ser más clara, qué trajes, no sabes qué trajes, es un figurín, mucho más alto que tú, por supuesto, las trae locas, vas a verlo, ¿no? Aquí viene a comer de vez en cuando y siempre me deja una feria, ¿sabes lo que es feria? Ni modo, hermano, ya lo averiguarás. ¿Querías ver a Juan? Pues vas a tener que visitarlo en el Negro Palacio de Lecumberri, allá estableció su principado hace seis meses y espero que no se muera porque me debe. Claro que no voy, no quiero que me vuelva a sablear. El único que tiene agallas para verlo es Santiago, cuando no lo desvelan demasiado sus novias. Te invito a comer, ándale, yo disparo. Ay, ya no te hagas, creí que ibas a regresar más jalador de Gringolandia. ¿Ya te vas? Bueno, ni modo, cáeme cuando quieras. Yo siempre estoy aquí haciéndole de madre a mis inquilinos».
Lorenzo, en estado de shock, fue a sentarse a una banca de la plaza Río de Janeiro y prendió un cigarro. Después de un momento, su corazón se sosegó. «¿De qué me espanto si Leticia siempre fue así? Al menos ya encontró un modus vivendi». Cayó en cuenta de que le parecían incongruentes hasta estos edificios de ladrillo rojo que don Porfirio trajo de Francia con sus buhardillas y aleros para la nieve. ¿Cuál nieve? ¡Qué ridículos barandales! ¡Qué absurdo todo! Respiró hondo. «México es víctima de Europa», se dijo. Caminó despacio hacia la blancura de merengue de la Sagrada Familia, en la escalinata de la iglesia una parvada de mendigos levantaron la mano y entre ellas creyó ver la de Juan. Dos mujeres de negro, la cabeza cubierta con mantillas y una ostentosa medalla de la Virgen de Guadalupe entre los senos, cruzaron frente a él. Lorenzo atravesó la avenida Chapultepec, luego tomó la calle de Florencia y siguió un buen rato por el paseo de la Reforma hasta la glorieta de Cuauhtémoc con Insurgentes, en donde vio la casa de Lucía Arámburu. Remozada, albergaba nuevos inquilinos. Siguió caminando hasta detenerse bajo el reloj chino de Bucareli. ¡Oh, México, cuánto me dueles! México penetraba sus sentidos y lo hacía sufrir. Sentía la imperiosa necesidad de caminar la ciudad, aunque ya para entonces, además de los ojos llorosos tenía las piernas insensibles. ¿Estaré volviéndome loco? Aspiró profundamente el humo del último cigarro y se preguntó: «¿Cuántas cajetillas estaré fumando desde mi regreso, tres, cuatro?».
Antes de irse a Harvard se había separado de los amigos, ahora anhelaba el reencuentro, sobre todo con Diego. Al verse, ninguno de los dos tocó el tema de la muerte del doctor Beristáin y en el abrazo, ambos cerraron los ojos. «Después, hermano», murmuró Diego, «después, ahora no», y sea lanzó a una conversación deliberadamente frívola acerca de sus partidos de tenis, su trabajo en la Secretaría de Hacienda, un juego que ganaba en cada set porque sus saques eran insuperables. A su actividad social había añadido el bridge, «inteligentísimo, hermano, casi tanto como el ajedrez, con tu memoria lo jugarías de maravilla».
Como Lorenzo permanecía callado, le dijo:
—Por lo visto no has cambiado, sigues siendo el mismo intelectual al rojo vivo.
Lorenzo tuvo la desagradable sensación de que su amigo le daba coba. Durante su ausencia, Diego se había vuelto más mundano. Infinitamente sociable, la diplomacia era ya su segunda naturaleza. Los sábados y domingos salía con dos lumbreras: Hugo Margáin y Juan Sánchez Navarro, guapos y desenvueltos, entrenados para el triunfo. La vida en México tenía un barniz de urbanidad que escondía los sentimientos de cada quien. ¡Qué amables todos, qué finos, qué diplomáticos! Extrañó las discusiones científicas con Norman, la franqueza de Lisa. «Ya volviste, qué lindo», le dijo Adriana melosa. «Pinche vieja cursi, no le importo un comino», pensó Lorenzo. La vida en la capital había seguido sin él y cada quien andaba en lo suyo. Los intereses de la pandilla le parecieron pueriles al lado de sus grandes expectativas. Perdido el impulso inicial, no querían ser paladines sino de sí mismos. Ninguno vivía en el vértigo y muerto el doctor Beristáin, el único con quien podría compartir sus ideales, El Pajarito Revueltas, yacía refundido en la cárcel. Lorenzo percibió un ambiente taimado y rastrero nunca antes detectado. Sus amigos correspondían al too good to be true de los gringos. Había gato encerrado. ¿Vivirían una doble vida? ¿Qué máscara usaban para tratar con los demás?
A los pocos días se dio cuenta de que su experiencia en Harvard era incomunicable. El recuerdo de Lisa se le encajó como una puñalada. ¿Qué hago en esta ciudad? ¿Para qué volví? ¿Para qué acepté la invitación de La Pipa, la de Chava Zúñiga? ¿Qué tengo ya en común con ellos?
