Lorenzo se hizo amigo del cácaro del Edén, don Silvestre, y éste le permitió quedarse en la cabina, con todo y cajón de dulces. A la hora del intermedio, se levantaba a toda prisa a venderlos. «Dulces, chicles, chocolates, muéganos, cacahuates garapiñados», voceaba en los pasillos para luego deslizarse entre las filas de butacas. La oscuridad lo devolvía a la cabina y el pespunteo del proyector era su arrullo. Florencia dejó de preocuparse por el contenido de las películas, porque si al principio Lorenzo siguió la trama, otro interés sustituyó a la anécdota. En la cabina, don Silvestre echaba la película para atrás: el agua regresaba a la jarra, la tormenta al cielo, la rosa al botón, la flecha al arco y Lorenzo se rompía la cabeza tratando de entender si los hombres podrían regresar a ser niños.
También Florencia devolvió a Emilia a la huerta. «El Edén no es para ti». Los adanes del barrio ni siquiera entraban a la sala y, boleto en mano, zumbaban en torno al mostrador de la dulcería atrapados por la miel en los ojos de la niña de trece años, su aliento de pastilla de anís, sus labios más rojos que las gomitas, su cintura de paleta Mimí. «Mejor quédate a cuidar a tus hermanitos, Emilia». Ante la ausencia de Emilia, algunos desaparecieron pero otros no se inmutaron. Lorenzo se dio cuenta de que también su madre era deseable, ¡oh, mi dulce, mi Florencia con su cuerpo de pétalos en flor!, porque uno de los zánganos aventuró: «¿A qué horas cierra para acompañarla a su casa?». Florencia respondió, severa: «Mi hijo es el caballero que me acompaña».
Lorenzo acribillaba a don Silvestre a preguntas: «¿Qué es la luz?». «¿De qué material es la película?». «¿Cómo es la lente de la cámara?». Misterios que ni en sueños se había planteado el bueno del proyectista. Una tarde, a don Silvestre se le reventó el rollo y Lorenzo cortó, pegó y lo echó a andar de nuevo. «¿Quién sabrá del tiempo?», atosigaba al proyectista. «Yo creo que en la escuela tu maestro debe saber», le respondió. Florencia era más explícita: «Para mí el tiempo es una medida, un minutero. Es inasible, se va, a nadie le pertenece». «Yo quiero saber si es aire, si es espacio, ¿qué diablos es, mamá?». Le asustaba la intensidad de su hijo, en ella percibía angustia y se decía a sí misma: «Mi hijo no va a ser feliz».
Había que sacudirlo, quitarle peso, entrenarlo a la levedad: «Pompas ricas de colores, / de matices seductores, / del amor las pompas son: / y al tocarlas se deshacen / como frágil ilusión». Florencia hacía girar a sus hijos para enseñarles «que los sueños son gaviotas / que a las playas más remotas / se disponen a emigrar; / y salpican con sus plumas / los vellones de la espuma / que levanta el ancho mar». Aunque los cuatro revoloteaban en torno suyo y bailaba con uno y otro, Santi a ratos en sus brazos, a ratos en los de Emilia, esas sesiones las destinaba a su primogénito. Su brazo en torno a la cintura materna, él también reía sus dulces ilusiones de un amor que ya se fue: «Mamá, ¿ya no quieres a mi papá?». «Claro que sí, tontito, ¿por qué no habría de quererlo?». «Por las Pompas ricas». «Ésa es una canción, hijo, no la realidad». «Entonces, ¿cuál es la realidad, mamá?» «Ay, hijo, la realidad es todo lo que vemos y tocamos con nuestras manos». «Y lo que no vemos pero aquí está, ¿también es la realidad?» «Claro». «Pero lo invisible, lo que sólo tú y yo sentimos, ¿es la realidad?» «Sí, también». «¿Y lo que yo traigo dentro de mi corazón es una realidad?» «Claro, Lorenzo, es tu realidad, aunque no se la enseñes a nadie».
