10.

—¿No quiere repartir la revista Combate, camarada Tena? Saldría a provincia, conocería su país.

Lorenzo pensó que era una oportunidad única.

—Los viáticos son casi inexistentes pero, por lo que me han comentado, usted es un hombre frugal.

—Franciscano, licenciado Bassols, franciscano —sonrió Lorenzo.

—Cuente con veinticuatro horas a partir de su aceptación, camarada Tena —dijo Bassols mirando su reloj.

Lorenzo sonrió. Se había acostumbrado a que Bassols anunciara: «Ahora vamos a hablar durante una hora», y a la hora mirara su reloj. «Son las dos, vamos a comer. A las tres necesitamos estar de regreso en la oficina», y al diez para las tres, por más apasionante la discusión, pedía la cuenta, daba una generosa propina mirando al mesero a los ojos y emprendía el camino de regreso a la calle de Donceles. Los compañeros le hacían burla. «Es un capataz». Sin embargo, lo seguían. Cuando Lorenzo se encontró a Chava en la calle de Edison y le comunicó que iba a ausentarse de México a petición de Bassols, Zúñiga levantó los brazos al cielo:

—Es detestable, su prosa telegráfica es infame. Es un justo, no hay que acercarse a los justos, le amargan a uno la vida. Creer que un periódico pueda cambiar un país donde priva el analfabetismo es imperdonable.

—Su lengua es un bisturí. Va al grano.

—No me vayas a enumerar sus virtudes, Lencho. A mí me aburre tanta rectitud humana y política.

Dos grandes paquetes del semanario Combate envueltos en una manga de hule fueron a dar a la parrilla del autobús. Era un tabloide de 45 centímetros de alto y apenas ocho páginas entintadas con letritas que el gobierno consideraba subversivas.

Salir de la ciudad lo obligaba a pensar en cosas prácticas que ahuyentaban los pensamientos negros. «Recuerda, después de México, todo es Cuautitlán», le advirtió Zúñiga. «Te vas a encontrar con el vacío». «Eso es lo que quiero, el vacío». Adentrarse en autobús en los llanos era también ir al encuentro de la nada. El chofer ponía en peligro su vida y la de todos. ¿Cuándo habría aprendido a manejar, si es que había aprendido? Forzaba el motor, cada cambio de velocidad era un martirio, el ruido de herrajes y el sacudimiento de la hojalatería ponía los nervios de punta. El troglodita tomaba las curvas como si fueran cuadradas, dándole un golpe al volante en el último segundo, y el vehículo se inclinaba hacia el precipicio. Los pasajeros no tenían reacción alguna. Quizá los había adormecido el olor a gasolina o les parecía normal que la vida pendiera del hilo de un hijo de la chingada. Atrapados en una cárcel de láminas, cerraban su entendimiento. Eran bultos que no conservaban ningún rasgo humano, salvo uno que dormía con la boca abierta.

A la primera parada, Lorenzo descendió aliviado y se dirigió hacia el letrero «Hombres» que iluminaba una única lámpara de petróleo. El olor le cerró los ojos y la garganta. También la sala de espera, con sus bancas contra los muros, estaba sucia. Todo iba hacia la muerte sin que nadie protestara. Lorenzo, que pensó comprar un refresco, supo que no podría pasar trago, el asco lo atenazaba pero más la resignación de sus compañeros muertos de antemano.

Durante el día, las llanuras se extendían a pérdida de vista y se eternizaban las líneas rectas. A diferencia de la ciudad, no las acunaban las montañas, seguían y seguían y seguían como el motor del autobús cada vez más rugiente. Libres, las llanuras iban desenvolviéndose, desnudas, estériles y de pronto, dentro de la expansión, Lorenzo se erotizaba con el paisaje, las colinas se volvían senos, los valles el dorso de un cuerpo, la curva del vientre, la esbeltez del cuello. Lorenzo habría bajado a refugiarse en el bosque frondoso, la concavidad, la gruta, el súbito desorden de la naturaleza. Es asombroso lo que el paisaje le hace a los hombres. «Éste es el rostro de México», se repetía a sí mismo, incrédulo.