Le asombró la lentitud de las comidas impuntuales y copiosas que aniquilaban la tarde para cualquier cosa que no fuera una siesta de boa constrictora. «¿A poco ya te hiciste gringo? La comida mexicana es la mejor del mundo». En Harvard, el lunch apenas si era una pausa entre dos trabajos, un impulso entre dos ideas. No había tiempo que perder. Aquí, el tiempo era una manita de puerco en vinagreta a la que había que chuparle los huesos. Y ahora unas tostadas de pata y unos tacos de lomo, estos cueritos están a todísima madre, unos chicharrones en salsa verde, puerco y puerco y más puerco y pásame otra tortilla para mi cabeza de puerco. «Lencho, ¿cómo pudiste vivir sin tlacoyos ni pambazos?». Tal parecía que México era una inmensa garnacha friéndose al sol.
¿Cómo era posible que unos y otros se escucharan decir cosas que los disminuían? «Tienen que ser más inteligentes que esto», pensaba Lorenzo con inquietud, «yo los recordaba brillantes», pero no, seguían profiriendo inanidades que a veces Beristáin, irónico, refutaba hasta que gracias al alcohol nadie escuchaba a nadie. «¿Por qué se contentan con tan poco?», y al mismo tiempo se reprendía: «¿Por qué no puedo perder mi sentido crítico?». Algunas mujeres eran formidables hiladoras de lugares comunes. Complacidas, daban pormenores de su jornada hasta llegar a la fiesta y Lorenzo cayó en cuenta de que sus amigos las aplaudían con segunda intención. «Aguanta sus idioteces y luego te la llevas, es brutísima pero muy buena en la cama», confirmó Chava Zúñiga.
A Lorenzo le volvió la inquietud de sus once años en la casa de Lucerna, cuando creyó que los adultos tenían la explicación del mundo y se dio cuenta de que sus propósitos eran planos. ¿No estarían estupefactos Lisa y Norman? A lo mejor, por culpa de Lisa, las mujeres le parecían cúmulos globulares incomprensibles, conglomerados lejanos para los que no tenía indicadores de distancia.
México lo golpeaba con una piedra, «la pedrada que le dieron a mi padre», pensó. En Harvard nunca tuvo presente esa condición de piedra al sol, de hombres detenidos en la esquina, sin nada que hacer. La miseria hacía que los mexicanos se conformaran con ver pasar la vida. ¿Qué había hecho por ellos la Revolución? «¿De haberme quedado, tendría yo conciencia de tantas fallas?». En Harvard todas las estrellas eran novas, aquí sólo veía nebulosas.
—Hermano, eres un pez fuera del agua —lo abrazó Diego Beristáin—. O le entras o te hundes. No hay que responsabilizar a los demás de lo que le sucede a uno. Eso sólo logrará aislarte.
—¿A qué le entro, Diego? Tú lo que quieres es un país en el que unos cuantos partan el pastel, decidan por los demás y se lamenten porque tienen que cargar tras de sí el lastre de una multitud inerme por miserable. Yo lo que quiero es atraer a la ciencia al campesino, al obrero, a la madre de familia, al ama de casa aunque no pertenezcan a partido alguno, aunque no sepan formular siquiera lo que buscan pero hacerlos partícipes, aquí estoy, éste es mi país, quiero hacer algo.
Todo lo que a sus cuates les hacía gracia a Lorenzo lo repelía. El arzobispo Luis María Martínez aparecía en Rotofoto bendiciendo almacenes, cabarets, salas de baile, restaurantes que persignaba para luego rociarlos con agua bendita. «Mírenlo con su sotana straplessen los aparadores de Sears Roebuck, las vendedoras hincándose a su paso». «Lorenzo, te equivocas —terciaba Chava—, es un hombre campechano. Hace dos días pretendieron darle un asiento de primera fila y ¿sabes lo que respondió? “Yo en cualquier clavo me atoro”». Lorenzo seguía alegando que la diferencia entre Tongolele y el arzobispo era sólo el escote. «Ella es más enseñadora». Y para ponerse a tono con Chava y su relajo, respondía: «Éste es el país de Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Jorge Negrete, el “Charro Cantor” y el indito dormido en su sarape a la sombra del maguey. ¿Cuándo vamos a salir de la tarjeta postal?».
Lorenzo resentía a Chava. Por lo visto los ideales de sus cuates se habían ido por el caño; ya de por sí su nivel de vida era alto, pero Lorenzo los acusaba de «chaparrismo». Chava manoteaba: «Si sigues así, todos vamos a resultar inferiores a tus exigencias, el país entero jamás estará a tu altura. Tolerancia, hermano, tolerancia». «Dirás concesión, Salvador, concesión y yo no las hago. Exijo». «Pues no te exijas tanto y vive mejor».
Lorenzo tomó la primera copa y como no le hizo ningún efecto, se echó la segunda. A la tercera le entró una lenta euforia que fue subiendo de punto con los sorbos siguientes. ¿Cómo no pensó antes en el alcohol para calmar su angustia? Lisa y él jamás bebían, Norman tampoco, apenas una cerveza de vez en cuando.
