Milia, que apenas había comido durante todo el día, tomaba a pequeños sorbos el ponche que el tabernero acababa de servirle. De tanto en tanto, mordisqueaba una rebanada de pan con manteca. Podía sentir la mirada socarrona de Juncal Mochaile fija en ella, pero no levantaba la vista para no verse obligada a dar más respuesta que unos esporádicos monosílabos al chamarilero, que, afable y jovial, la interpelaba una y otra vez. Le costaba más reprimir los bostezos, y hablar era lo último que deseaba en aquellos momentos. Solo quería dormir unas horas, para, con el alba, partir hacia la venta. Pero tampoco quería contrariar a Juncal Mochaile: se encontraba a expensas de lo que la casualidad, disfrazada de chamarilero, pudiera depararle, ya que aquella mañana, al salir de casa, no había tenido la precaución de proveerse del dinero suficiente para afrontar contingencias como la que ahora se le presentaba.
Mientras el chamarilero hablaba y hablaba, Milia, perturbada por lo que había vivido durante el día, intentaba sobreponerse al sueño y poner orden en sus ideas y sentimientos. Para ello, adoptaba la actitud de un jugador ante el damero: en el lado de las fichas blancas, trataba de situar lo concerniente al ciego: la noche que había pasado con él, las inextricables razones que podían haber movido al ciego a liquidar las deudas que la agobiaban, la posibilidad de volver a encontrarse con él; en el otro extremo del tablero, con las fichas negras, se alineaban Salvatore y su prodigioso alfiletero, María Quiriquitún y los homúnculos del cerero, Andrea Mádalen y el juez Mathias Ungar, a quien, a pesar de conocerlo solo de oídas, temía como todas las mujeres de la región. Pero, extrañamente, en cuanto la ventera conseguía individualizar un sentimiento determinado y decidía situarlo en uno de los lados del tablero, ese sentimiento sufría una metamorfosis, luego se escabullía, y, al final, se confundía y entremezclaba con otros sentimientos y circunstancias del lado contrario del tablero, con los que, en buena lógica, nada tenía que ver. Terminó por pensar que los sentimientos, por muy contrapuestos que parezcan, son como las ovejas, que dejan de ser diferentes en cuanto se integran en el rebaño.
Trató de distraerse fijando su atención en cuanto la rodeaba: recorrió con la mirada la taberna, los toscos muebles de madera y las paredes ennegrecidas por el humo de la descomunal chimenea que ocupaba uno de los ángulos del local; intentó individualizar las voces que escuchaba y relacionarlas con los rostros que alcanzaba a ver, hasta que, de pronto, se rio para sus adentros al darse cuenta de que había llegado al punto de partida en su empeño por aislar lo que solo tenía sentido unido a su circunstancia.
La voz del chamarilero, ronca como el ronroneo de un gato viejo, la sacó de su ensimismamiento:
—¡Estúpido de mí! Estoy todo el tiempo de cháchara, y no os he preguntado aún dónde pensáis dormir.
Milia se encogió de hombros y meneó la cabeza, con gesto abatido. Tuvo que forzar su voz para que el chamarilero pudiera oírle:
—No os preocupéis por mí. Aún es temprano para acostarse, y no me resultará difícil encontrar lecho en alguna hostería…
El chamarilero miró a derecha e izquierda, como si tuviera miedo de que algún oído indiscreto le pudiera escuchar; luego habló con voz queda:
—¿Una mujer sola y de noche, pidiendo alojamiento? Si de algo vale la opinión de un chamarilero, os aconsejo que no lo hagáis. Puede resultar muy peligroso para una viuda sin compañía, como vos.
En ese momento, alguien abrió la puerta de la taberna, y una corriente de aire gélido hendió la atmósfera viciada del antro. Sin embargo, no era el frío la causa del estremecimiento de Milia: la insinuación del chamarilero había hecho revivir en su memoria la escena de aquella tal Andrea Mádalen acosada por una turba vociferante.
El chamarilero notó que una súbita palidez se adueñaba del rostro de Milia, y le preguntó, solícito:
—¿Os encontráis mal? Este maldito frío se cuela hasta las entrañas y es capaz de escarcharle a uno los pulmones.
Milia negó con la cabeza, a pesar de lo cual el chamarilero rodeó la mesa para acercarse a la viuda, y puso su capote sobre los hombros de la mujer, al tiempo que le acomodaba en torno al cuello la cálida esclavina de marta cebellina.