En sus primeros años, una tarde en que don Joaquín la había reñido, el niño se precipitó en sus brazos y no volvió a separarse de ella; tampoco quiso irse a su cama, durmió junto a ella, la cabeza en su almohada. «Este niño lo entiende todo», le dijo Florencia al día siguiente a doña Trini. A partir de ese momento, Florencia ya no buscó devolverlo a su lugar entre sus hermanos. Hasta Joaquín de Tena percibió la fuerza del lazo madre e hijo: «Oye, Flor, ya es hora de que ese muchachito se aparte de tus enaguas».
Si Florencia se hubiera dado cuenta de la forma en que incidía en la vida de su hijo, habría restringido su imperio, pero era una mujer fogosa y tenía la certeza de estar siempre a su lado. Establecía con Lorenzo no sólo una relación de madre a hijo, sino la complicidad que jamás tendría con Joaquín. Desde niño, Lorenzo empezó a sustituirlo. ¿Qué le sedujo a Florencia de Joaquín? La añoranza en sus ojos hundidos y el hecho de que ella, Florencia, tuviera el poder de quitársela.
A ratos, Florencia se impacientaba. No había modo de satisfacer las preguntas del hijo mayor. «El tiempo es una ilusión, Lorenzo». ¿Lo era en verdad? Entonces el niño preguntaba: «¿Qué es una ilusión?», y Florencia respondía: «Es un sueño». «¿Qué es un sueño?» «Es un fenómeno que sucede en nuestro cerebro mientras dormimos». «Entonces yo ya he soñado». «Sí, y también has tenido pesadillas y has despertado llorando, y ahora vamos al corral, ya es hora de alimentar a las gallinas». Lorenzo hubiera querido ser más grande para estrecharla y no dejarla salir nunca de su abrazo.
Don Joaquín de Tena no era jefe de familia ni en la huerta ni en la casa de su hermana y, sin embargo, había majestad en su rostro, algo quieto entre sus cejas y el hundimiento de las cuencas de sus ojos; don Joaquín jamás le haría daño a nadie, eso hasta Lorenzo lo percibía. Se retiraría antes. No estaba en medio de la vida, no le entraba a la lucha, nada compartía con el gallo del corral, ni su fiereza ni la respuesta que les daba a otros gallos.
Florencia, en cambio, era gallo de pelea. Y Lorenzo lo sería, claro que lo sería. Nada que ver con ese catrín planchado de los domingos.
Lo peor que Florencia pudo hacerles a sus cinco hijos fue morirse. Una noche, sin más, una mariposa negra voló dentro de la recámara y, a los diez minutos, Florencia ya no respiraba. Eso le dijo doña Trini a Lorenzo. Los niños, sin entender, pasaron a verla a su cama, su cabello desatado sobre lo blanco, sus manos cruzadas, un rosario negro y triste entre sus dedos. Nunca antes la habían visto rezar. Dormir sí, y lo parecía, una sonrisa sobre sus labios. Atónito, Lorenzo le pidió que despertara. Entonces los sacaron de la pieza. Nadie lloró. En la noche, Amado y Trini prendieron veladoras y un rezo monótono taladró los oídos infantiles. En la madrugada, aún sin entender, Lorenzo salió a caminar de un lado a otro, entre el establo y el jardín de las hortalizas, ida y vuelta. Doña Trini gritaba a través de los árboles: «Lorenzo, ven a desayunar». El niño no acudía. «Lorenzo, ven a comer», tampoco. «Lorenzo, ven a merendar». Amado fue a buscarlo. Quién sabe qué vio en sus ojos que regresó sin él. «Es mejor dejarlo solo», le dijo a la vecina. Por fin, Lorenzo se presentó en la cocina y doña Trini, sin una sola pregunta, puso un plato de sopa en la mesa.
A las ocho de la mañana del lunes, en un coche de alquiler y con una maleta que contenía la ropa de los cinco, viajaron de Coyoacán a la ciudad.
Jamás volvieron a ver a Amado ni a Trini.
