La nieve y el hielo dieron paso a un barro denso y oscuro, y este a la hierba que, casi imperceptiblemente, iba cubriendo los campos: todas las mañanas, una suave neblina azulada traía el aroma dulzón de los prados cercanos que, con la primavera, volvían a cobrar vida. Milia, en cuanto oía los primeros cantos de los pájaros, se levantaba con la incierta alegría de haber sobrevivido una noche más sin recibir la visita del ciego.
Se vestía, bajaba las escaleras, saludaba a los huéspedes y comenzaba a trajinar sin descanso, impulsada por una necesidad obsesiva de actividad. El trabajo cotidiano, hecho de movimientos casi mecánicos, mantenía ocupada su mente: no quería dejar el menor resquicio al desasosiego que le causaba la certeza de que, al cabo de unas horas, volvería la noche con su oscuridad melancólica, y ella se acostaría con el alma en un puño. De sobra sabía que, entonces, y por mucho que tratara de ahogar los ruidos de la noche apretando la cara contra la almohada, reviviría irremisiblemente las pesadillas que, cual pesadas cadenas, la sujetaban al destino, frío y terrible, de esperar a que el maligno llamara a la puerta para llevarse lo que consideraba suyo. Así, todas las noches le parecía oír el chirrido de la puerta principal al abrirse; luego creía sentir unos pasos que, tras cruzar el vestíbulo y la sala principal, comenzaban a subir las carcomidas escaleras; y cuando la ventera, aterrorizada, notaba que las pisadas se acercaban a la puerta de su habitación, estallaba una carcajada horrible, y la escena volvía a comenzar con el chirrido de la puerta principal al abrirse.
Pero cuando el alba lograba, al fin, derrotar a la noche, los primeros rayos de luz en la ventana hacían rebrotar en Milia, amanecer tras amanecer, la esperanza de que tal vez el ciego no apareciera nunca, y esa esperanza le daba energía suficiente para afrontar el nuevo día.
Aquella primavera fue pródiga en noticias de la ciudad, comentadas con aire circunspecto por huéspedes y peregrinos. Se decía que el juez Mathias Ungar preparaba una gran ofensiva para, según sus palabras, disipar de una vez por todas las brumas en que la superstición y la herejía habían sumido a la ciudad. Se decía también que el juez Ungar escogía a sus víctimas preferentemente entre agotes, buhoneros (sobre todo, si eran mujeres), vagabundos y demás gentes de mal arraigo o costumbres extrañas. Asimismo, se hablaba de grandes colas ante el palacio del juez para hacerse con un puesto de verdugo.
Sin embargo, ciertos pormenores quedaban relegados al mutismo, y se hacía necesario adivinarlos en los repentinos silencios y miradas cruzadas de los clientes de la venta: al parecer, las autoridades no se atrevían a contradecir al juez, ni en público ni en privado, por miedo a la tupida red de delatores y aduladores que Ungar había tejido a su alrededor. La sombra del juez, alargada y poderosa, era casi tangible, y no solo en las calles y tabernas, sino también en los palacios y dependencias de las autoridades, donde jamás se pronunciaba el nombre de aquél, excepto para añadir nuevas cuentas al larguísimo rosario de elogios oficiales que su labor parecía merecer a ojos de los poderosos.
Pero Milia, absorta en su frenético trajín, no prestaba demasiada atención a aquellas noticias. Cuando oía que el juez, una vez más, había condenado a alguna mujer, apenas conseguía precisar el alcance del pesar que un día había sentido por la muerte de Andrea Mádalen: le parecía que aquellos recuerdos pertenecían a otra persona, que no era ella la que había visto los ojos llenos de terror de Andrea Mádalen cuando la llevaban a la hoguera, que no era ella la que había oído los ladridos de los perros que husmeaban entre los rescoldos buscando algo que llevarse a la boca. Y, si bien es cierto que la noticia de la detención de Juncal Mochaile la movió a interesarse por los sucesos de la ciudad, y que incluso pasó algunos días angustiada por la suerte del chamarilero, la noticia de su liberación tardó poco en llegar a sus oídos, lo cual le permitió volver a desentenderse de las nuevas que los huéspedes traían a la venta.
A fin de cuentas, todos aquellos sucesos, a pesar de su gravedad, eran hechos que podían ser comprendidos, juzgados y condenados o aprobados. Pero Milia vivía, desde semanas atrás, una situación que carecía de los contornos que la razón suele conferir a los asuntos humanos: se le había vaticinado la visita de un ciego que pretendería llevarse lo que consideraba suyo, y además, aun en el supuesto de que ella consiguiera engañar al ciego, siempre cabría la posibilidad de que el juez Ungar se enterara de lo sucedido y la acusara de haber pactado con el diablo; de ese modo, ella se vería atrapada en un mundo en el que la hoguera parecía ser el único remedio aplicable contra la incertidumbre.