En el asiento a su lado, un ingeniero de sombrero de fieltro iba a supervisar la construcción de una carretera. Al ver a los peones al borde del camino, Lorenzo le preguntó:

—¿De qué vive esa gente?

—Cuando los necesitan, trabajan abriendo brechas.

—Pero ¿de qué viven?

—¿Qué no se ha dado cuenta, amigo, de que el setenta y cinco por ciento de nuestro país está en la inanición? Esto es la India, amigo, la India, con una desventaja, no hay vacas porque si no ya nos las hubiéramos comido —se irritó el ingeniero.

A Lorenzo el ánimo empezó a llenársele de perros famélicos, de ganado cebú hambriento tras los alambrados, de tierras tepetatosas y ríos secos.

Después de conseguir un cuarto en la única casa con muros de ladrillo, le preguntó a la dueña de la miscelánea:

—¿Dónde se reúne aquí la gente?

—En la cantina, allá están ahorita.

Lorenzo voceaba el periódico en la calle principal del pueblo como había visto hacerlo a los papeleros de Bucareli: «¡Combate, compre Combate!». Su corazón se contrajo por el miedo. «Vuelven la cabeza hacia mí, no tienen con qué comer y yo vengo a ofrecerles hojas de papel. No puedo darme la media vuelta y escapar». «Combate, compre Combate», su voz rebotaba contra las montañas y contra la miseria, que era la más alta de las montañas. Los camaradas también eran un poco montañas, por inamovibles. ¿Qué es lo que permite el desarrollo de seres inteligentes?

Lorenzo viajó de pueblo en pueblo, de cantina en cantina. El sonido de las sinfonolas le erizaba la piel. El olor a orines y a cerveza permeaba hasta el último resquicio.

Al entrar en la cantina podía cortarse el humo con cuchillo. Cuando más, había un billar.

—Yo no sé leer.

¿Cómo iba a venderles un periódico?

—Nunca fui a la escuela y ni falta que me hizo.

Chocaban los vasos, la mirada vidriosa. Lorenzo intuía que beberían hasta caerse. El alcohol era lo único que podía darle sentido a su abandono y mantenerlos en torno a la mesa, aunque no supieran de qué hablar. Cuando Lorenzo se levantó, uno de ellos, el más borracho, lo abrazó:

—No, ñero, no te vayas, no nos dejes.

Sus piernas se volvieron estoicas, su estómago también; a medida que iba avanzando, el asombro que le causaba la inmensidad desolada de México era sólo equiparable al horror que le producía su hambre.

Las grandes noches estrelladas eran su compensación. Buscaba en el cielo lo que había visto en la Tierra. Los vacíos de la Tierra tendrían su equivalente en el espacio que ahora le servía de techo. Había vastísimas regiones aparentemente vacías, y sin embargo llenas de gas, de material interestelar, oasis verdes, cuajados de planetas, campos bien cultivados, fuentes de luz y de energía. Las estrellas se agruparían en cúmulos como los hombres en torno a una mesa de cantina. Girarían en espiral hasta su extinción como los campesinos que hacían chocar sus vasos —colisión de galaxias— creyendo que emitían una cantidad fabulosa de energía. ¿O estarían tan agotadas como los campesinos? Lorenzo iba tras las equivalencias. Convertía al cielo en otra Tierra. Si todos los días caía material interplanetario a la Tierra, en reciprocidad debían subir los hombres y expandirse en la atmósfera. Engullidos por el vacío, ¿tendrían vida propia? Si todos éramos el resultado de la gran explosión de una inimaginable bola de fuego que salía de la nada y pertenecíamos a un universo cada vez mayor, ¿qué cataclismo nos devolvería al punto de partida, si es que había un punto de partida? A la mañana siguiente, Lorenzo sentía más amor por estos endebles pedacitos de materia que viven diez segundos en comparación a la edad del universo y hubiera querido abrazarlos, pero tenía que esperar a la reunión en la cantina para derribar muros y formar un cúmulo estelar.

