Introducción

Era octubre, cuando madura el maíz y el brezo germina. Al alcanzar el sol su cénit, los vendimiadores, apenas una decena, nos reunimos, junto a la chabola del viñedo, para dar cuenta del habitual almuerzo rápido. Tras improvisar una mesa apoyando unos tableros sobre un par de caballetes, nos sentamos en los cestos de vendimiar volteados. El viñador era el único del oficio. El resto de la cuadrilla lo componíamos vecinos, familiares, clientes y amigos de aquél, congregados, año tras año, por el deseo de ayudarle y de disfrutar del ambiente amistoso que armonizaba la gran diversidad de nuestros oficios y edades. Yo era el más joven del grupo, y estaba allí porque, desde que murió mi padre, viejo amigo del viñador, ocupaba su lugar en la vendimia, cumpliendo así una especie de rito hereditario anual, al que nunca faltaba, aunque para ello tuviera que aplazar mis propias tareas o, incluso, compromisos académicos.

La mujer del viñador nos sirvió unas lonchas de panceta y huevos fritos. Sus sosegados movimientos denotaban una madurez lozana, rejuvenecida por las abundantes pecas de su rostro y por su fácil sonrisa. Era la única mujer del grupo, y algunos de los vendimiadores comenzaron a tomar el pelo a su marido con las pullas de costumbre. Sin embargo, era ella quien, anticipándose a su marido, replicaba, una por una, a las chanzas y chacotas de los comensales. El viñador, con sus inquietos ojos iluminados por una sonrisa aún más inquieta, se limitaba a soportar con resignación las ocurrentes respuestas y los agudos contraataques de su mujer, la cual, devolviendo picardía por torpeza, ironía por socarronería, sal femenina por vinagre masculino, fue haciéndose con el dominio de la situación, hasta que el parloteo de los hombres terminó por extinguirse como la llama de una vela cuando se tapa con un bol.

El viñador llenó de chacolí mi vaso y, libre del desasosiego que a mí me incomodaba, me dio una amistosa palmada en el brazo.

—No pierdes detalle —me recriminó, jovial.

Nos conocíamos desde que, siendo yo niño, mi padre me llevaba con él a la bodega, pero el viñador no se acostumbraba a la curiosidad de una polilla de biblioteca (así me llamaba) como yo. En efecto, yo no dejaba pasar la ocasión de recopilar cualquier información, esencial o accesoria, sobre lo concerniente a la viña: la poda, los injertos, la fermentación del mosto, el aprovechamiento del orujo, los modos antiguos y las técnicas nuevas, los rituales y hablillas de la vendimia…, todo constituía para mí motivo de interés.

Me encogí de hombros, al tiempo que trataba de eludir la réplica con un vago gesto de resignación, y me llevé el vaso a los labios. ¿Qué hubiera podido decirle? ¿Que no me agradan las situaciones equívocas o ambiguas, ni siquiera cuando se amparan en las costumbres, pretendidamente tradicionales, que rodean a la vendimia? ¿O debía, tal vez, echarle en cara que hubiera expuesto a su mujer a un coro tan procaz y que no hubiera hecho nada por defenderla? ¿Quién era yo para fruncir el ceño ante aquel acogedor amigo que siempre me había tratado con la mayor deferencia?

Una ráfaga de viento frío proveniente del mar sacudió el follaje de las parras. Oscuros nubarrones comenzaron a engullir el disco del sol, y los colores de la viña perdieron su brillo. El súbito cambio del tiempo me liberó de la obligación de proseguir la conversación iniciada por el viñador, y, aliviado, vacié mi vaso de un trago.

En ese instante, se oyó un zumbido de abejas proveniente de las zarzas próximas al muro de la viña.

El viñador alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia el zarzal. Su mujer lo tomó del brazo. Los comensales, ajenos al súbito cambio de humor de la mujer, comenzaron de nuevo su torneo de pullas, hasta que el viñador, tras dar un fuerte puñetazo sobre la mesa, los mandó callar con un grito. Le temblaban las aletas de la nariz.

Permaneció un buen rato con los dientes apretados y el ceño fruncido, sin apartar la mirada de las zarzas.

