Sin que Lorenzo tuviera conciencia de ello, Juan se había apartado cada vez más de la escuela. Y de la casa. Todavía hablaban en el camión de la luz y del calor emitidos por las estrellas y de ir al Observatorio de Tacubaya a verlas por el telescopio, pero sus tres años de diferencia los separaban y aunque Juan, gracias a Lorenzo, participaba con «los grandes», en alguna ocasión le advertían: «A esto sí no podemos llevar a tu hermanito».
—No tengo tiempo que perder, hermano, hoy no voy a ir con ustedes —se adelantaba Juan al rechazo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Trabajar.
Era verdad, componía radios aquí y allá y le pagaban los tenderos, los panaderos del barrio. ¿Qué hacía con su dinero? ¡Quién sabe! También dejó de ir a dormir a Lucerna y a Cayetana no le preocupó mayormente. «Déjalo, es hombre», dijo Tila dándole a Lorenzo unas palmaditas en el hombro. «Anda por allí, no te preocupes, en el barrio todos lo quieren». «¿Y su secundaria?», gritó Lorenzo. «No hay mejor escuela que la de la vida», filosofó Tila. «Mira qué tranquilo está tu papá y él es el de la responsabilidad». Desde luego, don Joaquín jamás se dio por enterado.
Aunque Lorenzo empezara el día con una declaración de odio a doña Cayetana y llegara a la noche rumiando la ira acumulada durante el día, la hermana de su padre lo atraía. Alguna vez escuchó decir al doctor Beristáin: «Cayetana Escandón de Tena es todo un personaje». Y lo era. Imposible no reconocerlo. Tana habría dicho lo mismo de su sobrino. Recurría a su consejo y desde hacía tres años le pedía que la acompañara a las distintas dependencias de gobierno con la esperanza de recuperar su hacienda en Morelos, incautada por la Revolución.
La familia De Tena no era rica, vivía como rica. Por nada del mundo habría cambiado su tren de vida; que no se notara que Tila volteaba los cuellos y los puños de Joaquín y de Manuel, y que a ella le debían tres meses de sueldo. Para eso estaban las tómbolas, las kermesses, las ventas de caridad, las amigas de infancia. «¿No tienes ropa que no le quede a tus hijos y me pases para los huérfanos?».
Cayetana y Lorenzo iban en tranvía a sus diversas diligencias y doña Tana no perdía un ápice de dignidad deteniéndose del pasamanos con su mano enguantada. En la otra llevaba paraguas o bastón, según la temporada, y manejaba ese adminículo como un cetro que la distinguía del vulgo. Impresionó a Lorenzo el día en que dio un paraguazo sobre la imponente mesa de trabajo del gerente del Banco de México porque éste no se levantó a recibirla con suficiente premura:
—Un caballero se pone de pie ante una dama —dijo con una voz que la engrandecía.
El banquero se deshizo en excusas.
Tana mantuvo su tono airado, y por supuesto consiguió el préstamo. En la escalinata de bajada a la calle Venustiano Carranza dijo altanera:
—Así hay que tratar a los lacayos.
Para ella, los mexicanos se dividían en señores y en lacayos, pero un proveedor bien podía ser un señor si ella lo decidía. «Los valores cristianos son los de la aristocracia», decía sostenida del brazo de su sobrino. Olía a polvos de arroz, a violetas, y Lorenzo asociaría ese aroma con la vejez.
—Pruébate mis zapatos, Lorenzo, ¿verdad que te vienen?
—Son de mujer, tía, tienen tacón.
—Un taconcito de nada, ahorita voy a ordenarle al zapatero que se los quite. Mira, para no gastar, pídele el martillo a Tila y tú mismo los eliminas. Con una remozadita quedan como nuevos. Yo, apenas si gasto mis zapatos.
—Pero tía…, de mujer.
—Te acostumbras. Nunca tendrás zapatos más finos, te lo digo yo, Lorenzo.
Molesta por la incomprensión, afirmaba que usarlos era un privilegio sólo a él concedido. A punto de las lágrimas, Lorenzo calzó los borceguíes de la tortura, doblaba los pies para adentro y hacía lo indecible por esconderlos bajo la primera mesa, en cualquier sillón, tanto que en la casa de los Beristáin los cuates se dieron cuenta del tormento que para él significaban y no hicieron el menor comentario.
Diego consultó a su padre: «Vamos a regalarle a Lorenzo un par de zapatos». «No seas insensible, significaría que nos hemos dado cuenta. Algún día él se comprará los suyos y fingiremos ceguera».
