15.

Por fin llegó el día de la inauguración del telescopio, el 17 de febrero de 1942. Desde la entrada del pueblo hasta la del Observatorio los soldados hicieron valla con la bandera nacional para rendir honores al presidente Ávila Camacho y su escolta. Al lado del gobernador de Puebla, Gonzalo Bautista, y de un Luis Enrique Erro tenso y pálido, el presidente caminó a pie el último tramo de la carretera ya pavimentada que lo llevaría al telescopio.

Tras del primer mandatario, pasaron los invitados entre los soldados inmutables. Aguardaban más de diez mil personas venidas de Puebla y de la ciudad de México. El empresario Domingo Taboada, astrónomo aficionado, había obsequiado parte del terreno del Observatorio y para él éste era un triunfo personal. Treinta científicos de Estados Unidos y Canadá acompañaban a Harlow Shapley, padrino del nuevo Observatorio, entre ellos Bart Jan Bok, su segundo de a bordo, encargado de la cámara Schmidt de Harvard. Periodistas y fotógrafos corrían frente a la comitiva, compitiendo por las mejores instantáneas.

Los norteamericanos permanecían a la expectativa. Subían bajo el sol la empinada cuesta de Tonantzintla y descubrían el abrazo mexicano, que agradecían en vista de la guerra. Harlow Shapley leyó un mensaje del vicepresidente de los Estados Unidos, Henry Wallace, quien un año antes había asistido a la toma de posesión de Ávila Camacho. Afirmó que Roosevelt deseaba que la reunión se efectuara a pesar de todo.

El discurso del gobernador Gonzalo Bautista impactó a los oyentes. México defendería la educación y la investigación científica al lado de Estados Unidos, y este encuentro sellaría el pacto entre dos vecinos que eran más que amigos. Aliados en la ciencia y la tecnología, impulsarían el progreso, la salud y la igualdad social.

Oír a Luis Enrique Erro fue como despojarse de una cáscara inútil para que lo esencial apareciera. El remolino de la guerra de un mundo enfermo no iba a tragarnos, la guerra no impediría el avance, al contrario, el progreso científico sería el futuro de una humanidad liberada de todas las guerras. De por sí elocuente, Erro pronunció su mejor alegato. Una señora se despojó de su pulsera y la metió en su bolsa. El presidente Ávila Camacho y el doctor Bautista se miraron, graves. Hasta uno que otro soldado perdió su rigidez. En ese momento, Lorenzo —atrás junto a Eduardo Miranda— vio cómo subían con sus huaraches y sus calzones de manta sus amigos Tecuatl, Toxqui, Tepancuatl, seguidos por más de setenta campesinos. Avanzaban muy juntos, sus sombreros de paja en la cabeza, sus perros flacos a la zaga. Una vez arriba se acercaron:

—También es nuestro telescopio.

Lorenzo sonrió. Comprendía su orgullo. Era el mismo que el suyo. Los técnicos al mando de Dimitroff habían ensayado mucho para descartar alguna sorpresa desagradable. Cuando se deslizaron con suavidad los dos grandes batientes de la cúpula, los campesinos, sombrero en mano, guardaron un silencio esperanzado. George Z. Dimitroff, de pie al lado del equipo de mecánicos, le pidió a Ávila Camacho que presionara los botones de la consola de mando. Al ver al telescopio elevarse, un «¡Aaah!» recorrió a los presentes. Todo respondió al instante. Los rasgos de Luis Enrique Erro se aflojaron, sus manos también. Dimitroff dio una explicación de las funciones de la cámara Schmidt y muchos niños descalzos levantaron su carita curiosa hacia el aparato.

—Quizá entre ellos se encuentren los astrónomos del futuro —sonrió Shapley.

