8.

—Papá, tienes que hablar con Lorenzo, te aseguro que hay momentos en que pierde la brújula —Diego preocupó al doctor Beristáin.

—Es que es terriblemente inteligente y muy sensible.

—Todo lo inteligente que quieras, pero algún día va a cometer una locura.

—Eso lo sé. De todos ustedes es el único que puede llegar al suicidio.

—¿Qué?

—Así es, Diego, tu amigo De Tena es capaz de los actos más extremos.

—¿Y si lo sabes, por qué no le ayudas?

—Claro que le ayudo en la medida en que él lo permite; por lo pronto, nada puede resultarle más benéfico que ser nuestro amigo y estar en la casa. Es un muchacho noble, pero hay en él una gran arrogancia y a la larga no sé qué vaya a pasar.

Cuánta razón la de su padre, ninguno tenía su capacidad de concentración, se abstraía en la lectura y no había poder humano que lo convenciera de algo que no quería hacer. ¡Cuántas parrandas se echaron sin él! Y sin embargo, sin él no eran lo mismo. Su originalidad, su atrevimiento las volvía imprevisibles, más divertidas.

Alguna vez Lorenzo le había dicho que el sexo podía ser una pesada carga masculina. ¿Carga?, rió Diego, ¿carga? Es un placer, hombre, el mejor que tenemos. «No me refiero sólo a venirse, tonto, me refiero a algo mucho más profundo». «¿A qué, Lencho, a ver a qué? Dilo pronto porque no estoy en ánimo de filosofar». «A la mujer en sí, a la mujer. A ella debemos protegerla».

Ahora recordaba el asco de su amigo cuando habían ido por primera vez de putas y cómo lloró. «Deploro mucho lo que acaba de suceder». «Ya verás cuando agarres práctica, te vas a encular». A Diego se le enturbiaba la mirada y Lorenzo desviaba la suya.

Alguna vez, cuando Lorenzo enjuició severamente a sus compañeros de clase en la Libre de Derecho, el doctor Beristáin le dijo:

—No hay mayor tragedia en la vida, Lorenzo, que convertirse en paladín del bien y creérselo.

La gran orfandad del muchacho lo conmovía tanto como su ateísmo, que declaraba una y otra vez. Entre más alegaba que ningún dios le hacía falta, que desde que no creía era un hombre libre, entre más citaba a Nietzsche, más le daban ganas de abrazarlo y decirle que le hacía falta todo y que él, antes que nadie, estaba dispuesto a dárselo. Sin embargo no era fácil.

—Aún no adquiero ningún hábito mental, doctor, a nada me aferro. En cambio usted es un pensador, tiene métodos de trabajo y una formación que no he alcanzado. Siempre me sorprenden sus deducciones.

—Lo que sucede es que yo he llegado a la tregua y es algo que usted, amigo De Tena, ni por equivocación conoce… Ya la apreciará y se acordará de mí, no tengo duda.

—Rompí con la Iglesia y eso me atormenta.

—Mire, usted lo sabe bien, yo soy juarista; sin embargo, para su familia el camino que usted ha escogido debe ser muy preocupante.

—Yo no tengo familia, doctor, tengo hermanos menores, una hermana mayor en los Estados Unidos, eso es todo. Si debo responder ante alguien es ante usted, que me ha tratado como hijo.

—De todos modos, Lorenzo, le ha de haber costado separarse de ellos.

—¿Por qué no ha de costarle la libertad al que quiere liberarse?

—¿Está usted seguro de que se ha liberado?

—Eso sí, doctor —sonrió una juvenil y preciosa sonrisa—, estoy seguro de eso.

Lorenzo había aplastado al amante de Leticia como una cucaracha. Pasó varios días demostrándole cien-tí-fi-ca-men-te que Raimundo no era digno de un segundo pensamiento. «Mira, el amor ejerce un control tremendo sobre la vida. Te aprisiona, te introduce en un túnel del que es imposible salir…». La abrazó: «Todos tenemos en la vida al menos una oportunidad, el chiste es no dejarla pasar. Puedes forjarte un futuro a partir de tu traspiés y yo te voy a ayudar, te juro que saldremos de ésta juntos. Una vez nacido tu hijo, volverás a la normalidad».

Lo que le dijo se lo decía a sí mismo y sin embargo no podía olvidar que la noche en que Lucía lo humilló deseó con fervor su muerte. El periódico hablaba de un amante despechado. Quizá Lucía lo afrentó. Era experta en degradar.