Los caminos llenos de baches de la República Mexicana sacudían sus neuronas. Una tarde en el desierto de Altar, después de días a campo traviesa en un paisaje en el que no se veía nada durante kilómetros, una imagen golpeó sus ojos y casi los revienta. Un destartalado camión tomatero había chocado con otro. Sobre la carretera yacían, rojos y aplastados, pilas de tomates fuera de los huacales de madera. Los tablones se levantaban teñidos de rojo. A su lado yacían dos cuerpos embarrados de otro rojo: el de su sangre. De pronto, de quién sabe dónde, del centro de la Tierra, salieron hombres y mujeres andrajosos que corrieron a recoger jitomates. No importaban los muertos tirados en la carretera, sólo los jitomates que amontonaban con celeridad antes de que rodaran todos al abismo, pensó Lorenzo.

¡Qué imagen dantesca! Lorenzo vivía a su país por primera vez y todo en él lo lastimaba. El gran vacío mexicano, la estación inútil, los pueblos desvalidos, el cubo de una casa perdido en la inmensidad. Los caseríos parecían vientres que exponen sus intestinos y, encima de ellos, los zopilotes, siempre los zopilotes.

Pensar en la bóveda celeste lo salvaba. Hacía cálculos mentales, comparaba el brillo de los astros, recordaba que Copérnico había rebatido las teorías de Aristóteles. De eso tendría que hablar con Revueltas.

Parecía como si la vida se escapara, goteando, dejando grietas y un pavimento seco, resquebrajado, en donde los baches eran cráteres a ras del suelo. Había cosas que lo hacían pensar, un hombre fuerte, de mirada desafiante, avanzaba en la calle con la cojera que suele darle a los niños que nacen con los pies para adentro y ningún aparato ortopédico corrige hasta que terminan pisando sobre sus tobillos y los vencen. De no ser por esos tobillos vueltos muñones a ras de suelo, el hombre sería un atlante. Al no poder contar con sus piernas había desarrollado un tórax poderoso, pero lo más fuerte era su mirada. Lorenzo concluía que un pobre vence el infortunio con mayor voluntad que los demás. Cualquiera de la pandilla, envuelto entre algodones, se habría dejado ir. Este hombre sabía de su propia fragilidad y de la frialdad del universo. Y sin embargo no se sentía inferior, su contacto con la tierra le había enseñado que el gorrión es más rápido que él, el perro oye mejor, el insecto detecta la miel mucho antes que él la bondad en los otros, pero él no iba a dejar que una cochina enfermedad lo venciera.

A veces los rostros se abrían en una sonrisa reconfortante que ignoraba su propia seducción y por eso mismo ganaba en gracia. Esa sonrisa de encías rojas como los jitomates volcados en la carretera tenía mucho de herida.

Hasta que Lorenzo optó por el silencio. Era su coraza pero también un arma que más tarde se volvería peligrosa. En los años por venir guardaría un reprobatorio silencio cuando todos ansiaban escucharlo. En el futuro, los rostros se levantarían hacia el presidium y él escatimaría su juicio.

De regreso a la calle República del Salvador 25, hacía partícipes a las infanterías de sus dudas. Habría querido tener acceso a los señores del consejo de redacción, Martínez Adame, Mesa Andraca, Villaseñor, Zevada, pero ellos entraban presurosos a ver a don Chicho y apenas saludaban. El caricaturista Chon, José Chávez Morado, llegaba derrapando con su cartón en la mano. Villaseñor, peinado con glostora, le parecía displicente. ¿Cómo iban a escribir si no entraban en contacto con la realidad de los cinturones de miseria? ¿Con qué fundamentos daban directivas si no salían al campo a ver lo que él, Lorenzo, había padecido? Combate se enfrentaba a Manuel Ávila Camacho, católico, creyente y anticomunista declarado, y al mercantilismo de la gran prensa, pero ¿cómo podía hablar Combate de los mineros de San Luis Potosí sin haber bajado al socavón? Es cierto, apoyaban la huelga de Nueva Rosita, Coahuila, contra la American Smelting, pero faltaban reportajes directos y confiables. Combate criticaba acremente a los Estados Unidos y las exigencias yanquis de pago de El Chamizal.