Pero cuando una tarde, a la hora en que las estrellas comienzan a prenderse de la bóveda celeste, Juncal Mochaile llamó a la puerta de la venta, la viuda sintió que se encontraba ante la única persona en el mundo en la que podía confiar.
Acogió al chamarilero con una exclamación de alegría y le rodeó el cuello con los brazos, al tiempo que posaba su cabeza sobre el hombro del recién llegado.
—¿Qué sucede? —preguntó Juncal Mochaile, sorprendido por aquel recibimiento.
—Nada, nada… —titubeó Milia—. Temía por vos. ¡Llegan noticias tan graves de la ciudad…!
El chamarilero soltó una carcajada, mientras marcaba unos pasos de baile con la gracilidad de una oca:
—Me alegra sobremanera que os hayáis preocupado por mi suerte. Pero no temáis: el juez Ungar debe de estar en estos momentos pateando el aire…
En los ojos de Milia brilló un destello de incredulidad:
—Ahora soy yo quien os pregunta qué es lo que sucede. ¿Queréis decir, acaso, que el juez Ungar ha muerto?
El chamarilero, en lugar de responderle, desprendió de su capa la esclavina de marta cebellina y la puso con delicadeza sobre los hombros de la mujer:
—Es para vos. Ya no la necesito —y, acto seguido, siguió hablando, sin dar a la ventera la menor opción de rechazar su regalo—. Cuando me marché en medio de aquella fría noche, sin duda pensaríais que ni siquiera conozco el significado de la palabra delicadeza… Lo siento, sé que me comporté mal.
Milia, que casi no recordaba aquel detalle de su estancia en la ciudad, sonrió con indulgencia, pero el chamarilero chasqueó la lengua y dijo:
—Sí, lo siento. Aunque también debo deciros que fue precisamente mi desconsideración para con vos lo que os salvó.
—¿Que me salvó? No os entiendo… —dijo la ventera, mirándolo con extrañeza.
—Al salir de mi buhardilla, y antes de que pusiera un pie en la taberna, me detuvieron y, tras torturarme, me metieron en un calabozo apestoso y lleno de ratas, a la espera de que el juez Ungar se interesara por mi caso. Me acusaban de haber robado el capote.
—Entonces… ¿esta esclavina?
La ventera hizo ademán de devolvérsela al chamarilero, pero este se lo impidió.
—Ya os he dicho que es para vos… Y no es robada, os lo aseguro. Pero dejad que continúe con la historia —rogó el hombre. Milia se disculpó bajando los ojos—. Creí volverme loco en aquel calabozo y pasaba el día agitando las manos y dando patadas al aire, para evitar que el diablo tejiera su red en torno a mí y me atrapara. Un día, me llevaron ante el juez Ungar. Una vez en su presencia, y convencido de que mi hora estaba próxima, me abrí la camisa y le mostré el pecho: «Atravesádmelo con vuestra daga si me consideráis culpable. Prefiero eso a morir abrasado como un venado». Debió de agradarle mi reacción, porque en aquel mismo instante me ofreció ponerme a su servicio como soplón. Él dijo «agente», pero enseguida me di cuenta de lo que pretendía de mí. Él mismo me lo dejó bien claro: «Deberás poner tus sucias orejas al servicio del orden. Cuando el orden se quiebra, el caos irrumpe por las grietas». A cambio, me ofreció la libertad y cuantos táleros pudiera necesitar para que nunca me faltaran el vino o la comida. «Necesito ciertas informaciones. Entre cien cuervos, es fácil distinguir un águila, pero no un grajo.» Mi primera reacción fue negarme, pero me contuve. Quería salir de aquel atolladero y, para lograrlo, necesitaba tiempo. Cerré los ojos para reflexionar con tranquilidad: «Si te tiran al río, procura salir a la superficie con un pez en la boca», pensé. Así que acepté, y, como prueba de eficiencia, delaté a una mujer que, aquella misma mañana, había muerto decapitada por su amante. El juez no podía saber que yo estaba al tanto de aquella muerte por boca de uno de los carceleros. De esa forma logré congraciarme con Ungar y hacerle ver que me había ganado para su causa. Salí a la calle. Respiré hondo y pensé en vos y en vuestra hostería. Los esbirros del juez difícilmente me encontrarían en un lugar tan apartado como este. Pero no quise poneros en peligro.
