La gata, que dormitaba junto al fuego, maulló al ver al ciego y, tras arquear el dorso, dio un gran salto y se precipitó fuera de la estancia, aterrada como si acabara de ver los colmillos de un mastín.
El ciego giró la cabeza hacia la puerta por donde había desaparecido la gata. Milia dudó por un instante de la ceguera de aquel hombre, y, en ese momento, el ciego estalló en una sonora carcajada. Sus labios adquirieron una expresión socarrona, y se dirigió a la ventera como si le hubiera adivinado el pensamiento:
—La gata está más gorda que la otra vez. A ti, sin embargo, se te ve desmejorada ¿No le estarás dando, por ventura, de tu propia comida…? —inquirió aplicando a la ventera el tratamiento que el amo utiliza con sus siervos.
Se quitó la capa y la colgó del gancho que sobresalía de la repisa frontal de la chimenea. Luego se volvió y habló a la ventera con sus ojos fijos en los de ella:
—Vengo a cobrar mi deuda.
Lo dijo con la misma energía seca con que, tiempo atrás, el molinero Belzunce y el resto de los acreedores se habían dirigido a Milia. Pero no era dinero lo que el ciego reclamaba. Milia, al recordar el hoyo cavado frente a la encina, sintió más asco que miedo, y, aunque las mejillas se le hundieron y le palidecieron los labios, sus ojos no perdieron un ápice de su brillo.
—Yo no tengo ninguna deuda pendiente con vos —respondió Milia, procurando que su voz no sonara desafiante.
—¿Qué ha ocurrido? —bramó el ciego y, acercándose a la mujer, le puso la mano en el vientre—. ¿Dónde está? ¿Se te ha adelantado?
De las comisuras de sus labios manaba una baba viscosa, densa como la cal; sus ojos muertos parecían granos de mijo alojados en sendas cavernas sanguinolentas; la ira le hacía temblar las aletas de la nariz; tenía las manos alzadas a media altura, con los dedos curvados como garfios.
Milia logró recordar las palabras de la buhonera: «La noche en que te aparezca el ciego, porque vendrá de noche, no le opongas resistencia; haz lo que te he dicho, y no te ocurrirá nada». Tragó saliva y demoró su respuesta, tratando de dar con el tono y las palabras justas para evitar que el ciego sospechara de ella.
Comenzó a hablar pausadamente, con melosa dulzura y valiéndose de las palabras y modos que utilizan las damas de la ciudad, con la esperanza de enturbiar la voluntad del ciego, como enturbia la superficie del agua la piedra que se arroja al fondo de una charca.
—Si supiera a qué os referís, de buen grado os respondería —le dijo Milia, con tanta docilidad como elegancia.
Las palabras serenas y afables de la ventera desorientaron al ciego. La mirada del hombre se suavizó, y sus labios se entreabrieron, como si tratara de comprender el sentido exacto de lo que acababa de escuchar.
Pero las vacilaciones del ciego fueron muy breves, y pronto recuperó su fiereza:
—¿Dónde está mi hijo?
—¡Ah! ¿En eso consistía toda vuestra preocupación? Podríais haber hablado con claridad desde el primer momento —hizo una larga pausa, destinada a acrecentar el nerviosismo del ciego; luego, afectando indiferencia, respondió—: Una buhonera se lo llevó a su casa.
—¡Cómo que una buhonera se lo llevó! ¿Qué tratas de decirme?
—Una cosa muy sencilla que, si fuerais mujer, ya habríais adivinado. —Milia vio por vez primera la sombra del desconcierto en las facciones de Aquilimarro, y aquello le dio ánimos para proseguir el juego, aún con más entereza—. Los pechos se me agrietaron, y no terminaba de subirme la leche…, la buhonera se ofreció a que su hijo recién nacido y el vuestro compartieran su abundante leche. Todos los días viene por aquí en cuanto amanece. Tendréis que esperar hasta entonces. Pero, entre tanto…
Milia entrecerró los ojos, como si quisiera protegerlos de una claridad excesiva, y dejó la frase en el aire. En su interior se había hecho la luz, y notó que el mundo comenzaba a cobrar sentido y vida.