—Abriga muy bien. Me la dio un ferrón, hace una semana, a cambio de unas herramientas que él necesitaba. Vale bastante más que los táleros que me hubiese podido pagar. Espero que os encontréis a gusto…
Milia esperó a que Juncal Mochaile regresara a su banqueta para agradecerle las atenciones con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza. Luego habló entrecortadamente:
—Esta tarde he visto que los soldados llevaban presa a una mujer a la que la multitud llamaba Andrea Mádalen —dijo, sin percatarse de que, al oír aquel nombre, el chamarilero se había revuelto nervioso en su asiento—. La conducían a casa del juez Ungar y pedían a gritos que fuera sometida a la prueba del agua. ¡Pobre mujer!
Aunque Milia había hablado en voz baja, más para sí misma que para su interlocutor, este le conminó a que bajara aún más la voz:
—¡Toda precaución es poca, señora ventera! Desde que el juez Ungar decidió convertirse en el más conspicuo lameculos de la divinidad, el aire ha criado orejas, y cada una de nuestras palabras puede hacer engordar el humo de las hogueras… —Mientras hablaba, casi en un susurro, su mirada recorría nerviosa el atestado cuchitril—. De modo que mejor será que charlemos de otra cosa.
Acto seguido, Juncal Mochaile, para evitar que nadie en la taberna pudiera sospechar que estaba hablando mal del juez, rompió a reír como si acabara de contar un chiste, y lo hizo tan sonoramente que clientes y camareras giraron la cabeza hacia él.
Milia se extrañó de la actitud del chamarilero. La mayoría de las voces que antes había logrado aislar tan trabajosamente en la algarabía de la taberna tenía como único tema de conversación la detención de aquella mujer llamada Andrea Mádalen, y así se lo hizo saber al chamarilero.
Este frunció los labios, adelantó su cuerpo desde el otro extremo de la mesa para aproximar su cabeza a la de la ventera, y habló en un tono casi inaudible, de forma que la mujer tuvo que hacer un gran esfuerzo para entenderle:
—Cierto, todos hablan de Andrea Mádalen, mas nadie muestra el menor pesar por su destino. Es muy posible que, en el fondo de su alma, la compadezcan, pero no lo manifiestan por miedo a ser denunciados. —Hizo una breve pausa y fijó la mirada en los ojos de la ventera—. Pero si vos así lo deseáis, podemos unirnos inmediatamente al coro que se dedica a cebar la gloria de Mathias Ungar. De ese modo, quemaríamos por segunda vez a Andrea Mádalen, y, de nuevo, sin ninguna prueba. ¿Qué importancia podría tener nuestra conducta? En esta ocasión, solo ardería su memoria, porque de su cuerpo ya se han encargado otros.
La boca de Milia quedó ridículamente abierta, y sus ojos, en vilo. Su rostro, hasta entonces fatigado pero sereno, reflejaba ahora estupor y confusión. No sabía si debía sentirse ofendida o pedir perdón por haberse comportado como una estúpida. Atenazada por la perplejidad, no pudo evitar que su voz dejara traslucir cierta irritación:
—Solo trataba de saber qué es lo que ha sucedido con esa tal Andrea Mádalen para que ahora todos hablen de ella.
—Os comprendo. Debéis perdonar mi torpeza si no he sabido expresarme adecuadamente. Corren malos tiempos, y solo deseaba haceros saber de qué forma el juez Mathias Ungar está obsesionado por su afán de encender hogueras en todas las plazas y calles de la ciudad para purificarlas y así aplacar la ira del cielo —el chamarilero bajó un poco más la voz—. Hace poco, denunciaron por brujería a una camarera de esta misma taberna. Según testificó ante el juez Ungar uno de los criados del tabernero, en cierta ocasión, la camarera pasó a su lado mientras él trasegaba vino en la bodega, y, al instante, el vino se agrió y comenzó a despedir un hedor nauseabundo. Ante semejante acusación, ¿qué importancia puede tener que alguien manifieste al juez Ungar que, ¡oh, casualidad!, esa misma camarera se había negado reiteradamente a acostarse con el criado que ahora la acusaba?
Acto seguido, se levantó e invitó a Milia a que lo siguiera.
—Os llevaré a mi buhardilla. Está cerca de aquí. Y no tenéis nada que temer. Dormiré en una silla. Y hasta es posible que vuelva aquí. Este lugar —y abarcó toda la taberna con la mirada—, tan inadecuado para vuestra honra, es el mejor de los palacios para un pobre hombre como yo.
Milia, presa de una tristeza indecible, obedeció como un autómata. No deseaba otra cosa que dormir y, en aquellas circunstancias, no tenía a quién recurrir, ni tampoco fuerzas para pensar en otra solución que no fuera confiar en el chamarilero.