—No sólo debemos buscar otra forma de repartir Combate, tenemos que cambiar su concepción —le dijo Lorenzo a Revueltas—. ¿A quién nos dirigimos? Este país no es Rusia. Tenemos que escribir en términos inteligibles para los campesinos.

—Díselo a don Chicho, yo te acompaño.

De los camaradas, el único que lo comprendía era Revueltas; había que leer a José María Luis Mora, México y sus revoluciones, a Bertrand Russell, a Barbusse, a Romain Rolland. «¡Qué época la nuestra, los héroes legendarios viven entre nosotros y son nuestros contemporáneos!».

—¿Sabes lo que pidió Mora en 1824? Que desapareciera la palabra indio del lenguaje oficial, para que sólo se hablara de mexicanos pobres y mexicanos ricos y cuando se recibieran denuncias de comunidades tlaxcaltecas por despojo, Mora les recordó a los diputados que como habían acordado que los indios no existían, tampoco podían exigir derechos agrarios. ¡Él debería ser nuestro ideólogo hoy en día!

Una tarde, Revueltas entró al privado de Bassols acompañado por De Tena, dispuesto a desafiar la severa mirada del jefe.

—Vengo a pedirle permiso de ausentarme en la tarde, mi mujer Olivia está a punto de dar a luz.

—¡Qué contrariedad, amigo Revueltas, ahora que lo necesitamos en un asunto inaplazable! ¿No podría parir más tarde?

Lorenzo no supo si reír o llorar.

—Compañero De Tena, recuerde que viaja usted mañana.

—¿Qué caso tiene? ¿De qué sirve lo que estamos haciendo? —había angustia en su voz.

—¿Qué dice, compañero?

—Este país está condenado, licenciado Bassols, no hay nada que hacer.

—Recuerde, compañero, que el sentimiento de derrota es reaccionario, le está usted haciendo el juego al enemigo.

—Soy realista, el camino es otro. Hay que sacar a la gente de la ignorancia y de la miseria. Lo primero es alimentar, luego enseñar a leer, educar. Nadie puede pensar con el estómago vacío.

—Pues guárdese sus certezas. Es su origen reaccionario el que le hace hablar así, camarada.

—Es mi convicción después de repartir Combate.

—Si todos tuvieran esa misma certeza, adónde iría a dar nuestro país, compañerito. En Combate criticamos las acciones del gobierno. Le he tenido mucha paciencia, De Tena, y le ordeno que salga mañana a cumplir su cometido.

—No se preocupe, licenciado, saldré pero lo que estamos haciendo vale un carajo. En fin, me consuelo pensando que hace mil millones de años, las bacterias formaban la vida en la Tierra y dentro de mil millones de años, es muy probable que desaparezca la Tierra con todo y la especie humana…

—No se pase de listo, Tena.

—Perdóneme, licenciado, pero advertir los riesgos de no tomar medidas a tiempo para evitar daños irreversibles es una obligación moral de Combate.

—Ya sé que le interesa la ciencia pero por ahora no tengo tiempo de escucharlo, Tena. Mañana se va usted a Puebla y no me vaya a decir que es un pueblo perdido donde Combate nada tiene que hacer.

En Puebla, Lorenzo buscó al Bloque de Estudiantes Socialistas que defendieron a la República Española y recibieron a los niños enviados a Morelia. Según Bassols, le ayudarían a distribuir Combate. Se suscribieron Gastón García Cantú y Antonio Moreno. Lograr dos suscripciones era una proeza inaudita. No sólo eso, lo invitaron a tomar café y menos desanimado, Lorenzo la emprendió hacia Punta Xicalango, cerca de Ciudad del Carmen. En Villahermosa, Tabasco, haría contacto con seguidores de Garrido Canabal.

