III. Lilith

«Habían pasado ya varios meses desde aquella noche en que el cielo pareció arder, iluminado por las llamas que devoraban varias casas de la ciudad, entre ellas, la nuestra, a la que los esbirros del juez Mathias Ungar dieron fuego después de arrestar a mi madre. Ese era el tiempo que yo llevaba viviendo en el cuchitril donde el fétido olor de la negligencia hacía tiempo se había apoderado de todo: el abandono más completo había marcado sus huellas mugrientas en la pared enmohecida, en el suelo cubierto de polvo, en el pobre mobiliario devorado por la carcoma, en las raídas ropas de mi cama.

»Tenía los ojos fijos en el techo. Ciertamente, solo existe aquello que puede ser nombrado, pero, en el caso del propio sufrimiento, el hecho de saber ponerle nombre no lo alivia en absoluto; a lo sumo, puede entretenerlo, y en eso estaba yo: intentando entretener mi sufrimiento. Me ayudaban en ello las sombras fantasmagóricas que la vela esparcía por la habitación, semejantes a una nebulosa de cavilaciones y conjeturas que no acaban de tomar forma definitiva. A cada sombra le correspondía un determinado sufrimiento, y cada sufrimiento adquiría su perfil propio. Las zonas de luz condensaban la infelicidad más absoluta, mientras en los claroscuros se coagulaban las más abrumadoras culpas: unas y otros no eran sino imágenes huidizas de una vida en tránsito incesante de la zarza al espino, del lodo al cieno; imaginaciones errantes de quien se sabe nacido en vano, o, a lo sumo, para pasto de las pulgas, blanco de los piojos y sustento de las chinches.

»Así asistía, día tras día, a la danza de mis miserias reflejadas en la sucesión de luces y sombras del techo. Un trozo de vela era, noche tras noche, el único testigo de mi infortunio cuando me despertaba el interminable espasmo del hambre. Sin embargo, el hambre no constituía un especial motivo de preocupación para alguien que, como yo, vivía instalado en la mullida sima de una indolencia dulce como el pan de nísperos.

»Cerré los ojos, para deleitarme mejor en mi blanda resignación, dejándome arrastrar hacia la somnolencia. En ese instante, el sueño, con manos de alfarero, modeló en mi imaginación el rostro de una mujer morena de tez pálida y tersa.

»La mujer que había venido a habitar mi sueño se agachó para apagar la vela. Sus piernas eran blancas como la luna de invierno, y la contemplación del estrecho surco que las separaba me procuró un sosiego profundo.

»Pero, de pronto, oí un tenue soplo de viento y mi visión se deshizo como por ensalmo. Comprendí al instante que se trataba de una advertencia que mi madre me enviaba desde las brumas del recuerdo:

»—Salvatore… Salvatore… ¡Cuántas veces he de decirte que no te hagas ilusiones!».

Al llegar a este punto de la narración, Salvatore cerró los ojos y se mordió los labios. Milia, enternecida por el sufrimiento de su acompañante, respetó su silencio. Había escuchado en la venta innumerables relatos de buhoneros, charlatanes, bufones, barberos y embaucadores de toda calaña, pero jamás ninguna narración la había conmovido como la de Salvatore, quizá porque en ella le era dado adivinar, por primera vez, la fuerza de unos sentimientos cuya hondura se imponía largamente al brillo de los acontecimientos relatados o al verismo de los detalles.

La mañana continuaba fría, y el fuerte viento combaba las copas de los árboles en los bosques que flanqueaban la carretera, por la que el carruaje avanzaba dando tumbos. Las ruedas resquebrajaban la fina capa de hielo que sellaba los charcos, y se hundían en el fango. Salvatore, aunque ensimismado, no soltaba las bridas en ningún momento, pero tampoco se esforzaba especialmente por evitar los baches ni las zonas heladas.

Al rato, el criado del molinero suspiró y retomó su relato en el punto en que lo había dejado, y, al hacerlo, asomó a su rostro el dolor de quien revive en lo más recóndito de su ser aquello que está narrando:

»Siempre que mi madre acude a mis sueños, y pocas son las noches en que tal no sucede, invariablemente llega un momento en el que ella, a su modo, trata da consolarme:

»—Salvatore, Salvatore… Pobre muchacho. Por mucho que te empeñes, las mujeres no querrán saber nada de ti. Pero quizá yo pueda ayudarte algún día…