A Norman Lewis le habría gustado discutir con su hermano Juan, porque al igual que él creía en la posibilidad de vida inteligente en otros planetas. «Allá —se entusiasmaba Juan señalando la bóveda celeste— hay muchos recursos que explotar. Así como de la tierra se saca el gas, el petróleo y los minerales, allá nos esperan vetas inexploradas, campos que van más allá de los cuásares y los hoyos negros».
Técnico él mismo, Juan se solazaba en la perfección de los instrumentos y repetía a quien quisiera escucharlo que el micrófono es más fiel que el oído, la película más exacta que el ojo y ni hablar de la célula fotoeléctrica. Si la tecnología podía ir más allá de las limitaciones humanas, si las maquinarias eran mucho más sensibles que las propias terminaciones nerviosas, seguramente nuestro cerebro sería desbancado por la técnica. ¿No había demostrado Pavlov que la sagrada voluntad del hombre podía ser un reflejo condicionado? A Lorenzo le irritaban las especulaciones de Juan, pero a Norman, que siempre comparaba la brevedad de la vida humana con los años de un planeta, le parecería factible que una sociedad de extraterrestres, para quienes un año serían mil o cien mil años, colonizara nuestra galaxia. Juan y Norman coincidirían y Lorenzo añoró ver el rostro inteligente de su hermano discutiendo con él.
Decidió regresar a la casa de huéspedes de Leticia y pedirle que invitara a Santiago a comer. «Claro, hermano, no faltaba más. ¿Te parece el viernes?».
¡Cuánto había crecido Santiago y qué razón tenía Leticia! Guapo, seguro de sí mismo, Lorenzo cayó bajo el encanto de su hermano menor. El agradecimiento del benjamín por Emilia era infinito y eso lo hacía más simpático aún. «Nunca podré pagarle lo que hizo por mí». En torno a él brillaba la misma aura mundana detectada en Beristáin, en Chava Zúñiga, en La Pipa: la del México triunfante. Al final de la comida —por cierto, deliciosa—, Lorenzo le dijo que quería ir a Lecumberri a ver a Juan y quedaron de verse en la entrada el domingo. «Lleva tu cartilla, si no, no te dejan entrar».
Entrar al México más desahuciado, eso era Lecumberri. Tras las rejas, como simios agarrados de los barrotes, rugían improperios o pedían dinero alargando la mano o una lata de sardinas. Uno de ellos jaloneó a Lorenzo, que cometió la imprudencia de acercarse demasiado. Llegaron a la crujía F, la de los ladrones, y Lorenzo sintió un escalofrío cuando su apellido resonó en el aire apestoso a mierda. No reconoció a Juan, había empequeñecido, casi no tenía rostro, sólo ojos bajo el cráneo rasurado. «Hermano». Juan se dejó enlazar, los brazos colgantes. Entonces, Lorenzo se retuvo para no dejar salir un grito de protesta: «¿Qué te han hecho, hermano?», y Juan miró al mayor sin perder su impasibilidad. Luído y sucio el uniforme, los brazos un desastre de cicatrices y no se diga los pómulos mallugados, Juan aguardaba, una bachicha en la mano. «¿Cuánto te falta para salir?» «No sé, el abogado de oficio, que es el de todos, dice que para fin de año». En ningún momento se dio el acercamiento, ni siquiera cuando los tres se dispusieron a comer el contenido de la canasta preparada por Leticia. «A nuestra hermana sí que se le da la cocina», comentó Santiago, jovial, al llevarse la cuchara a la boca. Juan no sonrió. Comió en silencio. «Te traje cigarros, hermano», y le tendió un paquete. Juan ni siquiera estiró la mano para tomar el regalo. Sólo al final volvió el rostro hacia Lorenzo y preguntó: «¿Trabajaste en objetos azules en Harvard? ¿Volviste a las líneas de emisión de ciertas estrellas que tanto te impresionaron en Tonantzintla? A lo mejor allí encuentras elementos fundamentales de evolución estelar». Cuando Lorenzo estaba a punto de responderle, contento, como si hubiera revivido a un muerto, Juan se encaminó hacia su celda. «Déjalo para la próxima, si es que vienes», y sin más cerró la puerta de lámina verde.
«¿Se recuperará?», le preguntó a Santiago en el parque frente a la carcel. «Sí, no te preocupes, él siempre sale adelante». «Se ve como anestesiado». «Mejor, así aguanta la vida allá adentro, aquello es el lumpen en todo su horror», respondió Santiago. «¿Por qué no tiene su propio abogado defensor?» «No tiene caso, hermano, todos son unas ratas y además Juan ya va a salir». «¿Qué puedo hacer yo por él?», gritó Lorenzo en su desesperación, y el menor tuvo una respuesta que no iba ni con su edad ni con su modo de vida: «Nada, hermano, nada, ser tú y seguir tu vida. Si no lo hacemos, ¿cómo vamos a sacar a Juan del infierno?».