Cuando el aire por la ventanilla del autobús empezó a despedir vapores más calientes que los del motor, Lorenzo se reconcilió con su viaje. Las espesas matas de los cafetales con sus frutitos rojos se apretaban en contra de la carretera y la vegetación se hizo desorbitada y lujuriosa. Las ceibas parecían alcanzar el cielo. Una tormenta pasaba oscureciéndolo y Lorenzo pensó que los ejemplares de Combate se mojarían a pesar de la manga de hule. Definitivamente le gustaba más ir al sur que al norte y Bassols lo había enviado al Estado más esplendoroso de México, Veracruz.

El espíritu de Lorenzo descansó cuando llegó a un pueblo de pescadores sobre el mar, muy pobre, dentro de una bahía protegida y rodeada de palmeras. Apenas sintió que algo líquido venía del horizonte se reconcilió con el calor infernal y el olor a gasolina del autobús. «Allá junto a la playa hay donde se quede», le dijo el chofer. Unas cuantas mesas de metal con sillas cortesía de la cervecería Corona y cuatro o cinco cuartitos conformaban el hotel, que no valía nada, pero la presencia de una mujer vestida de negro y con medias negras le llamó la atención. El negro la espigaba y las piernas bien moldeadas sobre tacones altos lo intrigaron. La acechó tanto como al mar y a los alacranes (contra los cuales no tenía antídoto) y la vio abanicarse, lánguida, para después tirarse con todo y tacones-aguja en la única hamaca. «La va a romper». ¿O sería la dueña? Sólo la dueña se atrevería a una acción semejante.

En la noche Lorenzo salió a caminar y levantó los ojos al cielo. ¡Qué suerte, la Vía Láctea! ¿De qué estaría compuesta? Al regreso, la mujer de negro seguía en la hamaca. Lorenzo decidió abordarla. «¿Le puedo ofrecer una copa?». Ella accedió con la misma languidez con la que se había mecido. «Está bueno, pero aquí mismo. Yo no frecuento las cantinas». «¿Hay muchas?» «Es lo que más hay», sonrió una media sonrisa. Lorenzo le sonrió abiertamente y ella no tuvo más remedio que responder a su encanto. «Tienes una sonrisa irresistible, niño». «¿Niño? —se molestó—. Ni tanto». Ese «niño» era un desafío. Quizá sin él Lorenzo no se habría propuesto demostrarle a la patrona lo hombre que era. Cuando se quitó las medias, surgieron sus piernas más blancas que la leche. Hasta burbujeaban. «Nunca me da el sol. Nunca salgo de día. No me gusta. Quemarme me hace daño. Sólo camino en la noche a la luz de la Luna y las estrellas». La palabra estrellas lo hizo aceptar su pelo largo y negro a lo María Félix, demasiado abundante, y su falta de imaginación, a pesar de que ella la sugiriera a un grado superlativo.

—¿Cómo te llamas?

—¡Qué importa!

—Necesito saberlo.

—Soy Lucrecia.

—¿De veras? Vente, vamos al mar.

—¿A esta hora?

—La mejor hora es entre las tres y las cuatro de la mañana.