»La voz de mi madre brotaba desde las profundidades de una sima guarecida por un solo diente, y, al decir de los vecinos, chirriaba como una bisagra desengrasada. Esos mismos vecinos comparaban los ralos cabellos de mi madre, siempre revueltos, con las ramas del tamujo, y afirmaban que sus ojos, permanentemente somnolientos, eran los de una posesa. Un buen día, la denunciaron ante el juez Mathias Ungar, imputándole un sinfín de perversidades, entre las que la acusación de haber engendrado un monstruo era, tal vez, la más leve. A mí, sin embargo, nada en mi madre me había producido jamás rechazo alguno: el hijo goza del privilegio de ver la belleza de su madre, por mucho que los demás solo vean en ella la fealdad más repulsiva, y al hijo corresponde, asimismo, la prerrogativa de apreciar el aroma de la leche en la piel materna y la dulzura de la miel en su voz, por estridente que esta sea. Y supongo que, de la misma manera, es consustancial a una madre el afán de proteger al fruto de sus entrañas, por monstruoso que sea el aspecto de este. Así, cuando algún vecino mostraba repulsa por mi aspecto, mi madre respondía que tan bueno y dulce había sido en mi niñez, que un diablo envidioso ordenó a un gallo que me picoteara la cabeza hasta deformarme las facciones.

«Ciertamente, desde que tuve uso de razón pude comprobar que mi madre, a pesar de haber vivido siempre acosada por la insidia, no sufría por sí misma, sino por el futuro que mi figura contrahecha me iba a deparar.

»—¿Y cómo podrás ayudarme? —recuerdo que le pregunté en cierta ocasión, con todo el candor de mi confianza filial. Mientras aguardaba la respuesta, me entretenía en desmigar un mendrugo de pan enmohecido sobre el tazón de leche que tenía ante mí…».

Salvatore dejó la frase en suspenso, y volvió su rostro hacia la ventera, con los ojos entornados, como quien recuerda de pronto algún detalle importante:

—… tal como hoy mismo, señora ventera, me habéis encontrado al entrar en el almacén del molino con mi señor Belzunce. Es posible que también en aquella ocasión la nata estuviera rancia, y la leche, agria… —Volvió a mirar al frente, como si leyera en algún punto del horizonte las palabras que su boca pronunciaba—. Pero yo nunca he pensado que la leche, ni tampoco la vida, pudiera tener otro sabor que ese.

Milia se estremeció. Más que admiración, le producía un temor indefinido la precisa referencia de Salvatore a los pensamientos que ella misma había tenido apenas dos horas antes, mientras presenciaba su desayuno en el molino.

Salvatore, ajeno a la reacción de la mujer, retomó absorto su narración:

«—Pobre muchacho… Quizá yo pueda ayudarte… —insistió mi madre.

»—Sí, pero ¿cómo? —quise saber—. Nadie quiere tener trato conmigo, ni siquiera por cien táleros…

»Una mosca, tras un breve revoloteo, se posó en la cara de mi madre. Después, voló hasta su rodilla. Mi madre alzó el brazo con sumo cuidado. Cuando la mosca se detuvo, zas, la atrapó con un movimiento rápido. Cerró fuertemente el puño y, con muestras evidentes de contento, arrojó al suelo los restos de la mosca.

»Acto seguido, se frotó la mano en el delantal».

—¿Se ha dado cuenta alguna vez, señora ventera, de que es posible encontrar belleza hasta en el cadáver de una mosca?

Mientras hacía la pregunta, el hombretón se giró hacia su compañera de viaje. Parecía que Salvatore iba a hacer un alto en su relato, pero, antes de que la ventera pudiera responderle, exclamó con tristeza:

—Sin embargo, nadie la encuentra en mí.

Y, tras un breve silencio, suspiró y prosiguió su narración:

«—Quizá haya alguna otra solución —me dijo mi madre con tono misterioso—. Sí, ¡eso es! Algún día te procuraré una mujer de la que puedas disfrutar sin causarle repugnancia y sin necesidad de pagarle…

»Mi madre acababa de darme la respuesta al enigma que tanto me atormentaba: si las mujeres se alejaban de mí, ¡era porque yo les resultaba repugnante!

»Sorbí la leche del tazón, mientras decidía que nunca me dejaría embaucar por ningún ser que vistiera faldas».

La mirada de Salvatore, siempre fija en ese punto del horizonte del que parecía extraer su relato, cobró un aire de fría determinación:

—Así es, señora ventera, y así será mientras viva Salvatore —exclamó con voz fuerte, sin mirar a la mujer.