El zumbido se hizo más intenso. El viñador se levantó como impulsado por un resorte, y cogió la vara de avellano que reposaba apoyada en la esquina de la chabola. Pensé que se dirigiría hacia el zarzal, pero, en lugar de eso, se puso a examinar minuciosamente el techado y paredes de la chabola. Hurgaba con la punta de su vara en los canalillos y rendijas del tejado, en las junturas de vigas y solivos, en las grietas de la pared…

Su mujer, detrás de él, le señalaba, alzando el brazo y sin pronunciar palabra, las rendijas y huecos que aún no había revisado. Mientras tanto, seguía oyéndose el zumbido de las abejas.

De pronto, la mujer le señaló el ángulo que formaba el alero de la chabola con el muro de la viña. En un rincón invadido por las telarañas, asomaba una protuberancia viscosa. El viñador dirigió hacia allí la vara.

—¡Ya te tengo, estás perdida!

Pero su mujer le retuvo el brazo.

—¡No, no! Es mejor combatir el fuego con fuego —le sugirió, con voz suave pero firme.

El viñador asintió con la cabeza y, sin pronunciar palabra, entró en la chabola.

El resto de vendimiadores, sobrecogidos, asistíamos a la escena en completo silencio, incapaces de comprender la súbita transformación de la pareja. ¿A qué venía aquella sarta de conjuros y aspavientos? Yo siempre había tenido al viñador por una persona juiciosa, con los pies bien asentados en el suelo, tanto en los negocios como en la amistad, y me resultaba imposible establecer relación alguna entre aquel repentino desvarío y la prudencia que siempre había estimado en él.

Al rato, el viñador salió de la chabola con una botella de alcohol y un trozo de esparto. Ató el esparto a la punta de la vara y lo roció generosamente con el alcohol. Acto seguido, le prendió fuego.

Con la antorcha en la mano, se dirigió al rincón señalado por su esposa y acercó el fuego a la protuberancia que allí asomaba. Hincó en ella la vara convertida en tea, una y otra vez, con saña. Se oyó un aullido, penetrante como el chirrido de la sierra mecánica al topar con un clavo incrustado en la madera. Inmediatamente después, una rara alimaña, que no alcanzamos a identificar con nitidez, alzó el vuelo con un aleteo enloquecido. Cuando pasó por encima del muro de la viña, el enjambre abandonó el zarzal, desapareciendo de nuestra vista.

Marido y mujer respiraron hondo y, recuperada ya la calma, regresaron a la mesa. Antes de que pudiéramos hacer ninguna pregunta, el viñador tomó la palabra:

—Era Betina Cherrén, al frente de un tropel de diablos. De no ser por el aviso de las abejas…

Los vendimiadores de mayor edad se santiguaron, conteniendo la respiración. Los más jóvenes estaban perplejos, pero nadie mostró la menor señal de incredulidad ante las palabras del viñador. En cuanto a mí, al comprobar que todos estaban dispuestos a tragarse aquellas inverosímiles explicaciones, decidí callar. Allí donde el viñador había visto un tropel de diablos, yo había distinguido la silueta de un murciélago. Un murciélago de proporciones respetables, es cierto, pero inconfundible en el poderoso batir de sus alas membranosas. Me llevé un trozo de queso a la boca para entretener mi deliberado mutismo.

Pasamos toda la tarde en las labores de la vendimia. La cosecha de aquel año era muy abundante, y los racimos de uva, grandes y jugosos. En las hileras de parras contiguas a la mía, trabajaban dos jóvenes. Uno de ellos canturreaba al compás de la música de su walkman, y el otro había nacido sin el don de la conversación. Trabajé, por tanto, en silencio, sumergido en mis cavilaciones.

Declinaba el día, cuando el ronroneo de un tractor nos anunció el fin de la jornada. Lo conducía el viñador, al cual ayudé a volcar en el carro los cestos alineados junto a las hileras de cepas.

—No me llevará más de una hora recogerlos todos. Quédate a cenar —me invitó.

—No quisiera causaros molestias… —le grité por encima del estrépito del tractor. La invitación me había alegrado profundamente, puesto que me daba oportunidad de aclarar los sucesos del mediodía, pero no quería mostrarle una curiosidad excesiva. Mis indagaciones e interrogatorios, que a él sin duda le debían de parecer propios de un ignorante, lograban aguijonear su inveterada inclinación a tomar el pelo a los curiosos, y siempre se las arreglaba para embrollarme como un gato que jugara con un ovillo de lana: no me veía capaz de discernir cuándo me hablaba en serio y cuándo se burlaba de mí.