Juncal Mochaile pagó al tabernero, y este, sin preocuparse en absoluto por la presencia de la mujer, hizo un comentario soez sobre el afortunado que, en una noche tan fría, había logrado engañar a alguien para que le calentara la cama. El chamarilero le insultó sin contemplaciones. Acto seguido, abrió paso a Milia hasta la puerta de la taberna. Una vez en la calle, dio un violento portazo para ahogar las obscenas risotadas del tabernero.
El contraste entre el calor de la taberna y el frío de la calle era brutal, y Milia sintió que al aire le socarraba la cara como un tizón.
El pavimento y los tejados arrancaban mil destellos a la noche, de un extraño azul oscuro, como si las estrellas hubieran descendido del firmamento para jugar sobre la nieve.
—¡Por las barbas de Dios Todopoderoso! —exclamó Juncal Mochaile, mientras se golpeaba una y otra vez los hombros con las palmas de las manos, para entrar en calor—. El cielo regala al juez Ungar el modo de deshacerse de todos los mendigos que la hambruna ha traído a la ciudad: con semejante frío, ninguno de ellos llegará a escuchar el canto del gallo.
Entraron en una casa destartalada, subieron las escaleras de madera, que crujían como la panza de una rata hambrienta, y pasaron a una minúscula buhardilla maloliente. La luz de la luna entraba por un pequeño lucero helado, iluminando un catre del que el chamarilero comenzó a retirar ropas y objetos, mientras se excusaba por el desorden reinante. Luego, trató de tranquilizar a la ventera con gestos divertidos y suaves palabras:
—No temáis. Podéis acostaros vestida: el frío es el mejor aliado de la virtud.
Milia sonrió sin ganas, se echó en el camastro, y el chamarilero la tapó con una manta, sobre la que tendió luego su capote.
—¿Con qué os abrigaréis vos? —preguntó la ventera.
—No os preocupéis por mí. Mi vida vale lo que un huevo vacío —replicó Juncal Mochaile, con despreocupación y sin el más tenue rastro de reproche.
La mujer, que aún recordaba la visita que el chamarilero le hiciera meses antes en la venta, guardó silencio. Ya no se sentía perturbada por el hecho de hallarse a solas con un hombre al que apenas conocía. Sin embargo, un vago sentimiento de culpa rondaba su alma, pero no se sentía capaz de precisar ni los contornos ni el objeto de esa culpabilidad. Ciertamente, afloraba en su interior una suerte de compasión, no exenta de ternura, por el chamarilero, pero sabía que no era eso lo que la inquietaba en aquellos momentos, ni, menos aún, la causa de que su sueño, tan abrumador hacía solo unos instantes, hubiera desaparecido como por ensalmo, llevándose consigo la pesadez de sus párpados y el escozor de sus ojos. Pero ¿a qué se debía, entonces, que el cansancio acumulado durante todo el día se hubiera esfumado de golpe, como barrido por el viento?
Milia no lo supo hasta que, casi sin darse cuenta, preguntó a Juncal Mochaile:
—¿Qué ha sucedido con Andrea Mádalen? Contadme todos los detalles, os lo ruego.
El chamarilero respiró profundamente. La luz de la luna arrancaba a sus ojos extraños destellos azulados.
—Dejémoslo para mañana. Ahora debéis dormir…
—No, por favor. Habladme de ella; de lo contrario, no podré dormir.
Juncal Mochaile se echó para atrás en la silla hasta ponerla sobre las dos patas traseras, y se recostó contra la pared.