Golpeó con las bridas el lomo de los caballos, y recobró el tono pausado de su narración:

«Por fin, llegó la fecha fijada por el juez Mathias Ungar para la ejecución de mi madre. El día se despertó como una víbora asustada, y la luz inició a rastras su peregrinaje a través de la bóveda celeste.

»Era día de mercado, y los puestos se diseminaban por los recovecos de las callejas próximas a la catedral.

»—¡Esperad! Mirad qué ganso he traído. ¡No habéis visto jamás un hígado tan gordo! ¡Ni en el mismísimo infierno lo encontraríais mejor!

»—¡Alto, alto ahí! Pasad la mano: vuestros dedos no han conocido un paño tan suave. No lo hay más sufrido, y no se deja atacar por la polilla. ¡Tocadlo, tocadlo!

»—¡Tengo las mejores coplas escritas sobre la bruja María Quiriquitún! ¿Queréis saber lo que hacía, cómo cosía los calzones de Belcebú, con qué engaños atraía a nuestras hijas?

»—El famoso Tableau de l’Imposture. ¡Por dos táleros, por solo dos táleros podéis tener el insuperable libro del señor Mathias Ungar!

»Unos hombres apilaban haces de leña en la plaza de la catedral. Cuando llegué a las mazmorras, me dieron venia para despedirme de mi madre. Apenas hablamos. Después de abrazarnos por última vez, se arrancó su único diente y me lo dio. Luego, me susurró al oído que estuviera atento a la señal que se produciría a la hora de su ejecución:

»—Si sabes seguirla, esa señal te conducirá hasta la casa de un buen amigo —me dio tiempo de oírle, antes de que el soldado que guardaba la puerta me gritara que debía irme.

»Salí de la mazmorra, procurando no alejarme del lugar de la ejecución. Yo mantenía la cabeza baja, para ocultar el terror que me invadía. Mi mano, dentro del bolsillo interno del jubón, protegía el diente de mi madre, la única alhaja que me quedaba en este mundo.

»Veía a los pájaros evitar a saltos los pies de la gente; las palomas buscaban migas delante del obrador del panadero; los grajos escapaban a brincos con despojos de carnero o de pollo en el pico; a la puerta de las tiendas, las avispas revoloteaban alrededor de los ramos de claveles rojos, y moscardones de lomo verdusco se agolpaban a la entrada de las pescaderías; los inquietos mirlos saltaban de charco en charco; los gorriones bullían en su afán perpetuo de afincarse en cualquier lugar…

»Es más prudente desviar la mirada cuando no se quieren ver los ojos del peligro abiertos de par en par.

»En estas, el reloj de la catedral dio las doce. El verdugo prendió fuego a la pira levantada en medio de la plaza:

»—¡Por orden de Su Excelencia el Juez Mathias Ungar, morirás abrasada, María Quiriquitún! ¡Tu nombre no será jamás pronunciado ni recordado, así públicamente como en privado!».

Salvatore dejó de hablar y cerró los ojos, mientras se pasaba la mano por el rostro para secarse el sudor. Milia lo miró de soslayo, y le pareció que, en esta ocasión, Salvatore no extraía sus palabras de un misterioso punto del horizonte, sino de un lugar recóndito de su cabeza deforme:

—En aquel momento prometí que, además de retener en mi memoria el recuerdo de mi madre, retendría también el nombre de Mathias Ungar. No lo olvidaré hasta el fin de mis días. En realidad, desde entonces no suelo olvidar nunca nada.

Y, sin apenas transición, Salvatore recuperó el hilo de su relato:

«Aún no se habían extinguido los ecos de la proclama del verdugo, cuando un grupo de niños comenzó a canturrear, al tiempo que formaban un corro:

»“¡Que se abrase, que se abrase!”.

»Yo sentía que una tristeza infinita comenzaba a echar raíces en mi interior. Parecía que aquella fogata que comenzaba a arder en medio de la plaza iba a consumir también mi alma.

»De pronto, mi madre lanzó una maldición al cielo, que permanecía indolente como una yegua preñada. Una nube de pájaros asustados por aquel grito se elevó sobre nuestras cabezas. El juez Mathias Ungar entró en la catedral para oír su misa diaria, y, en ese mismo momento, un murciélago alzó el vuelo desde alguna oquedad del muro de la catedral.

»El murciélago emitió tres agudos chillidos.

»Un rumor sordo estremeció el cielo azul. La luz se tornó pesada y vacilante, como el caminar de una vaca, y la sombra de la torre de la catedral oscureció súbitamente la pira.

