—Ven conmigo —y la buhonera, tomando la mano de la ventera, la condujo hacia la puerta. Milia, extenuada, no se resistió. Ambas salieron al exterior juntas y en silencio.
El aire era muy frío y mecía las ramas de la encina, en cuya copa azulada parecía haber anidado la luna.
—Desnúdate —le ordenó la buhonera.
Más que lo extraño de la petición, fue la sonrisa de la luna lo que turbó a la ventera. Su noción de lo que le estaba sucediendo era vaga, sin raíces, y todo lo que iba recordando y escuchando le parecía una mera algarabía de ecos e imágenes.
De pronto sintió un gran temor, tanto de la buhonera como de la situación:
—¿Desnudarme?… ¿Aquí?…
—Sí, aquí mismo. Sobre la nieve.
La respuesta tajante de la buhonera no admitía evasivas, y Milia se colocó de espaldas a la encina y con el rostro vuelto hacia las colmenas. A medida que se despojaba de sus ropas, las iba depositando sobre la nieve helada.
El viento era gélido, pero la ventera, en lugar de frío, sentía un extraño calor que le ascendía hasta las mejillas desde lo más hondo de sus entrañas. Aquel calor repentino, más que al pudor de verse desnuda ante la buhonera, era debido a la extraña conciencia de peligro que le producía verse a sí misma como gestante del más insólito de los seres, a pesar de lo cual, cruzó sus brazos sobre los senos, como si le avergonzara su desnudez. Los ojos, que parecían buscar ayuda en algún indeterminado punto del horizonte, se le llenaron de lágrimas.
—¿Y ahora? —preguntó, indefensa como una niña.
—Túmbate —le ordenó la buhonera, a quien parecía fatigar en extremo el hecho de verse obligada a guiar con sus órdenes todos y cada uno de los movimientos de la ventera—. Voy a enterrarte en la nieve.
Milia, desnuda sobre la nieve y completamente a merced de la anciana, no se sentía capaz de discernir deseos y realidad, ni sabía qué hacer, qué pensar, qué decir… Su mente se poblaba de embarulladas imágenes antiguas que trataban de abrirse paso a costa de difuminar las más recientes, que terminaban por diluirse del todo. Se tumbó sobre la nieve. Su cuerpo desnudo parecía brillar en la oscuridad. No notaba el frío, y tampoco sintió nada especial cuando la buhonera le restregó un puñado de nieve contra su sexo. La buhonera, con gran vigor, fue acumulando puñados de nieve sobre el cuerpo de la ventera, y, al poco tiempo, solo sobresalía de la nieve la cabeza de esta.
—Serénate, y ten valor. No te ocurrirá nada —trató de tranquilizarla la buhonera.
La anciana, arrodillada, se inclinó hasta que su frente tocó la nieve y comenzó a pronunciar una oración o conjuro arcaico, del que Milia solo entendía palabras sueltas:
—Joan andie, guaussa goussietan behar da erremedio behar den berçela isser landa. Anbates dio ni es nausu egin essassu gourrai proposian ordine den. Genicoac plasar badu, amen, amen, amen.
Con las primeras palabras del exorcismo, se oyó un zumbido que provenía de una de las colmenas. A medida que la buhonera avanzaba en el conjuro, el zumbido se fue extendiendo al resto de las colmenas, hasta conformar un estruendo general, señal inequívoca de que todas las abejas habían despertado súbitamente de su letargo.
La buhonera no detuvo por ello su recitación y, cuando llegó a los tres amén finales, la nieve que cubría el cuerpo de la ventera se había derretido por completo. Los zumbidos cesaron, y cesó también el aire; el bosque y los ruidos de la noche enmudecieron; el río cercano pareció detenerse.
La buhonera alzó los ojos al cielo y, con las manos entrelazadas, exclamó:
—Genicoac plasar badu, gloritan gloria amen.
Luego, tendió la mano a Milia para ayudarla a levantarse.
—¿Lo has visto? —y, tras recoger las ropas apiladas sobre la nieve, se las dio a la ventera para que se vistiera—. ¿Has visto cómo se ha derretido la nieve? ¿Has oído cómo se rebelaban las abejas?
Vestida de nuevo, Milia sintió la prominencia de algún objeto en un bolsillo. Pronto se dio cuenta de que eran las coplas sobre María Quiriquitún. Una placidez extraña se apoderó de ella, y los sonidos de la noche regresaron al aire.
Las dos mujeres entraron en la casa. La buhonera ordenó a la ventera que se sentara:
—Ocurra lo que ocurra, no temas, te lo ruego. Pronto terminará todo.
A continuación, se acercó al fuego y atizó las brasas para avivarlo, ante el silencio pasmado de la ventera. Puso sobre la llama un puchero con agua y echó dentro varios dientes de ajo y un puñado de hojas de beleño, cáñamo, estramonio, perejil y mandrágora, todo ello extraído de un saquito que guardaba oculto entre los pliegues de su saya.
—¿Tienes en casa hojas de fresno?
Milia giró la cabeza en dirección a la puerta principal, de cuyo dintel colgaba la rama de fresno que todos los años colocaba para que la casa se viera libre de los rayos…
La anciana cortó dos ramitas de fresno, las entrelazó en forma de cruz y las echó también al puchero. Cuando el agua comenzó a hervir, una nube turbia de vapor azul subió por la chimenea, y volvió a escucharse un zumbido, como si de pronto el calor hubiera despertado a miles de abejas refugiadas en la chimenea.
—¿Por qué zumban de nuevo? ¿Por qué están fuera de las colmenas en pleno invierno? —le preguntó Milia, con un difuso temor en la trémula voz.