Milia lamentó la indiferencia con que, en tantas ocasiones, había tratado a Juncal Mochaile, y le señaló la bandeja que acababa de dejar sobre la mesa:
—Comed, estaréis hambriento.
—Está bien, gracias. Pero sentaos y acompañadme —le rogó el chamarilero. Milia obedeció, contenta por aquella ocasión de retrasar el momento de acostarse.
Comieron, en animada charla, patatas asadas, bayas cocidas y pastel de remolacha. Cuando hubieron terminado, el chamarilero reanudó su relato en el punto en que lo había dejado antes de la cena:
«Me soltaron, pues, y me dediqué a deambular por las calles, hasta que, al cabo de tres días, conseguí escabullirme de los espías que me vigilaban por orden del juez. Fue precisamente entonces cuando se obró el prodigio que dio al ratón la oportunidad de burlarse del gato: detuvieron al juez Mathias Ungar. Pasaré por alto esos tres días transcurridos entre mi liberación y la extraordinaria historia que os quiero contar. —Y, tras comprobar con agrado la perplejidad con que Milia seguía su relato, añadió, con aire pícaro—: Ciertamente, no creo necesario pediros que prestéis atención a mi historia…».
Milia le sirvió un vaso de vino, mientras le animaba a proseguir. El chamarilero apuró el vaso de un trago y prosiguió la narración:
«Uno de aquellos días, una muchacha pobre, desorientada en medio de un dédalo de calles tortuosas, se acercó a un hombre que resultó ser el juez Ungar. Excepción hecha del medallón de oro que llevaba al cuello, la indumentaria de la joven no denotaba sino una extrema penuria. Su paso, sin embargo, era grácil y airoso. Su belleza, difícilmente igualable. La mirada de sus ojos azul oscuros, tiernamente tímida.
»El juez, espoleado por la lujuria, le ofreció su ayuda:
»—¿Qué puedo hacer por vos?
»La muchacha le respondió que estaba buscando cierta casa, pero que, por más que lo intentaba, no lograba dar con ella. A continuación, mostró al hombre un trozo de papel en el que podía leerse la dirección y el nombre de la casa que buscaba.
»Él la miró con ojos desorbitados. La sorpresa y la procacidad parecían disputarse el dominio sobre su mirada.
»—¡La que buscáis es mi casa!
»—¿Vuestra casa? ¿No seréis, por ventura, Ungar? El juez Mathias Ungar…
»El hombre, de sorpresa en sorpresa, afirmó con la cabeza, al tiempo que trataba de saciar su curiosidad:
»—¿Quién os envía a mí?
»—Cierto poderoso señor, que tiene vuestro trabajo en la más alta estima, me ha dado noticia de vos…
»El juez Ungar debió de pensar: “¡De modo que un señor poderoso! No cabe duda de que se trata del cabecilla de alguna conjura, que pretende tenderme una celada por medio de esta muchacha. Mas, si muestro excesivo interés por saber quién es tal señor, la muchacha se dará cuenta de mi recelo. Se impone, por tanto, obrar con prudencia…”.
»Como sabéis, el juez amaba sobremanera el orden y la norma. Según su criterio, todo debía ser previsto y organizado, y se debía evitar que nada quedara en manos del azar, la más pérfida de las tretas de que se vale el Maligno…
»Así pues, el juez Ungar optó por soslayar el riesgo que, a su entender, comportaba el hecho de no llevar la situación hasta sus últimas consecuencias, y fingió interesarse por el motivo de la visita de aquella muchacha. Eran muchos los enemigos que pretendían destruirlo, y no podía fiarse de nadie.
»—¿Qué es lo que deseáis de mí? —preguntó el juez con exquisita solicitud. No había en él otro signo de envejecimiento que las canas que agrisaban su cabeza y cierto retraimiento de la mandíbula. Llevaba el chaleco medio abierto, y una gruesa cadena de oro le cruzaba el pecho.
»—Si quisierais tomarme a vuestro servicio… —le rogó ella—. Puesto que soy pobre, estoy habituada al trabajo. Soy diligente en extremo…
»El juez no tuvo dudas de que se enfrentaba a una conspiración: la muchacha, una vez estuviera a su servicio, se convertiría inmediatamente en confidente de los conjurados. Tras una breve reflexión, el juez contestó que, aunque en su casa no había necesidad de más sirvientes, de ningún modo podría dejarla pasar la noche a la intemperie.
»—Os ruego que os alojéis esta noche en mi casa. Pronto oscurecerá, y hace mucho frío».