El viñador, sin prestar la menor atención a mis educados reparos, soltó el freno de mano del tractor y accionó la palanca de cambios. Sus palabras revelaban que daba por supuesta mi presencia en la cena:

—No esperes nada del otro jueves: bacalao con pimientos. Y nueces.

Tras la advertencia, aceleró, y el tractor, cargado de uva, se alejó traqueteando.

—Alrededor de las nueve… —alcancé a oírle. Dijo algo más, pero el ruido del motor me impidió entender sus palabras.

A las nueve en punto llamé a la puerta de la bodega de chacolí. Desde el lagar, llegaba el denso aroma húmedo de la uva prensada, y mi olfato no podía percibir otro olor que aquel efluvio agridulce.

Me abrió el viñador. Vestía ropa limpia, y la humedad de sus escasos cabellos, solo presentes a ambos lados de la cabeza, denotaba que acababa de ducharse.

—¿Qué tal? —le pregunté, señalando el lagar con la cabeza.

—Se terminó, por hoy. La uva estaba bien jugosa, y ha dado mucho zumo.

Se oía el monótono ronroneo de un motor, y el chorreo ininterrumpido del mosto. El motor bombeaba el líquido desde el lagar a los depósitos.

Me condujo directamente a la cocina, donde, tras ponerse un delantal, comenzó a picar cebolla. Me prendí del cinturón un trapo de cocina y comencé yo también a picar cebolla. Cuando reunimos suficiente cantidad, echamos el picado a la sartén donde aguardaba el aceite ya caliente, y el viñador suavizó el fuego.

—La cebolla tiene que sofreírse despacio y completamente. Hay que dorarla con calma —dijo. Extremadamente meticuloso en las cuestiones culinarias, concedía gran importancia a los preparativos previos y aseguraba que son precisamente detalles como el correcto dorado de la cebolla o la proporción precisa de harina los que aseguran el punto exacto de un plato.

Sacó seis trozos de bacalao de un recipiente lleno de agua y los dispuso sobre un trapo para que se secaran. Luego, guardó el recipiente en el frigorífico.

Yo aún no sabía quiénes íbamos a cenar, pero podía hacer mis cálculos: un solo trozo de bacalao es poco para un comensal, pero tres, demasiado.

—Aquí estoy —oí detrás de mí. Al volverme, vi a la mujer en la puerta de la cocina. Llevaba un vestido rojo que realzaba sus senos pequeños y redondeados. Sus manos sujetaban una bandeja, con una botella y tres vasos.

Depositó la bandeja sobre la mesa y sirvió la bebida en los tres vasos. Me llevé el mío a la nariz.

—¿Qué es? ¿Manzanilla? —pregunté, con cierto aire de entendido.

—No. Es un vino nuestro que hemos dejado envejecer. Recuerda al amontillado, y tiene un aroma más penetrante que la manzanilla. Y también más grados —me aclaró la mujer, al tiempo que fruncía la nariz como si quisiera advertirme de los riesgos de aquel vino. Las pecas de su rostro añadían picardía a sus ya de por sí divertidos gestos y muecas.

Alzamos los vasos en un brindis sin palabras y probamos el vino. Cierto tono cobrizo denotaba que había llegado al límite razonable del envejecimiento, pero aún conservaba el aromático sabor afrutado del chacolí de origen, y su viveza lo distinguía de los amontillados añejos, más sosegados y densos.

Durante la cena, la conversación giró en torno a los pormenores de la vendimia, al punto de sal del bacalao o a las peripecias de algún amigo común, hasta que llegó la hora del café.

Fue la mujer quien sacó a relucir, de pronto y con la mayor sencillez, la cuestión:

—No se ha vuelto a oír el zumbido de las abejas.

Un súbito brillo se encendió en los ojos de su marido. Giró a medias el cuello y frunció el ceño, como quien rechaza la idea de volver sobre historias ya pasadas.

—Y no se volverá a oír. Tenemos luna llena —creí descifrar en su susurro, que más bien parecía destinado al cuello de su camisa.

La luna, blanca y redonda como un plato de porcelana, lucía en pleno centro de la ventana. Diríase que estaba al alcance de nuestra mano, tan próxima como los platos de Talavera y de Gubbio que colgaban de las paredes de la cocina. El viñador tenía la mirada fija en la ventana, como si el brillo de la luna lo hubiera embrujado.