—Sea, pues, atended. —Chasqueó la lengua, e inició su relato—: Esta mañana, en el mercado, han sorprendido a Andrea Mádalen con medio cuartillo de aceite que, al parecer, había sido robado de los almacenes reales. Los soldados no han podido dar con el vendedor. A decir verdad, tampoco han sudado demasiado en el empeño. ¿Para qué, si tenían ya a alguien con quien aplacar las iras del jefe de los colmados reales? Así pues, han registrado a Andrea Mádalen por si llevaba consigo otros objetos robados. Le han encontrado encima un pliego de coplas prohibidas sobre María Quiriquitún, una anciana con fama de bruja que hace algunos meses condenaron a la hoguera. La soldadesca, con la imaginación enfebrecida por la posibilidad de saciar su lujuria con ella, más que por la eventualidad de hallarse ante una discípula de María Quiriquitún, ha desnudado completamente a Andrea Mádalen. Mientras se rifaban los turnos para violarla, uno de los soldados ha reparado en una pequeña verruga en la espalda de la muchacha. De esta forma, una casual concatenación de nimiedades ha acarreado la consecuencia de considerarla bruja, por lo que han decidido llevarla ante el juez Ungar. Según me habéis dicho en la taberna, vos misma habéis sido testigo de su conducción, por lo que pasaré por alto los detalles de la misma. Cuando han llegado al palacio del juez Ungar, este no se encontraba allí, y la turba ha decidido ahorrar trabajo al juez, sometiendo a Andrea Mádalen, sin más dilación, a la prueba del agua. La han arrastrado hasta el pequeño estanque próximo al cementerio de los agotes. El estanque estaba helado, por lo que han tenido que abrir a pico una pequeña abertura. La han arrojado dentro, atada de pies y manos. El peso de los grilletes que le ceñían los tobillos hubiera sido suficiente para llevarla al fondo, pero la mujer se ha mantenido milagrosamente a flote, y la gente, ateniéndose al canon de la prueba, ha interpretado ese hecho como prueba de su inocencia. «¡Es inocente, es inocente, Dios está con ella!», exclamaba la multitud. Acto seguido, han comenzado a cantar el himno prescrito para estos casos: Misit Dominus verbum suum, et sanabit mulierem… pero, en ese preciso instante, ha aparecido el juez Ungar, montado en su caballo bayo. En medio del silencio general, el juez ha dictaminado la culpabilidad de Andrea Mádalen: «¿Cómo, sin el concurso del diablo, habría podido mantenerse a flote? ¡Vade retro Satanás!». La turba, dispuesta hasta entonces a proclamar la inocencia de la muchacha, al escuchar el razonamiento del juez, ha vitoreado su ponderado juicio, al tiempo que arrastraba a la joven hasta la plaza porticada, donde han levantado enseguida una gran pila de astillas de boj, que, como sabéis, arde más lentamente que la leña gruesa, y han arrojado estiércol de cerdo sobre la pira a fin de hacer más indigna aún la muerte de la joven. Entre tanto, los amigos y familiares de Andrea Mádalen consumían las últimas horas de palacio en palacio, proclamando su inocencia y suplicando el perdón. El preboste, el merino, el podestá y el síndico, todos han tenido ocasión de escuchar sus súplicas, y todos ellos, tras pretextar que carecían de jurisdicción sobre el caso, los han remitido a Mathias Ungar, quien ni siquiera ha tenido la piedad de recibir a la madre de Andrea Mádalen. Antes de que el sol se ocultara tras las murallas, la muchacha ardía como una antorcha, sin que la nevada, última esperanza de su familia, haya podido evitarlo. Dios Todopoderoso la haya acogido en su seno, amén.
El chamarilero concluyó bruscamente su relato, tras lo cual se santiguó y miró a Milia. Había repetido aquella mirada en varios momentos de su narración, para ver si la mujer dormía, pero la ventera seguía con los párpados ligeros y sin el menor asomo de sueño.
De pronto, la mujer rompió a llorar amargamente.
Juncal Mochaile, incómodo en aquella contingencia inesperada, señaló el pequeño lucero: el extraño azul de la noche parecía velado por un halo rojizo:
—¿Veis el cielo? Os está contando la continuación de mi relato…
Milia alzó los ojos llorosos hacia el lucero y permaneció así largo rato. Luego, bajó los ojos y dirigió una mirada inquisitiva al chamarilero.
—No os entiendo… —acertó a balbucear la ventera.
—Ese tenue velo rojizo es el reflejo de un incendio que está teniendo lugar no lejos de aquí. Se trata, sin duda, de la casa de Andrea Mádalen, a la que han dado fuego, tras haber saqueado todas sus pertenencias. Si yo proclamara ahora en plena calle que Andrea Mádalen ha sido asesinada, me arrestarían. —Cada vez más excitado, sus palabras adquirían por momentos una violencia inusitada—. ¡Malditos sean estos tiempos en los que se siente más temor por las palabras que compasión por las víctimas! ¡Maldito sea el juez Ungar! Lo que él llama recta justicia ha logrado que, en un año, se hayan dado muerte por sus propias manos más mujeres que telarañas entre barricas hay en la bodega de la taberna, ¡y solo para escapar a las garras de Ungar!
Milia percibió con claridad que la inquietud iba ganando terreno en el ánimo de Juncal Mochaile: al chamarilero le temblaban las manos y respiraba agitadamente, casi jadeando. No mostraba, además, la menor preocupación por la posibilidad de que sus palabras pudieran llegar a oídos indeseados. La ventera comprendió que el chamarilero estaba necesitado de un remedio que solo en la taberna podían ofrecerle.