Milia reconoció aquellas palabras, casi idénticas a las que el propio Juncal Mochaile le había dicho, semanas atrás, en la taberna de la ciudad, lo cual la condujo a pensar que el chamarilero, habituado por su oficio a tejer largas prédicas, se dejaba llevar por la costumbre de adornar un tanto sus narraciones, pero prefirió no interrumpir el relato.
«Mathias Ungar le abrió las puertas de su palacio, y juntos se sentaron a la mesa, donde les fue servida una cena compuesta por manjares exquisitos. El juez estaba enfermo de exceso de virtud, y aprovechó la cena para adoctrinar a la joven sobre las nociones de caos y orden. Se refirió al caos como a un perro que, incomprensiblemente, muerde a su amo cuando este acaba de darle de comer. “Estos tiempos nuestros tienen la fragilidad de la madera podrida”, añadió. Mientras hablaba, el juez tamborileaba sobre la mesa con sus dedos, largos y delicados, al tiempo que sus cejas arqueadas acentuaban la enfática gravedad del discurso.
»A los postres, el hombre sirvió a su convidada los mejores aguardientes de su bodega. Las mejillas de la muchacha pronto mostraron un vivo arrebol. Había llegado el momento de que la muchacha confesara quién la había enviado, dato a partir del cual el juez esperaba obtener los nombres de los conspiradores. Con preguntas sibilinas, Ungar trataba de enredarla en una maraña de circunloquios y conjeturas. Pero la muchacha, demasiado afectada por la bebida, no era capaz de responder cabalmente, y se limitó a buscar alivio para el calor que la sofocaba desabrochándose los botones superiores de la blusa, al tiempo que desplazaba a un lado el medallón que colgaba de su cuello. El juez no podía sustraerse a la contemplación de los suaves promontorios que se insinuaban en el escote recién abierto.
»No había recorrido la noche la cuarta parte de su camino, cuando el anfitrión, poseído por la lujuria, llevó a la muchacha, mareada e inerme, a la cama más grande de la casa. La depositó sobre el lecho y le quitó los harapos que vestía. El cuerpo desnudo de la muchacha poseía una pálida belleza de cera. Mathias Ungar permaneció largo rato admirándola, mientras aguardaba a que los efluvios del licor dejaran de nublar el entendimiento de la muchacha. Pero, sin poder contenerse por más tiempo, dejó que sus dedos acariciaran los labios y los pechos de la joven, cada vez con mayor ansia. La sangre del anciano juez bullía desbocada en sus venas. Cuando se disponía a penetrar a la muchacha, sintió en el pecho la dureza del medallón que ella llevaba al cuello. Tiró del fastidioso medallón para apartarlo a un lado, pero la cadena que lo sujetaba se rompió, y la cabeza de la muchacha rodó dando tumbos hasta el suelo.
»A1 borde de la locura, Mathias Ungar miró el medallón. Su grosor le daba aspecto de relicario, o de estuche para llevar el retrato o un mechón de cabellos del amado. Cuando lo abrió, vio dentro de él un pequeño grabado que representaba un patíbulo: una mujer muy parecida a la dueña del medallón pendía de una soga; tras ella, cinco mujeres esperaban su turno; junto a la ahorcada, un anciano de porte venerable, que parecía desempeñar el oficio de juez en aquella ejecución: Mathias Ungar.
»En ese instante, una escuadra de soldados irrumpió en la casa de Mathias.
»—Un poderoso señor nos ha enviado tras la pista de cierta joven —dijo el que mandaba la tropa—. Al parecer, la muchacha no está en pleno uso de sus facultades, y…
»El soldado no concluyó la frase, pues acababa de ver el cadáver de la mujer sobre la cama, y, a continuación, la cabeza en el suelo.
»—¿Vos? ¿Mathias Ungar, el juez? —afirmó, más que preguntó, el jefe de la tropa, con una expresión de incredulidad rayana en el delirio.
»—¡No la he matado yo! ¡No, no, por Dios! No pensaréis que yo… ¡Mirad, mirad! —y mostró a los soldados el medallón de la muchacha—. La ahorqué hace ya dos semanas, por orden del rey. ¡Quizá sean ya tres semanas…!
»—Al rey no le va a agradar en absoluto saber que os beneficiáis de los cadáveres de los malhechores que vos mismo ordenáis ahorcar… —vaticinó el jefe de la tropa.
»Y, tras ponerle los grilletes, sacaron de casa al juez Ungar.
»La luna, como un blanco corcel, galopaba ya por los cielos, iluminando a su paso a la multitud que afluía hacia la plaza mayor para exigir, entre insultos y cánticos, que se hiciera al juez Ungar la prueba del agua».