—No irás a decirme que haces caso de esas supercherías —traté de provocarlo. Me resultaba imposible dar crédito al comportamiento del viñador al mediodía y a sus recientes palabras. Siempre había sido un hombre cabal, de los que no creen en duros a cuatro pesetas ni en el beneficio sin sudor. En cuanto a su mujer, mi trato con ella no era tan asiduo, pero su brío, eficiente y tenaz, no era propio, precisamente, de una persona que gustara de dejar levitar sus ideas y sentimientos en los oscuros territorios de la histeria.

Se hizo un denso silencio. No se oía ni el más leve sonido, como si el mundo se hubiera detenido de pronto. La luna, plateada y afable, seguía ocupando el centro de la ventana. Al cabo de un rato, oí la voz, pesada y lenta, del viñador:

—También por este año nos hemos librado del desastre.

Parecía inmerso en un sueño. O bajo los efectos de alguna droga. Tras una larga pausa, comenzó a hablar de nuevo, desgranando sucesos antiquísimos como si estuvieran ocurriendo ante sus ojos en aquel preciso instante. Al principio, hablaba entre dientes y como para sí, y yo a duras penas alcanzaba a oírle. Pero su voz enseguida recuperó su potente sonoridad.

Cuanto más enérgico se mostraba el viñador, tanto más cohibido me sentía yo. La cabeza se me embotaba, mi conciencia se debilitaba, la respiración parecía querer abandonarme, el sudor, que sentía manar de mis poros caliente como el fuego, se me helaba en cuanto comenzaba a deslizarse sobre la piel.

Las palabras del viñador me llegaban desde muy lejos, ora ligeras como mariposas, ora pesadas como el plomo.

Aturdido en medio de la hojarasca de aquellas palabras de perfil cambiante, dirigí mi mirada a la ventana. La bondadosa luna, oscilante como un péndulo, me guiñó un ojo desde el centro de la ventana: como sentada en un columpio, se balanceaba firmemente asida a las dos cuerdas que lo sujetaban, al tiempo que agitaba sus piernas rechonchas en el aire al ritmo de una canción infantil.

Entre tanto, las palabras del viñador seguían manando a borbotones; un torrente de palabras que alimentaba sin cesar su narración, la canción infantil que mecía a la luna, la noche… Y también las palabras hacían oscilar sus piernas en el aire, como si quisieran sumarse a la luna en su juego.

De vez en cuando, alcanzaba a distinguir en la narración del viñador ciertos nombres de una sonoridad extraña: Betina Cherrén, Milia, María Quiriquitún, Andrea Mádalen, Aquilimarro, Salvatore, Juncal Mochaile, Mathias Ungar… Y los nombres, a medida que les iba correspondiendo el turno de asomarse a la narración, se subían al columpio para acompañar a la luna en su alegre balanceo.

Incluso la tierra se balanceaba, y mis pies no hallaban sustento firme. Sentí que me deslizaba en la silla. Me incorporé. Volví a deslizarme. Me aferré al respaldo de la silla como a las cuerdas de un columpio.

—Se encuentra mal. No podemos dejarlo marchar en estas condiciones —dijo la mujer al viñador; luego me habló a mí—: Será mejor que te quedes con nosotros.

No sé cuánto tiempo pasé en ese estado. Cuando volví en mí, reconocí el olor a mosto que venía del lagar. En un esfuerzo por reconstruir la secuencia de los hechos, me acordé del vino envejecido que había bebido antes de cenar. No era cuestión de negar el efecto de las bebidas de alta graduación, pero sabía que había sido otra la causa de mi desvanecimiento: las palabras del viñador habían espoleado mi imaginación enfebrecida.

Hice ademán de levantarme de la cama en la que, al parecer, me habían acostado, pero me fallaron las fuerzas.

Pacientemente, la mujer ajustó bajo el colchón las sábanas, algo revueltas por mis movimientos. Luego, acomodó toda la ropa de cama y deshizo las arrugas con la palma de la mano.

Miré hacia la ventana. La luna seguía en el centro. Sin embargo, había perdido todo rastro de bondad, y vi en ella el perfil de un ángel deforme: en lugar de alas, tenía membranas de murciélago; su cuerpo estaba reseco.

De pronto, la luna desapareció.

Un silencio tan denso como la oscuridad se adueñó de todo.