Milia hizo el resto del camino con paso liviano, como si la prisa por llegar a su destino la ayudara en su empeño por acallar los ecos, penetrantes como dagas, que la narración de Salvatore había dejado en su corazón. Un abismo infranqueable le hacía sentirse ajena al tráfago cada vez mayor de gente, carruajes y caballos, que anunciaba la proximidad de la ciudad. Trataba de fijar su mirada en aquel hervidero de vida, prestar atención a las chácharas e inquietudes de la gente, olvidarse, en suma, de la narración de Salvatore, para concentrar su atención en lo que la había llevado hasta la ciudad, pero todo resultaba en vano. Respiraba con dificultad, como si el aire helado estuviera cargado de partículas de plomo.
Una vez hubo alcanzado los muros de la ciudad, dejó a un lado la puerta principal y dio un cuarto de vuelta al perímetro de la muralla, hasta dar, no lejos del cementerio de los agotes, con uno de los portillos secundarios, que daba acceso a la parte más antigua de la ciudad. Era día de feria, y un sinfín de tenderetes atestaba los aledaños de las murallas y las esquinas de las calles. Una multitud vociferante de vendedores y buhoneros repetía, como si de un eco se tratara, las mismas proclamas que Salvatore le había referido en su narración:
—¡Esperad! Mirad qué ganso he traído. ¡No habéis visto jamás un hígado tan gordo! ¡Ni en el mismísimo infierno lo encontraríais mejor!
—¡Alto, alto ahí! Pasad la mano: vuestros dedos no han conocido un paño tan suave. No lo hay más sufrido, y no se deja atacar por la polilla. ¡Tocadlo, tocadlo!
Los hombres observaban con atención los animales, mientras las mujeres, radiantes en sus vestidos de colores vivos, pasaban de puesto en puesto, preguntando aquí el precio de un puchero, examinando allá la textura de los tejidos o la calidad de los abalorios.
Pero Milia no prestaba la menor atención a la mezcolanza de mercancías que los feriantes pregonaban a gritos y casi cantando: vestidos, collares, espejos, perfumes, polvos de arroz, adornos para el pelo…
De pronto, una voz, aguda como el chillido de un murciélago, llamó su atención:
—¡Tengo las nuevas coplas sobre la bruja María Quiriquitún! ¿Queréis saber lo que hacía, cómo cosía los calzones de Belcebú, con qué engaños atraía a nuestras hijas, cuál fue su final? ¡No temáis, estas han sido aprobadas por el juez Ungar!
Otra voz, autoritaria y grave, se impuso sobre el pregón de la vendedora de coplas:
—El famoso Tableau de l’Imposture. ¡Por dos táleros, por solo dos táleros podéis tener el insuperable libro del señor Mathias Ungar!
Milia, aunque apenas sabía leer, compró las coplas de María Quiriquitún, y rehusó, a continuación, el ofrecimiento del vendedor del Tableau de l’Imposture, alegando que tan solo le quedaba un tálero.
Se alejó de la plaza y subió por una calle en la que reinaba una pestilencia insoportable. No se detuvo hasta que el olor acre de las pieles colgadas frente a la curtiduría de Egozcue se hubo impuesto a la mezcla hedionda de despojos de comida y detritos que la había atormentado a lo largo de toda la calle.
La ventera se paró ante la puerta de la tienda, oscura como una zorrera. A ambos lados de la entrada, colleras y correajes reposaban sobre toscos caballetes. El olor dulzón del cuero y la melaza impregnaba el aire de la curtiduría. En un rincón, un hombre, sentado en un taburete, cosía esquilas minúsculas en los bordes de una tira de piel. El curtidor Egozcue tenía fama de aparejar las mejores sillas de montar que una novia pudiera soñar para sus esponsales.
—¡Fuera, apartaos de ahí, o pasad adentro de una vez, que me quitáis la luz!
Milia avanzó dos pasos en dirección a Egozcue. El curtidor reconoció a la mujer cuando el rostro de esta se orientó hacia la luz que filtraba la angosta entrada.
—¡Pero mirad a quién tenemos aquí! Sin duda, venís a por el recibo del pago de ayer… Hacéis bien. También yo soy partidario de dejar constancia de que las deudas han sido saldadas, pero vuestro depositario tenía mucha prisa, y no me dio tiempo de preparar la quitanza.
El curtidor, que lucía una barba poblada, rebuscó en la faltriquera de su delantal y alargó un papel a la mujer.