El ciego, por el contrario, arqueó las cejas como si una sospecha hubiera cruzado por su cabeza: no parecía sentirse ya tan dueño de la situación. Sin embargo, y por algún motivo que a Milia se le escapaba, su recelo pareció desaparecer súbitamente. Dio por buenas las explicaciones de la ventera, y agitó las manos en el aire. Por el tono de sus palabras, se diría que trataba de ganarse la voluntad de la mujer:
—Entre tanto, ¿qué? —preguntó, con voz suave y actitud más sosegada. Al parecer, no tenía ya dudas de que el niño existía y estaba en buenas manos.
El repentino cambio de talante puso alerta a Milia.
—Entre tanto, quisiera comprobar que sois vos, y no otro, el padre de esa criatura —le respondió la mujer, sin abandonar el tono cortés que todo el tiempo trataba de mantener—. Mi soledad es grande, en esta venta se alojan muchos viajeros, y no pocos de los que traspasan esa puerta saben de mi viudez…
Al mirar hacia la puerta exterior, Milia vio, a través del ventanuco, que una luz de tonos bellos como el ojo del gallo plateaba la noche. La lluvia salpicaba en el cristal un fino polvo de luna, y sus mil destellos argentados velaban los perfiles de la encina.
—Soy el mismo ciego que aquella noche acogiste con hospitalidad tan exquisita. ¿Cómo puedes haberlo olvidado? —le dijo el ciego, acariciador como la brisa más suave y con el dulce tono de quien trata de hacer dormir a un niño.
Pero la mujer, lejos de caer en las redes de la seducción que el ciego le tendía, se mantuvo firme en su papel. Continuó hablando como si dudara de haber conocido antes al ciego que tenía ante sí:
—Quisiera saber vuestro nombre, de dónde venís, a qué os dedicáis —dijo Milia.
—¿Qué importa todo eso? —se revolvió el ciego, ahora con voz gruesa.
Milia, desprevenida ante aquel súbito cambio de tono, dio un respingo. Debía de evitar a toda costa que el ciego se pusiera a la defensiva. Pero no podía abandonar el camino que había iniciado, y respondió de la forma más sosegada de que fue capaz:
—Todo aquello que posee nombre, existe. Si ambos somos progenitores de esa criatura… —hizo una pausa, tratando de dar con las palabras justas— yo debería saber cómo he de llamar al padre de ese niño nacido de mis entrañas.
El ciego, contrariado, dio una patada rabiosa al suelo de tierra muerta, al tiempo que hacía rechinar los dientes. Pareció dudar si responder o no, y aquel instante de vacilación se le hizo a la ventera eterno como el camino hasta el horizonte.
—¡Aquilimarro! —respondió, por fin, el ciego, con airada desgana.
La noche se plagó de zumbidos, como si el mundo se hubiera convertido en una colmena gigantesca, y la gata maulló desde algún recóndito lugar de la casa. El fuego del hogar chisporroteó en mil destellos azules, y la llama de la vela que Milia sujetaba en su mano pareció titubear.
—¡Aquilimarro! ¡El príncipe de las tinieblas! ¡Ay de mí! —exclamó la mujer, al tiempo que agitaba las manos en el aire, como si fuera presa del pánico. Abrió los ojos desmesuradamente y encogió el cuello, en señal de profunda incredulidad—. No, no es posible. ¿Sois, en verdad, Aquilimarro?, ¿aquel que posee el poder de convertir el oro en estiércol y el estiércol en oro?
—¡El mismo, en efecto! —afirmó, furioso, el ciego.
Milia serenó la voz:
—Está bien, está bien. Al fin y al cabo, ¿por qué no habría de creeros? —y aproximó al ciego la vela que llevaba en la mano—. ¿Tendríais la bondad de sujetarla un momento?
El ciego, tras una breve vacilación, cogió la vela; la pequeña lengua de fuego chisporroteó brevemente y dejó de desprender humo. Así comprobó la ventera que, en efecto, el ciego no podía ser sino el mismo diablo. A ella no le quedaba otro remedio, por tanto, que cumplir lo que la buhonera le había ordenado.
—Venid conmigo hasta aquella alacena. —El ciego la siguió, y Milia le orientó el brazo de forma que la luz iluminara el mueble. Abrió un cajón y sacó de él un paño. Extrajo, de otro cajón, un tarro de ungüento. Acto seguido, tomó la vela que sujetaba el ciego y la encajó en una botella.
Se acercó al hogar y pidió al ciego que se sentara en la tarima. Cuando el hombre se hubo acomodado según las indicaciones de la ventera, esta, arrodillada, lo descalzó y, con el paño impregnado de ungüento, comenzó a frotarle los pies, para aliviarle el cansancio del camino.
