La nieve cubrió los caminos durante una varios días. Grandes carámbanos afilados pendían de los aleros del tejado, y el hielo cubría el abrevadero y las zanjas próximas a la venta.
Frente a la casa, la encina titilaba noche y día, como si de sus ramas colgaran vidrios policromados.
Solo los gorriones y las cornejas surcaban a brincos el manto de nieve para acercarse a la venta y disputarse cualquier resto de comida que la ventera pudiera haber dejado caer en sus diarias idas y venidas al gallinero o a la porqueriza. Muy pocos eran los viajeros que se aventuraban a transitar en aquellas condiciones. No bien aparecía algún caminante o acemilero, la ventera esperaba con atención a que acabara de relatar los terribles acontecimientos que seguían produciéndose en la ciudad, y que, invariablemente, tenían por centro al juez Mathias Ungar. Diríase que hubiera sentado sus reales en la ciudad un matarife laborioso y metódico: hoy ha despiezado tres reses; ayer desolló varias ovejas…
Pero, en cuanto el viajero terminaba su narración, Milia, tras recabar confirmación sobre si el chamarilero Juncal Mochaile seguía sano y salvo, preguntaba al recién llegado si tenía noticias de un ciego de larga capa. Con obstinación febril, proporcionaba al nuevo huésped todo lujo de detalles físicos del ciego y le describía su indumentaria, pero, a modo de respuesta, solo obtenía una nueva pregunta:
—¿Que lleva espada? ¿Y para qué quiere un ciego ceñir espada?
Nadie lo conocía, nadie podía darle noticia del ciego, lo cual hacía aún más pesada la soledad de Milia en medio de aquella llanura inmensa en la que la venta, de paredes encaladas, a duras penas lograba alterar el relieve. Solo el hilillo de humo grisáceo que se alzaba desde su chimenea permitía distinguir el pequeño edificio en la monotonía de la capa de nieve.
La mujer apenas dormía. Y cuando lo hacía, se despertaba, aún en el primer sueño, sobresaltada por la sensación de que alguien estaba a su lado en la cama. Palpaba una y otra vez las sábanas, hasta convencerse de la falsedad de aquella impresión. Entonces, se levantaba y, acercándose a la ventana, apoyaba su frente en el cristal helado, hasta que toda su atención se concentraba en el frío, solo en el frío.
Transcurrido un mes desde el temporal de nieve, y cuando esta aún no se había derretido, una buhonera vino a pedirle posada. Era una anciana de tez oscura, nariz aguileña y rala cabellera rubia. Sus ojos, profundamente hundidos, se movían inquietos. Pero lo que más llamaba la atención eran sus orejas, redondeadas, llenas de vello y carentes de lóbulo. Hablaba con endiablada rapidez, como si sus palabras fueran gallinas perseguidas por una raposa. Iba por el mundo practicando mil oficios: reparaba cacerolas y vasijas; afilaba cuchillos y tijeras; rapaba burros, mulas y caballos; leía el porvenir en el iris de los ojos…
Apenas la viajera se hubo sentado frente al fuego, Milia y la recién llegada entablaron conversación sobre la marcha de los acontecimientos en la ciudad. La buhonera se frotó las manos ante el fuego y explicó, con tono de profundo pesar, el motivo por el que se hallaba tan lejos de la ciudad:
—El juez Mathias Ungar quiere más hogueras, y los soldados detienen a toda mujer que se les antoja sospechosa. Se dice que son ya quince las mujeres quemadas en lo que va de mes. De seguir así, pronto escaseará la leña para las hogueras y la madera para los ataúdes. Creo que harás bien en no aparecer por la ciudad si no es por extrema necesidad.
Permanecieron largo tiempo, como si trataran de hallar alguna explicación a aquella locura, cuyas razones, al parecer, solo el juez Ungar conocía.
Al rato, Milia preguntó por el ciego, en un calculado tono de indiferencia. Tras referir a la buhonera los datos físicos pertinentes, se calló con la misma brusquedad con la que los gorriones cierran el pico en cuanto logran hacerse con un grano de trigo.
La buhonera se encogió de hombros, haciendo tintinear los pendientes dorados con que trataba de disimular sus orejas velludas:
—Hace mucho que no me he cruzado con ningún ciego —respondió, mientras retiraba las manos del fuego y se las frotaba vigorosamente.
Milia, con aire despreocupado, prosiguió su interrogatorio:
—Olvidó algo aquí y quisiera devolvérselo… —Hizo una breve pausa, como si de pronto tratara de recordar algún detalle—. Viste una capa larga. Negra. Y lleva una espada bajo ella…
La buhonera se giró como sacudida por un rayo. Sus ojos amoratados pugnaban por salirse de las órbitas, y los gruesos párpados, arrugados como pasas, le bailaban enloquecidos.