Lorenzo escuchó a doña Cayetana ordenarle a Tila, la cocinera: «Suba usted con los huérfanos a enseñarles su recámara, las dos niñas juntas, los dos pequeños juntos, el grandecito hasta arriba, en la buhardilla». A partir de ese día la tía Tana se referiría a ellos como los huérfanos, como si tampoco tuvieran padre. En verdad, no lo tenían. A don Joaquín, distante como siempre, lo saludarían una vez al día, besándole la mano.
—Alístense, mañana van a la escuela —ordenó la tía Tana—, gracias a mi prima hermana Carito Escandón, pude conseguir que los maristas los admitieran.
El infierno no fue el edificio ni la multitud de niños en el patio de recreo, ni los religiosos, ni los vigilantes, ni los pupitres viejos, ni las letrinas sucias, el infierno fue el «Apúrense, córranle» de la tía Tana, que dio instrucciones a Tila para que pusiera en el borde de la ventana que daba a la calle cuatro vasos de leche, cada uno tapado con un pan que los niños debían tomar a las volandas, un pie en la puerta. «Para afuera, anden, para afuera, córranle que se les hace tarde». Al último momento pescó a Santiago del cuello: «Tú no, tú te quedas aquí». Juan y Leticia, pasmados, salieron con su concha en la mano. Al tercer día Lorenzo aventó la suya a una alcantarilla, nada podría aceptar de esa mujer.
Orgullosos, Lorenzo y Emilia jamás preguntaron qué había sido de la huerta, de los animales, de Amado, de doña Trini, de Coyoacán. Alguna vez Emilia subió a la buhardilla de Lorenzo a inquirir tímida: «¿Cómo crees que esté mi burrita?». «Yo no sé nada de esa burra», le respondió Lorenzo con rabia. Entonces Emilia lloró todo lo que no había llorado desde la muerte de su madre hasta que oyó la voz aguda y distinguida de la tía Tana ordenar que bajaran los huérfanos mayores, porque sólo ellos faltaban para el rosario.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesúuuuus…
La voz cantante de la tía Tana terminaba siempre en interrogación para que contestara la pequeña comunidad de Lucerna 177. Tila, otras dos sirvientas, don Joaquín y sus cinco huérfanos y don Manuel, un marido alto y casi inexistente, al que Tana dominaba por completo. Algún invitado a tomar el té era inmediatamente requerido al rosario. Incluso míster Buckley, un banquero norteamericano, presenció esa costumbre de las buenas familias mexicanas que igualaba a patrones y a sirvientes frente a la Virgen de Guadalupe y a un crucifijo de marfil. La autoridad de míster Buckley, en la casa de Lucerna, hacía que doña Tana les ordenara a los cinco que lo recibieran a coro en la puerta: «Welcome, welcome, Mister Buckley». A Lorenzo le parecía humillante semejante ceremonia, pero no por ello dejó de observar a míster Buckley para descubrir qué lo hacía tan singular.
Doña Cayetana, su marido y su hermano, hablaban francés en la mesa «à cause des domestiques». Lorenzo y Emilia eran los únicos que tenían derecho a sentarse con los mayores. «Yo nunca aprenderé francés —gritó un mediodía Emilia antes de abandonarla tapándose los oídos—, el francés me choca, prefiero el inglés». «Muchachita, no se hacen tacos con la comida». «Así me enseñó mi mamá». «Vas a tener que librarte de esa fea costumbre. Todos los que se sientan a mi mesa tienen buenos modales». «Emilia, ¿por qué no inclinas la cabeza a la hora de la elevación?». «¿Por qué he de esconderla si no sé lo que está pasando?» «Ya es hora de que ustedes vayan al catecismo. Su madre los educó como a salvajes». «No se meta usted con mi mamá, porque no respondo». Emilia la desafiaba. Su madre acostumbraba sentarse en el suelo y una vez que Emilia se acomodó en posición de loto en la alfombra de la sala, Tana le gritó: «¿Qué te pasa, te crees perro o qué? Ninguna señorita decente se cruza de piernas en el piso». El perpetuo arqueo de la ceja de Cayetana era una condena a las maneras de sus sobrinos.