Así Lorenzo entró en el mundo de la sospecha. Hizo de «Desconfía y acertarás» su lema. La vida, las acciones de los demás lo sacaban de quicio, pero más lo torturaba que irrumpieran en sus ideas, no lo dejaran a solas e impidieran la línea de pensamiento por la que avanzaba como hacia una meta. Espacio, tiempo, ¿podían medirse con una cinta metro como se mide la distancia? En la noche planeaba el trabajo del día siguiente: «Mañana voy a ir a la Universidad, luego paso a la biblioteca a consultar a…», y dormía contento con la perspectiva del hallazgo. La vida, cruel, decidía otra cosa. Leticia era la montaña que se atraviesa a mitad del camino y ni modo de hacerle un túnel. ¡Otro! Lorenzo hubiera podido asesinar al amante. «Lo único que pido es que me dejen trabajar», exigía, a lo que Leticia respondía:

—¿Trabajar en qué si no haces más que leer y cuando no, te estás allí, la mirada fija, metido en ti mismo?

—Pienso, Leticia, pienso.

—No aguanto tus grandes silencios, Lencho. Es como si yo no existiera.

—Tienes razón, existes sólo en función de los problemas que me creas.

—¿Y cuando te cases? ¿Y cuando tengas hijos, qué? ¡Lo único que te importa es que una mujer te deje tra-ba-jar!

—Sí, es lo que más le agradecería a cualquiera.

—¿Y los hijos, qué?

—Nunca voy a tener hijos.

Leticia tampoco parecía darse cuenta de su esfuerzo para traer dinero a ese diminuto departamento por el que sentía náusea. Acumulaba empleos, corría de un sitio a otro con su portafolio colgando del brazo. El ritmo de los jueces, las secretarias, la burocracia lo encolerizaba y se repetía: «Tranquilo, tranquilo, no vayas a levantar la voz», pero enrojecía y sus acerbas críticas caían como asteroides en los escritorios. «¿Adónde va a dar nuestro pobre país con gente como ustedes?». Con razón un maestro puso alguna vez en su boleta: «Carácter colérico». La grosera, la imbécil vida diaria interrumpía el flujo de su pensamiento y lo mantenía en un estado de perpetua irritación.

Cuando Leticia tuvo a su hija, Lorenzo se volvió aún más violento. «No la amamantes aquí, ten un poco de pudor». Los enormes pechos de Leticia lo inquietaban. A los veinte días preguntó si la niña iba a empezar a comer con cuchara. Era mucho mejor el alumbramiento del becerro que Florencia alzó sobre sus cuatro patas que este proceso lento en el que tenía que participar a fuerzas. El olor del departamento cambió para mal. Leticia, su niña en brazos, iba dejando por donde quiera su estela de pañales.

Seis meses más tarde Leticia lo recibió:

—Lorenzo, me voy.

—¿Cómo que te vas? ¿Adónde?

—Con el papá de mi hijo.

—¿Quéeeee?

—Sí, me voy, con el padre de mi hijo.

—¿Con ese miserable? —Lorenzo osciló entre la incredulidad y el odio—. ¿Además por qué lo llamas hijo? Creo haber entendido que tuviste una niña y le pusiste Leticia como tú.

—Ahora estoy segura de que éste es hombre —señaló su vientre.

Leticia se iba, pero con otro. Lorenzo no lo podía creer. ¿Quién es? ¿Dónde lo conociste? ¿A qué horas? ¿Cómo, cuándo y dónde? Perra. Claro que te me vas. Bestia apocalíptica. No te aguanto aquí ni un minuto más. Imbécil además de perra. No eres digna del recuerdo de mi madre, no eres nada, sólo una hembra en celo, como lo son todas las mujeres, perras, perras.

Leticia ya no lo escuchaba, todo lo tenía preparado. El interfecto la esperaba en la esquina.

—¿En la esquina, pendeja?

—Así es la vida, Lorenzo, las mujeres se van con el de la esquina.

¡Qué despreciable la condición femenina!

Aunque anheló lo contrario, la ausencia de Leticia no le trajo la calma esperada. Le costaba trabajo concentrarse en la lectura.

A la una de la mañana, Lorenzo leía el Fausto de Goethe cuando el timbre de la puerta sonó apremiante. Desde la partida de Leticia, Lorenzo le había dado la dirección de su departamento a Diego. El timbre volvió a sonar y Lorenzo corrió escaleras abajo, nadie tocaba así a esa hora de la noche:

—Lorenzo, vámonos a Lucerna, una mala noticia…

En el camino, dentro del Ford, Diego le dio la noticia: «Tu padre está gravísimo. Quién sabe si lo alcances. Tu tía Tana llamó a la casa para que te localizara».

—¿Qué le pasó a mi padre?

—Van a decir que es un paro cardiaco…

—Pero ¿de qué murió mi papá?

—De una pedrada.

Lorenzo sintió que su cara ardía.

—¿Quéeee?

—Sí, como te lo digo, de una pedrada.

—¿Dónde? ¿Cómo? No estamos en el monte, ¿quién va a morir de una pedrada? —Lorenzo puso su mano sobre el brazo del conductor.