El ciego permanecía en silencio, sorprendido por la actitud de la mujer. Los dedos de Milia se deslizaron pausadamente por el empeine y alrededor de los tobillos, hasta que el ciego sintió que la piel se le estremecía. La mujer, al percibir que el alivio de la fatiga comenzaba a abrir paso al placer, se aclaró la garganta:
—De modo que sois el mismísimo Aquilimarro. En ese caso, sé que os voy a pedir una tontería… pero, si sois tan poderoso, podríais, tal vez, convertiros en ratón —aventuró Milia, al tiempo que suavizaba aún más su masaje.
—¡Vamos, vamos, qué estupidez! ¿Quién te ha aconsejado que me sometas a pruebas tan infantiles?
Una sonrisa plácida asomó a los labios del ciego. No daba muestra alguna de enojo; muy al contrario, parecía divertido por la ingenuidad de la ventera, que, al parecer, confiaba en los beneficios que le pudiera reportar aquel juego.
Milia pensó por un instante cómo es posible que una misma sonrisa pueda, según las circunstancias, unas veces seducir, y otras, destruir.
Entre tanto, Aquilimarro continuaba hablando:
—Cualquier criatura conoce esas pruebas: se las han contado una y mil veces en forma de estúpidas leyendas, que no persiguen otro fin que predisponer a los niños contra mí desde su edad más tierna. —Y el ciego emprendió una especie de recitado, marcando cada tramo de la retahíla con una palmada—. Soy tan dúctil, que podría convertirme en ratón, pero, si lo hiciera, la gata me comería. Soy tan versátil, que podría reducir mi tamaño, pero, si lo hiciera, me encerrarías en una botella. Soy tan maleable, que podría convertirme en astilla, pero, si lo hiciera, me arrojarías al fuego…
El ciego, en la cumbre de la fatuidad, mostraba, sonriente, su mejor talante, plenamente confiado en la superioridad que le asistía.
Milia dejó de masajearle los pies. Se levantó y, sobreponiéndose con gran esfuerzo a sus ardientes deseos de mostrar la alegría que sentía al comprobar que todo se desarrollaba tal como la buhonera había previsto, puso al ciego ante lo que ella consideraba la prueba definitiva:
—En efecto, sois en extremo dúctil, versátil y maleable, y habéis demostrado el poder que os asiste adivinando las pruebas a las que yo os pensaba someter… Pero aún está por ver que seáis también sabio.
Aquilimarro dejó escapar un bufido semejante al del fuelle de una fragua. Agitó las manos en el aire y ordenó a la ventera que lo pusiera a prueba, orgulloso de contar con una excelente ocasión de demostrar su inteligencia.
Habló con aire suficiente, mientras se llevaba la mano al pecho para ahuecarse una y otra vez la camisa:
—De modo que está por ver, ¿eh? Pues no será posible averiguarlo si no se me pone a prueba.
Milia mostró al ciego un trozo de papel, al tiempo que ponía en sus manos un trozo de carbón pequeño y puntiagudo:
—Probémoslo, entonces… Os pondré cuatro adivinanzas —dijo la ventera, con una inocencia capaz de ablandar el corazón del más implacable de los jueces—. A medida que las vayáis acertando, escribiréis la primera letra de cada respuesta en este papel.
El ciego tomó el papel y lo miró al trasluz. La ventera no daba crédito a sus ojos. Pero, ¿no era ciego? Recordó las palabras que la buhonera le había leído en el libro que extrajo de debajo de su saya:
«La venida del impío tendrá lugar, por obra del Príncipe del Engaño, con ostentación de poder, con portentos y prodigios falsos, y con toda la seducción que la injusticia ejerce sobre los que se pierden…».
Mientras Milia recordaba las palabras de la buhonera, el ciego dio por bueno el trozo de papel. Al parecer, no había encontrado en él nada de particular, tal vez porque comprobó que no se trataba de uno de esos papeles traslúcidos y suaves como la seda que los siervos del príncipe celeste usan para los libros que cantan las alabanzas de su señor.
Convencido, pues, de que no se hallaba ante ninguna añagaza, el ciego ordenó a Milia que comenzara la prueba:
—Veamos, veamos; estoy ansioso por escuchar la primera adivinanza.
