II. Salvatore

El viaje transcurría en un silencio casi absoluto. De tanto en tanto, Salvatore arreaba a los caballos a base de gruñidos, sin que sus manos, amorfas y cubiertas de un vello rojizo, dejaran ni un solo instante de gobernar las bridas. Sus ojos, fijos en los caballos, solo se levantaban para escrutar el cielo amenazador.

El frío era cada vez más intenso, pero Salvatore, que solo vestía jubón y calzones, no parecía sentirlo; antes bien, de vez en cuando se llevaba el dorso de la mano a la frente para secarse el sudor.

A Milia, enojada consigo misma por no haber atinado a evitarse semejante compañía, Salvatore le producía más asco que temor, y no le quedaba otro remedio que acogerse a la esperanza de que pasaran pronto las dos horas que hacían falta para llegar a la alquería donde el criado del molinero debía dejar la harina que llevaba en el carro. Todo en aquel hombretón le resultaba repulsivo: su aspecto; el hedor de su cuerpo, que ni tan siquiera el áspero olor a resina y musgo de los bosques cercanos lograba mitigar; sus gruñidos ininteligibles; las moscas, insólitas en pleno invierno, que revoloteaban en torno a la cabeza de Salvatore.

La mujer, tratando siempre de procurarse un viaje lo más corto y llevadero posible, buscaba motivos de distracción en los jirones de niebla que el aire arrastraba y en las orillas de la pedregosa carretera que se abría ante ellos, al menos en los tramos en que el sol, céreo y bajo, no le obligaba a cerrar los ojos. Pero el esfuerzo era inútil: todo cuanto veía o imaginaba hacía retornar a su memoria, irremediablemente, las palabras del molinero («¿Quién es? ¿Se trata, tal vez, de vuestro depositario? En tal caso, vuestra elección no podría haber sido mejor. Parece un hombre honrado en extremo»). Ella, además, añadía sus propias preguntas a las del molinero: «¿Qué relación existe entre el ciego y lo que me está ocurriendo desde que lo he conocido?, ¿qué hago aquí, camino de la ciudad en tan repugnante compañía?». A pesar de que no se había atrevido a preguntar a Belzunce si era ciego el hombre que había saldado su deuda, ella no dudaba, aun en medio de su gran confusión interior, en identificar como una sola persona al ciego y al hombre que había hecho el pago por ella.

Milia se avergonzaba hasta el abatimiento por no ser capaz de hacerse con las riendas de la situación. De vez en cuando, recitaba mentalmente alguna de las pocas oraciones, apenas una sarta de retahílas infantiles, que conocía. Trataba así de encontrar consuelo, alguna forma de congraciarse con la vida. Pero era en vano. Se sentía como si la hubieran vaciado por dentro y su interior no fuera sino una sima inmensa donde las preguntas, como piedras, caían sin alcanzar jamás el fondo.

Perdida en su cavilaciones, la sobresaltó uno de los gruñidos de Salvatore. Al comprobar que iba dirigido a ella, giró la cabeza hacia el hombretón, aunque rehuyendo su mirada bobalicona.

Salvatore, con el brazo levantado, señalaba a un grupo de jinetes que, a galope tendido, se acercaba a la carreta. Aunque el sol le impedía abrir bien los ojos, Milia, por su experiencia de tantos años en la venta, sabía que los esbirros del juez Ungar no se aventuraban en pleno invierno a alejarse de la ciudad, y gritó angustiada por la certeza de que no podía tratarse más que de una partida de bandidos. No llevaba dinero encima ni tenía nada que pudiera interesarles; tampoco le preocupaba demasiado la suerte que pudiera correr Salvatore en el caso de que este se negara a entregarles la harina que la mujer suponía oculta bajo la lona. Solo quería llegar a la ciudad cuanto antes, y consideró la aparición de los bandidos como un contratiempo más en su viaje, ya de por sí suficientemente penoso.

Cuando los ladrones hubieron dado alcance a la carreta, el cabecilla ordenó a Salvatore que bajara del pescante y desatara las cuerdas que mantenían la lona sujeta a los adrales, pero, antes de que terminara de hablar, sus hombres ya habían arrastrado al hombretón hasta la parte trasera del carruaje.

Salvatore balbuceó algo que los ladrones, al parecer, no llegaron a entender. Los bandidos comenzaron a escupirle y golpearlo, hasta acorralarlo contra uno de los adrales del carro. Salvatore se limitaba a gruñir aún más y a protegerse los testículos con ambas manos.

Uno de los ladrones orinó a los pies de Salvatore, y parte del grupo siguió su ejemplo, entre grandes risotadas.