—Iba caminando en la calle y al dar la vuelta en una esquina alguien le aventó una piedra, con tan mala suerte que le dio en la nuca. No sufrió, murió instantáneamente. Claro que hubo mucha sangre, lo demás te lo ahorro.

—Esto es de locos, de locos. ¿Agarraron al culpable?

—Claro que no y nunca lo van a agarrar. Unos jóvenes que sabían dónde vive tu papá recogieron el cuerpo y lo llevaron a su casa.

¿Qué era esa muerte? ¿La de la edad de piedra? ¿La de la mujer adúltera del evangelio atacada por la multitud condenatoria? ¿Una muerte así en el siglo XX y en plena ciudad? ¿Una pedrada en la cabeza? A Lorenzo lo indignó esa humillación infligida a su padre. ¿Apedreado como un perro? Que un hombre tan delicado tuviera esa muerte a Lorenzo lo hería en lo más íntimo; su corazón-esponja latía mojándole las sienes. «No entiendo, no entiendo nada. ¿Una piedra?», repetía.

En la ciudad vacía Diego pisó el acelerador y llegaron en un santiamén. En torno a la cama de don Joaquín rezaban doña Tana, Tila y dos mujeres más vestidas de negro. El parpadeo de la luz de las veladoras contra los muros hacía que el dormitorio pareciera una capilla.

—Ya no lo alcanzaste, tuvo un paro cardiaco —dijo Tana, descompuesta.

El rostro de su padre, la cabeza sobre la almohada, los párpados ya cerrados por las piadosas manos de Tila, tenía una nobleza que golpeó a Lorenzo. ¿Cómo era posible que jamás se la hubiera notado? Su perfil destacaba muy puro, su frente amplia, sus labios finos dibujaban una leve sonrisa en su rostro blanco dándole una espiritualidad insospechada.

«Pero si nunca hizo nada en su vida —pensó Lorenzo— ¿cómo es posible que tenga esa nobleza?». La tenía. Las gruesas manos de Tila arreglaron la sábana y alisaron los cabellos de don Joaquín para atrás con una confianza que hizo que Lorenzo la mirara fijamente. ¿Así que Tila quería a ese fifí, ese señorito entregado al ocio y a la irresponsabilidad? Jamás pensó que entre su padre y Tila existiera un lazo afectivo. Era tan indiferente que creyó que para él la criada no existía. Tila murmuró en voz baja:

—Habría que mandar traer al niño Santiago, quería mucho a su papacito.

Juan, impávido, se mantenía en la penumbra.

De un rincón de la pieza salió un sollozo. Era la tía Tana. A Lorenzo le asombró su llanto. De pronto dos revelaciones lo apabullaban, el de la nobleza en el rostro de su padre y el de Tana capaz de conmoverse. Tila, que seguía arreglando la cama, dijo, adivinando su pensamiento:

—Quería a su hermano como a un hijo, siempre lo protegió. No puede aceptar que se haya ido antes que ella… Es duro para ella, niño Lorenzo, es lo peor.

Verla así, vencida, le dio miedo. Se acercó y puso la mano sobre su hombro:

—Siempre has sido fuerte, tía, no nos falles ahora.

La tía Tana, la nuca doblada, los cabellos blancos, el rostro empapado por las lágrimas, sólo hizo una señal afirmativa con los hombros, ¿o los había levantado en señal de «ya qué me importa todo»?

Tila de nuevo se acercó:

—¿No va a venir Leticia? Están a punto de entrar los de la agencia funeraria y a partir de ese momento todo va a ir muy aprisa… Van a tener que salirse, voy a vestirlo…

Lorenzo iba de sorpresa en sorpresa, la dueña de su padre era Tila con su cara redonda extrañamente lisa y joven para su edad («Es que la piel morena aguanta más que la blanca», le dijo una vez Leticia cuando se lo comentó). La de las decisiones también. Tila, que no se había casado, ahora embalsamaría a su padre, lo lavaría y lo vestiría con su mejor traje, haría el nudo de su corbata. Recordó cómo don Joaquín, poniéndose tras de él frente al espejo, anudó la suya, hacía años, cuando vistió su primer smoking.

Cuando subieron cuatro urracas negras por la escalera, Tila se encerró con ellos. La tía Tana se fue a poner de negro y a la hora, ella, Lorenzo y Juan subieron al Ford de Diego Beristáin. A Lorenzo le asombró su compostura durante el funeral. Ni una sola muestra de abatimiento, tiesa, sonrió altiva bajo su mantilla de encaje sostenida alta por una peineta que le daba un porte de reina derrotada. «Parece un Velázquez», dijo Diego. «Más bien un Goya», corrigió Lorenzo.

