14.

La casa de los Toxqui era de tierra, el suelo también, la barda de piedras encimadas, el tecorral se calcinaba al sol, el excusado, un paraíso de moscas zumbonas. En el techo de su habitación, como único lujo, colgaba junto al foco un listón amarillo que se iba ennegreciendo de moscas. Pero doña Martina había cubierto los muros exteriores de latas de Mobil Oil en las que florecían geranios y en palanganas despostilladas crecían hierbas de olor. Se la pasaba lavando. El primer día le regaló, con una limpia sonrisa, un jabón Palmolive, informándole que pronto estaría listo el baño con su regadera y lo cumplió porque al mes llegaron los azulejos. «Entre tanto, profesor, el baño es a jicarazos bajo la higuera, pero ni quien se asome».

Aunque Martina regañara a sus hijos: «Chttttt, está descansando el profesor», Lorenzo no dormía más de seis horas. En el patio gruñían dos puercos negros, cacareaban las gallinas, se rascaban los perros y un burrito esperaba su carga del día. ¿Otra vez Florencia? Su presencia se hacía sentir más en el campo que en la ciudad y vivir en Tonantzintla era un regreso a la huerta de San Lucas. Quizá por eso Lorenzo se sentía tan bien.

Cuando el sol iba camino al cenit, Lorenzo, de espléndido humor, entraba al cuarto oscuro a revelar sus placas para luego sentarse frente al microscopio y examinarlas. El mundo aparentemente inanimado que había visto insomne la noche anterior se concentraba en una placa y Lorenzo marcaba la estrella con una diminuta equis.

Por las cosas de la Tierra, a veces hasta por Juan y sus descabellados proyectos, sentía una repulsión cósmica, si así pudiera llamársele. Sin embargo, los domingos cuando don Lucas Toxqui lo convidaba a comer mole de guajolote, acudía con gusto porque don Lucas era tiempero, su relación más poderosa, la definitiva era con los volcanes. El Popo y la Izta regían su destino. En sus caminatas, Lorenzo había descubierto el poder de las montañas sobre los habitantes; eran dios y diosa a los que les levantaban altares con ofrendas: maíz, frutas, botones en flor, copal y pulque. En realidad eran más dioses que Cristo traído de España para morir en la cruz como una pobre cosa. Como hombre, el Popocatépetl tenía su genio y Toxqui lo llamaba Don Goyo. Los pueblos en la falda de los volcanes no le temían a La Mujer Dormida, su pelo una blanca cauda de nieve. El único que podía acabar con todo era el Popo. Por eso era indispensable la ofrenda, para que no corrieran los ríos de lava llevándose casas y sembradíos.

A Lorenzo se le debilitaban algunas certezas. Ya no estaba tan seguro de que los volcanes no tuvieran poderes. El relato de los tiemperos y los graniceros lo iniciaba en el mundo de la sabiduría popular. ¿No le había predicho Toñita, la muchacha, al verlo a él y a Erro sentados en las gradas del edificio principal, que esa noche no observarían?

—¿Por qué, Toñita?

—Porque las moscas están volando muy bajo.

Tenía razón. No pudieron observar. Los fenómenos naturales eran parte de su vida como el maíz, el frijol, el crecimiento de sus hijos. Los volcanes eran esposos, caminaban de la mano, hacían de las aguas, se sentaban a tardear, se peleaban, reconciliaban y dormían abrazados. Su presencia definía la vida de los habitantes del pueblo. Los volcanes eran padre y madre, podían conjurar al viento y al sol.

Las certezas de los graniceros y los tiemperos resarcían a Lorenzo de la angustia visceral que le provocaba ver ese universo en expansión descubierto por Hubble y los miles de galaxias de las cuales sólo éramos una más. Nadie compartía su esfuerzo por entenderlo y Lorenzo se preguntaba si el universo seguiría expandiéndose.