»Levanté la cabeza. Mis ojos nublados siguieron el vuelo del murciélago, y mis pies se encaminaron en la misma dirección. Sin duda, el vuelo de aquel ave debía de ser la señal que mi madre me había anunciado. Así llegué hasta la puerta de una vieja tienda. Allí, el ratón ciego que, alterando el orden natural de las cosas, se ha provisto de alas, se colgó cabeza abajo del gancho de hierro que sujetaba la campanilla.

»“¡Tantas veces como habré pasado por aquí, y nunca he visto esta tienda!”, pensé.

»Recuerdo que olía a cera nueva.

»Dudé si tocar o no la campanilla: no quería despertar al murciélago, que acababa de quedarse dormido.

»A1 cabo de un rato, se oyó un chasquido de hielo quebrado. No era posible asegurar si provenía de la campanilla, completamente oxidada, o de las fauces del murciélago.

»Un anciano abrió un pequeño postigo recortado en la puerta. Con las lentes a media altura de la nariz, me observó con detenimiento. Luego descorrió el cerrojo.

»El anciano se asomó a la puerta, con el cuerpo ladeado en busca del apoyo de un bastón. Se restregó una mano, luego la otra, contra la bata de trabajo, brillante de cera y larga casi hasta el suelo.

»—¿Qué horas son estas? —protestó agriamente, apenas un instante antes de comenzar a toser como si el mero hecho de hablar le provocara ahogos.

»Se oyó a lo lejos el sonido de un laúd y, enseguida, una gruesa voz que lloraba la pérdida de la amada.

»Incliné la cabeza, avergonzado ante la perspectiva de confesar ante un hombre el verdadero motivo de mi dolor, y me dirigí al anciano en tono lastimero:

»—El hambre es mi única compañera de viaje, y mi único cobijo, un futuro sin estrellas.

»El anciano se secó con el dorso de la mano los restos de saliva acumulados en las comisuras de los labios.

»—¡Al grano, bribón, al grano! —me apremió, bufando como una gata en celo.

»Miré a ambos lados y bajé la voz hasta convertirla en un susurro:

»—Ambos teníamos en común una persona querida: María Quiriquitún. Ella me ha enviado aquí.

»Los ojos del anciano brillaron como ascuas. Pero su desconfianza persistía, por lo que le mostré el diente de mi madre. Me hizo pasar y cerró la puerta tras nosotros.

»—¡Malditos! María Quiriquitún era pura como leche recién ordeñada.

»Yo asentí con la cabeza. Había visto a mi madre llorar en la hoguera, prueba inequívoca de que no era bruja ni estaba poseída, pero no hablé al anciano de aquellas lágrimas ni de la certeza que revelaban, porque él parecía tan convencido de la inocencia de María Quiriquitún como yo mismo.

»El anciano habló de nuevo:

»—Sabrás que los ajusticiados en la horca o en la hoguera no pueden ir al infierno, ni tampoco al cielo… —y añadió, tras un breve silencio—: Pero, ¡qué diablos!, quizá sea mejor para ella.

»En un rincón de la tienda, un caldero enorme colgaba de la cadena del hogar. En su interior, la cera hervía a borbotones. Me estremecí al recordar la pira de la plaza de la catedral. Y también al juez Mathias Ungar.

»El anciano se acercó a la chimenea y propinó un puntapié a un gato que dormía ovillado junto al fuego, pero el animal no se inmutó. Solo su ronroneo ininterrumpido impedía confundirlo con una masa inerte cubierta de pelo.

»El cerero cogió una caja de la alacena próxima a la chimenea y sacó de ella unos alfileteros minúsculos. Me aseguró que todos estaban hechos con huesos recogidos en el cementerio de los agotes.

»Escogí el de tacto más terso.

»—¿Estáis seguro de lo que hacéis? —me decidí a preguntar.

»El anciano, colérico, respondió entre dientes:

»—El huevo del que nació el basilisco fue puesto por un gallo y empollado por un sapo, ¡no me resultará más difícil cambiar tu vida!

»No comprendí el significado de sus palabras, pero permanecí en silencio.

»Se acercó al caldero, introdujo en él un cucharón y lo sacó rebosante de cera líquida. Sin la menor demora, comenzó a distribuir la cera entre los cinco diminutos moldes con figura humana que tenía dispuestos junto al caldero. La cera crepitaba al contacto con los moldes.

»Cuando se hubo enfriado la cera de los cinco moldes, el anciano extrajo de ellos cinco figuras humanas y, con un finísimo pincel impregnado de un pigmento rojo, les pintó pantalones y caperuzas. Ahora, la palidez de la cera solo era visible en el pecho, la cara y los brazos.