Milia la recitó como lo hacen los niños, casi cantando y con ritmo sincopado:
Con ropas de varón,
a la mujer enamoraba;
desnudo,
el alma le robaba.
Apenas había concluido la adivinanza cuando Aquilimarro comenzaba ya a pronunciar su respuesta:
—Incubo, se trata de un íncubo. Ese ridículo nombre que los mojigatos dan al príncipe de los placeres. La primera letra, por tanto, será una «I» —y escribió con el pequeño carbón esa letra en el papel—. ¿Satisfecha?
La ventera hizo un gesto de asentimiento y recitó la segunda adivinanza:
Aire es,
y la vista vela;
sin batir las alas,
vuela;
en él se van paja,
madera y tela.
Aquilimarro escribió la «H» de humo en el trozo de papel y, con mirada ufana, retó a la mujer:
—Vamos, vamos, dime ya la tercera adivinanza, aunque creo que estás en un error.
—¿En un… error? —titubeó Milia.
—Sin duda. No existen palabras de cuatro letras que comiencen así, «I» seguida de «H», en ninguna de las lenguas que tú hayas podido conocer de labios de tus huéspedes. Solo en tu arcaica lengua existe la palabra «ihes».[3] Pero yo no pienso huir, te lo aseguro. Tal vez deberías aguzar tu ingenio, si quieres poner realmente a prueba mi sabiduría… —bufó el ciego, maldiciéndose por haber accedido a malgastar su tiempo en semejante nadería.
Milia, tratando de parecer indiferente ante las bravuconadas de Aquilimarro, inició la tercera adivinanza. Estaba nerviosa, abrumada por la certeza de que en aquel empeño le iba la vida. Desgranó lentamente las palabras de la adivinanza, tratando de disimular el terror que le atenazaba la garganta:
Es al aseo remisa;
una sola vez al año
muda su camisa
—Pero, mujer, ¿cómo puedes ser tan estúpida?… —exclamó Aquilimarro, decepcionado—. Hasta un niño de pecho acertaría al instante que la serpiente es el único ser que solo muda una vez al año la camisa. Vamos, vamos… Tal vez mejores con la cuarta adivinanza —se burló, desafiante—. Veamos a dónde me quieres llevar…
El ciego comenzó a trazar en el papel la «S» correspondiente a la tercera respuesta.
Milia, en lugar de iniciar la cuarta adivinanza, cerró los ojos y encogió el cuello, al tiempo que recitaba para sí el antiguo exorcismo que le enseñara la buhonera:
«Tú, el expulsado del cielo; tú, que vienes del abismo: fúndete aquí mismo, fúndete ahora mismo. Amén».
En cuanto el ciego hubo escrito la letra, una repentina ráfaga de viento sacudió puertas y ventanas, y el cielo bramó con terrible estruendo. Milia, aun con los ojos cerrados, percibió nítidamente el resplandor de los rayos que iluminaron de pronto la bóveda celeste. Pero Aquilimarro, en lugar de desaparecer tal como esperaba Milia, estalló en una carcajada helada.
Cuando Milia abrió los ojos, el ciego, que continuaba ante ella, le arrojó el papel a la cara, sin parar de reír. Milia se agachó lentamente para recogerlo del suelo. Apenas sabía leer, pero distinguió perfectamente las tres letras de las que le había hablado la buhonera:
IHS
Milia, lívida, no sabía qué hacer, cómo reaccionar. La buhonera le había asegurado que si lograba que Aquilimarro escribiera el acrónimo de Iesus Hominum Salvatorem resultante de las iniciales de las tres adivinanzas, el ciego desaparecería para siempre de su vida. Pero Aquilimarro continuaba ante ella, mofándose a carcajadas, y sin que en la sala hubiera otro olor que el de la vela medio consumida, el de las cenizas de la chimenea o el de la cecina que colgaba de una de las vigas.
—¿Con esa patraña pretendías asustarme? —y le señaló el papel—. ¡IHS, IHS! ¿Es que no te das cuenta? No me sucede nada por escribir y decir una y mil veces IHS, ese estúpido acrónimo que los santurrones esgrimen contra mí. Todo haz tiene su envés; todo exorcismo, su antídoto. Eso es algo que los humanos nunca terminaréis de entender.
Milia, aterrada por lo que el destino le pudiera deparar, apenas podía seguir el razonamiento de Aquilimarro. Estaba a merced de él: todo lo anunciado por la buhonera había fallado; nada ni nadie en el mundo podía salvarla.