Hablar con los campesinos era remontarse en el tiempo. Escuchaba a don Lucas Toxqui y a Honorio Tecuatl, Filomeno Tepancuatl y a su primo David Quéchol de Pancóatl, cuyo antepasado, muerto en la infancia, estaba enterrado en el atrio de Santa María Tonantzintla tal como rezaba la placa de cerámica azul y blanca: «Dios quiso un ángel Miguel más, para su gloria, 8 de octubre de 1918». Otra placa aún más antigua señalaba: «El día lunes a 1 de febrero se murió don Antonio Bernabé Tecuapetla Escribano que fue de dicho pueblo de Ibica, Tonanrin, año de 1756». Arraigados a su tierra, los del pueblo no sólo pisaban los huesos de sus muertos, tenían una sabiduría tranquila que los hacía decir que si las estrellas en la noche se veían pequeñitas era porque están más lejos de lo que alcanzamos a entender. Conocían al Sol por lo que le hace a la tierra, a sus huesos, a su propia piel y lo estudiaban para levantar muros de adobe y techar su casa, llevaban los ciclos solares en las venas y las preguntas que le hacían a Lorenzo no tenían nada de artificiales, al contrario, provenían de una sabiduría antigua. No hablaban del Sol como un dios, sino del día en que el hombre llegara a él sin quemarse. «Pero ese día ya no habrá Sol, se habrá enfriado y estaremos muertos», decía Lucas Toxqui. Se preocupaban de que el Sol desapareciera. «Quién quite y se va y entonces moriremos o tendremos que irnos a otro lado». «¿A qué lado?» «A alguno como éste, si es que lo encontramos». «El Sol se mueve, el Sol gira, el Sol no se detiene así como así». «Sin Sol no crece la milpa». «Sin Sol no hay verde». «Sin Sol, morimos de frío». «Yo creo que al Sol le salen chipotes. Esta colina desde la que ustedes observan también es un chipote y seguro allá arriba en el Sol hay otro igual. Yo al Sol le he visto sus boquetes». «Mire, profesor, a ojo pelón se ve que las estrellas cambian de lugar, lo he comprobado porque de niño escogí mi estrella y ahora que cumplí los cincuenta, se me perdió. No sé si se apagó pero de que se movió, se movió». Don Lucas era el que mayor simpatía despertaba por esa lenta plática y le brindaba una paz inesperada, entre cerveza y cerveza a pico de botella, mientras las mujeres se afanaban en torno al fogón.

A partir del momento en que empezó a observar, Lorenzo se dio cuenta de que el cosmos lo convertía en otro hombre. Claro, viviría entre los demás, caminaría con ellos, los escucharía, comería, sonreiría, pero él tenía un mundo propio mucho más real que el de la vida diaria. Aguantaba la cotidianidad por la sola esperanza de volver al telescopio. La vida de las estrellas le resultaba más auténtica que la de los hombres, a quienes escuchaba con extrañeza y sin curiosidad. A ellos no podía observarlos en el microscopio como a sus placas para predecir su conducta burda en comparación con la de los objetos en el cielo. Al igual que los hombres, las estrellas nacían, crecían y morían; tenían una vida propia fascinante. Para su sorpresa, las estrellas más grandes eran las que brillaban durante menos tiempo y las pequeñitas como las enanas blancas muy, muy densas, duraban mucho. Algún día quizá, dentro de cien mil millones de años, el Sol se contraería hasta convertirse en una enana blanca. ¿O habrían nacido las estrellas antes que el propio universo?

A Lorenzo le obsesionaba la muerte de las estrellas. Luis Enrique Erro le dijo que algunas tenían muertes espectaculares.

Así también se apagan los hombres, pensó Lorenzo. Seguro Florencia agotó su combustible antes de tiempo, de ahí su extinción, pero allá andaba fusionando helio e hidrógeno y de vez en cuando parpadeaba para que él la reconociera. Al igual que los hombres, el tiempo y el estilo de vida de una estrella lo determinaba su masa inicial. Desde pequeños, algunos prometían ser hombres de fuerza, otros se desgastaban; quemaban su fuego interior y morían antes de tiempo. Así le sucedería a él, porque exploraría el cielo hasta agotarse, seguiría tomando medidas entre una estrella y otra, calcularía sus ángulos, cotejaría sus tablas, de seguro ya necesitaba anteojos, se convertiría en un detector de objetos estelares y aunque tuviera que anotar millones de cifras no desfallecería; indicaría posiciones y movimientos de más de cien mil estrellas. Erro le aseguró que eran más las estrellas en el cielo que los hombres sobre la Tierra.