La banda del pueblo subió con el sonido alegre y profundo de la tambora, abajo frente a la iglesia atronaron los cohetes. Los fuegos de artificio estallarían en la noche. El banquete tomó por sorpresa a los visitantes. Bajo hileras de papel picado, frente a recipientes de vidrio de aguas frescas de estridentes colores: jamaica, tamarindo, horchata, limón, alfalfa, bateas de frutas coronadas por piñas y sandías y sobre manteles rosas y amarillos, Harlow Shapley se sentó en el lugar de honor junto a Donald Howard Menzel, quien exclamó risueño: «Jamás soñé que comería pollo con chocolate». Chandrasekhar mordía un chile tras otro. «Es que en la India comen picosísimo», explicó Blas Cabrera, que se veía enfermo y comió poco. La presencia de los científicos de la guerra civil española despertó la curiosidad de los norteamericanos y se sentaron junto a Pedro Carrasco, Vicente Carbonell y Marcelo Santaló, que preparaba una guía para la observación del cielo de México pero ahora les describía su viaje en el Sinaia. Hablaron mucho de panamericanismo y de la unión de América Latina con Estados Unidos. Fernando Alba Andrade inició una larga conversación con Birkhoff. La cabeza erguida, los ojos confiados, Luis Enrique Erro atendía a todos. Para él, éste era un día inmenso. Enseñaba a Otto Struve a beber tequila con limón y sal; su ingenio hizo que Shapley exclamara: «¡Qué hombre tan completo, sabe de ciencia, de política, de historia y hasta de cocina mexicana!». Ahora mismo disertaba acerca del glorioso epazote, que le da un sabor único a los frijoles. Las dos hermanas González, Graciela y Guillermina, enumeraban las bellezas de Puebla a Walter Sydney Adams, de Monte Wilson: «No se puede perder la Casa del Alfeñique porque es como un beso». «A kiss?» «Yes, yes, a kiss». Con su simpatía, Braulio Iriarte hacía reír a carcajadas al grupo de Cecilia y Sergei Gaposchkin y el canadiense J. A. Pearce.

Ya bien entrada la tarde descendieron a la iglesia de Santa María Tonantzintla y un «¡Oooh!» de admiración salió de todas las bocas. ¿Era efecto del tequila o una alucinación? Las cataratas de angelitos y querubines se les venían encima con sus piñas amarillas y sus granadas rojas: impetuosos les tendían los brazos y paraban sus bocas relucientes. Veredas insospechadas y curvas invitadoras se abrían dentro del yeso redondo y pujante, las pilastras se entretejían como palma, los estucos se hinchaban como pan a medio cocer. «El barroco de este santuario es delirante —explicó Braulio Iriarte—; es barroco de manos indias». «¿De qué siglo?», preguntó Shapley, la mirada fija en los santos inocentes y la lluvia de grandes flores de oro. «Del XVI». «¿Por qué los españoles les confiaron a los indígenas la decoración de sus iglesias?» «Porque reproducían al instante cualquier diseño, entonces se dieron cuenta de que eran extraordinarios artesanos». Imantado, Bart Jan Bok comentó: «La policromía de los ángeles es la misma que la de los manteles y las banderolas sobre las mesas allá arriba. ¡Qué sentido del color!». Los científicos querían saber del arte indígena: ¿había otras capillas semejantes? ¡Claro que sí! ¡Allí estaba El Rosario! México era ultrabarroco porque le tenía terror al vacío, de allí el exceso, que nada quedara en blanco, había que desbordarlo todo. «¿Por qué el pelo de los ángeles es amarillo?», preguntó Cecilia Payne. Braulio respondió que él era rubio y mexicano y tenía cara de angelito. Cecilia repuso que compartía el gusto de Paris Pishmish por los morenos.