Mientras tanto, Aquilimarro proseguía con su perorata, con voz cada vez más aflautada:
—Incubus Hospitarum Seductor, ¿te dice algo eso? Deberías estar orgullosa de que un íncubo de impecable conducta como yo se prestara a seducir a una ventera necia e insignificante como tú, y, ¿sabes?, comienzo a lamentarme de haberte elegido. Anda, antes de que se agote mi paciencia, llévame ante esa buhonera. No puedo esperar hasta el amanecer para llevarme a mi hijo.
Pero la arrogancia de Aquilimarro, en lugar de arredrar a la ventera, provocó en ella una furia primordial, instintiva, reacia a las precauciones e incompatible con el miedo que los prejuicios de toda una vida habían alimentado en su interior. Desconocía el alcance del cambio, súbito como la galerna, que se había apoderado de ella, pero no estaba dispuesta a desandar el camino ni a reprimir lo que su ira le demandaba.
«Todo tiene su envés, sea —asintió Milia para sí, y decidió actuar. Aunque sin más pertrecho que su intuición, se sintió con fortaleza suficiente para afrontar cualquier circunstancia, aun la más adversa—. Soy necia e insignificante, tú lo has dicho, pero, si no muero en el empeño, haré que tu arrogancia sea equiparable a la de un cerdo cebado.»
Milia rompió a reír con tal fuerza que llegó a interrumpir las carcajadas del ciego. Este la miró perplejo, con la boca abierta en una mueca estúpida y sin la menor capacidad de reacción.
—Ven conmigo, quiero mostrarte algo que te va interesar —dijo Milia sin dejar de reír.
Salieron al exterior, Milia con una extraña alegría, y, tras ella, el ciego, sin saber a qué atenerse.
La mujer le señaló el lugar donde la buhonera había enterrado el feto. Una ráfaga de viento sacudió la encina y su copa comenzó a combarse y crujir. Diríase que el tronco iba a partirse por la mitad.
—Si tienes prestas las manos para cavar y presta tu mente para aceptar lo irremediable, encontrarás ahí lo que el íncubo seductor de una hospedera ingenua quiso traer al mundo para destruirlo. —Aquilimarro, atónito, parecía incapaz de creer lo que estaba oyendo—. ¿Prefieres que lo haga yo? —preguntó Milia, sin amilanarse por la furia que asomaba al rostro del ciego.
De pronto, Aquilimarro escupió al cielo. Se abalanzó sobre Milia y comenzó a estrangularla, mientras profería un prolongado y desgarrador alarido. Milia cerró los ojos, dispuesta a morir. El ciego continuaba aullando y apretando sus manos, cuando de las colmenas comenzó a surgir un zumbido, denso y terrible. Las colmenas estaban a punto de reventar por el revoloteo furioso de las abejas. El ciego soltó a Milia. Esta respiraba con dificultad y apenas podía mantenerse en pie. Sin atreverse a abrir los ojos, alcanzó a tientas las colmenas:
—Señoras abejas, salid y utilizad vuestra cera contra el señor de la noche.
Milia sintió que el zumbido se alejaba de las colmenas, mientras oía a sus espaldas los gritos y maldiciones del ciego, que, sin duda, excitaban aún más a las abejas. Al mismo tiempo, comenzó a percibir un penetrante aroma de cera nueva, que parecía querer adueñarse del aire. Se cubrió el rostro con las manos y musitó:
—Fúndete aquí mismo, fúndete ahora mismo, amén.
Lo primero que cesó fueron las maldiciones del ciego. A continuación, el zumbido comenzó a remitir, hasta que se hizo el más completo silencio, como si todo movimiento y vida hubieran desaparecido con el regreso de los enjambres a las colmenas. Al cabo de un rato, solo persistía el intenso aroma de cera nueva.
Milia abrió poco a poco los ojos. Las abejas habían vuelto a su letargo. Ante el lugar en el que la buhonera había enterrado el feto, una masa informe de cera señalaba el lugar en que parecía haberse consumido un cirio gigantesco.
Casi sin darse cuenta, Milia miró a la encina. El viento había quebrado algunas ramas podridas, que crujían amenazantes sobre las colmenas.
«Ha pasado más de un año, y la encina no ha arraigado —dijo para sí, con indiferencia—. En cuanto regrese Juncal Mochaile, le pediré que la arranque. Tal vez se pueda aprovechar para hacer leña.»