Milia sintió compasión por Salvatore y, por primera vez, lo consideró igual a ella.

—¡No! —gritó la mujer, y sintió que la garganta le dolía como si hubiera tragado un puñado de nieve.

El cabecilla miró a la viuda, y ella le sostuvo la mirada. Al cabo de un rato, el jefe de los bandidos ordenó a sus hombres que dejaran en paz a Salvatore, y a este, que desatara la lona de una vez.

Salvatore tardó un tiempo en reaccionar, pero, al fin, desató con manos torpes los nudos que mantenían sujeta la lona, hasta que pudo levantarla.

El cabecilla del grupo soltó una maldición:

—¡Por la mierda de todos los santos! ¿No es esta la carreta del molinero Belzunce? —bramó.

Milia, próxima al llanto, volvió la cabeza hacia la plataforma del carro. El estupor estuvo a punto de arrancarle un grito, y hubo de llevarse una mano a la boca para ahogarlo, mientras, con la otra, se santiguaba: bajo la lona que Salvatore tenía medio levantada, asomaban dos ataúdes, uno grande y otro de tamaño medio.

Salvatore empezó a hablar mirando directamente al cabecilla de los bandidos. Para sorpresa de Milia, ahora las palabras brotaban límpidas y cálidas de su boca, como si nunca hubiera tenido dificultades para articularlas:

—Ahí dentro reposan los restos de su marido y de su hijo —y ladeó un poco la cabeza, para señalar a la ventera—. Los quiere enterrar en el cementerio de los agotes, a las afueras de la ciudad. Allí es donde se entierra a los muertos de peste…

—¡Habla en cristiano, espantajo! —gritó el cabecilla, al tiempo que levantaba su puño para golpear al criado del molinero.

Salvatore se dirigió entonces a Milia:

—No tema, señora, y explíqueles lo que acabo de decir. Confiad en mí, os lo ruego. Son unos imbéciles que creerán punto por punto lo que vos vais a decirles.

La viuda, sobrecogida aún por la sorpresa que le habían causado la aparición de los féretros y la transformación de Salvatore, miró a este con ojos desorbitados: ¡insultaba a los bandidos en sus mismas narices, y ellos no reaccionaban!

El cabecilla bramó de nuevo, pero, esta vez, dirigiéndose a la viuda:

—¿Qué diablos os ha dicho este saco de estiércol?

A medida que la mujer repetía, al pie de la letra, las explicaciones de Salvatore, los ladrones, con el terror dibujado en el rostro, iban subiendo, uno por uno, a sus caballos. Cuando Milia mencionó el cementerio de los agotes y la peste, volvieron grupas y espolearon a sus monturas.

Solo el jefe de la partida permanecía pie a tierra. La mujer, alentada por el efecto que sus palabras habían provocado, remachó, tras una pausa, sus palabras, en tono suplicante:

—Dejadme marchar, por favor. No hagáis más insoportable aún el doble dolor de viuda y madre que desgarra mi corazón.

El cabecilla de los bandidos paseó su mirada desde Salvatore a Milia y de esta al carromato. Luego se persignó y pidió excusas a la viuda. Se volvió, subió a su caballo y lo espoleó en pos de sus hombres, cuyos perfiles se difuminaban ya en la lejanía.

Salvatore los observó hasta que desaparecieron en lontananza, tras lo que parecía un bosquecillo de sauces. Luego subió al pescante y arreó los caballos.

—Gracias, señora —dijo, sincero—. Lo de transportar la harina en ataúdes fue idea mía, y a mi señor Belzunce se le ocurrió que vuestra compañía podía hacer más seguro el viaje. Tanto él como yo esperamos que comprendáis nuestras razones y nos disculpéis.

Milia movió la cabeza, como para dar a entender que eso era lo que menos le importaba en aquel momento.

—¿Cómo lo haces? —preguntó.

—¿Cómo hago, qué? —preguntó, a su vez, Salvatore, al tiempo que golpeaba en la grupa a uno de los caballos.

—¿Cómo te las apañas para que unos te entiendan y otros no? En el molino, yo solo te oía farfullar y balbucear, mientras que Belzunce te entendía sin esfuerzo. Ahora yo te entiendo perfectamente, pero, al parecer, los ladrones no comprendían ni una de tus palabras.

Salvatore sonrió con pudor casi infantil:

—Solo me entienden quienes me consideran un igual. Y vos, al defenderme, habéis abierto los oídos a mi infortunio y, con ello, a mis palabras.

A continuación, comenzó a contar, con fluidez y una elegancia impropias de su tosco aspecto de muñeco articulado, una historia que ganó inmediatamente la atención de Milia.