Desfilaron los mismos de siempre y de pronto, en el cementerio a la vista de todos, con un vestido demasiado corto apareció Leticia, despeinada y ultrajante. Respiraba salud y su ángel los cubría a todos. Su pelo rojo rizado y alborotado le hacía un halo y toda su figura tenía efluvios de alcoba. Nadie atendió al pobre de Joaquín y Lorenzo oyó a la marquesa del Ciruelillo decir en voz alta: «Mira nada más, parece actriz de cine italiano». El conde de Olmos afocó sus prismáticos como en la ópera y le comunicó a Mimí Roura Reyes: «Tiene cabeza de ángel». Las piernas sin medias de Leticia, doradas por el sol, paradas sobre la tierra negra, al lado de los cuatro empleados que iban echando las paletadas en la fosa, eran dos imanes: nadie podía desprender la vista de esas torres de cedro, lo mismo sus brazos desnudos que emergían de la blusa corriente. Las profundidades lodosas estaban a ras de tierra y no allá abajo en el fondo de la fosa en la que trasminaba el agua. También los sepultureros, al recoger la tierra, levantaban los ojos hacia la mujer que resplandecía al sol, la piel acabada de bañar era tan lozana que daban ganas de hincarle los dientes. Era pura, radiante energía, con razón las partículas se aglomeraban en torno a ella. Ninguna ánima en pena en este sepelio, Lorenzo vio con enojo cómo todos se formaban para abrazar a Leticia y darle el pésame antes que a Cayetana. Absolutamente todos movían la cola y querían restregar su vientre contra el de Leticia. Gloria in Excelsis Dei, Laetitia. Hombres, mujeres y niños deseaban apretarse a esta criatura de delicias, los mayores de edad se autonombraban sus tíos, cubrían su rostro de besos diciéndole: «No llores, m’hijita linda, no llores, aquí estoy yo», y enjugaban sus lágrimas con sus labios (porque Leticia, sentimental y ruidosa, lagrimeaba copiosamente), de tal modo que a fin de cuentas la hermana menor de la familia De Tena, la hija de don Joaquín, le robó sus honras fúnebres; los jóvenes que nunca pensaron rezar inquirían presurosos: «¿Dónde van a ser los rosarios? ¿Cuándo la misa?», y se lo preguntaban precisamente a Leticia que no sabía ni jota de futuras ceremonias.

Al despedirse, doña Tana le dijo a su sobrina:

—A los rosarios, espero que asistas con otra falda y una blusa de manga larga…

—Sí, tía —la abrazó—; es que agarré lo primero que vi. Ni tiempo de ponerme medias…

—Sí, ya lo vimos todos. Pasas primero a la casa para revisarte.

—Claro, tía.

—Te prestaré una mantilla adecuada…

—Gracias, tía.

Ahora resultaba que el miembro más conspicuo de los orgullosos De Tena era la descastada, la caída, la que hacía su regalada gana. Lorenzo, incrédulo, veía a la tía Tana acinturar a Leticia a pesar de sus larguísimas ausencias. ¿Sospecharía algo Cayetana de Tena? Seguramente sí porque no preguntaba: «¿Cuándo se casa Leticia?». Jamás podría admitir que una De Tena había caído en desgracia. Por lo tanto, lo más inteligente era no darse por enterada. Sin embargo, la presencia de su sobrina hacía que su rostro se iluminara y la tía Tana tendía sus mejillas polveadas para que los labios hinchados y frutales de la muchacha se posaran en ellas y le devolvía sus besos a la velocidad del sonido. Lorenzo no tuvo más remedio que llegar a la conclusión de que la naturaleza vence cualquier prejuicio.

—¿Estás bien, Leticia? —le preguntó Lorenzo con severidad.

—Sí, hermano, sí.

—Pero ¿comes bien, tus hijos comen bien?

—Sí, comemos bien. Si vienes a la casa voy a darte albóndigas de caca con salsa de pipí, puré de cerilla y gelatina de mocos.

La misma Leticia de siempre. Ni en esta circunstancia podía cambiar. Lorenzo le dio la espalda.

Diego Beristáin corroboró la impresión general:

—¡Dios mío, cuánto sex-appeal tiene tu hermana! Créeme, la pasé muy bien, tanto que ahorita mismo me voy a casa de La Bandida. ¿Tú qué piensas hacer, Lorenzo?

Para su azoro, el joven De Tena respondió:

—Voy contigo. Combatir la muerte con la vida es una regla de salud mental. Tengo unas inmensas ganas de coger.

—¡Nunca habías usado esa palabra! ¡Vámonos! Pero qué manguito es tu hermana, con tu perdón, qué buena está, de a tiro buena, pocas veces he visto tanto ángel, y créeme, de mujeres yo sí sé…

—¡Ah, y yo no!

—Tú no, tú vives en otro mundo, Lorenzo.