Las actividades de Lucía, consignadas en una diminuta agenda de Hermès, llenaban a Lorenzo de asombro, sus affaires d’argent como las llamaba, le parecían insólitas. Tenía varias maisons de rapport en el centro de la ciudad, en Donceles y en Isabel la Católica, y su homme d’affaires cobraba rentas que a ella le permitían viajar a España tres o cuatro veces al año para cultivar su amistad con Alfonso XIII. En su casa reinaban los grandes de España aunque Lorenzo estuviera a punto de desbancarlos. No vivía ya sólo en función de «los reyes» aunque la inercia de la costumbre inmovilizara sobre el piano la fotografía en marco de plata de Alfonso XIII con su dedicatoria: «A Lucía, mi cariño». Para ser digna del rey, iba con frecuencia a la Casa Armand, a renovar el trousseau destinado al Palacio de Oriente en Madrid, donde no podía repetirse. El rey, la reina, los príncipes, la Corte tenían en la pupila sus anteriores modelos. Renovarse o desaparecer. El desfile de modas se iniciaba a bordo del Queen Elizabeth, donde el capitán la requería a su mesa desde la primera noche. Entre tanto solía invitar a su casa a los diplomáticos europeos porque viajaban constantemente y podían ser invitados a su vez a la Corte y allí mencionarla, afirmar que recibía como reina y que su salón era el más exclusivo de México.
Aunque jamás echaba la casa por la ventana, Lucía abría sus salones varias veces al mes. Para no gastar en servicio, acudía a Tana: «¿No podría Leticia ayudarme el viernes para el coctel que tengo que darle al embajador de Inglaterra? Es una gran oportunidad que le brindo, relacionarse con gente bien». Lo mismo hacía con otras amigas. Allá iba Leticia con su vestido de fiesta y la elasticidad de su talle y le contaba después a Lorenzo que Lucía era de una tacañería suprema. «Los sandwichitos de berro para los diplomáticos», la arremedaba. No podía pasar la charola de plata entre los nacionales. El whisky Old Parr también lo reservaba a los diplomáticos. A los mexicanos les servía un brebaje infame disimulado en garrafas de cristal cortado. Leticia, Elsie, Inés, Concha y Mercedes reían a carcajadas en la cocina mientras se atiborraban con los delgadísimos emparedados que el chef del University Club había entregado dos horas antes y los petits-four de El Globo, «sólo para los diplomáticos». Ese día, Lucía deslumbraba a todos con su histrionismo, chispas de oro en su piel y en su cabello. «¿Qué te has hecho que te ves cada vez más joven?», exclamaban a su paso. De vez en cuando sorprendía la mirada húmeda de Lorenzo sobre sus muslos, o ella misma la buscaba. A ojos vistas Lorenzo se aburría, el único sentido que tenían esas reuniones era llegar al mutuo destino final: amarse. «¿Cuándo acabarán de despedirse?». Hablaban de los huevos de Pascua enjoyados de Fabergé, el del Tricentenario de la dinastía de los Romanoff. En México, eran coleccionistas de huevos de piedra semipreciosa como el lapislázuli, el topacio irisado, la serpentina, la turquesa, el ónix. El ópalo jamás, trae mala suerte. ¿Por qué tanta fijación en los huevos? El destino de Anastasia era otro tema inagotable. La palabra zar les llenaba la boca. La edad de la pintura de la Virgen de Guadalupe en La Villa, su autenticidad cien-tí-fi-ca-men-te comprobada, era el tema mexicano. Para apresurarlos, Lorenzo entregaba a la salida estolas de piel, abrigos negros, sombreros, bastones de empuñadura de plata y marfil y paraguas de Harrods. Leticia solía meterle un pellizco a la pasada. Cuando a Lucía le comentaban: «¡Qué buena facha la de tu ayudante!», respondía con frenesí: «Es un De Tena, el sobrino de Cayetana, no tienes idea, una verdadera monada». De escucharla, Lorenzo la habría ahorcado allí mismo y cuando Leticia se lo contó haciéndole toda la mímica, monísimo, oye, monísimo pero monísimo, la persiguió vengativo.