Lorenzo adquirió la costumbre de pensar durante el día en el problema de la noche anterior y darle vueltas mientras convivía con los demás. El joven Braulio Iriarte, sobrino del benefactor del Observatorio, lo saludaba: «¿Y cómo está hoy mi sabio distraído?». Seguía su camino sin verlo siquiera.

Los comentarios de Filomeno Tepancuatl, el primo belicoso de don Lucas Toxqui, lo devolvían a la tierra. Al cumplir un año en el Observatorio, Toxqui le espetó: «Ustedes allá arriba compre y compre aparatos y hace y hace numeritos, y nuestros hijos tienen que ir a la escuela hasta Atlixco porque ni escuela tenemos». La frase lo golpeó. Les haría una escuela pero ¿con qué? Tenía que encontrar solución a su miseria.

—¿Por qué no cultiva flores, don Filomeno? Aquí se dan a todo dar —preguntó Lorenzo.

—¿La flor?

(Decían «la flor», «el huevo», «el chícharo», «el zapato»; no pluralizaban).

—Sí, dedíquense a la flor. Usted mismo, don Filomeno, me dijo que los visitantes siempre quieren comprarle sus rosas. En vez de darle a la milpa, denle a las flores.

—¿Vamos a comer flores?

—Filomeno, no se haga tonto, va a ganar dinero, los suyos comerán de la flor mucho más que del maíz.

¿Dónde obtener dinero para hacer la escuela? Consultó a su hermano y Juan fue explícito: «Galileo tuvo que cortejar a dogos de Venecia, duques y marqueses, para conseguir donativos y comprar las lentes para su telescopio. Viajaba de Venecia a Florencia, de Roma a Venecia para visitar a sus posibles mecenas; a cambio ponía en sus manos las maquetas de sus inventos. Tú sólo tienes que ir al Distrito Federal para ver a tus cuates potentados o a los secretarios de Estado, que te resultarán tan limitados como los príncipes del siglo XVII, que murieron sin darse cuenta de la magnitud de los descubrimientos de Galileo. Olvida tu soberbia, ármate de valor, hermano, recurre a los políticos y a los empresarios, no hay de otra».

—No voy a poder, jamás he pedido nada.

—Ni modo, trágate tu orgullo. Si quieres ayudar al pueblo de Tonantzintla, tendrás que doblar el espinazo y hacer antesala como todos.

«Haga uso de su elocuencia, amigo Tena, cuando quiere es persuasivo, recurra a su don de convencimiento», le pidió Erro, pero hasta ahora Lorenzo no había tocado a una sola puerta. Todo lo que tenía que ver con administración le repugnaba. Quería hundirse en la noche, vivir para ella, formar parte de la grata simetría del cielo y no debatirse a ras de suelo entre las debilidades humanas.

Apenas clareaba, cuando la incipiente luz blanca le impedía distinguir los planetas, Lorenzo se disponía a regañadientes a cerrar la cúpula. Entumido, estiraba los brazos, movía las piernas y sonreía al oír el kikirikí de los gallos, que se multiplicaban en el pueblo. Todavía un coro de grillos hacía sonar sus élitros en la semioscuridad. «Los grillos traen buena suerte». Descendía al pueblo a paso lento, aún mareado por su alta noche de energía radiante. Ahora eran las estrellas de abajo las que brillaban en la hierba, en los ramajes, centenares de diminutas partículas de luz que entablaban con él un nuevo diálogo.

Lorenzo todo lo relacionaba con el cielo, su verdadera vida estaba allá arriba y se iniciaba en la noche. Para él, el Sol mentía y encerraba a la Tierra en un círculo engañoso de luz. Al llegar la noche, la oscuridad le daba al universo su verdadera dimensión: la del abismo, el vacío que le hacía exclamar: «¡Puta madre! ¿Dónde estoy?».

