Fueron, en la medida de lo que cabe, días plácidos y serenos. Milia se decía: «Ya no estoy completamente sola en el mundo», y miraba con agradecimiento al chamarilero.
Él era feliz, y su alegría llenaba la venta. Encaló las paredes exteriores de la casa; levantó una pequeña cerca de madera ante el abrevadero; podó la parra que trepaba por la fachada; plantó geranios en dos barriles viejos que, previamente, había colocado boca arriba a ambos lados de la puerta principal y llenado de tierra; inspeccionó el estado de las colmenas, sustituyó las alzas viejas por nuevas y repuso el líquido nutricio.
Juncal Mochaile parecía no tener otra ilusión que aquella vida sencilla y tranquila.
A menudo, Milia sentía la tentación de hablar a Juncal Mochaile sobre la horrible espera a la que estaba sometida. Pero enseguida se echaba atrás, persuadida de que el chamarilero, aferrado tan firmemente a la racionalidad, jamás tomaría en serio aquella historia de un diablo que, disfrazado de ciego, había acudido a la cama de una viuda para poseerla. ¿No era el chamarilero, buen conocedor del crédito que las gentes sencillas conceden a las supercherías más disparatadas, quien había inventado una extraordinaria historia sobre la muerte del juez Ungar, mofándose así de toda una ciudad? ¿No era él quien acostumbraba a decir que, si seguimos inventando diablos y enemigos, al final éstos acabarán sentando sus sucios culos sobre nuestras sillas? Incluso podía tomarla por una loca supersticiosa y marcharse para siempre de la venta.
Decidió, por tanto, guardar silencio y, a la vez, hacer todo lo posible para que Juncal Mochaile permaneciera con ella en la venta.
Mientras él estuviera allí, ella podría abrigar la secreta esperanza de que Aquilimarro no se presentara. Y, en esa confianza, Milia dejaba transcurrir los días.
A punto de cumplirse los nueve meses desde la visita del ciego, la ventera comenzó a verse sometida a frecuentes cambios de humor. El chamarilero bromeaba y procuraba adaptarse a ellos con la mejor de sus sonrisas.
El lento y melancólico discurrir del verano tocaba a su fin, y aquella noche, recién concluida la temporada del paso de peregrinos, no había huéspedes en la venta. Inopinadamente, el chamarilero anunció que al día siguiente debía partir a la ciudad. Milia entendió que Juncal Mochaile estaba molesto por la discusión que acababan de mantener sobre una menudencia doméstica, por lo que le pidió perdón y le rogó que se quedara.
Juncal Mochaile tamborileó con sus dedos huesudos sobre la mesa.
—El tejado está en muy malas condiciones a causa de las pasadas heladas. No aguantará otro invierno; hemos hablado muchas veces de ello. Necesito clavos y herrajes, maderos para solivos, tablones, listones… De regreso, pasaré por el molino de Belzunce y le pediré prestado su carro. Espero traer conmigo a Salvatore. Me será de gran ayuda.
Milia, lejos de tranquilizarse al comprobar que Juncal Mochaile no estaba dolido con ella, sintió que le flaqueaban las piernas. El chamarilero necesitaría más de un día para ir a la ciudad, hacer allí las compras necesarias y volver. Aquilimarro tenía tiempo más que suficiente para presentarse en la venta. Pero la mujer no veía el modo de explicarle a Juncal Mochaile sus temores. No encontraba palabras sensatas, cabales, para pedirle que se olvidara del tejado y no la dejara sola.
Pasó la noche debatiéndose entre la posibilidad de abrir su corazón a Juncal Mochaile y acogerse a su protección, y la de arrostrar definitivamente lo que el destino le deparara. Al final, optó por lo segundo, convencida de que, en caso contrario, no lograría sino demorar la visita de Aquilimarro, lo que la obligaría a vivir siempre con el miedo metido en el cuerpo.