Como Colette con Gigi, Lucía lo aleccionaba acerca de la función de la ropa, la pureza de esmeraldas con y sin jardín, la del perfume. El sueño de Lorenzo era comprarle alguna vez un Shalimar de Guerlain. Entretanto, asistía a su baño: su tina rodeada de esponjas, talcos y cremas humectantes. «Soy mi mejor inversión», repetía coqueta: «Si yo no me cuido, ¿quién?». Para ella misma no era tacaña. Lorenzo le tallaba la espalda: «Ay, no tan fuerte», secaba con devoción cada miembro de su cuerpo, su sexo sobre todo, le pasaba el peignoir y la veía ponerse perfume tras del lóbulo de la oreja, entre sus pechos, en la muñeca derecha y en el doblez de sus brazos. ¡Con qué devoción acariciaba Lucía sus largos muslos al cubrirlos de crema! «Lo hago por ti, mi amor, y esto es para ti, corazón», solía decir en un gritito.
Aunque Diego se habría azorado ante la proeza sexual de su amigo, éste no se lo confió. No entraba dentro de su código de caballero. Además, no festinarlo lo descansaba. Podía volver sin estorbo a lo que más le importaba: el estudio. «No te he visto con frecuencia en la biblioteca en estos últimos meses», comentó el doctor Beristáin, y a pesar de sus diecisiete años Lorenzo se ruborizó: «Es que me dan mucho trabajo en el bufete». Era cierto. Lo que no le dijo al doctor Beristáin fue hasta qué punto odiaba ir a los juzgados de la calle de Donceles y lo repugnantes que le parecían los lanzamientos. Nada peor que recibir en la acera muebles patas para arriba y sillones desfundados. ¡Qué desgracia la suya exhibir la miseria humana!
Los desalojos le hacían concebir un odio aún más acendrado contra los propietarios. Bola de ratas. «No me envíen a otro desahucio, me niego, prefiero renunciar», advirtió en el despacho, y conociendo su carácter y con tal de liberarse del tremendo sermón en contra de la burguesía, Lorenzo fue eximido de ejecución de sentencias. ¿Sabían acaso los señores abogados lo que significaba entrar al cuarto oscuro de uno de los barrios más insalubres del submundo de México para ordenarle a una mujer rechazada de antemano, perdedora de antemano, condenada desde su entrada al almacén, que devolviera la Singer que el abonero sabía a ciencia cierta que no podría pagar? La sola apariencia del cliente bastaba para evaluar sus finanzas. El día de la incautación él, Lorenzo de Tena, tenía que enfrentarse a una criatura que al perder su máquina perdía también su centro de gravedad. Así era la sociedad cris-tia-na, la sociedad me-xi-ca-na y el joven, por lo tanto, renunciaba desde ahora al asqueroso bufete, a la inicua moralidad de la jurisprudencia mexicana.
Curiosamente cualquier agente que visitara de nuevo a la deudora la habría encontrado cosiendo en la misma máquina, Lorenzo saldaba la deuda y de haber podido sacar a la costurera de su tugurio lo habría hecho, ya se lo sugeriría a Lucía pero dudaba de que su amante renunciara alguna vez a la colección de cajitas, cucharitas, elefantes, ranas, rosas de Redouté y otros talismanes a los que atribuía un valor sentimental.
—Es el alegato perfecto. En realidad, los ricos justifican la acumulación de bienes con un sacrificado: «Lo hago por mis hijos».
—Tú tienes padre, Lorenzo.
—Yo soy un hecho aislado. No sé de dónde vengo ni adónde voy. Solo me basto y obedezco mis propias leyes, aunque a lo mejor estoy mintiendo, Lucía de mi alma, porque ahora te sigo a ti.
«Ni modo, así es ella», se repetía al hacer el recuento de sus fallas que desaparecían apenas la veía. Esa mujer que él embadurnaba y chorreaba era su sed y su alivio; a través de ella, de su cuerpo tibio, llegaba al predio exclusivo de su hombría, después vendrían la perplejidad, la justificación, la búsqueda de explicaciones que darse a sí mismo, pero entre tanto no quería impedimentos. Algún día tendría que reflexionar sobre su relación con Lucía, porque la vida que a él le importaba no era la sentimental sino la de las ideas, aunque por ahora su enlace lo había tirado de cabeza al mundo de las sensaciones, un torbellino del cual le era imposible salir. Vivía en trance, le había hecho a Lucía la insensata entrega de sí mismo.
