V. Olor a almendras

La luz de la luna bañaba la quieta noche silenciosa. Solo se oían, de tanto en tanto, los débiles crujidos del hielo en el tejado. De pronto, una ráfaga de viento pobló de chasquidos la oscuridad, como si se quebrara súbitamente la capa de escarcha que se formaba en el bosque y sobre la vegetación de ambas orillas del río, adherida al lodo del camino y a los cercos de madera, a la superficie del agua en el abrevadero, al follaje de la encina y al alero del tejado.

En ese momento, cantó el gallo.

Milia se despertó sobresaltada y se sentó en la cama, con ambas manos apoyadas en el borde. En un primer momento, no reconoció la habitación ni los objetos que había en ella, pero enseguida recordó al ciego con una dulce excitación y, en el mismo instante en que todo a su alrededor recuperaba sus perfiles familiares, deseó una vez más sus labios. Sin embargo, demoró deliberadamente el momento de deslizar su mano hacia el otro lado de la cama. Cerró los ojos. En su rostro, iluminado por la luz del amanecer y por una emoción profunda, se podía adivinar la felicidad que el encuentro con el ciego había depositado en su interior. De tanto en tanto, sus labios, distendidos en una sonrisa beatífica, dejaban escapar un hondo suspiro.

Al rato, dejó que su mano se deslizara suavemente entre las sábanas, pero no dio con el cuerpo del ciego.

Giró la cabeza, pensando que tal vez lo encontrara ya levantado, pero no vio a nadie. No había ninguna espada junto a la cabecera de la cama, ni ropa alguna sobre la silla, y tampoco la capa colgaba de su gancho.

Se le pasó por la cabeza que tal vez todo hubiera sido un sueño, pero ¿de quién, sino del ciego, podía ser aquel olor a almendras agrias que impregnaba las sábanas? ¿Quién, sino el ciego, había dejado aquella honda huella en la almohada, junto a la de su propia cabeza?

Se levantó de un salto y, tras enfundarse rápidamente el vestido, salió de la habitación envuelta en una toquilla de lana, mientras trataba de recogerse el negro pelo rizado que le caía sobre los hombros.

El gallo cantó por segunda vez.

Bajó las escaleras, convencida de que encontraría al ciego desayunando, pero ninguno de los huéspedes que permanecía aún en la venta supo darle razón de él.

—Hace una hora que he bajado, y no he visto a ningún ciego —le dijo uno de los huéspedes—. Tampoco he oído salir ningún caballo.

Milia salió de la venta. Desde allí se podía divisar el trecho de camino que un hombre a pie podría recorrer en una hora, mucho mayor, sin duda, que la distancia que un ciego sería capaz de cubrir en el mismo tiempo. Pero, hasta donde alcanzaba la vista, no había rastro de ningún caminante. Solo unos pocos árboles, desnudos bajo el límpido cielo, alzaban su silueta en lontananza, más allá del río, donde el camino inicia un ligero ascenso.

Buscó en el corral, en el cobertizo y en la cuadra, mientras, de cuando en cuando, respondía distraídamente a los saludos de despedida de los huéspedes. En ningún lugar halló rastro del ciego.

De regreso a la venta, se disponía a cerrar la puerta, cuando una ráfaga de viento agitó el follaje de la encina, aún cubierta de escarcha. El crujido de las ramas recordó a la ventera las carcajadas de su marido.

«¿De qué te ríes tú, estúpido? No fuiste capaz de darme un hijo, me has dejado en la ruina… Ni el mismísimo diablo hubiera sido peor marido que tú», murmuró la ventera, dando rienda suelta a las ganas de blasfemar que súbitamente se habían apoderado de ella.

Luego cerró la puerta de un golpe.

Atravesó el zaguán y entró en la sala. No deseaba otra cosa que estar sola, y sintió un profundo alivio al comprobar que ya no quedaba ningún huésped.

Se acercó al espejo que reposaba sobre la repisa de la chimenea y fijó su mirada en él. Sus labios y su rostro habían palidecido.

Un abatimiento repentino le invadió el alma. Sintió que el corazón se le detenía, y abrió la boca desmesuradamente, como si le faltara el aire.

—¡No volverá más! —gritó Milia con voz quebrada.

Se encaró, furiosa, con su propia imagen en el espejo: «Idiota; te has comportado como la idiota más ridícula de todas: ¡has sido capaz de seducirlo pero no de retenerlo!». Deseaba arrojarse al suelo, golpear con ambos puños la tierra batida, gritar y llorar hasta ahogar su desesperación.