Tres años más tarde, la tía Tana tampoco se daría cuenta del golpe asestado a su sobrino cuando dijo con aire triunfante que, gracias al apoyo del reconocido Guilebaldo Murillo, abogado de la Mitra, Lorenzo ingresaría a la Escuela Libre de Derecho.
Dirigirse a la Libre en la calle de Basilio Badillo mientras la pandilla entraba por la puerta de la Escuela Nacional de Jurisprudencia en la esquina de Argentina y San Ildefonso sumió a Lorenzo en la desesperación. «No te preocupes, hermano, vamos a seguir como antes, hay manera de sacarle la vuelta a Cayetana de Tena y te la voy a enseñar», le dijo Diego. «Tu horario permite que te la pases con nosotros. Mira, nada más lunes, miércoles y viernes, de ocho a once de la mañana, y martes y jueves, de seis a ocho de la noche. No te quejes, tienes dos mañanas y tres tardes libres, además vamos a coincidir en tribunales».
Nunca había usado Lorenzo tantas planillas. Cinco viajes por veinte centavos. El camión Roma-Mérida corría por la avenida Chapultepec hacia la última parada, el Zócalo, en obras porque el gobierno decidió quitarle al Palacio Nacional su «estatura de niño y de dedal», según López Velarde, y volverlo imponente. Los prados y andadores, la profusión de arbustos y palmeras, los vendedores de tarjetas pornográficas hacían del centro un entretenimiento y una provocación. Lorenzo seguía a pie por la calle de República Argentina entre los bazares, la librería Porrúa, la Robredo y la Pax, zapaterías, cafetines y fondas, el museo de figuras de cera y en cada esquina un puesto de periódicos hasta llegar a la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Las imprentitas en San Ildefonso hacían tirajes cortos de tesis y apuntes de cátedras. Un chino ofrecía en su estanquillo café, tortas y un teléfono público frente al que hacían cola los estudiantes vestidos de traje y corbata. Era muy raro que alguno fuese enchamarrado. «Los sin corbata son gente baja y advenediza», comentó Chava Zúñiga. Los «perros» de primer año, humillados el día de su ingreso, usaban boina o sombrero para esconder su cabeza rapada.
A las once de la mañana no cabía un flaco en los juzgados de Primera Instancia y los de Delitos Menores, en Donceles 100, a un lado de La Enseñanza, llamada «la iglesia de Cristo entre dos ladrones». Con los estudiantes pobres Lorenzo conoció los tacos de canasta, mole verde, mole rojo, rajas con crema, papas con chorizo, frijoles, arropados en la canasta de la que colgaba un frasco de salsa roja y otro de verde, «¡qué delicia, están calientitos!», pero lo mejor eran las «pollas» de leche con uno o dos huevos, vainilla y un chorrito de jerez. «Mira, allá frente al teatro Apolo está el Club Verde, si quieres entrar podemos empeñar tu reloj con el dueño de la accesoria de junto».
Para que los jueces firmaran los acuerdos, los estudiantes tenían que buscarlos en las cantinas y los billares del rumbo y así Lorenzo aprendió a jugar billar. «Hermano, ése es un entretenimiento de pelados», le dijo Chava Zúñiga.
Diego y Chava se aficionaron a Fichot y a sus empanadas recién salidas del horno servidas por una chica con delantal y cofia, hasta que tres señoras de sombrero y guantes los cacharon: «¡Dieguito y Chavita se fueron de pinta!».
—¿Estas brujas inmisericordes amigas de tu madre no pueden quedarse en su escoba y dejarnos en paz? —protestó Chava Zúñiga.
A veces, Lorenzo cansaba a su amigo porque la vida para Diego era fácil. La amaba en todas sus manifestaciones; caballos, automóviles, mujeres, en ese orden, y la compartía con una facilidad que Lorenzo desconocía: para Diego vivir era un acto personal, lo único que hacía falta era conservar el equilibrio entre el ego y los embates cotidianos, a diferencia de Lorenzo, que veía a los demás sin complacencia, Diego sólo retenía lo agradable. O quizá no comentaba lo malo, ni siquiera con su mejor amigo. Su situación económica hacía del joven Beristáin y de la casa familiar una central de energía. En ella, cada uno de los hijos tenía su cuarto propio y la posibilidad de abrirlo a los amigos, que prácticamente vivían entre el comedor, la biblioteca y el gimnasio. Para su fortuna, la casa porfiriana de Bucareli se complementaba con un rancho en Xochimilco rodeado de canales, chinampas, trajineras y barcas de remo, pastizales, caballerizas, flores, huertas frutales y una alberca olímpica. Y no era la casa lo que impresionaba, sino su olor a felicidad. Encontrar sitio entre los Beristáin era fácil, bastaba acogerse a su cordialidad, la amplitud del abrazo, el deleite de la copa de vino a la sombra del doctor Beristáin, que como un dios benevolente los abrazaba.