—¡Por todas las estrellas del cielo, dime que no he oído bien!
Milia, sorprendida por la reacción de la buhonera, se mordió los labios para reprimir su impaciencia. Tras repetir la descripción de la indumentaria del ciego, añadió:
—Vino con la noche y se marchó antes del amanecer.
La buhonera respiraba entrecortadamente, y el sudor le impregnó de pronto la piel. Negó haber visto nunca al ciego del que le hablaba la ventera, pero no dijo más. Guardó para sí lo que todo buhonero sabe desde el mismo instante en que sus oídos comienzan a distinguir los árboles por el sonido del viento en su ramaje y sus ojos a adivinar la edad de los animales por la profundidad de las huellas: ¿quién podía ser ese ciego de larga capa que venía con la noche y se marchaba antes de despuntar el día, sino Aquilimarro, el abominable ser al que los cristianos llaman diablo o demonio? La prudencia, adquirida en el ascenso de los cuarenta y nueve peldaños de la sabiduría, aconsejaba a la buhonera no precipitarse, por lo que demoró unos momentos la pregunta que consideraba clave:
—Perdona mi osadía, pero… ¿tenías deudas? —preguntó al fin.
La sorpresa arrancó un pequeño grito a Milia. ¿De qué le estaba hablando aquella insolente? ¿Quién le había dado permiso para hurgar en los pormenores de su vida?
—¿Y qué puede importaros eso a vos? —le espetó Milia, desafiante.
La buhonera, indiferente al enfado de su interlocutora, alzó la cabeza y sostuvo con firmeza la mirada encendida de Milia.
—Ese ciego de la capa ha liquidado todas tus deudas, ¿no es así?
Milia tuvo que hacer un gran esfuerzo para acallar la voz que, en su interior, parecía proclamar que tal vez al juez Ungar no le faltara razón al ensañarse con los agotes, especialmente si, además, eran buhoneros. Sin embargo, el deseo de conocer lo que la buhonera pudiera decirle era superior a sus recelos. Incapaz de afrontar por más tiempo la perplejidad que le causaban las palabras de la buhonera, se sentó en una silla y comenzó a hablar entrecortadamente:
—Decidme todo lo que sepáis sobre el ciego, os lo ruego.
La buhonera, lejos de atender a la demanda de la ventera, prosiguió su interrogatorio:
—¿Recuerdas cuándo te visitó?
El día declinaba, y con él, la luz, que, pálida como cera vieja, parecía retirarse a los dominios de la noche por el único ventanuco de la habitación. Apenas se distinguían las facciones de ambas mujeres, y los destellos del fuego desfiguraban la expresión de sus rostros.
—Hará más de un mes —dijo Milia.
El eco de sus propias palabras retumbó en el vacío que se agrandaba por momentos en su alma. ¡Un mes! ¿Cómo podía tan breve período de tiempo encerrar mayor intensidad que toda una vida?
—Y desde entonces no has tenido menstruación… —afirmó la buhonera, como para sí.
Milia bajó la cabeza, como avergonzada. Dudó un rato si responder o no. Se sentía incómoda, desnuda ante una persona a la que apenas conocía, y a la que, en otras circunstancias, hubiera tratado con la indiferencia que amortigua la relación con un huésped incómodo.
Sin embargo, se dejó persuadir por la fama de sabiduría que acompaña a todo buhonero y por el aspecto afable de la que estaba sentada con ella junto al hogar, y respondió, confiada, a la pregunta de la anciana:
—Así es. Han pasado ya dos meses desde la última regla.
Los troncos del hogar crepitaron, como si de pronto hubieran resuelto rendirse a la persistencia de las llamas, que, ante la retirada definitiva de la luz diurna, imponían en la estancia su luminosidad amarillenta. La buhonera tomó amorosamente las manos de la ventera entre las suyas, como si quisiera protegerla de un peligro real, tangible, que merodeara más allá del trémulo círculo de luz que el fuego trazaba en torno a ambas.
La voz de la buhonera pareció brotar de las entrañas de la tierra:
—No hay nada que hacer: si has compartido cama con él, es cosa segura que estás poseída…
Milia contuvo a duras penas las ganas de vomitar que le contraían las entrañas en un doloroso espasmo.
¡Poseída! ¡La terrible palabra que había llevado a María Quiriquitún y a la pobre Andrea Mádalen a la hoguera! ¡Y ella, según la buhonera, había sido poseída por un ciego misterioso que se valió de sus malas artes para seducirla!
