Milia apagó la vela. La tenue luz de luna que filtraba la ventana iluminaba la habitación con trémulas oscilaciones, mecida por los vaivenes de la encina, que agitaba su copa al capricho del viento nocturno.
La mujer quitó la capa al ciego y la colgó en un gancho de la pared. Él, entre tanto, depositó su espada junto a la cabecera de la cama y comenzó a desnudarse. Había llegado el momento en que ella debería haber salido de la habitación, pero no se movió. El ciego, que no mostraba señal alguna de desazón por la presencia de la mujer, se quitó las ropas hasta quedarse en calzas, y se metió en la cama.
—Las sábanas están tibias —dijo el ciego, con una sonrisa que a la ventera se le antojó dulcísima—. ¿Quién tenía tal urgencia de salir, en esta noche inclemente?
El hombre hizo ademán de levantarse, pero ella lo retuvo tomándole el brazo, y le hizo tumbarse de nuevo. Luego, le acomodó las sábanas y mantas en torno a los hombros.
—Dormid, dormid. Os quedan pocas horas de reposo si pensáis partir al amanecer.
—No me conocéis; nada sabéis de mí… —y el ciego dejó la frase en el aire.
«¿Y qué importa? Sois bello, y eso me basta» dijo Milia para sí, con un atrevimiento que jamás antes había asomado a sus sentimientos. Sin embargo, no podía confesar la verdadera razón que la había impulsado a conducir al ciego a su propia habitación, y optó por el disimulo:
—Las demás habitaciones están ocupadas, y no puedo permitir que paséis en el cobertizo una noche tan fría.
—¿Dónde dormiréis vos?
—Ya he dormido lo suficiente —respondió Milia—. De todos modos, pronto habré de bajar a los establos a dar de comer al caballo de un huésped que desea partir antes del amanecer.
Milia se sentó en una silla de anea junto a la cama y contempló el plácido rostro del ciego, iluminado por la luz plateada de la luna. Sintió que todo lo que hasta entonces había dado forma a su vida —los recuerdos, su marido, el trabajo en la venta, el oscuro transcurrir de los años consumiéndole día a día la alegría— se diluía de pronto, como la manteca en una sartén caliente. Pero aquellas sensaciones que nunca antes había vivido, lejos de inquietarla, colmaron su espíritu de una extraña paz interior. ¿Acaso no era la esperanza de aquella vivencia gozosa lo que la había movido a ofrecer al ciego su habitación? Sonrió levemente, resuelta a amasar, como si se tratara del más delicioso hojaldre, la felicidad que la embargaba.
Pero, de pronto, el vaivén de la encina hizo que la luz se desplazara desde el rostro del ciego a una de las paredes, y Milia, sobreponiéndose a la sensación de que su marido, desde dondequiera que estuviese, la vigilaba noche y día, maldijo la hora en que encargó a Garchot que desarraigara la encina más hermosa del bosque y la replantara ante la tumba de su marido.
La fría luz azulada de la luna iluminó de nuevo el rostro del ciego, y la ventera mantuvo su mirada fija en él, como si tratara de memorizar todos y cada uno de sus rasgos. Luego, cerró los ojos antes de que la encina, en su balanceo, desviara de nuevo los reflejos de la luna. Quería guardar en su memoria, detalle por detalle, la belleza de aquel rostro, pero, sin apenas darse cuenta, se fue deslizando primero en un pesado sopor y luego en la silla.
Soñó que se encontraba a la orilla de un río que venía muy crecido. De pronto, las aguas del río anegaron las dos orillas, arrastrándolo todo a su paso. En ese instante, vio una gran encina flotando a la deriva entre los restos de cobertizos arrancados de cuajo por la riada y animales que luchaban por no morir ahogados. Escuchó las voces de su marido, ora pidiendo auxilio, ora advirtiéndola del riesgo que corría, pero ella, testigo mudo de la desolación que la rodeaba, se sentía segura y fuera de todo peligro. La inundación cesó tan súbitamente como había comenzado; las aguas volvieron a su cauce, y, como único vestigio de la riada, quedó una embarcación varada en un pequeño montículo. Se acercó sin tomar la menor precaución, y, cuando la mujer hubo subido al puente de la nave, esta se deslizó suavemente desde el montículo al río y comenzó a navegar. Casi inmediatamente, la nave navegaba mar adentro, a la deriva en medio de una terrible tormenta. De pronto, una figura esbelta y radiante emergió entre las formidables olas, subió al puente y empuñó el timón del barco.
Milia se despertó aterida de frío. Temblaba como una hoja y tenía las manos y los pies entumecidos. Miró hacia la ventana. Una luz de tonos bellos como el ojo del gallo plateaba la noche. Un fino polvo de luna salpicaba el cristal, y sus mil destellos argentados velaban los perfiles de la encina.
Se acercó al lecho donde dormía el ciego, levantó con sumo cuidado las sábanas y colocó la espada del ciego a modo de cruz en medio de la cama, para que mantuviera separados ambos cuerpos.
El ciego permaneció inmóvil mientras la ventera se metía en la cama.
La mujer se acurrucó en su lado del lecho, y, en ese momento, una canción infantil acudió a su memoria:
Logiro naiz eta logale,
argi-oilarrak jo gabe… [1]
Con la canción en los labios, se abandonaba ya al sueño, cuando le pareció oír la voz del ciego replicando a su canto:
… gaur arratsean zure ohean
itsuki zaitut nik maite [2]
Milia se quedó quieta y en silencio, y así siguió al sentir que el ciego retiraba la espada del centro de la cama.