—Túpanle al francés —aconsejó Tila en la cocina— y van a ver qué contenta se pone la señora.
En la escuela, los sacerdotes eran franceses, los prefectos venían de Francia. Al superior Mon père Laville, de Lyon, Tana y Carito lo encontraron en la Casa Armand, la más distinguida de todas las tiendas, escogiendo, entre un despliegue de telas suntuosas, el brocado para las casullas, porque desconfiaba del gusto de las monjas bordadoras.
—Lo selecciono personalmente —presumió.
La agraciada figura de Emilia muy pronto desapareció de la casa porque doña Tana resolvió procurarse, con la ayuda de una tómbola entre sus amigas de la obra de San Vicente, un pasaje de ida a San Antonio, Texas, donde su prima hermana, Almudena de Tena, vigilaría los estudios de enfermería de la joven. «Recógete el cabello, Emilia, sólo las criadas se lo desatan para salir a la calle». El pelo de Emilia era una insolencia, parecido en su color al de El Arete, y en la calle incendiaba las miradas. Los peatones y los conductores se chiflaban por la pequeñez de su cintura, sus piernas largas, sus pechos dos manzanas, ¡ay, mamacita! ¡Intolerable, una De Tena a la merced de los pelados! Por eso cuando Emilia manifestó su interés por la enfermería, doña Cayetana Escandón de Tena recordó a Almudena en San Antonio, casada con un médico, y pensó que nada mejor podría sucederle que enviar allá a su indomable sobrina.
Emilia partió con una pequeñísima maleta, su pelo suelto hasta la cintura, contenta de dejar la casa detestada y triste de abandonar a sus hermanos, pero con la secreta esperanza de triunfar en América, «The Land of Success», como decía el viejo Buckley, y mandar traer, por lo menos, a Santiago, el que más la necesitaba. Podría trabajar en un banco como míster Buckley. «Sure, I’ll be glad to help the little fellow once he’s over here», dijo el banquero en alguna ocasión.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús…
Más que en la Virgen María, la figura en cuya cabeza crecían las flores era Florencia.
—Hermano, cuando tiras una piedra al aire y se mueve en línea recta frente a ti, ¿por qué cae al suelo? —preguntó Juan.
—No se mueve en línea recta, hace una parábola y luego cae —respondió Lorenzo.
—¿Por qué cae?
—Por la gravitación, todo cae.
—¿La gravitación es la fuerza más importante de la Tierra? ¿Si quitamos todas las demás fuerzas permanece la gravitación?
—Supongo que sí, hermano.
—Pero ¿cómo se mueve la piedra en el aire? ¿Gira?
—No lo he pensado.
—Cuando lo pienses, ¿puedes decírmelo?
—Claro, Juan.
—¡Qué tonterías están diciendo! —interrumpía Tana—. ¡A quien le importan las piedras es a ti, Juan, que según me han contado, juegas batallas en la calle con una banda de pelados! Mejor dedícate a enseñarle algo de provecho a tu hermanita, que los mira con tamaños ojotes. ¡A ver, las tablas de multiplicar!
Como ambos hermanos se las sabían al dedillo enfadaban a Leticia, que se cubría los oídos con la gracia de sus manos llenas de hoyuelos.
—Cuando ya no les vengan los vestidos a tus hijas, dámelos para Leticia, ya ves que ella tiene muy bonito tipo —pidió la tía Tana a Carito Escandón por teléfono.
Leticia había crecido tan espigada como Emilia pero más libre, más desenfadada, mejor dispuesta a adaptarse a las circunstancias. Expansiva, giraba como trompo de colores. Cariñosa, abrazaba a sus mayores, que se dejaban porque la niña era blanquita, de pelo ondulado y grandes ojos verdes. Cayetana la presumía:
—Gracias a Dios, ésa salió a nosotros.