En algún momento pensó confiarse al doctor Beristáin, preguntarle, doctor, qué hago, me estoy hundiendo, doctor, amo a esta mujer, la amo como un bárbaro. O mejor, en un tono razonado y autorreflexivo más adecuado a la edad y a la experiencia del médico, decirle que él, Lorenzo, comprendía muy bien que estaba enculado, perdóneme la vulgaridad, doctor, y que si creía que había algún remedio, bromuro o como se llame lo que le dan a los soldados, le proporcionara, por favor, una dosis regular y que si él, Beristáin, podía informarle cuánto duran este tipo de fenómenos, digo, la pasión, digo, el enamoramiento, claro que lo de Lucía, lo sabía bien, no iba a durarle toda la vida, eso sí que no, entre tanto si él, Carlos Beristáin, tenía un remedio, le rogaba que se lo diera para bajar la alta fiebre de su concupiscencia y así volver a ser el de antes.
Una noche, Lorenzo le preguntó a Lucía por Felipa, la muchacha a su servicio. Demasiado joven, trabajaba para sostener a una retahíla de hermanos.
—La corrí porque me robó mi broche de dos zafiros y dos diamantes —respondió Lucía.
—No es posible. ¿Ya lo buscaste?
—En todas partes, corazón, debajo de la cama, en la sala, en la cocina y en el cuarto de servicio. Además, tengo la prueba de que es culpable.
—¿Cuál?
—Nunca dejó de temblar, lloró a moco tendido, se fue hecha un verdadero asco. Un inocente no se sacude en esa forma. Ella, que es prieta, se puso hasta blanca cuando le dije que iba a llamar a la policía…
—Lucía, vamos a buscarlo tú y yo, lo que has hecho es muy grave.
—All right, darling, pero te repito que estoy segura, chiquito, segura… I’m positive, okey? Positive. Lo que más me duele es que esa joya me la regaló el duque de Albuquerque en Madrid.
Lorenzo sacudió alfombras, removió roperos y cómodas. Al tercer cajón, en una esquina, sacó el broche.
—Mira tu broche robado.
—¡Ay qué bueno, darling, tenías que ser tú quien lo encontrara!
—Debes ir por Felipa.
—¿Qué te pasa, mocoso? ¿Te has vuelto loco?
—Lucía, si no reparas esta injusticia, con todo y lo que te amo, no vuelvo a verte.
Esa noche no hicieron el amor. Ni el día siguiente ni al tercero, aunque Lorenzo estuvo a punto de romper su promesa y correr a Insurgentes. Al cuarto día, Lucía vino a dejarle un recadito con su letra puntiaguda de alumna del Sagrado Corazón en un sobre perfumado. «He hecho todo lo posible por localizar a Felipa, se ha vuelto un personaje de Welles, invisible. Love. Lucía». Lorenzo no respondió. El jueves su amante se presentó a jugar bridge, y aunque Lorenzo juró no estar en Lucerna a la hora en que la tía Tana gritara «Lorencito», bajó a acompañarla temblando. Ella le contó que se había puesto su vestido más viejo y recorrido setenta y siete muladares sin hallarla. Lorenzo alegó que así como había sabido emplearla, siguiera buscándola. En la puerta, Lucía lo invitó a pasar, ándale, darling, no seas payaso. Mordiéndose los labios le dijo que no y se fue llorando de rabia. Al otro jueves pasó lo mismo, Lucía le hizo un recuento pormenorizado de sus penosas gestiones en la colonia Guerrero. «Hice el ridículo por ti, corazón, sólo por ti, olvida a la dichosa escuincla. Se la tragó la mugre. Ahora pásale, love, ya lo ves, hice todo lo humanamente posible, really, this is ridiculous», pero Lorenzo no entró y no entraría más. Hacerlo habría significado traicionar a su madre.
