III. El huésped de la noche

En pleno duermevela, le pareció de nuevo que alguien llamaba a la puerta. Era demasiado tarde para tratarse de un huésped y demasiado pronto para que fuera un acreedor. Tampoco se trataba de fugitivos o de esbirros del juez Ungar: los fugitivos imitaban el aullido de algún animal solicitando refugio a Milia, quien arriesgaba el cuello si accedía a la demanda; los perseguidores abatían la puerta a patadas y, en una razzia terrorífica, registraban las habitaciones y dependencias de la venta con saña de perros rabiosos.

Milia permaneció inmóvil durante unos segundos, escrutando el silencio. Sentada en la cama, miró primero a la ventana, donde la luna, resplandeciente como un plato de loza blanca, teñía la noche de fría plata. Luego miró a la puerta de la habitación, agitada por la certidumbre de que aquellos golpes en la puerta le anunciaban un profundo cambio en su vida.

Se levantó y, tras echarse una toquilla de lana sobre los hombros, encendió una vela para iluminar el camino hasta la puerta principal de la venta.

Bajó las escaleras, tratando de dominar la abrumadora inquietud que se había apoderado de ella: nadie debía percibir la amargura que la embargaba; no podía consentir que la gente, conmovida por la doble derrota que suponían su ruina y su viudez, sintiera compasión por ella.

Volvió a oír una llamada, esta vez de una forma que no dejaba lugar a dudas. Desconcertada, Milia se acercó hasta la puerta:

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy un pobre ciego. Apiadaos de mí —le respondió alguien desde el otro lado de la puerta, con una potente voz que no se correspondía con el tono suplicante del requerimiento.

En su venta nunca se había negado un lugar en el cobertizo o en el pajar a los ciegos y mendigos que en aquellos tiempos difíciles recorrían los caminos en un continuo y fatigoso viaje sin rumbo ni destino, y la ventera consideró que tampoco aquella noche había motivo alguno para cambiar de proceder. Protegió la llama de la vela con la palma de la mano y se arrebujó en la toquilla de lana. Al abrir con resolución la puerta de la posada, le pareció por un momento escuchar un intenso zumbido proveniente de las colmenas, pero el viento frío que le azotaba el rostro le recordó que las abejas reposaban en su letargo invernal.

Alzó la vela a la altura de los ojos, y, aunque lo primero que vio fue al hombre que había llamado a la puerta, su atención se desvió súbitamente hacia la encina que se alzaba delante de la casa: el cierzo, que se había apoderado del aire, y el hielo formado durante la noche arrancaban continuos chasquidos y destellos a las ramas y hojas de la encina solitaria.

Milia contempló el árbol con ojos cargados de reproche: los sonidos y fulgores de la encina se le antojaron burlones, casi obscenos. Su marido, a quien ella había cuidado solícita incluso después de muerto, ocupándose de que a su tumba no le faltara una sombra tupida, era el causante de la multitud de sinsabores que la habían acompañado durante todo un año, y también de la pérdida de su posada, que, irremediable como la llegada del alba, se consumaría al cabo de muy pocas horas.

El ciego la sacó de su ensimismamiento:

—Sé que no son horas, disculpadme, pero… Solo pretendo dormir bajo techo.

Fue entonces cuando reparó verdaderamente en él. Era un hombre alto, de esbelto porte. El color de su tez recordaba al de la cera. Una capa negra lo cubría de los hombros a los pies, y, de la espada que llevaba a la cintura, solo el pomo de la empuñadura asomaba entre los pliegues del negro sayal. A pesar de la ceguera, parecía escudriñarlo todo a su alrededor.

Un brusco estremecimiento recorrió el cuerpo de Milia, como si sobre ella se hubiera cernido la niebla más densa: nunca antes había visto semejante belleza ni tanta serenidad en un hombre. De pronto, una alegría extraña se apoderó de ella: quizá por primera vez en su vida, se sentía libre.

«Oh, Dios mío, no sé quién te ha enviado, ni me importa», pensó, y, en lugar de conducir al ciego al cobertizo, se hizo a un lado para franquear el paso al viajero:

—Pasad, pasad, caballero —balbuceó Milia—, antes de que el frío nos convierta en estatuas.

De pronto había comprendido que nunca lograría liquidar sus deudas ni disfrutaría un futuro placentero si seguía aceptando sumisa la cadena de infortunios a que la había conducido el proceder de su marido.

«Antes de perder la posada —pensó—, llamaré a Garchot y haré que derribe la encina», y cerró con fuerza el portón de la venta.