Seguro de que ella lo seguiría —no habían dormido en toda la noche—, se echó a andar. Tras él, Lucrecia caminaba sobre la arena fría y un poco dura: «Es que tiene conchas». Cuando la arena empezó a humedecerse, Lucrecia se quitó el vestido y entró al agua de mar más negra que la tinta. Él dejó en la playa su único par de pantalones y la siguió desnudo. Dentro del agua, Lucrecia lo abrazó, se repegó a su cuerpo, vientre contra vientre, piernas entreveradas, su pecho en el suyo. Eran de la misma estatura. Oyó su respiración que parecía ser la del agua negra. Así de pie, el uno frente al otro, la poseyó. Luego ella se puso de espaldas y llevó sus dos brazos hacia su cintura, ahora sí, así, empálame, sácame del agua, así, por tu sola fuerza. Recubierta por el agua y la noche, la mujer se volvió inmensa y para él la esencia misma del misterio. En sus flancos el agua de las olas resbalaba dulcemente. Ni un sonido. La suya era una larga navegación a través de las paredes salinas de esta mujer portentosa. Un silencio inmenso caía desde la bóveda celeste. La mujer lo envolvió en un largo movimiento de oscuridad, como si lo cobijara. Allí del otro lado debía estar la playa, porque Lorenzo ya no sentía el movimiento de las olas, no sabía ya si iban a morir, la mujer desaparecía, aparecía más rotunda en cada resurgimiento, era un coloso, se movía tan poderosamente que temió que en una de ésas se ahogarían los dos. Un estremecimiento continuo parecía venir del agua y de su peso. «No me importaría morir ahora», pensó Lorenzo, pero de inmediato se reconvino. «Tengo demasiados Combates que repartir». Siempre eran demasiados. Envuelto en sus largos muslos líquidos, Lorenzo ya casi no oía el mar, o el agua era esta mujer a la que él le había llovido adentro y que ahora le llovía encima. El sonido de las aguas se ensanchó y tuvo algo de taconeo. Lorenzo sintió que él estaba cavando un surco en el mar-cuerpo de la mujer. De pronto ya no la sintió y empezó a buscarla con ademanes de ciego hasta que oyó su voz:

—Ven —le dijo, y salió de la noche y del agua.

Sobre la arena imaginó su blancura fulgurante. Recogió su vestido abandonado y le señaló: «¡Aquí está tu pantalón!». «Bruja, ¡cómo puedes saberlo si todo aquí es invisible!». Caminaron sin titubeos hacia la palapa. En la puerta, la mujer se inmovilizó. «Ahora vete a tu cuarto». «No quiero dejarte». «Entonces ven al mío».

Cuando Lorenzo despertó, lo deslumbró la luz del día. Eran las dos de la tarde. En el hotel no había nadie. Oyó un ruido que le pareció de trastes y se dirigió a lo que supuso la cocina. «¿Podrían regalarme un cafecito?». Era infame. «¿Y la señora?», le preguntó Lorenzo a la muchacha. «Se fue». «¿Adónde?» «A Oaxaca». «¿Cuándo salió?» «Esta mañana temprano». «Ah». Lorenzo decidió marcharse a la mañana siguiente y pidió la cuenta. «La señora Lucrecia dejó dicho que no le cobráramos y que regresara cuando quisiera, que ésta es su casa».

En la Liga de Acción Política, a Lorenzo le atrajo un hombre de expresión inteligente que escuchaba con intensidad las intervenciones de Bassols. Además de un ostentoso aparato de sordera en la oreja izquierda, hacía una mampara con la mano sobre la derecha para no perder la voz de don Chicho.

Cuando le tocó su turno, lo deslumbró. Era un extraordinario orador, incluso más persuasivo que Bassols.

—¿Quién es? —le preguntó a Revueltas.

—Se llama Luis Enrique Erro, no sabes qué revolcada acaba de darle a Ezequiel Padilla en la convención en Querétaro a propósito de un plan de financiamiento de escuelas rurales. La gradería protestaba airadamente con gritos, chiflidos y pataleos, Erro comenzó a hablar sin que lo escucharan, pero en un momento dado el público guardó silencio. Transformado por la brillante exposición de Erro acabó ovacionándolo. Su estilo es el de los ironistas ingleses, no hay otro como él, es de los que quieren cambiar la educación y hacerla extensiva a todos. Fue jefe de enseñanza técnica con Bassols en la Secretaría de Educación Pública y creó el Consejo Nacional de Educación Superior e Investigación Científica.

—¿Científica?

—Sí, es radical, de los fundadores del Politécnico, todos de extrema izquierda. Es de los que creen en la educación socialista, de allí su interés en las escuelas técnicas.

Lo que nunca supo Lorenzo es que también Erro notó su fogosidad.