Alguna vez que le habló a su hermano Juan de su soledad cósmica, éste ironizó: «No seas cursi, hermano, no te engañes, pareces la tía Tana. Hechos, la astronomía requiere de hechos, no de sentimientos. Tu soledad es de risa loca. No estás viendo el cielo aristotélico de las mil veintisiete estrellas catalogadas cuatrocientos años antes de Cristo; el nuestro es el siglo XX y lo que se te pide no es que te extasíes ante los cráteres de la Luna ni que dejes caer la baba de tus sentimientos, sino que descubras el origen del universo, que aún no sabemos cómo surgió hace cinco mil millones de años».

Luis Enrique Erro le encargó conseguir el permiso de la Secretaría de Comunicaciones para pavimentar la carretera de Acatepec a Tonantzintla, un tramo pequeño, indispensable para que entraran los camiones cargueros, y sobre todo para traer la cámara Schmidt enviada por Harlow Shapley, capaz de alcanzar espacios mucho mayores, fotografiar grandes regiones del cielo y ver objetos celestes antes indistinguibles. Después de una antesala que lo irritó, Lorenzo se enfrentó arrogante al subsecretario, quien respondió:

—No hay dinero para desviación alguna, jovencito, dígaselo a su jefe. Además, no tenemos por qué gastar un centavo en investigaciones que estarán siempre a la zaga de las del vecino del norte.

Lorenzo perdió los estribos:

—Si dejamos que otro piense por nosotros nunca saldremos adelante. Yo lo único que quiero es utilizar mi cabeza, señor secretario, y, por lo visto, usted desea vivir de prestado.

La pavimentación de la carretera se fue al pozo y Lorenzo ganó un poderoso enemigo.

—Yo mismo iré a ver al presidente de la República para arreglar este enojoso asunto. Es usted un pésimo embajador —se encolerizó Erro.

—A ver qué burrada le dice ese asno solemne.

—Mire, Tena, no se pase de listo.

—Por favor, don Luis, usted mismo me contó que cuando le dijeron a Ávila Camacho que los astrónomos trabajaban con espectros, exclamó espantado: ¡Ay, nanita!

El control de Tonantzintla era asunto de Erro, y sin tener conciencia de ello intervenía también en la vida personal de «sus» científicos. Fernando Alba Andrade acompañaba a su esposa a misa simplemente porque estaba enamorado. Erro se indignó y no perdía la ocasión de molestarlo.

—Yo no soy creyente, don Luis —respondió conciliador—, aunque tuve la misma formación religiosa que usted en el Sagrado Corazón. Jesucristo para mí fue un hombre que luchó a su manera por los demás y lo mataron como a tantos otros. Respeto a mi señora y si ella quiere que la acompañe, la acompaño.

Erro siguió ensañándose.

—A ver, a ver, que hable el sacamisas —decía en tono sarcástico.

—Déjelo en paz, don Luis.

—Óigame, jovencito…

—No se meta en lo que no le importa, don Luis —intervino Lorenzo.

—Me está usted faltando al respeto.

—Quien abusa de su autoridad es usted.

El incidente causó revuelo y si no es por la intervención de Carlos Graef llega a mayores. El carácter guasón de Graef, sus continuas bromas, eran indispensables en Tonantzintla.

—Miren, todos estamos nerviosos por la llegada del telescopio —rió Graef—, y recomiendo que bajemos a la iglesia de Santa María a revolotear entre ángeles y querubines aunque Erro no entre a la iglesia ni por equivocación.

El telescopio, desarmado, viajó en camión desde Cambridge, Massachusetts, hasta la frontera en Laredo vigilado por graduados de Harvard, uno mexicano y el otro norteamericano. ¿Quién iba a responsabilizarse del traslado desde la frontera hasta Tonantzintla? Erro señaló a los hermanos De Tena.

—Es una prueba de mi confianza.