El ruido de los chasquidos del hielo en las ramas de la encina cesó por completo, pero no así lo que seguía pareciéndole el zumbido de un enjambre de abejas. Una gata negra, que hasta entonces dormitaba al amor de la lumbre, abrió los ojos, miró al ciego y, tras dar un respingo, atravesó la sala en una veloz carrera y fue a esconderse bajo un arcón.

Milia precedió al ciego iluminando el zaguán con la vela. Una vez en la sala, se acercó al hogar y echó un manojo de astillas sobre el rescoldo, que al instante despidió chimenea arriba una columna de humo blanco.

Al poco tiempo, el fuego ardía de nuevo, restituyendo sus contornos a los pucheros, muebles y demás objetos de la estancia. La mujer depositó la vela sobre la repisa de la chimenea, al lado de un pequeño espejo, que reflejó la imagen de la ventera. Aunque el hombre que esperaba detrás de ella no podía ver su desaliño, la ventera se arregló primero el pelo, luego se llevó la mano a la ropa, y, tironcito aquí, frunce allá, trató de que el camisón se le ajustara mejor al cuerpo.

Se tomó un tiempo para tratar de serenar su respiración: de ningún modo quería que el ciego percibiera el estremecimiento que se había apoderado de ella.

Al rato, Milia se volvió muy despacio y alzó la mirada.

La luz de la vela iluminaba con violencia nerviosa la pálida tez del hombre, en la que destacaban sus ojos, misteriosas simas sin fondo. Su estatura, realzada por la sombra que proyectaba, terminaba de configurar una imponente presencia.

Segura de no ser vista, y sin la obligación de representar papel alguno, dejó que sus ojos se saciaran de belleza. Su corazón, ansioso de hermosura, brincaba de gozo. A fin de cuentas, estaba ante un pobre ciego que no podía verla ni compadecerse de su viudez.

—Os serviré talo con queso.

—Gracias, señora —le respondió el ciego—, no tengo hambre, ni tampoco sed. Me bastaría con poder acomodarme en algún rincón templado hasta el amanecer…

—Está bien, como gustéis… ¿Queréis sujetar un momento la vela, hasta que dé con la llave de vuestra habitación? —le rogó Milia, dominando a duras penas el alocado pulso de su corazón.

Él, con dos breves pasos, se aproximó a la mujer y tanteó el aire en busca de la vela. Su mano, suave como el plumón, rozó la de la ventera con la tibieza del viento sur. Una leve inclinación de cualquiera de ellos hubiera sido suficiente para que sus labios se unieran.

Fue Milia quien, tras darle la vela, retrocedió lentamente, con la boca entreabierta, como si un terror súbito se hubiera apoderado de ella. Parecía que la sangre se había retirado de su rostro, de sus manos. A punto de desvanecerse de puro vértigo, sentía perder la noción de la realidad: no sabía dónde estaba, ni qué hacía. Una agitación desconocida se extendió por todos y cada uno de sus miembros, como si por sus venas, en lugar de sangre, circulara el viscoso veneno de una víbora. El estremecimiento que recorría sus entrañas tenía el sabor acre del aguardiente que servía a diario a los clientes. Respiraba agitadamente, y sintió que sus pechos cobraban vida, como deseosos de manifestar su presencia aun a través del holgado camisón. Desde que estrechara por última vez entre las suyas la mano fría de su marido muerto, no había vuelto a sentir el contacto de la mano de un hombre.

La cabeza le daba vueltas, como hojarasca a merced de un vendaval de otoño, y le costó dar con la llave que buscaba en la pequeña repisa disimulada al pie de la escalera. Se la colgó de un dedo, a modo de anillo, y, con la misma mano, tomó la vela al ciego.

—Seguidme… —dijo la mujer y comenzó a subir las escaleras.

Pero no sintió los pasos del ciego a sus espaldas, y, al girarse, vio que el ciego vacilaba ante el primer escalón.

«¡Qué idiota eres! —se dijo Milia, mientras descendía un par de peldaños—. Animo, no vas a perder nada que no hayas perdido ya.»

Con gesto resuelto, extendió su mano libre y tomó la del ciego para guiarlo escaleras arriba.

No pronunciaron palabra mientras, Milia siempre delante, subían despacio los peldaños de madera.

Una vez en el piso de arriba, la mujer dudó un instante ante una de las puertas. Pero enseguida avanzó, resuelta, hasta el final del pasillo y abrió la puerta de su habitación.