El primero en acudir fue Belzunce, el molinero, un tipo robusto y bien alimentado. Reclamaba el pago de varias fanegas de avena y de más de cien celemines de trigo.
La viuda reaccionó con expresión alelada:
—Mi marido nunca trajo avena ni trigo… Siempre me he ocupado yo de esos menesteres.
Belzunce soltó una carcajada, mostrando toda la negrura de sus dientes:
—No pretendo ser desconsiderado, señora, pero prefiero no imaginar el modo en que el difunto estará ahora mofándose de mí… y de vos.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Milia. Súbitamente su tersa frente se vio surcada por marcadas arrugas, labradas por la sorpresa que le habían causado las palabras del molinero.
—De camino a la ciudad, vuestro marido, que en paz descanse, pasaba por mi molino y se aprovisionaba de avena y trigo para venderlos en el mercado. Así es como lograba los táleros necesarios para pagar rondas y favores.
Consciente de que la palabra de una mujer nada vale cuando se opone a la de un hombre, Milia calló y renunció a realizar cualquier tipo de pesquisa acerca de lo que parecía ocultarse tras las palabras del molinero.
La voz de acémila del chacinero Amenduz vino a aumentar el desconcierto de la viuda, cuando, no bien se hubo marchado el molinero, se presentó en la venta con intención de cobrar los embutidos que el difunto le encargaba para las cenas que, al decir del chacinero, acostumbraba a hacer con sus amigos de la ciudad:
—Mientras su marido congregaba en torno a sí a soldados ociosos y bellas mujeres que acudían prestos al olor de mis longanizas y salchichones, yo seguía condenado a deslomarme como una mula para sacar adelante a mi familia… —El chacinero miró a derecha e izquierda y bajó la voz—. Ahora que nadie nos escucha…: el juez Ungar no imparte toda la justicia que debiera; esa es la verdad.
Tras Amenduz, se presentó Pellot, el pescadero, quien le requirió el importe de varios sacos de despojos de arenques, que había fiado a su marido para abonar los jardines del prostíbulo más lujoso de la ciudad…
—La mía no es precisamente una posición desahogada, señora ventera. Una pescadería dista mucho de ser una bicoca en los tiempos que corren…
Milia sonrió tristemente como para excusarse. El tono de su voz buscaba provocar la compasión del pescadero:
—No tengo con qué pagaros.
—Vended la hostería —y al hacer esta proposición, el pescadero chasqueó la lengua como un sapo al atrapar una mosca.
Ella guardó silencio, como si necesitara tiempo para rumiar la respuesta, pero, en realidad, solo estaba demorando la que ya tenía bien decidida: a pesar de que, vendiendo la posada, podría haber obtenido lo suficiente para satisfacer las deudas y rehacer su vida, se prometió a sí misma que jamás la vendería, por mucho que la conducta irresponsable de su marido la hubiera puesto al borde de ello. Estaba en juego su propia dignidad, que le exigía evitar a toda costa que aquel que yacía junto a la encina rigiera su destino desde la tumba.
Al rato, Milia lanzó un profundo suspiro. Luego, habló con lentitud calculada:
—Sin la hostería, no tendría de qué vivir. Concededme un año de plazo. Tenéis mi palabra de que cancelaré la deuda…
Pellot sacó un cuchillo de su cinturón y grabó la fecha convenida en la viga maestra que se alzaba en el centro de la sala.
—Sea, un año. Me parece un plazo razonable.
En términos parecidos se sucedieron las visitas de un sinfín de acreedores.
La viuda no se veía capaz de distinguir a los que le decían la verdad de quienes no pretendían más que sacar provecho fraudulento de la situación. No eran, sin embargo, las deudas ni el riesgo de perder la venta lo que, de pronto, la obligaba a caminar como si acarreara una pesada piedra sobre sus hombros. Parecía haber envejecido quince años. Tras cada visita, su imaginación se poblaba de escenas insólitas protagonizadas por su marido, un hombre al que había considerado siempre un ser pusilánime e incapaz de nada que supusiera el más leve cambio en la rutina de su vida. Y lo imaginado la disuadía de indagar en lo real, porque una cosa era bien segura: aunque solo fuera cierta la cuarta parte de las reclamaciones que tenía que atender y la décima parte de las andanzas que todos se empeñaban en atribuir a su marido, este debía de estar contagiando sus carcajadas a los gusanos que lo devoraban.
Aquellos días, Milia sentía que su vientre era una sima sin fondo, y comenzaba a convencerse de que las risotadas de su marido, que le invadían una y otra vez los sueños, le impedirían dejar atrás el vacío inmenso en que se había convertido el transcurso de sus días y sus noches.