Carlos Beristáin, vasco, de ojos claros, rebosaba salud, era la encarnación de un fenómeno físico, hervía como la leche a punto de derramarse y se convertía en el padre de todos. En una ocasión en que Lorenzo llegó tarde y habían terminado de comer, el médico insistió en acompañarlo y el muchacho percibió una voluntad de comunicación tan evidente que en su garganta se formó un nudo. «¿Quieres más? Te serviste muy poco». Que el mismito doctor Beristáin lo atendiera lo distinguía sobre los demás y Lorenzo no olvidaría la forma casual en que Diego dijo al verlos juntos:
—Ah, Lorenzo, estás aquí con mi papá, el Herr Professor.
¿Así que la vida podía ser así de fácil? El doctor Beristáin empleaba su fortuna en libros y en viajes que revivieran y confirmaran sus lecturas. Grecia, Italia, Egipto. Hasta había viajado a Ferrières para rendirle homenaje a Rousseau. «A ver, piensen», decía, «saquen conclusiones», «reflexionen, pongan sus sesos a trabajar». Levantaba los brazos: «Sean dioses, no sean hijos de un dios menor. Lean a Tennyson, jóvenes imberbes, hagan ustedes de esta su casa un palacio de ideas».
Lorenzo se prendó del doctor sobre todo porque una tarde, en la biblioteca, le habló del tiempo y juntos sacaron de los anaqueles a Esquilo y a San Agustín. Para Lorenzo volver al tema de su infancia era entrar a una tregua. Había sobrevivido a la muerte de Florencia y, guiado por el doctor Beristáin, volvía al misterio de la vida y de la muerte. San Agustín se preguntaba: «¿Qué es el tiempo? ¿Quién sería capaz de explicarlo sencilla y brevemente? Cuando nadie me lo pregunta yo sé lo que es el tiempo, cuando alguien me pregunta qué es el tiempo, no lo sé. Lo único que sé es que hay cosas que van a venir que son, otras cosas que ya no son y por lo tanto son el pasado y que el presente es un nihilismo». A Lorenzo le entraba una euforia casi incontrolable por esa definición. «Sólo el presente puede ser medido», le aseguraba el doctor Beristáin criticando a la Iglesia, madrastra cruel, perseguidora de Galileo y de Giordano Bruno. San Agustín, uno de los cuatro padres de la Iglesia, pedía perdón a cada paso: «Busco, Padre, no afirmo, Dios mío, protégeme». Le rogaba al Señor Todopoderoso que le permitiera investigar, suplicaba que no lo condenara por tratar de entender. «Pinches religiosos de mierda, pinche Iglesia», farfullaba Lorenzo. «Contemplo la aurora, predigo que va a salir el Sol. Lo que contemplo es presente, lo que anuncio futuro. No es futuro el Sol, que ya existe, sino su salida, que no existe aún. Con todo, su misma salida, si no la imaginase en espíritu, como ahora cuando lo estoy diciendo, no podría predecirla. Mas ni esa aurora que en el cielo veo es la salida del Sol, aunque lo preceda, ni tampoco lo es esa imaginación que tengo en mi espíritu. Ambas cosas son percibidas como presentes para que pueda ser predicha esa salida futura».
San Agustín le pedía a Dios que le diera la solución y llegó a la idea final de que era el tiempo el que medía la duración del movimiento y no al revés como lo creían otros al afirmar «que son los movimientos del Sol, de la Luna y de las estrellas los que constituyen los tiempos mismos».
«Lorenzo, ven a jugar ping pong», el grito reventaba no sólo en sus oídos sino en la biblioteca y el doctor le dijo: «Si quieres, ve, estás liberado». «No, doctor, prefiero mil veces quedarme con usted». ¿Cuántos lugares ocultos había en el cielo?, se preguntaba febril. ¿Podría medirse el cielo como se mide la Tierra? La Tierra se divide en campos de cultivo, rectángulos, triángulos, pentágonos, hexágonos. ¿No podría hacerse lo mismo con la bóveda celeste? De dividirla en cuadrángulos, ¿cuántos cabrían? ¿Podría medirse la estratosfera por metros cúbicos? Lorenzo buscaba la respuesta. Beristáin no la tenía y volvía al tema del tiempo y a preguntarse, al igual que San Agustín, si el presente salía de un lugar oculto cuando de futuro se convertía en presente y se retiraba a otro lugar oculto cuando de presente se convertía en pasado. «La verdad, muchacho, lo de medir la bóveda celeste nunca se me habría ocurrido».