Félix Recillas condujo el camión hasta Laredo. Moreno, alto, fuerte, de inmediato les resultó simpático a los hermanos De Tena, pero sobre todo a Juan, que empezó a intercambiar con él chistes y bromas. «Tú eres de los míos», lo palmeó Recillas. En cambio, quizá para magnificar su importancia, el copiloto Alvin Prentis contó con lujo de detalles que su padre transportó el telescopio de 100 pulgadas de Monte Wilson en 1915 y el carguero por poco y se va al abismo. La tarea de montar un telescopio era muy peligrosa. Había que medir cada paso. Todavía cuando se despidió, el gringo volvió a repetir: «Cuídense de las eventualidades».

Lorenzo vivió el trayecto en un estado de terror y euforia. La preciosa carga que Juan conducía cambiaría la vida de muchos mexicanos. Avanzaban como paquidermos bajo el sol tras otros tráilers, Lorenzo se mordía las uñas. El telescopio construido en tiempos de guerra al igual que el de Harvard, el del Instituto de Tecnología de Cleveland y el del Observatorio de la Universidad de Michigan, era un tesoro mayor que el de Moctezuma. ¿Harían en Tonantzintla ciencia del primer mundo, capaz de competir con Estados Unidos y la Unión Soviética? A partir de hoy, Tonantzintla poseía una cámara Schmidt de las más grandes.

¿Embonarían las piezas? ¿Funcionaría el espejo, que no era el clásico sino esférico? ¿La óptica de Perkin-Elmer —la más avanzada del mundo— daría resultado? La cámara Schmidt abarcaba un campo de cinco grados por cinco grados. ¿Permitiría alcanzar objetos muy débiles?

Cuando se turnaba con Juan y viajaba atrás, Lorenzo ponía su mano encima del lente y allí la dejaba durante todo el trayecto. La detenía como a un niño. Cualquier inclinación en una curva demasiado pronunciada hacía que se acelerara su corazón. Para él ésa era la velada del guerrero. Juan lo tomaba más a la ligera. «Parece que le rezas a la Schmidt, no seas tan fanático, hermano, hay otros objetos de veneración en el mundo». «¿La Tenalosa?», respingó Lorenzo e inmediatamente se arrepintió. Había herido a su hermano, ¡qué estúpido soy!, pero en vez de reconocer su despiadada ironía, se encerró en sí mismo. No era la primera vez, de seguro Juan se había acostumbrado a sus dardos. Desde niño le bajaron dentro del cuerpo las palabras duras de los mayores y fueron a alojarse a un sitio, sólo por él conocido, en el que otras ya se asentaban, allí donde los pensamientos duelen mucho.

En los meses que siguieron, a Lorenzo lo abstrajo el montaje del telescopio y no tuvo tiempo para Juan. Lo olvidó. La atmósfera en Tonantzintla se electrizó. El único tema: la resistencia de la plataforma que sostendría la cúpula del telescopio, los rieles circulares sobre los que giraría el domo, lo que se lograría con el telescopio una vez funcionando y sobre todo el vidrio óptico. Fernando Alba era el experto porque ya había instalado el aparato de medición del primer laboratorio de rayos cósmicos en el Palacio de Minería. Erro, febril, lo apresuraba. «¿Conoces un buen mecánico en Puebla?». A Lorenzo lo deslumbró el ingenio del joven Eduardo Miranda, que sin estudios daba en el clavo. Cada madrugada, en la oscuridad llegaba en su bicicleta sin luces. «Lo va a agarrar un coche en la carretera, Eduardo». Luis Enrique Erro transpiraba entusiasmo y seguía el proceso hasta altas horas de la noche al lado de Fernando Alba, Lorenzo se tiraba a dormir junto al telescopio. Algún día ellos mismos pulirían el vidrio óptico que requería de una precisión infinita y conocerían las propiedades de los materiales, el silicio, el cuarzo, el pírex, de qué modo se contraen o se dilatan.

Erro repetía que las cualidades de un telescopio debían ser su poder de recolección de luz y su capacidad de resolución.