La buhonera, en lugar de responder, retiró el puchero del fuego, y los zumbidos cesaron. Luego, sirvió un tazón de aquel bebedizo y se lo ofreció a la ventera:
—Tómalo. Esto te curará de todos tus males.
Milia se llevó el tazón a los labios. El aroma de la pócima le recordó al del musgo. Respiró hondo y vació el tazón de un trago. La poción no tenía ningún sabor, pero la ventera se sintió aliviada al instante, ligera como si volara y serena como en medio del sueño más profundo.
—Y… ¿ahora? —preguntó Milia.
La buhonera le levantó la falda y las enaguas, le puso las manos en las rodillas y se las separó de un tirón seco:
—Vamos, abre las piernas.
Milia no opuso resistencia. Abrió dócilmente las piernas. La buhonera empapó un paño en el líquido del puchero, y comenzó a limpiar con él el pubis a la ventera, que se dejaba hacer con una sonrisa idiotizada en los labios.
—¿Sabes por qué el cielo vertió su gracia sobre las abejas? Satán, alcanzado el éxito en su rebelión, estaba a punto de proclamarse rey del universo, cuando un enjambre, con una diligencia admirable, fabricó un panal sobre el trono. Satán llegó a sentarse en él, sí, pero puedes imaginar con qué resultado —dijo la buhonera riéndose, y comenzó a rociar toda la estancia con una escobilla de tamujo previamente mojada en el líquido del puchero.
De pronto, Milia comenzó a golpear el aire con los brazos. Profirió un agudo grito, como si los pulmones le hubieran estallado y una espada le hubiera rasgado las entrañas. Vomitó hasta la bilis.
Luego, echó los hombros hacia atrás y se puso a hacer fuerza, hasta que expulsó un feto no más grande que un polluelo.
La buhonera suspiró aliviada. Cogió el feto en sus manos, lo alzó, y volvió a recitar, esta vez con alegría:
—Genicoac plasar badu, gloritan gloria amen.
Luego se puso en pie y dio a Milia un beso maternal en la frente:
—Quédate aquí. Enseguida vuelvo —dijo la buhonera, y salió al exterior, llevándose el feto y el puchero.
No fue la corriente de aire helado que se coló por la puerta recién abierta la causa del escalofrío que estremeció a Milia: cuando pensaba que todo había concluido con aquel exorcismo, al verse sola había sentido de nuevo las dentelladas del miedo.
Milia se aproximó como pudo al único ventanuco que había en la habitación y, desde allí, observó a la buhonera, quien cavaba con sus manos un hoyo en un punto equidistante entre la encina y las colmenas. Cuando la buhonera consideró que el hoyo era suficientemente profundo, colocó el trozo de carne putrefacta en lo más hondo y vació encima el líquido del puchero. Acto seguido, tapó el agujero, también con las manos.
En ese momento, la luna se ocultó tras las nubes, y la copa de la encina perdió sus destellos plateados, como pierde su brillo la manteca cuando se derrite en la sartén.
La buhonera entró de nuevo a la casa y cerró dando un portazo.
—Todo ha ido bien. Ahora, hay que esperar —dijo con expresión risueña.
—¿Esperar? Entonces… ¿no ha terminado todo? —preguntó, angustiada, Milia, alzando la voz como si temiera que la anciana no pudiera oírla—. ¿Qué más puede pedirse a la ceniza, si ya ha dado al fuego toda su sustancia?
La buhonera miró fijamente a la ventera:
—Que sirva de abono a la tierra. —Alzó el dedo índice y, curvando el brazo hacia atrás, señaló por encima del hombro la puerta que quedaba a sus espaldas—. Algún día, aparecerá por aquí el padre de ese feto que acabo de enterrar. Solo cabe esperar, sí. Y bien alerta.
Milia, aterrada por el anuncio, se cubrió la cara entre las manos y comenzó a gritar:
—¡No! ¡Otra vez, no!
La buhonera puso sus manos sobre los hombros de la ventera y la sacudió para que volviera en sí:
—Cálmate. La noche en que aparezca el ciego, porque vendrá de noche, haz lo que ahora te diré, y nada te ocurrirá.
La buhonera se tomó todo el tiempo que la luna precisó para cruzar el cielo de confín a confín. Aquella noche, además de tranquilizar a Milia, le dio los consejos precisos con vistas a prepararla para la visita del ciego.
—Debes serenarte, y, sobre todo, no olvides hacer nada de lo que te he dicho —advirtió, una vez más, la anciana a la ventera, como colofón a sus recomendaciones.
—No soy más que una mujer pobre e ignorante. ¿Cómo podré engañarle? Siempre he oído decir que la inteligencia de Aquilimarro es tan brillante como una onza de oro… —recordó Milia, insegura de sus posibilidades.
—Lo es, lo es. Pero no temas. A veces se le puede engañar —la tranquilizó la buhonera—. Es tan engreído que no te considerará capaz de tenderle una trampa. —Tras un breve silencio, dirigió una sonrisa cómplice a la ventera—: ¿Sabes por qué es ciego? Un día convirtió en gaviota a un perro que había asustado a su caballo. La gaviota, en venganza, dejó caer su excremento sobre los ojos de quien tan cruelmente la había castigado, y lo dejó ciego.
Luego, la buhonera puso a la ventera al corriente de las leyendas acerca de Aquilimarro y su alcahueta Betina Cherrén, que los agotes repetían generación tras generación.
Al día siguiente, cuando el sol apenas mostraba aún su rostro, la buhonera se despidió y salió de la venta. La nieve comenzaba a derretirse.