Lorenzo se indignó cuando Diego le contó que un poeta más o menos joven, Porfirio Barba Jacob, había escrito:
La vida está acabando
y ya no es hora de aprender.
—¿Lo dices por ti, Diego? A mí es lo único que me apasiona.
—¿Más que las mujeres?
—¡Ni hablar!
—Es que todavía no te has enculado.
Diego cruzaba la alberca de Xochimilco debajo del agua en un parpadeo. Salía y tallaba con fuerza su ancho torso, sus piernas de deportista. Los demás, en traje de baño, no se metían al agua. Lorenzo sí. Para probarse a sí mismo, se echaba clavados desde el trampolín más alto. Ningún «panzazo», aunque su estilo en el crawl dejara mucho que desear y después de dos brazadas prefería hundir a quienes se le acercaban y afirmar su poder manteniéndolos bajo el agua. «¡Muéranse, cobardes!». Chava Zúñiga, Víctor Ortiz y Javier Dehesa le temían. Le pusieron Moby Dick. Competitivo, Lorenzo lo era hasta el enfado. Diego Beristáin ganaba todos los sets de tenis con la mano en la cintura. Lo mismo le sucedía a caballo, su estilo de alta escuela lo hacía sobresalir. En cambio, Lorenzo arriesgaba su vida. «Aunque me mate», decía furioso mientras dos venas azules se le inflamaban en las sienes. El coronel Humberto Mariles, instructor de Diego, extendía la clase de equitación a los miembros de la pandilla, los conducía a campo traviesa y cada fin de semana subía un poco más los obstáculos que Diego y Lorenzo libraban. «Párale, párale, estás loco, Lorenzo, ya párale», suplicaba Diego. Ningún desafío podía permanecer sin respuesta. De los amigos, algunos de plano se conformaban con seguirlos al paso de sus monturas. «¡Vamos a robarnos una monja!», gritaba Lorenzo cuando cruzaban Tlalpan a galope. A Mariles no le quedaba más remedio que observar a ese loco que corría todos los riesgos a pesar de su cuerpo mal balanceado sobre el albardón. «Primero muerto», se azuzaba. «A mí nadie me va a ganar». Contrincante rabioso, no se despegaba de Diego y a todos empavorecía su coraje. «Este muchacho se va a matar», concluía Humberto Mariles. «Si tú puedes, yo puedo», Lorenzo retaba a Diego y lo seguía al borde del abismo.
Aunque el Ford de Diego era negro, le recordó a Lorenzo el automóvil eléctrico de Tomasito Braniff. La primera semana, los cuates prácticamente durmieron en él. Diego alzaba la cabeza y las orejas, su pelambre relucía, se mantenía por encima del rebaño. Conductor y dueño, dominaba. Sus atributos lo convertían en jefe indiscutible. Jóvenes lobos, yo soy el que escojo primero la presa y el momento. Sólo Lorenzo intervenía en sus señales y jamás bajaba la cabeza como el resto de la manada. Diego no iba a ceder su rango dentro de la jerarquía de la pandilla. «La selección natural», habría dicho entre una carcajada y otra. Ahora, adentro del Ford, la tribu discutía, llenando la calle con su impertinencia. En Uruguay, al pasar frente a la policía, Diego exclamó:
—¡Chinguen a su madre!
Chava Zúñiga, de suyo diminuto, se hizo más pequeño aún: «Oye, ya le mentaste la madre a la policía».
«Ni modo», alcanzó a decir Diego antes de que dos policías los cazaran y llevaran a la delegación.
—Todos mentamos madres, no sólo él —alegó Lorenzo.
—Pues también van a ir a la cárcel. ¿De dónde son ustedes?
—Señor jefe del ejército —se dirigió al comandante—, creo que la cárcel no es la que nos corresponde, sino La Castañeda.
El hombre sonrió.
—¿Qué pasó, señor, no hubo mentadas?
—Sí las hubo, pero dentro de lo que estábamos discutiendo, la reforma del artículo 27 de la Constitución. ¿Le parece a usted correcto, comandante, que la Constitución esté al servicio de un presidente de la República y sea letra muerta ante la voluntad del pueblo?
—¿La mentada no fue para la policía? —preguntó cohibido el comandante al recibir la avalancha sabihonda de Lorenzo.
—No, señor, por eso le digo que nos mande al manicomio. ¿Cree usted que estamos locos?
—No.
—Entonces, si no estamos locos, suéltenos.
Ni Danton habría sido tan persuasivo como Lorenzo, que se repetía a sí mismo: Bárbara, Celarent, Darií, Ferio, Baralipton para efectos de mnemotecnia de silogismos.
—Váyanse pues, pero una recomendación: peleen por sus creencias sin mentadas de madre.