Braulio Iriarte aventuró la hipótesis de que quizá la profusión de niños y flores esculpidas se debía a que durante el mes de mayo, niños y niñas vestidos de blanco ofrecían flores a la Virgen Tonantzin, nuestra madrecita, la diosa indígena. «Órale, pinche Braulio —pasó Lorenzo junto a él—, ya echaste suficiente perico. Erro espera furioso allá afuera». La recomendación de Lorenzo tuvo un efecto contrario y le dio alas a Braulio, que se puso lírico: «¿Notaron la orquesta de querubines?». Y pasó a definir cada uno de los instrumentos. «¡Qué maravilla!, ¿verdad? ¡Y no se diga Cholula, ése sí, un gran centro ceremonial después de la caída del imperio teotihuacano! El jueves tendré el honor de ser su cicerone».

Braulio les informó que el Observatorio se construyó sobre lo que seguramente fue un centro ceremonial. Los campesinos subían una o dos veces a la semana a ofrecer piezas precortesianas. «¡Cómpremela, patroncito!». Eran auténticas y Lorenzo y él habían encontrado a lo largo de sus caminatas flechas de obsidiana, fragmentos de cerámica, vasijas, hasta una máscara con los rasgos de Tláloc, el dios de la lluvia.

A la salida, una explosión de fuegos artificiales los hizo levantar la cabeza; la fiesta mexicana giró como un rehilete sólo para ellos. Bok se detuvo frente a una mujer que sacaba elotes de un bote humeante, pidió uno y lo mordió a plenos dientes. ¡Qué delicia! Muchos lo imitaron.

—This is the best party I’ve been in my life!

Era el momento de iniciar la Conferencia Científica Interamericana en la Universidad de Puebla y no habían llegado los traductores. El grandioso proyecto caía al agua. ¡Ay, México, qué traidor eres!

«Eres el único que puede salvarme», abordó Erro a Graef.

Con su acostumbrada bonhomía, Graef aceptó. «Creo que lo más conveniente para no interrumpir el hilo de pensamiento del expositor es traducir al final». Esperó a que el doctor Otto Struve terminara y logró una síntesis clarísima de su pensamiento. Pasó Fred Whipple, lo escuchó atentamente e hizo un resumen preciso de su ponencia y hasta intercaló ingeniosos comentarios. Lo mismo sucedió con Joel Stebbins, el pionero en fotometría fotoeléctrica y Robert Reynold McMath, el astrónomo solar que pudo comparar curvas de luz para diferentes erupciones solares. Después de repetir la hazaña seis veces, Harlow Shapley interrumpió la sesión:

—¡Es asombrosa la transformación que sufre un paper cuando Graef lo vierte al español! Se vuelve brillante y comprensible, como si el traductor conociera el tema mejor que el autor.

Birkhoff ya no se refería a Graef sino como «el poderoso matemático Carlos Graef». La explicación que dio Graef de la curvatura de los rayos luminosos y del corrimiento hacia el rojo de las rayas espectrales le pareció a Birkhoff preferible a la suya. Entusiasmado, invitó a Graef como profesor de relatividad y gravitación a la Universidad de Harvard.

Birkhoff aceptó a su vez la invitación de la Universidad. Vendría a trabajar a México. A cambio de sus enseñanzas, Graef le prometía un grupo de buenos estudiantes: Javier Barros Sierra, Roberto Vázquez, Francisco Zubieta, que intentaban un nuevo camino en geometría diferencial. Con Alberto Barajas, maestro insuperable, podrían trabajar en la teoría de la gravitación ya que ambos, Barajas y Graef, habían resuelto el difícil problema de los dos cuerpos en la teoría de la gravitación.

Cecilia Payne Gaposchkin recurría continuamente a Paris Pishmish, que se movía como pez en el agua, y Erro se felicitaba por haberla integrado al equipo de Tonantzintla. A pesar de su español incipiente, a Paris la rodeaban los estudiantes porque ella, generosa, les presentaba a los grandes. «¿Será accesible? ¿Podremos saludarlo?». Paris, sonriente, los guiaba. El norteamericano Fred Whipple propuso un mecanismo para la formación de estrellas por condensación de nubes de polvo interestelar. Joel Stebbins habló de las mediciones fotoeléctricas del material interestelar en forma de nubes a través de sus índices de colores y Walter Sydney Adams (a quien Juan de Tena le preguntó si era pariente del descubridor de Neptuno) abundó sobre el tema del material interestelar, que según él tenía forma de nube por la multiplicidad de líneas interestelares en su espectro.