Arrebatada por la ira, estrelló el espejo contra el suelo. La gata, que dormitaba cerca del fuego, acurrucada entre la leña, levantó la cabeza, miró los trozos rotos, y volvió a ovillarse con indolencia.

Milia pareció sentirse mejor, como si, junto con el espejo, hubiera hecho añicos su propia desolación. En ese mismo instante, acudió a su mente la imagen de los acreedores, que la llegada del ciego le había hecho olvidar. Un escalofrío sacudió su cuerpo. Pronto se presentarían allí para reclamar el pago de sus deudas, no le quedaría más remedio que vender la posada.

Se dedicó a recoger las mesas y a limpiar las marmitas de leche, mientras se interrogaba sobre los argumentos que esgrimiría para lograr un nuevo aplazamiento, pero ninguno de ellos le resultaba convincente, y comenzó a pensar que, si los acreedores no se avenían a razones, acaso pudiera ganarse su voluntad alimentando en ellos la expectativa de disfrutar de los encantos de una viuda aún joven…

Pensó, primero, en hacerse trenzas en el pelo. «Tal vez no consiga despertar su compasión…, ¡pero quizá pueda seducirlos!», se dijo, pero sin espejo donde mirarse, hubo de conformarse con recoger su abundante cabellera con unas cintas de colores. A continuación, se puso un poco de agua de claveles en el cuello, sienes y muñecas. «¡Si consiguiera, al menos, aplacar su ira!» Se aplicó también una fina capa de harina de arroz en las mejillas. «¡Ojalá lograra arrancarles otro año de plazo!»

Cortó unas lonchas de cecina, llenó de vino una gran jarra y partió por la mitad un queso de buen tamaño. Luego se sentó a esperar, contemplando las llamas de la chimenea, pero, no bien percibía el más leve ruido en las inmediaciones de la casa, se asomaba al ventanuco próximo a la puerta. Sin embargo, nunca pasaba de ser un repentino remolino de viento, o el crujido de alguna rama de la encina, o el graznido de un ave, o el ladrido de los perros de alguna alquería cercana.

Nadie se presentó en la venta en toda la mañana. Pasó también la tarde esperando a los acreedores, pero ninguno de ellos acudió.

De tanto en tanto, pensaba si no se habría confundido de día, y entonces se levantaba, iba hasta la viga maestra que se alzaba en el centro de la sala y leía la fecha grabada allí con un cuchillo. No cabía confusión alguna.

Sintió la tentación de bajar a la ciudad para vérselas con ellos: «¿Qué os ha ocurrido? ¿Por qué os habéis ablandado? ¿Desde cuándo os mostráis tan compasivos con una mujer arruinada?». Pero el sol se escondía ya más allá del bosque, y las sombras se cernían sobre el camino.

No había comido nada durante todo el día, y notó que le flaqueaban las fuerzas. Tomó un poco de leche y, resuelta a acostarse, se dirigió a su habitación. El olor a almendras agrias continuaba adherido a las sábanas, y la almohada seguía mostrando nítidamente que sobre ella habían reposado dos cabezas.

Abrió la ventana y alzó los ojos al cielo. Así permaneció un buen rato, inmóvil como una sombra nocturna. Un sinnúmero de estrellas salpicaba el firmamento de un confín al otro. Bajo la blancura brillante de la luna llena, el bosque cobraba la apariencia de un mar de plata azulada, y el olor a cera vieja de las colmenas se imponía sobre todos los aromas de la noche.

Un estridente chirrido la sustrajo a su contemplación. Un murciélago cruzó el aire a la altura de la ventana. Asustada, cerró la ventana y los postigos, como si temiera ser observada por los ojos sin rostro que pueblan la oscuridad.

Milia se acostó, pero sin mayor esperanza de conciliar el sueño: su imaginación brincaba sin cesar entre el recuerdo de las palabras y abrazos del ciego y la preocupación por el extraño comportamiento de los acreedores, y esta preocupación le impedía que el goce de aquel recuerdo alcanzara también a su cuerpo: no bien los ecos que las palabras y caricias del ciego habían dejado en su memoria comenzaban a estremecerle la piel, se veía acuciada por la angustiosa necesidad de vender su posada; si la rememoración del suave aliento del ciego le humedecía los labios, el hálito acre del curtidor Egozcue, la fetidez del de Amenduz el chacinero o la respiración hedionda del pescadero Pellot la ponían al borde de la náusea; bastaba que recordara el liviano brazo del ciego en torno a su cintura, para que asaltara su memoria la corpulencia desgarbada de Belzunce el molinero, o el pesado caminar de Perejón Garro.

Pasó toda la noche en blanco.