Volvió a ver a los cuates y cuando el recuerdo de Lucía se hizo apremiante, buscó a Cocorito. Una tarde después de la comida, la tía Tana informó que Lucía había salido intempestivamente a España.
—Así lo hace cuando tiene un contratiempo, se va sin avisar.
Una llamada telefónica sacudió la casa de los De Tena: «La señorita Lucía Arámburu y González Palafox, asesinada». Estremecida, Cayetana le ordenó a su sobrino:
—Por favor, ve corriendo a Insurgentes, yo la hacía en España, seguro es una equivocación. ¿Qué haces allí parado como tonto? Regresa apenas sepas algo.
Un mundo de gente le impidió el paso al número 18 de la avenida Insurgentes, comprobando la verdad de la noticia. Aturdido, Lorenzo pudo reconstruir el crimen a través de las frases de unos y otros. La luz encendida de día y de noche había intrigado al barrendero Arcadio Diazmuñoz, que trepó al balcón y por el vidrio sucio vio tirado a un lado del piano un bulto negro alargado que parecía ondular. En el suelo, una mancha de aceite. Le llegó un hedor a cadáver que ahora, según él, abarcaba toda la cuadra. «¡Inconfundible, yo sé de eso!». Hacía varias semanas que nadie respondía al timbre en la casa de dos pisos y un sótano. Al acercarse, pudo ver que moscas verdosas y panzudas salían por las junturas de la puerta. Corrió en busca de la policía. «Allí adentro está pasando algo raro, se lo digo yo que sé de basura». A la hora, se presentaron el agente del Ministerio Público, Efrén Benítez, y el director de Criminalística e Identificación, Alfredo Santos. Fue preciso romper uno de los vidrios de la ventana para entrar. «¡Qué barbaridad, qué cosa tan más horrible, una persona de la mejor sociedad!». «¡Dicen que era soltera!». «¡Llevan mucho tiempo adentro, los familiares también ya pasaron!».
Una mujer se le acercó a Lorenzo: «¿Es usted familiar? Como que les da un parecido a los que entraron».
Lorenzo hizo el esfuerzo de controlarse y con su credencial de Milenio subió con los demás a la recámara. Recordó el ajuar «gris horizonte» como decía Lucía, de estilo francés y miró la habitación por primera vez, porque en realidad de Lucía lo único que importaba era su cuerpo. Su casa siempre le pareció igual a la de la tía Tana, a la de Kiki Orvañanos, a la de Tolita Rincón Gallardo, a la de Mimí Creel; los mismos muebles de marquetería poblana, las sillas de pera y manzana, los espejos coloniales, las porcelanas de la Compagnie des Indes, los grabados de Catherwood, casas en serie, cortadas con las tijeras del buen gusto. Eso sí, Lorenzo notó el desorden, la gran confusión de objetos tirados en la alfombra, los vestidos en los roperos abiertos, las chalinas y las bolsas de mano revueltas, los cajones a la vista y las joyas expuestas, un anillo de enorme brillante, no menos de doce quilates de peso, pero falso, una esmeralda envuelta en papel de china, falsa como el brillante; estuches con perlas de papelillo, pulseras cuajadas de piedritas titilantes. Recordó a Lucía: «C’est du toc, mon cher, lo que llevo se ve fino pero es pacotilla. Mi buena facha legitima cualquier bastardía. Dignifico la bisutería, darling. En el banco guardo lo que me pongo sólo en Madrid. En México, son tan payos que no conocen la diferencia. A nadie es más fácil darle gato por liebre que a la sociedad mexicana».
Según ella, Dios la había dotado de una inteligencia superior que tenía que emplear en restaurar en el trono a su majestad Alfonso XIII y para ello escribió numerosas cartas que ahora esperaban inútiles. Otra carta dirigida a su abogado era una queja interminable contra el Monte de Piedad: «Soy perfectamente capaz de hacerles un escándalo. Tengo amigos influyentes en la prensa…». Quería a toda costa que le devolvieran un bargueño empeñado hacía un año, cuyas refrendas estaban agotadas. Sobresalía, escrito en tinta verde, un recado de Miguel Maawad Tovalín, agente de una casa de amplificaciones fotográficas: «Sentí mucho no encontrarla. Volveré mañana entre diez y doce». A juicio del perito en Criminalística e Identificación, la fecha era la víspera del crimen.