El alto nivel de las ponencias de los mexicanos y los refugiados españoles sorprendió a los norteamericanos. La del físico Blas Cabrera sobre magnetismo impresionó a los jóvenes. Al salir de España, don Pedro Carrasco había decidido: «En México puedo encontrar patria y en Estados Unidos sólo trabajo». Profesor de matemáticas y de física, muchos de sus alumnos decían que era una fiesta escucharlo y le habían solicitado «clase de sabiduría» con tal de seguir oyéndolo.

Las conferencias proseguían durante las comidas, las cenas y las visitas a la biblioteca Palafoxiana, a la catedral de Puebla. Mientras Braulio les señalaba la pintura del gran ciprés con los cuatro doctores de la Iglesia: San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio y San Ambrosio, volvían a su querencia: la astrofísica. A Lorenzo nada podía satisfacerlo más que estas discusiones que continuaban las de su infancia con el doctor Beristáin, las de Revueltas en Combate, las de los cuates en el montaje del telescopio. De las palabras surgían los experimentos y ahora se complementaban con el barroco ultrasuntuoso de la capilla del Rosario. ¡Qué hermosa camaradería la de la investigación y ese intercambio de ideas que los golpeaba como los electrones al átomo!

Al final de las sesiones, Juan se ofreció como chofer y el paisaje del camino a Atlixco visto desde la ventanilla del coche fascinó a Cecilia Payne Gaposchkin. «¡Siento como si entrara a un cuadro del Cuatrocento! ¡Sólo falta que hablen italiano!» «Si vamos a Chipilo oirá italiano, porque allí se estableció una colonia que hace mantequilla, queso y salami», rió Braulio. «Este país se parece tanto al mío que aquí me siento en mi casa», aseguró Chandrasekhar, a quienes sus colegas llamaban Chandra. En el edificio colonial de Atlixco que albergó el hospital de pobres de San Juan de Dios, un muchachito les mostró los óleos en pésimo estado, en los que apenas si podían distinguirse los personajes que él describía en el lenguaje de Lope de Vega. «Miren estas beldades torpes y lascivas, vean a Juan de Dios a punto de recuperar a unas prostitutas del infierno voraz».

—Muchacho, nos estás remontando al siglo XV —comentó Erro divertido—. Sólo falta que aparezca la Celestina.

—Eres notable. ¿Cómo te llamas? —preguntó Cecilia Payne.

—Héctor Azar. Atlixco es mi tierra y voy a quitarle el polvo de siglos a estos cuadros.

Braulio contó que años antes Aldous Huxley había exclamado, a propósito de Tonantzintla: «Éste es el templo más sensual del catolicismo», y Cecilia coincidió: «Finalmente, me quedo con Tonantzintla».

¡México, qué país tan contradictorio! Los visitantes iban de sorpresa en sorpresa, Puebla de los Ángeles era comparable a cualquier ciudad de España, y a través de México descubrían la cultura de un continente al que su país trataba con desprecio y se sentían apenados. «What have we been thinking about?».

Cholula les produjo otra impresión duradera. Llegaron a las ruinas entre una docena de perros famélicos. «Esta plaza tiene proporciones inigualables», intervino Harlow Shapley bajo su panamá. «Los basamentos de los vestigios son de una precisión matemática», añadió Bart Jan Bok, cuyo amor por América Latina se había iniciado hacía cinco años, y preguntó: «¿Dónde estábamos nosotros doscientos años antes de Cristo?». Braulio Iriarte explicó que la Gran Pirámide era mucho más alta y cubría una área mayor que la del Sol en Teotihuacán, 400 metros por lado y 65 metros de altura. «Los arqueólogos cavan túneles y han descubierto tumbas, murales, frisos y piedras labradas». «¿Hay culebras?», preguntó Cecilia Payne Gaposchkin. «Porque si no las hay, quiero entrar».