Durante esos días Lorenzo se sintió muy cerca de Erro a pesar de sus cambios de humor y sus reacciones impredecibles. Qué bueno que había en México viejos así, qué privilegio trabajar junto a él. En ocasiones Erro le daba una impresión de grandeza que sólo el doctor Beristáin había logrado proyectarle.

Erro lo enviaba a México a buscar alguna pieza faltante. «Sólo a usted le tengo confianza, Tena. Sé que no va a equivocarse». También en la ciudad, el recién fundado Instituto de Física hervía como un caldero. «La situación mejora radicalmente, vamos a publicar nuestros resultados en la revista de ingeniería pero pronto tendremos la nuestra», sonreía Alba. «Y la nuestra —decía Erro—, la de astrofísica». «Lo principal es mandar estudiantes afuera —sostenía Graef— para que vengan a formar a otros. Allí tienen ustedes el caso de Recillas».

La llegada de Félix Recillas y su esposa Paris Pishmish lanzó a Erro al séptimo cielo porque Paris tenía una alta preparación teórica. Formada por matemáticos alemanes refugiados en Turquía, discípula del profesor Erwin Freulich, asistente de Einstein, Erro la conocía de Harvard. Los Gaposchkin acostumbraban tomar té con ella y Cecilia, como típica inglesa, no invitaba a cualquiera. Paris podía comunicarse fácilmente con los investigadores de alto nivel académico.

«Todo esto es para usted, Paris, tiene usted libertad ilimitada», le dijo Erro. Inmediatamente le confirió el más alto rango. «¿Qué necesita?» «Nada, don Luis, nada». En Harvard había hecho un trabajo rutinario y ahora en México, Erro ponía el cielo de Tonantzintla a su disposición.

Recillas tenía el don de adaptarse a cualquier medio. Además de su talento en matemáticas, comprobado por Birkhoff y Zarisky, aprendió a manejar el telescopio en Oak Ridge. Los astrónomos lo miraban con curiosidad porque Carlos Graef contó que lo había sacado de un pueblo indígena e iba a demostrar con él la inteligencia de los indios mexicanos. Huérfano, Recillas provenía de San Mateo y hablaba náhuatl. Graef lo encaminó hacia las matemáticas y lo recomendó en Harvard.

Recillas se identificó con Juan de Tena. «Oye, ni pareces de la misma familia que tu hermano. Tú eres un barbaján igual que yo, por eso me caes re’bien, tú y yo somos de clase proletaria». Muy independiente, Juan no se rendía a la autoridad. En cambio Lorenzo ponía un gran empeño en cumplir con todo lo que Erro le asignaba a diferencia de los académicos, que lo consideraban sólo un buen promotor.

Fernando Alba Andrade siempre había recurrido al Semat para física atómica y volvió a él y Félix Recillas al Chandrasekhar para enseñarle a Juan de Tena dinámica estelar. Para física nuclear, Fernando Alba recurrió al Semat. Como Juan no hablaba inglés, Alba utilizó el libro de Alfredo Baños. A medida que iba avanzando le comunicó a Erro que el de Baños era muy parecido al Semat. Erro cotejó los dos y en una mesa del café Tacuba comentó su parecido. Un periodista en una mesa vecina lo escuchó y al día siguiente El Universal Gráfico publicó: «Plagio», y El Nacional: «El director del Instituto de Física es un plagiario». Para Baños el golpe fue mortal y a partir de su salida el instituto decayó. Hijo de diplomático, regresó a Estados Unidos, donde se había formado, y rechazó volver a México. No hubo mayor escándalo en la comunidad científica. El café Tacuba se convirtió en plaza pública y el infiel fue quemado en la estaca.

Que la vida no se tragara su afán por la ciencia era lo único que Lorenzo pedía. Que la vida le permitiera pensar en los cúmulos estelares era su principal deseo. ¿Cómo toleraban los demás investigadores la presencia de una mujer, de unos hijos? Lorenzo no quería que nada ni nadie interfiriera entre el cielo y él.