«Va a ser el escándalo del año», oyó Lorenzo decir a un reportero. Incapaz de hablar, seguía a sus colegas como fantasma. A través de los cristales de la puerta de la sala podía verse, tendido cerca del taburete al pie del piano, el cadáver «en decúbito dorsal», como lo asentó el perito. Todos se detuvieron horrorizados al abrir la puerta y ver la espantosa cantidad de moscas verdes, gordas, con sus alas torpes y ruidosas zumbar encima del cadáver. Si se movía era porque zumbaban también dentro de sus entrañas bajo un fondo de seda negra. Dos colchas dobladas y con las puntas quemadas escondían el rostro. El cadáver tenía los brazos abiertos, una mano cubierta con un guante viejo, rotas las puntas de los dedos, la otra desnuda lucía una chevalière con armas de familia. «Darling, leo El Universal con guantes, es tan sucio el periódico».
Cuando el perito descubrió el rostro, un ¡Oh! de espanto recorrió a la concurrencia. Los gusanos formaban una masa blanquecina y movediza, las larvas negras y rojas caían produciendo un ruido inolvidable. Algo más horrible aún los aguardaba: un rayo de sol hirió las muelas de oro de la mandíbula. El pelo esparcido sobre la alfombra de Bujara era lo único reconocible.
—Lleva por lo menos un mes de muerta —se escuchó la voz del perito.
Lorenzo sintió el impulso de echarle una sábana encima, o ¿no cubrían así a los machucados en la calle? Lucía yacía a la vista de todos.
—Ojalá la haya matado sin hacerla sufrir —Lorenzo sorprendió al perito, que lo miró con extrañeza.
—¿La conocía, verdad? —preguntó al ver su rostro descompuesto.
Lorenzo respondió con un sollozo.
—Joven, mejor vaya y serénese, usted no tiene estómago para ser reportero de «Criminales».
Lorenzo caminó todo el día sin dejar de repetirse: «Yo la maté, yo la maté». Si él no la hubiera abandonado, Lucía estaría viva. Caminó hasta muy entrada la noche, el cadáver frente a sus ojos, cubriéndolo, extendido sobre su vientre. Con ese cuerpo se había acostado; esas medias negras que ahora yacían derribadas en un montón de porquería, las había visto subir lentamente sobre los muslos de Lucía. Paso tras paso, Lorenzo hizo resonar en su cabeza el ritornello: «Yo la maté, yo la maté», hasta perder la cabeza. «Era una loquita maravillosa, yo la maté, muchas veces tuve ganas de matarla, la odié tanto que deseé su muerte. No debí juzgarla; si hubiera seguido con ella, seguramente la mato, entonces, por lógica, yo la maté, nunca se fue a España, no salió a ningún lado, se encerró a solas con su dolor y quiso sacarse una fotografía para enviármela, pinche Lucía, no debí condenarla, pobre mujer, inconsciente, absurda, avara, parásito».
Cuando le dolieron los pies y las piernas, Lorenzo se preguntó cuántos kilómetros habría caminado. Enloquecido, llegó a la puerta de la casa de Lucerna tan parecida a la de Lucía y subió a su buhardilla. Lo acometió un sueño pesado y despertó al alba. Salió a primera hora, no quería ver a su familia. Al tercer día, regresó a la casa iluminada por la atroz noticia y oyó que la tía Tana gritaba:
—Lorenzo, ¿eres tú? Aquí en la sala tenemos los periódicos, ven. La mejor información es la de El Universal.
—Ya saben quién la mató —informó el tío Manuel—; andan tras de la pista de un tal Miguel Maawad Tovalín.
—Tenía una vida secreta que ninguno de nosotros sospechó. ¡Quién lo hubiera creído! Tan decente… —murmuró Joaquín.