Birkhoff subió los 65 metros de alto de la pirámide. «Sobre cada una de las pirámides los españoles construyeron una iglesia para imponer su religión y terminar con la barbarie precortesiana». Desde lo alto miró conmovido la plaza y sus construcciones, prueba de una cultura superior que los conquistadores cortaron de tajo. ¿Quiénes eran los bárbaros, los españoles o los aztecas?

El mediodía hinchaba en Cholula su enorme burbuja amarilla. La tierra se extendía plana con unos montículos a ras de suelo, casuchas cerradas sobre sí mismas. «Parece un pueblo abandonado», dijo Pearce. Sólo la música estridente rompía la soledad y el desamparo.

—¿Por qué tanta pobreza? —preguntó Birkhoff visiblemente alarmado, aunque la conociera porque había viajado por el cono sur para difundir ciencia y tecnología estadounidenses.

Braulio se dio vuelo: «Sí, duele mucho esta miseria, sobre todo porque hay evidencias de que los campesinos en esta región fueron ingenieros, inventaron un sistema de riego profundo mediante canales de irrigación que traían el agua de ríos y manantiales».

México se les iba metiendo en las venas con sus campos en los que el agua se evaporaba porque nadie sabía retenerla, los maizales se consumían al sol, las frutas se agostaban. Habían recorrido en la húmeda oscuridad el larguísimo túnel dentro de la pirámide, pensando quizá que morirían asfixiados y ahora emergían al sol y los amenazaban los niños barrigones a fuerza de desnutrición, los vendedores de ídolos dispuestos a entregar su tesoro por unos cuantos centavos.

Sergei Gaposchkin le apretó la mano a su mujer, súbitamente cabizbaja. Al venir a México, imposible saber que confrontarían una cultura destruyendo a otra y ya no se sentían tan satisfechos de ser occidentales. El peso del catolicismo sobre toda una raza era devastador. Claro, el arte virreinal resultaba un prodigio, pero levantado sobre las ruinas todavía humeantes de otro prodigio: el indígena. En la cabeza de Cecilia Gaposchkin, los dioses aztecas y los ángeles bailaban danzas macabras y la cascada de oro de los altares barrocos se le venía encima, mareándola. «Todos estamos afectados», aseguró Henry Norris Russell. «Nunca nos esperamos nada semejante».

A Lorenzo le impresionó que Shapley lo llamara a él, un estudiante, para caminar a su lado. También Lorenzo acostumbraba meditar en el camino. Erro tenía la misma afición. Le daban tres o cuatro vueltas al perímetro del Observatorio, sumidos en sus reflexiones. «Venga, vamos a caminar», le pedía Lorenzo a su interlocutor «puedo pensar mejor allá afuera». A él le servían sus pasos en la tierra para hacer un análisis sistemático del problema, un pie tras otro, siguiendo el hilo de su pensamiento, y a veces, el de su hermano Juan, que con su conocimiento de las matemáticas apoyaba su intuición. Lorenzo descubría así la inteligencia de su interlocutor, sus ideas brillantes y a veces poco prácticas, otras prácticas y sin imaginación, otras descabelladas; Juan discutía con fiereza y salían las primeras reglas de operación para atacar cualquier problema. Insistía: «Necesitamos laboratorios, equipos, material. Falla el material humano». Oír hablar a Carlos Graef era lo más estimulante que podía sucederles a ambos.

Aunque Graef había sido campeón de los tres mil metros planos, el remero más resistente del Club Alemán y un clavadista de primera, ahora se negaba a caminar. Sin embargo, en esta ocasión se unió a Shapley en el espléndido paisaje y Lorenzo los acompañó, feliz.

El doctor Donald Menzel, experto en nebulosas, pidió la palabra:

—No cabe duda de que la conferencia fue una de las más importantes de la historia de la ciencia. Su relevancia puede medirse con sólo ver el gran número de descubrimientos reportados por primera vez aquí en México.