El vago aire de irrealidad que Milia había percibido en los hechos relatados por Juncal Mochaile la sumió en una confusa perplejidad. «Pero —pensó—, si a mí me resulta difícil creer su narración, ¡cómo puedo aspirar a que él dé crédito a mi historia de la visita de Aquilimarro!»
Antes de que Milia lograra rehacerse de la impresión que le había causado el abrupto final del juez Ungar, el chamarilero dio varias palmadas, como si tratara de atrapar a una mosca:
—¿Qué os ha parecido la historia? ¿No es extraordinaria? —La mujer afirmó con la cabeza—. Más que la propia credibilidad de una historia importa la necesidad, o el interés, que uno tenga de creérsela. Y el caso es que, en la ciudad, ni los nobles ni el pueblo discutieron la verosimilitud de los detalles, porque solo les interesaba el final: el juez Mathias Ungar estaba acabado.
Milia abrió desmesuradamente los ojos. Acababa de comprender:
—¡La inventasteis vos!
Juncal Mochaile soltó una sonora carcajada.
—¡Qué más da que la haya inventado yo, o alguien que, por ejemplo, bien podría llamarse Perejón Garro, al que vos conocéis, o Costas Axelos, de quien nunca habéis oído hablar! Podría deciros que, durante los días que siguieron a mi detención, yo no acertaba a dar con el modo de salir bien parado del trance en que yo mismo me había colocado al convertirme en soplón del juez. Solo tenía dos salidas: plegarme a sus deseos o hallar la forma de acabar con él. En medio de una enorme confusión, me devanaba los sesos tratando de adivinar qué camino debía seguir, hasta que reparé en que el cadáver de la mujer decapitada, que tan buenos resultados me había dado en mi anterior comparecencia ante el juez, podía brindarme de nuevo una buena salida a mi dilema. No quiero aburriros con los detalles, por lo que abreviaré hasta donde sea posible: supongamos que yo hubiera contratado a una cómica ambulante de mi confianza para que sedujera al juez. Mi cómplice bien habría podido drogar al juez, dándome así la posibilidad de llevar el cuerpo de la mujer decapitada por su amante desde el cementerio de los agotes hasta la cama de Mathias Ungar. La explicación encaja, aunque no os niego que pudiera haber otras, igual de verosímiles.
—¿Y el medallón? —quiso saber Milia—. ¿Hasta qué punto se correspondía la imagen que había en él con los rasgos de la mujer decapitada?
El chamarilero agitó una mano en el aire, como si considerara asunto de poca monta la observación de Milia.
—No importan los detalles, querida señora, sino el desenlace. Y el desenlace, a fin de cuentas, es que el juez Mathias Ungar es ahora pasto de los gusanos, y a nadie interesa ya investigar la correspondencia entre la historia que yo propalé y lo que verdaderamente sucedió en la habitación del juez. Cuando el cantero quiere hacer encajar una piedra en el vértice de un arco, la pule y labra hasta acomodarla exactamente al hueco destinado para ella. Nadie piensa ya en la piedra original, ni en la cantidad de esquirlas que el cincel del cantero le arrancó en su taller. ¿Sabéis, señora ventera?
Entre el bien y el mal, hay vastos territorios por los que transita gran parte del mundo, y esa es la lección que el juez Ungar jamás fue capaz de aprender.
Milia, acomodada en un silencio pensativo, intuía que el chamarilero estaba en lo cierto. Las palabras finales del hombre que tenía enfrente habían quedado firmemente fijadas en su memoria: cabían, efectivamente, más posibilidades que pecar o expiar los pecados. Pero, para dar con ellas, no era preciso esperar ninguna señal del cielo ni temer ninguna acechanza del infierno: lo verdaderamente necesario era aprender la lección para la que el juez Mathias Ungar había sido eternamente ciego, y dejar de vivir pensando que la vida, como el tramo de camino ya recorrido, queda siempre a nuestra espalda.
Sintió que, poco a poco, Juncal Mochaile se iba convirtiendo para ella una persona próxima, tan familiar como los muebles, y no se rebeló contra esa sensación. Adelantó el brazo y posó suavemente su mano sobre la del chamarilero. Quiso decir una sola palabra, sencilla y breve, que resumiera lo que en aquellos momentos sentía, pero lo que brotó de su boca fue una frase de cuyo alcance no tenía entonces cabal consciencia:
—Mientras yo viva, no os faltará en esta venta un clavo del que colgar vuestro capote…
Una extraña felicidad, serena y recatada, se posó suavemente en el alma de Milia. Vio con claridad que debía regresar al punto de partida, para, desde allí, retomar el rastro de sus propias pisadas en la nieve, hasta desentrañar el verdadero sentido de las cosas de este mundo.