También Lorenzo caía en el encanto de la menor de sus hermanas. La niña lo seguía a todas partes. Inquiría cruzando los brazos como sargento a la hora de comer: «¿Ya te lavaste las manos, Lorenzo? Porque sólo te las lavas al levantarte». Una mañana, Lorenzo escuchó un chiflido y el pájaro lo golpeó en el pecho. Era su madre en Leticia. La recriminación de Tana saltó como gato negro: «¡Las niñas no chiflan!». «¡Ay tía, no seas mala, consígueme un canario, en esta casa hace falta un canario, tiíta!». Cantaba. Hacía reír, era la única en colgarse del cuello de su tía y, para el asombro de los demás, Tana le devolvía el abrazo. A la semana, Tila trajo el canario junto con las lechugas y la bola de ternera. «Me lo dieron barato en el mercado».
Juan, el segundo, tenía una vida misteriosa de la que doña Cayetana desconfiaba. No lo quería porque una noche, después de acusarlo del robo de tres ceniceros de plata, por toda respuesta, Juan se atrevió a una danza frenética en la penumbra del corredor, que como las sombras chinas se reflejó sobre el muro:
Bruja maldita,
te vas a condenar,
bruja inaudita,
muy pronto apestarás.
A veces, Lorenzo se preguntaba quién era Juan, qué hacía. Sacaba muy buenas calificaciones en la escuela pero nunca esperaba recompensa. A lo mejor él mismo se las daba, pero ¿cuáles? Salía a la calle solo. Ninguno de los cinco hermanos compartía su soledad, y ahora que Emilia se había ido Lorenzo subía corriendo a encerrarse en su cuarto. «No lo molesten, tiene que estudiar». En la calle, al ir a la escuela, Lorenzo visualizaba a Juan caminando para arriba y para abajo como él, en su mismo trance solitario, preparándose para reconocer a su madre en alguna figura presurosa que venía a su encuentro y que ahora mismo se inclinaría para abrazarlo. A veces, en su desesperación, Lorenzo acechaba hasta la silueta de su padre con bastón y sombrero y su voz diciéndole: «Vente, vamos a casa», pero el elegante pasaba a su lado, la realidad no se rompía y el joven De Tena escogía a otro posible padre entre los transeúntes. Nunca nadie le dirigió la palabra, lo mejor eran los perros que a veces lo seguían y bruscamente se iban corriendo a otro destino. ¿Era eso lo que le pasaba a su hermano? «¿Te sientes solo, Juan? ¿Qué haces cuando estás solo? ¿Adónde vas?». Ninguno de los dos era el niño de antes y los dos, taciturnos, pretendían demostrarle al otro su autosuficiencia.
Lorenzo se angustiaba por él pero nada le decía. ¿Qué sería de ellos? ¿Cuál, su futuro? El inocente de Santiago seguía a don Joaquín como perro faldero y lo acompañaba hasta la portezuela del taxi cuando se iba al Ritz. En la noche, al verlo de regreso, le decía:
—Papá, ¿quiele sus panfufas?
No se le despegaba. En el momento de su toilette le tendía la camisa, el espejo de mano, los tirantes, las mancuernillas, el platito con medio limón con el que alisaba sus canas. Luego inspeccionaba su cabeza para ver si no había quedado algún minúsculo gajito verde que afeara la alineación de cada cabello acomodado escrupulosamente, porque don Joaquín estaba quedándose calvo. «Aquí, aquí, papá, mila, aholita te lo quito». Bajaba con él la escalera y lo acompañaba a desayunar, incluso suplía a Tila, ocupada en hacer las recámaras. Al año, don Joaquín admitió: «Ya tengo mi valet de chambre». Lo único que le había enseñado al niño era a contar sus pañuelos y sus camisas con monograma azul bordado por las monjas y a leer J. de T., el «de» en minúsculas mejor dibujado que la J y la T. También podía pronunciar en francés la marca de sus cuellos Doucet, Jeune et fils. Al atardecer, el niño reconocía el motor del automóvil que traería a su padre y corría a la puerta.
—¿Ya estás allí moviendo la cola? —preguntaba don Joaquín, divertido.
En la noche, el niño le besaba la mano y él le daba la bendición. Los demás hijos no se aparecían. El mundo los retenía afuera.