La conferencia habría de seguir en la Universidad Autónoma de México y terminar en la Nicolaíta de Morelia, donde recibirían un doctorado Honoris Causa Harlow Shapley, Manuel Sandoval Vallarta, Henry Norris Russell y Walter Sydney Adams.

El esfuerzo mexicano había dado frutos. «Debemos tratar a México de otro modo». Querían publicar trabajos de los mexicanos e invitarlos a formar parte de la comunidad científica internacional. Henry Norris Russell, director del Observatorio de la Universidad de Princeton, le extendió una invitación a Luis Enrique Erro, Walter Sydney Adams especificó que los mexicanos podrían tener un tiempo de observación en Monte Wilson, Otto Struve, del Observatorio de Yerkes en Chicago, hizo lo mismo. El doctor J. A. Pearce, del Dominion Astrophysical Observatory de Canadá, llamó a los mexicanos: «Colegas». «Con menos elementos y más ingenio alcanzan lo que muchos dentro de sus grandes laboratorios no han logrado».

Manuel Sandoval Vallarta, profesor de Física del Instituto Tecnológico de Massachusetts, era un ejemplo vivo del calibre de los científicos mexicanos. «Hombres así pueden competir en cualquier parte del mundo».

Pasada la exaltación del estreno de la cámara Schmidt, Erro se dio cuenta de que necesitaba gente y poco a poco disminuyó su euforia. La institución, salida de la nada, amaneció con los brazos vacíos. Sus investigadores se enfrentaban a un tema nuevo y desconocido. Los únicos con formación académica eran Graef, Paris Pishmish, Alba Andrade y Recillas, a punto de recibirse. Carlos Graef, por más brillante que fuera en la física teórica, no tenía adiestramiento astronómico y quería dedicarse a los fenómenos gravitacionales, y eso —había advertido con frecuencia— no podía hacerlo en Tonantzintla. Además lo reclamaban en la Universidad de México.

Absorbido por los problemas inmediatos del montaje del telescopio, Erro se daba cuenta ahora de las grandes lagunas del nuevo y flamante Observatorio, cuya primera riqueza era el telescopio tipo Schmidt, instalado bajo una cúpula dodecagonal, la primera en México.

En ese momento, a Harlow Shapley se le ocurrió proponerle a Erro invitar a Lorenzo de Tena a la Universidad de Harvard. Allá hacían falta jóvenes astrónomos, y a Tena le haría un bien infinito familiarizarse con otros telescopios, ver la forma norteamericana de hacer ciencia. Además, Shapley se dio cuenta, durante sus días en México, de que al muchacho la idea del cambio no le disgustaba.

—¡¿Cómo que se va usted a Estados Unidos?! —le tembló la voz a Erro, que empezó a verificar su aparato de sordera con una mano—. ¿Quién va a hacer estudios de los colores estelares de las magnitudes y espectros de la Vía Láctea Austral? Usted le pertenece al cielo del sur, al polo galáctico, a Carina, a la constelación de la Cruz del Sur, a las nubes de Magallanes. Me es indispensable. Para colmo, la cámara Schmidt tiene defectos, y aunque éstos no impiden su operación, sólo podrán corregirse después de la guerra.

Lorenzo recordó su primera noche ante el telescopio y la emoción sentida al ver el cielo. Cuando pasó a despedirse de Erro decidió hacerlo también de la Schmidt. Su suerte estaba echada. Se dedicaría a la ciencia de los astros. Desde su planeta Tierra estudiaría los objetos en el cielo, el Sol, los pequeños planetas, los cometas, meteoros y meteoritos. Y también el material entre las estrellas, al que llamaban interestelar. Desde el momento en que había abierto la cúpula del telescopio y apuntado al cielo avanzaba hacia el lugar aún irreal que lo hacía sentir que empezaba a ser feliz.