Pero, de pronto, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Se sintió fuerte, capaz de afrontar la vida sin recurrir a nadie. ¿Qué podía importarle a la buhonera con quién se acostaba ella, o a quién elegía como padre de su hijo? ¿No había dado ella posada en su venta a aquella vieja charlatana, al chamarilero y a tantos otros huéspedes, que no habían dejado en su vida sino una resignación que la condenaba a la estúpida espera del día en que la muerte llegara como llega la lluvia o el momento de arrancar las viejas raíces? ¿Por qué tenía que prestar atención, en su propia casa, a todas aquellas insidiosas y malévolas preguntas, fantasías, lamentos y habladurías, tan próximamente emparentadas con las razones que impulsaban a Mathias Ungar a matar en nombre del cielo? Nunca había sido supersticiosa, y había escuchado con incredulidad las historias, improbables y extrañas, con que sus huéspedes entretenían las lentas horas de sobremesa, antes de rendir su cuerpo al reposo.
Milia se irguió y habló a la buhonera, con una dignidad luminosa en la mirada:
—Si estáis insinuando que he hecho una alianza con el diablo, debéis saber que no creo en semejantes patrañas… Y, en todo caso, no sería yo la primera viuda acusada de haber pactado con él.
Pero, consciente de haberse aventurado más allá de lo prudente, inmediatamente lamentó su precipitación.
—No lo eres, eso es cierto. —La buhonera se tomó un respiro. Se frotaba los brazos y el cuello, como si el frío hubiera entumecido sus nervios y le provocara pinchazos en los huesos. Al cabo de un rato, habló con lenta voz pastosa, sumida en la pesadumbre de quien ha de comunicar una tragedia—. Está escrito en antiguos libros que el hijo de Aquilimarro hallará aposento en el vientre de una viuda. Pero desengáñate: es el príncipe de la seducción, cierto, mas también el nigromante supremo de la mudanza, y ni tú ni ninguna otra mujer podrá jamás retenerlo a su lado. No te necesita. Aquilimarro siempre ha hecho buenas migas con la alcahueta Betina Cherrén, que le procura mujeres lozanas para colmar sus apetencias. Cuando así lo desea, puede ser más bello que el rocío de la primavera; aunque a veces parece dormido, el sueño nunca consigue rendirlo; acostumbra a tentar a quienes se hallan en apuros o se ven incapaces de saldar sus deudas; calienta la cama de las mujeres que se sienten solas; su mirada, velada como la de un ciego, es más fría que el hielo, al igual que su esperma; jamás concede gratuitamente sus favores. Y amasa su pan, que siempre comparte con Betina Cherrén, sin jamás haber sembrado trigo.
Tras un breve silencio, la buhonera continuó con toda la afabilidad de que fue capaz:
—Eres hermosa, amiga mía, y solo con las mujeres hermosas copula el diablo por delante.
—¡Aquilimarro! ¡No es verdad! ¡Decidme que no es verdad!
La mirada aterrada de Milia buscaba en el rostro de la buhonera alguna señal que le indicara que todo aquello no era más que una pesadilla, pero en los ojos de la anciana no halló más que signos de una piedad infinita. Se tapó la cara con las manos, incapaz de dominar los sollozos que la ahogaban.
—Aquilimarro, sí; o Satán, si así lo prefieres. El mal debe tener nombre, porque, de lo contrario, parecería que no existe, no se podría pensar en él, y se escabulliría —dijo con voz cansada la buhonera—. El gallo hinca su pico en tierra solo cuando ve mijo o gusanos. Mucho me temo que el gallo del Averno se ha adueñado de tu gallinero. Tendremos que hacer algunas comprobaciones: la verdad, al igual que la lluvia, recorre los caminos más diversos, pero, al final, siempre va a parar a un único mar.
Milia permanecía con la cara oculta entre las manos. La buhonera se las apartó suavemente, y la ventera abrió la boca como si le faltara el aire.
—¿Queréis decir… que estoy embarazada?
—Puede que sí. Pero es posible que solo estés poseída —dijo la buhonera, sin atreverse a vaticinios más rotundos.
—No os entiendo…
La buhonera se esforzaba en conducirse con la mayor delicadeza. No quería asustar a la joven viuda, pues la experiencia le decía que el miedo provoca a menudo una suerte de resistencia tan imprevisible como tenaz. Lo que en aquellos momentos Milia necesitaba era sosiego; una presencia amiga que la preparara para afrontar acontecimientos de una complejidad oscura y maligna.