—Examinadlo con calma. Si lo deseáis, podéis salir a la calle… Allí tendréis más luz, y si encontráis algún defecto en el documento, rompedlo, y os haré ahora mismo otro que merezca vuestra aprobación.
—No es necesario… —respondió Milia, mientras guardaba el documento. El recuerdo de Salvatore le impidió disfrutar de la alegría que, en otras circunstancias, le hubiera producido el hecho de ver cancelada también aquella deuda.
Alzó la vista. Egozcue se estaba frotando las manos en el mandil. Su mirada inexpresiva no inducía a la sospecha.
—Siempre se ha dicho que las personas de palabra no precisan de la letra escrita, pero, en los tiempos que corren, cada vez son más escasos los buenos cumplidores… Me quedaría más tranquilo si dierais vuestro visto bueno a ese recibo, que, al fin y al cabo, se limita a dejar constancia del montante que recibí de vuestro depositario, y de que, mediante ese pago, queda saldada por completo vuestra deuda.
Era la segunda vez que el curtidor se refería a «su depositario», y esa insistencia logró que el recuerdo del ciego desplazara al de Salvatore. En ese mismo instante, se le ocurrió a Milia una argucia para comprobar si aquél a quien Egozcue llamaba «vuestro depositario» era el mismo ciego que cierta noche se presentara en su venta:
—¡Ay, si yo pudiera daros el visto bueno que me pedís! —se lamentó Milia, mientras devolvía el papel al curtidor—. Pero no tengo la fortuna de conocer bien las letras. Ordenaré a mi depositario que venga a recoger el documento. De esa forma, será él quien apruebe la quitanza.
—No sé cómo podrá hacerlo —dudó el curtidor, mientras se guardaba de nuevo el papel en la faltriquera—. Vos sois ciega para las letras, y vuestro depositario no puede verlas… No logro imaginar cómo podrá aprobar el documento.
—No os preocupéis. Mi depositario sabrá leer con sus preguntas lo que los ojos no le permiten ver —aseveró Milia, y, sin más demora, salió de la curtiduría y se alejó de la calle gremial y de su pestilencia.
Caminaba en dirección a la pescadería de Pellot, cuando vio que un tropel de soldados, seguido de un nutrido grupo de hombres, mujeres y niños, avanzaba hacia ella. Se arrimó cuanto pudo a la pared, para dejar pasar al grupo que conducía, a gritos y empellones, a una muchacha, a la que la ventera reconoció a duras penas como la vendedora ambulante que en verano recorría ventas y aldeas ofreciendo su quincalla. Era una mujer menuda, delgada como un junco. Sus ojos parecían dos pajarillos asustados por el griterío ensordecedor de la gente que seguía al tropel de soldados:
—¡Maldito sea su nombre! —aullaba la turba, en medio de muestras evidentes de satisfacción por gozar de aquella oportunidad de reprobar públicamente los pecados ajenos—. ¡Que la lleven al juez Ungar para que le haga la prueba del agua!
—¡Honor al juez Ungar!
—¡Honor, y que los santos ángeles lo coronen con los más perfumados laureles!
Cuando el grupo terminó de pasar ante ella, Milia no pudo reprimir un bostezo.
Una mujer, que se había rezagado de la multitud, se detuvo ante la ventera y la miró concienzudamente, como si fuera una apestada, o bien una conspiradora que pretendiera desbaratar el buen orden de la ciudad.
—¿No serás tú amiga de Andrea Mádalen, y, como ella, discípula de María Quiriquitún…?
Al oír el nombre de la madre de Salvatore, Milia a duras penas pudo contener el grito que le brotaba de lo más profundo de sus entrañas. Apretó con fuerza el pliego de coplas que había comprado en el mercado, y se mantuvo en silencio.
—Si no eres amiga de ellas, ni de su misma ralea, ¿por qué no te unes a nosotros?
La ventera se apresuró a improvisar una excusa:
—De mil amores lo haría, pero… Veréis, regento una venta a casi tres horas de aquí, y apenas dispongo del tiempo justo para regresar antes de que las campanas anuncien el fin de este día que Dios, ¡alabado sea por siempre amén!, nos ha concedido.
Acto seguido, Milia se persignó con unción.
La mujer que le había interpelado, satisfecha con las explicaciones de esta, se puso de nuevo en camino, tratando de dar alcance a la muchedumbre, pero cuando ya se alejaba, giró la cabeza para gritar una recomendación a Milia:
—No debes bostezar en pleno día, si no quieres que los diablos de la hora nona hagan morada en tu boca.