A la mañana siguiente, despidió a Juncal Mochaile con un beso apasionado.
El chamarilero, sorprendido, se pasó la lengua por los labios, y dijo, con una amplia sonrisa:
—Creo tener motivos suficientes para volver lo antes posible. Adiós.
Se dio la vuelta y tomó el camino de la ciudad, agitando la mano en el aire.
El recuerdo de Juncal Mochaile acompañó a Milia durante todo el día, y, cuando se hizo de noche, la ventera se preparó una infusión con las hierbas que la buhonera le había recomendado para dormir, y se acostó.
La luna se elevó con celeridad inusitada sobre las nubes, y una luz gélida hizo surgir súbitamente de su letargo profundo el suelo de madera y los muebles de la habitación.
Milia, aunque convencida de que la visita de Aquilimarro se produciría aquella noche, concilio el sueño con una extraña serenidad.
Pasaron varias horas, y las nubes envolvieron la esfera de la luna, hasta hacerla desaparecer por completo.
De pronto, un relámpago iluminó la noche, precediendo al estallido de un trueno. Milia se despertó y se tapó hasta la barbilla, mientras susurraba entre dientes un antiguo conjuro:
«Tú, el expulsado del cielo; tú, que vienes del abismo: fuera, fuera. Amén».
Gruesas gotas de lluvia comenzaron a golpear el cristal de la ventana.
Milia se incorporó en la cama. Le había parecido oír unos golpes en la puerta principal. Miró primero hacia la puerta de la habitación. Después, clavó los ojos en la ventana. El silencio era absoluto; tan denso como la oscuridad. Podía decirse que la oscuridad y el silencio habían engullido completamente el mundo. Permaneció largo rato alerta, sentada en la cama.
Pronto oyó más golpes en la puerta. Saltó de la cama, se echó una toquilla de lana sobre el camisón y encendió una vela. A continuación, bajó las escaleras hasta la puerta principal, seguida por las largas sombras que proyectaba la vela.
Al abrir la puerta, los destellos plateados de la lluvia perfilaron la silueta del ciego de capa negra como si de un tizón se tratara.
—Sé que no son horas, pero… Quisiera dormir bajo techo —dijo el ciego, con voz galante. Tomó en sus manos los bordes de la capa y la sacudió vigorosamente. Finas gotas de agua mojaron las mejillas de Milia.
Todas las noches había soñado con el anuncio de la buhonera, y día tras día lo había rememorado en la vigilia. Siempre la había angustiado, más que la propia visita del malhadado ciego, el peligro de caer de nuevo en sus brazos. Aun en los más dulces momentos al lado de Juncal Mochaile, acudía obstinadamente a su memoria el cálido aliento del ciego, su olor a almendra, el sonido de sus palabras y la dulzura de sus caricias, y, cada vez que lo revivía, Milia sentía que algo se derretía en su interior como el rocío de la mañana bajo los rayos del sol.
Sin embargo, en el preciso instante en que vio al ciego ante su puerta, despertó en ella una entereza insospechada. Sus nervios se tensaron bajo el influjo de un coraje desconocido, y notó dentro de sí el impulso de una valentía que jamás hubiera podido imaginar: en lugar de dejarse seducir por el ciego hasta derretirse en deseos de caer en sus brazos, sintió asco, una repugnancia inmensa que nacía de las mismas entrañas de las que manaba su valor.
«¿Y en brazos de este fatuo fuiste a caer? ¡Valiente estúpida! Debías de estar muy sola y muy ciega», se dijo, riéndose para sus adentros.
Pero debía disimular su estado de ánimo, tal como le había aconsejado la buhonera. Era preciso que apareciera aterrada ante Aquilimarro. Así que, deleitándose en la dulzura de aquella victoria interior, Milia, con expresión temerosa, empujó violentamente la puerta para cerrarla. Pero el ciego, que había puesto su bota contra la jamba, empujó la puerta y entró en la venta.