»Apreté mi mano contra el bolsillo interior del jubón.

»El anciano aspiró hondo y dirigió su aliento sobre las cinco figurillas. El ronroneo del gato se hizo más sonoro.

Golem-satan nigra crux,

credon-fidem fiat lux….

»Las cinco figurillas cobraron vida, al tiempo que estallaba en la tienda un estruendo espantoso, que pareció sacudir paredes y cimientos. Los cinco diminutos ancianos revoloteaban por la estancia: uno hipaba, otro estornudaba, este vomitaba, aquél eructaba y el quinto escupía, pero todos, al pasar junto al fuego, expelían sonoros pedos que se inflamaban al contacto con las llamas, diseminando por todos los rincones de la tienda un nauseabundo hedor de azufre.

»Cuando el anciano consideró que se habían explayado lo suficiente, ordenó a las figurillas que regresaran al alfiletero:

Herem, herem golem,

ad pristinam conditionem….

»Los cinco diminutos ancianos se metieron dentro del alfiletero tallado en hueso humano, y el cerero cerró con un tapón de corcho el recipiente. Sin embargo, no desapareció la pestilencia del azufre.

»—¡Estos homúnculos te harán rico! —me dijo el anciano, y añadió algunos consejos—: Una vez hayas abierto el alfiletero, deberás mantener a los cinco duendes ocupados sin cesar. De lo contrario, se abatirá sobre ti toda clase de calamidades.

»El anciano me ofreció el alfiletero, pero yo moví la cabeza en señal de rechazo:

»—No es precisamente riqueza lo que deseo.

»—¿Y qué diablos quieres, entonces? —se congestionó el anciano.

»La cera del caldero se desbordó, y un vapor denso inundó la tienda.

»Llevé la mano al bolsillo interno del jubón y le mostré el único legado de mi madre:

»—Soy el hijo de María Quiriquitún. Todo el mundo me rechaza; a las mujeres, solo les provoco repugnancia… ¿Quién querría tener trato con alguien como yo?

»—Lo siento. No puedo cambiar tu aspecto…

»—Mi madre me ha asegurado que podía confiar en vos.

»Le ofrecí el diente de mi madre. El anciano aceptó con gran júbilo lo que yo le ofrecía en pago de sus servicios, y, tras reflexionar un rato, volvió a tomar la palabra:

»—Creo que sí hay algo que puedo hacer por ti.

»El anciano llenó de cera líquida un molde más estilizado que los anteriores, mientras pronunciaba un nuevo conjuro:

Golem-Lilith sexus,

in corpore plexus

»No bien la figurilla hubo abierto los ojos, el anciano mojó su pincel en el cuenco de la pintura roja.

»—Le pintaré una falda roja.

»Recordé mi decisión de no dejarme embaucar jamás por ningún ser que vistiera faldas. Sujeté al anciano por el brazo y le rogué que no alterara la desnudez de la figura que comenzaba a despertarse en el molde.

»Cuando cogí el alfiletero, sentí en la palma de mi mano un calambre, como si me hubiera golpeado el codo contra una arista.

»Salí de la cerería. Llevaba el alfiletero, ahora mi más preciada alhaja, en el bolsillo interno del raído jubón. Mi mano lo estrechaba contra el pecho.

»Las campanas de la catedral anunciaban la medianoche. Aún humeaba la pira donde había ardido mi madre, María Quiriquitún, y el juez Mathias Ungar debía de estar retozando con alguna de las mozas a las que luego condenaba a la hoguera.

»Cuando entré en mi casa, las moscas habían desaparecido. Me senté al borde del catre y, a oscuras, abrí el alfiletero y pronuncié el conjuro:

Golem-Lilith sexus

in corpore plexus!

»Lilith salió del pequeño cilindro y me sonrió. Luego, se agachó para encender la vela que reposaba en el suelo.

»Me deleité, con una voluptuosidad que nunca antes había conocido, en la contemplación del estrecho surco que separaba las nalgas de Lilith.

»Un viento gélido anunciaba la proximidad del más crudo invierno, pero yo no sentía frío».

Cuando Salvatore concluyó su relato, sacó el alfiletero y se lo mostró a Milia.

—¿Queréis conocer a Lilith?

Pero en ese momento el carro entraba en la alquería a la que estaban destinados los dos ataúdes llenos de harina, y, antes de que Milia pudiera responder nada, el dueño de la alquería se había aproximado al carro.

Salvatore guardó precipitadamente el alfiletero en el bolsillo.