Resuelta a facilitar las cosas a su protector, la mujer cerró los ojos y se mantuvo así hasta que sintió que el chamarilero se levantaba de la silla, y, acercándose a la cama, cogía cuidadosamente el capote. Enseguida oyó el chirrido de la puerta de la buhardilla al cerrarse.
Cuando amaneció, Milia no sabía a ciencia cierta si había dormido algo. No recordaba, al menos, haber soñado.
Alisó las raídas sábanas del camastro, dobló la manta, y, al salir, comparó casi instintivamente la visita del ciego con la noche que acababa de pasar en aquella mísera buhardilla. Se le pasó por la cabeza que tal vez el chamarilero hubiera sentido la llamada del deseo, pero no se sentía capaz de descifrar la razón que, en tal caso, lo habría movido a abstenerse de acostarse a su lado. Desechó la idea de que Juncal Mochaile simplemente hubiera preferido bajar a la taberna; le resultaba mucho más razonable, y dulce, pensar que el chamarilero sentía por ella algo que trascendía al mero deseo.
Bajó la desvencijada escalera, salió a la calle y se dirigió hacia las murallas. Aún no había muchas pisadas en la nieve, y, las que había, comenzaban ya a desdibujarse bajo gruesos copos más recientes. El amanecer tornaba cada vez más azulados los perfiles de la ciudad.
Aunque no era necesario pasar por la plaza porticada para acceder a ninguna de las puertas de la muralla, Milia, poseída por una determinación irresistible, se encontró de pronto ante los restos de la pira donde había sido ajusticiada Andrea Mádalen. La hoguera aún humeaba. Dos perros hurgaban con sus hocicos entre los rescoldos, en busca de algo con que saciar su hambre.
Milia, horrorizada, se llevó la mano a la boca y se alejó corriendo de la plaza.
Una vez fuera de los muros, la nieve, más y más copiosa, le impedía caminar tan deprisa como hubiera deseado. Cuando se hubo alejado de la ciudad, volvió la vista atrás: murallas y casas parecían haber desaparecido bajo el manto de nieve. La esperanza de que la nevada, tal vez, hubiera sepultado también los acontecimientos que acababa de vivir en la ciudad, la alivió y aligeró su paso.
Milia caminó sin prestar atención al frío ni a la nevasca. El chamarilero había hecho revivir en su memoria las dolorosas imágenes de Andrea Mádalen, por lo que prefirió concentrar su pensamiento en el ciego. Rápidamente se dio cuenta de que solo el recuerdo del ciego y la esperanza de encontrarlo en casa le daban fuerza para hacer frente al temporal. ¿Para qué, sino para predisponerla favorablemente al reencuentro, habría pagado el ciego las deudas que la habían acuciado durante todo un año?
Cuando por fin divisó su casa, la nieve, que le llegaba casi hasta las rodillas, cubría por completo las colmenas y el abrevadero de los caballos, y los lobos aullaban en la lejanía. Diríase que la nieve se había posado en el mundo para quedarse definitivamente en él.
Entró en la venta. Tenía el cuerpo entumecido de frío, pero, en lugar de encender el fuego, subió a su habitación y abrió la puerta.
No había rastro del ciego.
Recorrió todos los cuartos y cada uno de los rincones del desván, y solo encontró un silencio ominoso, casi palpable.
Resignada ya a su soledad, bajó al vestíbulo y se decidió a encender el fuego. Apiló unas astillas de haya en el hogar y les dio fuego. Permaneció inmóvil, contemplando la pugna de las llamas nacientes por elevarse y extender su dominio sobre la pequeña pira de astillas. Cuando las llamas comenzaron a cobrar fuerza, la ventera suspiró: los hechos narrados pocas horas antes por Juncal Mochaile le parecían ya lejanos, extraños. Milia cruzó los brazos sobre los senos y permaneció largo rato en esa postura. Luego, tomó un gran tronco de acacia de la pila cercana a la chimenea y lo acercó al fuego.
Se quitó el calzado embarrado y las ropas empapadas, y dispuso todo sobre una banqueta delante del fuego. A continuación, se vistió un camisón blanco de lino, se echó una toquilla de lana sobre los hombros y se sentó ante el hogar.
La pesadumbre por no haber encontrado al ciego, unida a la tristeza en que la habían sumido los hechos relatados por Juncal Mochaile, le dificultaban sobremanera hallar un sentido a los acontecimientos que le estaba tocando vivir.
Definitivamente, el mundo y la existencia perdían, a marchas forzadas, el orden sencillo y diáfano que siempre habían tenido para ella.