Milia no respiró aliviada hasta que perdió de vista a la turba. Las nubes preñadas de nieve habían comenzado a aligerarse de su carga.
Al rato, recuperada ya del susto, la ventera entró en la pescadería de Pellot, quien la recibió con una peculiar muestra de agradecimiento:
—El dinero, señora ventera, a diferencia del pescado, no se pudre en verano ni se hiela en invierno.
Luego, Pellot le confirmó lo que ella ya intuía: también allí había saldado «su depositario» la deuda.
Milia visitó después a Amenduz el chacinero, sordo como un mulo muerto:
—Señora ventera, Amenduz, aunque viejo y sordo, os puede asegurar, alegre como un campo de trigo antes de la siega, que ha oído cómo un mudo contaba que un ciego ha liquidado vuestra deuda —exclamó a voz en grito, mientras palmoteaba con júbilo infantil.
Terminó su ronda en el taller del herrero Perejón Garro, quien le confirmó también lo que Milia ya sabía: el ciego de larga capa, haciéndose pasar por su depositario, había pagado todas las deudas.
De pronto, se le pasó por la imaginación que, mientras ella deambulaba por la ciudad, bien podía estar el ciego esperándola en la venta, y esa idea le produjo una gozosa turbación, no exenta de reproche hacia sí misma: «¿Por qué malgasto mi tiempo? ¿No está claro que el ciego ha derrochado generosidad saldando mis deudas? ¿Y qué puede haberlo movido a obrar de ese modo? Comparte mis sentimientos. No cabe duda».
Sus cavilaciones le dieron alas, y decidió regresar cuanto antes a la venta.
Cuando salió de la ferrería, los gruesos copos de nieve lo habían cubierto todo. El atardecer tornaba cada vez más azulados los perfiles de la ciudad, extendiendo su manto uniforme sobre las angostas calles, los tenderetes, ya a medio desmontar, y los carruajes, los tablones, tejas y barricas que reposaban contra las paredes de arenisca, los pozos de garrucha, los balcones y los tejados de los edificios.
La nevada se tornaba más copiosa por momentos, y Milia se refugió en el zaguán de lo que, por los gritos y risas que le llegaban del interior, supuso una taberna. Se le pasó por la imaginación que aquel lugar bien podía ser uno de los antros en los que su marido había dilapidado su magra fortuna hasta dejarla en la ruina, pero ese pensamiento, lejos de encender el ella el fogonazo de la ira, la sumió en una desolación honda y fría.
Cavilaba sobre cómo se las arreglaría para regresar a la venta, cuando, de pronto, alguien le tocó levemente la espalda. La mujer se volvió, asustada, pero enseguida se tranquilizó cuando pudo identificar los perfiles de aquella sombra. No podía ser otro que el chamarilero que frecuentaba la venta:
—¡Juncal Mochaile!
—¡Pero, vamos, qué hacéis vos aquí!
Milia improvisó alguna razón, escueta y verosímil, que justificara su presencia en la ciudad, y añadió:
—Quisiera volver a la venta antes de que sea demasiado tarde…
—¿Con este tiempo? No digáis semejante cosa, ventera, no sea que hasta los carámbanos se compadezcan de vos. ¿No veis cómo nieva? —A continuación, la tomó del brazo y la condujo al interior del zaguán—. Venid conmigo, necesitáis un buen ponche, antes de que el frío acabe con vos.
Entraron en un cuchitril, oscuro y lleno de humo, donde el griterío y risotadas se mezclaban en una algarabía solo comparable a una pelea entre cientos de gatos que, encerrados en un reducido cubículo, se disputaran un único ratón.
Juncal Mochaile, enfundado en su capote con esclavina de marta cebellina, dio un grito que, asombrosamente, voló por encima de aquella algarabía hasta los oídos del tabernero. Este, con una mueca de disgusto, se acercó al chamarilero hasta plantarse ante él en ademán displicente:
—¿Qué tripa se te ha roto esta vez? —bramó—. Has acabado casi con todo mi vino. Los gusanos están esperando el día en que te entierren: también tienen ellos derecho a emborracharse.
El chamarilero arrojó un par de táleros sobre la mesa:
—¡Cuida tu lengua! No son formas de tratar a un cliente, y menos si viene con una dama.
Solo entonces se dio cuenta el tabernero de que una mujer acompañaba a Juncal Mochaile, pero, antes de que pudiera abrir la boca, el chamarilero le ordenó, con fría firmeza:
—Sírvele un ponche. Y algo de cecina. En cuanto a mí, me vendrá bien una buena jarra de vino.