Pero aquel rencor contra su marido pronto se volvió contra ella misma: había pasado sus mejores años ciega ante la vida. Se sintió ridícula, engañada hasta la infamia. La existencia le pesaba como una carga insoportable. No se entendía a sí misma, se veía extraña, desconocida, y una ansiedad sin tregua amenazaba con apoderarse de ella. Comenzó a imaginarse deseada por los hombres, a soñar amorosos abrazos a los que se entregaba gustosa y susurrantes palabras trémulas de pasión. Así, cada vez que alguien llamaba a la puerta de la venta, alimentaba en su interior la esperanza de que el visitante pretendiera de ella algo que no fuera una habitación o la liquidación de una deuda. Con la sonrisa culpable de quien sabe que está aventurándose en territorios prohibidos, se deleitaba imaginando que alguien le proponía, a cambio del perdón de las deudas, un acuerdo de conveniencia mutua para recorrer junto a ella un tramo de la vida, en el que el placer y la despreocupación serían sus únicos huéspedes. A veces, llegaba incluso a desear que algún hombre («aunque fuera el mismísimo diablo», se decía a sí misma desde la hondura de su soledad) hiciera germinar en sus entrañas la semilla de una vida nueva, algo de lo que su marido había sido incapaz.
Pero ella nunca tomaba la iniciativa ni dejaba que sus deseos traspasaran el umbral de los labios, de forma que acreedores y huéspedes se sentían obligados a respetar escrupulosamente su condición de viuda reciente. Pero, al caer la noche, entretenía la soledad imaginando que las manos y los labios de algún huésped bien parecido recorrían su cuerpo. En el momento más dulce, Milia deslizaba suavemente los dedos hasta la hendidura de su pubis, que ya comenzaba a humedecerse.
Solo un chamarilero, de nombre Juncal Mochaile, se dirigió a ella en términos parecidos a los que ella tantas veces había imaginado:
—No es fácil encontrar a una viuda que, además de hermosa, sea experimentada en los negocios, y ¿qué mejor ropaje para una mujer que un buen marido? El corazón no puede vivir sin algo por lo que penar y sentirse atraído. Espero haber llegado en el momento oportuno.
Milia pensó con alegría que tal vez podría desprenderse pronto de las convenciones que habían regido su conducta de viuda. Pero bastó que pusiera una jarra de vino ante Juncal Mochaile, para que este se olvidara de su insinuación, al igual que el perro olvida guardar la finca cuando se le arroja un hueso. Al despertar, el chamarilero agradeció a la viuda el vino, que había apurado hasta la última gota, y se marchó, con sus andares de oca, alegre como el humo cuando sale por la chimenea.
Cuando el chamarilero se hubo alejado, el viento parecía reírse en las ramas de la encina. La ventera se encerró en la casa dando un violento portazo.
Pasaron los días, y el número de acreedores que acudía a la venta comenzó a disminuir, por lo que la ventera pudo dedicarse de lleno a los quehaceres de su oficio.
Prescindió de los servicios de una muchacha de los alrededores, que le ayudaba como camarera, y despidió también al mozo de cuadras, que había desempeñado ese cometido para ellos durante años. Sola ya, trabajó hasta la extenuación durante el año que los acreedores le habían concedido como plazo: cocina y habitaciones, compra y limpieza, tomó sobre sí todas las tareas de la posada; ella se ocupaba de cepillar los caballos y mulos de los huéspedes, y también de darles la avena; ella colocaba las alzas a las colmenas, sin temor alguno a las abejas, que llegaban incluso a posársele pacíficamente en los brazos y en la cara; ella cuidaba la huerta; ella deshollinaba la chimenea; ella arreglaba las goteras del tejado y las ventanas que se desvencijaban.
Así pasó un año, trabajando día y noche, con la esperanza de poder, al fin, liquidar las deudas y dejar atrás la sombra de su marido, y dispuesta a emprender, acto seguido, un porvenir en el que no haría ascos a ninguno de los goces que la vida le ofreciera.
Pero, al cumplirse el plazo, comprobó con amargura que la madeja que había estado hilando durante un año no se hacía mayor que la rueca: el dinero que con tanto empeño había acumulado no alcanzaba a cubrir siquiera la décima parte de la deuda de su marido. Y, a primera hora de la mañana siguiente, los acreedores se agolparían a la puerta de la posada.
La ventera, poseída por una ira que le quemaba las entrañas y sin preocuparse de que pudiera despertar a los pocos huéspedes que había en la venta, la emprendió a hachazos con la encina, pero sus golpes rebotaban una y otra vez en la dura corteza del árbol, sin alcanzar siquiera a perturbar el indolente deambular del aire. Pronto se dio cuenta de lo inútil de su empeño y arrojó el hacha al suelo, mientras maldecía el día en que había mandado a Garchot replantar aquella encina frente a la posada.