Eligió, por tanto, el tono jovial de quien charla despreocupadamente mientras devana una madeja de hilo nuevo, para que sus palabras mitigaran en lo posible la gravedad de la situación:
—Según algunos casos que refieren los libros antiguos, hay circunstancias en las que las mujeres creen haber concebido de un íncubo; sus vientres se vuelven muy voluminosos, pero, cuando llega la hora del alumbramiento, expelen gran cantidad de aire, y la hinchazón desaparece. El demonio provoca esos trastornos, y otros peores, solo para divertirse, y a fe mía que disfruta como una veleta en día de viento cambiante…
Se extendió por el aposento un manto de silencio roto únicamente por el crepitar cada vez más débil de las llamas.
Milia, en su hora más oscura, intuía que lo peor estaba aún por llegar.
—¿Es cosa segura que engendraré… —Milia dudó un instante antes de completar la pregunta—… que engendraré al Anticristo?
—No necesariamente.
Los ojos de Milia brillaron como si todo el peligro hubiera escapado por la ventana que la respuesta de la buhonera parecía abrir.
La ansiedad acentuó el candor de su pregunta:
—¿Entonces?
La buhonera carraspeó y agitó las manos con impaciencia. Parecía enojada por el hecho de que el hilo de Milia no siguiera con la debida presteza las puntadas de su aguja, y decidió emplearse con mayor contundencia:
—Pierde toda esperanza, no te aferres a lo imposible. En el mejor de los casos… —La buhonera se detuvo un instante, como si dudara sobre el rumbo que debían tomar sus palabras. A continuación, con expresión seria y tono sereno, refirió a Milia la historia de la viuda de un conde que, ante el cadáver de su marido, se lamentaba por no haber engendrado ningún hijo—: «¿Cómo podré soportar la viudedad sin otra compañía que este vacío?». Tras enterrar al marido, la mujer maldijo a Dios y se encomendó al diablo, con quien concibió un hijo que, de niño, mordía los pezones de su nodriza, aterrorizaba a los criados y torturaba a los animales. Cuando tuvo edad para ello, se alistó en el más belicoso de los ejércitos, donde destacó por su falta de piedad. Robó, saqueó, violó, torturó, asesinó. Un día, cuando estaba a punto de forzar a una púber, esta comenzó a sollozar de tal modo que el joven se conmovió por primera vez en su vida y se estremeció, también por primera vez, ante el terror que provocaba en sus víctimas. Así que regresó a casa y recriminó a su madre que lo hubiera engendrado. Al confesarle ella la verdadera causa de aquella crueldad que ahora lo angustiaba, el joven la mató y se quitó luego la vida.
Al terminar su narración, la buhonera guardó silencio, como si esperara alguna respuesta de Milia. Pero esta, con el terror suspendido en la mirada, parecía estar viviendo en propia carne todos los horrores que le acababa de referir la buhonera.
Al cabo de un rato, Milia comenzó a gemir:
—¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?
La buhonera se compadeció de ella, pero en lugar de tratar de consolarla, la reprendió agriamente:
—¡Cállate de una vez! ¡Vamos, basta ya! Quien no tiene heridas no precisa vendas. No tenemos tiempo que perder.
—¡Ay de mí! No volveré a gozar de un solo instante feliz. ¿Qué puedo hacer? Señor de los cielos, dime qué puedo hacer.
—¿Qué otra cosa puedes hacer, sino asegurarte de que no engendrarás ese monstruo de los infiernos? De lo contrario, el mundo estará perdido, y el paraíso, sellado para siempre.
Milia, sobrecogida, emitió un gruñido de espanto. Sus labios y manos temblaban. Pero cuando parecía que iba a derrumbarse, consiguió rehacerse y volvió a preguntar con voz extremadamente débil:
—¿Estáis segura… de lo que decís?
La buhonera sonrió tristemente y habló en voz baja, con grave lentitud:
—No querrás que te haga la prueba del agua para comprobar si tengo razón… —Tras una breve pausa, añadió—: Si alguien se entera de cuál es tu situación, lo pondrá en conocimiento de las autoridades, y entonces te someterán a esa prueba: atada de pies y manos, te arrojarán al río. Si consiguieras mantenerte a flote…
La ventera la interrumpió:
—Lo sé, conozco el procedimiento. ¿Qué he de hacer para no caer en manos del juez Ungar?
Había amargura, más que resignación, en las palabras de Milia.
La buhonera suavizó su expresión, satisfecha, al parecer, por el cambio de actitud de la joven viuda. Extrajo de debajo de su saya un libro, viejo y gastado, y comenzó a leer:
«La venida del impío tendrá lugar, por obra del Príncipe del Engaño, con ostentación de poder, con portentos y prodigios falsos, y con toda la seducción que la injusticia ejerce sobre los que se pierden…».