—Mira quién lo dice. Sucede en las mejores familias —repuso sarcástica Tana—. Durante el gobierno de Porfirio Díaz figuró entre las mujeres más bellas de México y en los bailes del Centenario se hizo proverbial su hermosura.
—¿En los bailes del Centenario? —preguntó Lorenzo azorado.
—Sí, era de mi edad. También yo destaqué en los bailes del Centenario y don Porfirio escribió su nombre en mi carnet de baile.
—A pesar de su físico y de su talento, sus cóleras y excentricidades, sus salidas de tono impidieron que se casara. Ningún galán se decidió a ser su marido —insistió don Joaquín.
—Lucía era un buen partido y si hubieras querido, hoy los huérfanos tendrían madre. De tanto esperarte, Lucía fue mirando pasar su juventud hasta llegar a los cincuenta, edad que tenía al morir.
Lorenzo sintió el impulso de taparse los oídos pero no pudo impedir que retazos de conversación siguieran hiriéndolo como saetas.
—Todos morían por ser invitados a su salón Luis XV.
—Circuló el rumor de que Lucía sería secretaria del rey de España porque logró varias audiencias con Alfonso XIII, quien se impresionó con su fervor. ¡De ahí tantos viajes a Madrid!
—Odiaba a los republicanos, decía que eran sus enemigos personales y luchó por hacerlos expulsar de todos los centros sociales.
—Era totalmente desequilibrada —volvió a comentar don Joaquín—. Estaba histérica. Cuando Julio Álvarez del Vayo visitó por primera vez el Casino Español en Puebla, salió a su paso y gritó: «Viva el rey Alfonso». «Sí, señora, en Fontainebleau, el tiempo que guste», respondió el embajador de la República Española. Este episodio fue comentado durante meses en el Jockey.
Lorenzo nunca había escuchado a su padre hablar con tanta volubilidad. Otros incidentes daban fe de la excentricidad de Lucía y el muchacho iba recogiéndolos, dolido. Se trataba de una neurasténica de desplantes intolerables, no tenía criados, los echaba a la calle. Sí, era Lucía. «Sus rentas ascendían a mil doscientos pesos mensuales». ¡Y ella que siempre se quejaba de falta de dinero!
¿Qué tipo de vida llevaba la que había sido su amante? Lorenzo pidió El Universal y subió a su buhardilla. El periódico aseguraba que el autor del crimen era un hombre y que ese hombre, por la huella delgada y larga de su pie junto al cadáver, usaba calzado elegante.
En los días que siguieron la pesadilla fue acentuándose. A lo mejor Lucía lo había seducido a él porque no pudo tener a su padre, pero no, Lucía era parte de su ser: su yo íntimo, el verdadero. Podía ser todo lo inútil, snob y tacaña que la pintaran pero habían compartido una vida secreta y él la conoció dulce, a veces risueña, sincera, una Lucía limpia, una niña-vieja, una vieja-niña. «Adiós, Lorenzo, gracias y cuídate», le gritó una noche somnolienta, al oírlo bajar la escalera. «Adiós, niño, me haces feliz», vino la dádiva inesperada del reconocimiento. Sólo Lorenzo había visto algo patético y desconsolado en ella, que ahora lo abatía. A solas, Lucía lo miró muchas veces como si quisiera fijar sus rasgos para siempre y él pudo leer el amor en sus ojos.
De nuevo Lorenzo caía en la sensación de doble vida iniciada el día en que entró a la casa de Lucerna; todo lo que para él era esencial era secreto, lo demás, la cotidianidad, tenía que tolerarla. Escondía lo que de veras lo apasionaba. Nadie estaba a la altura de su vida interior, hasta Diego desconocía su quintaesencia.
Tirado en su cama oyó que alguien tocaba a la puerta. Era Leticia. Al verlo llorando, se sentó al borde de la cama a sollozar también y cuando recuperó su respiración le dijo con humildad:
—Hermano, hermano, sólo te tengo a ti, hermano. Hermanito, estoy embarazada y ya se me va a notar.
En ese instante, Lorenzo resolvió dejar la buhardilla asignada por la tía Tana, tomar un departamento y hacerse cargo de Leticia.