Capítulo 43

La portada del Théâtre Olympia no estaría iluminada esa noche para la gran gala de la Cruz Roja. No se usarían grandes focos en movimiento, como era costumbre en ocasiones especiales, ni la marquesina se alumbraría con sus miles de bombillas en movimiento. Francia continuaba en guerra y la energía era necesaria para otros menesteres de vital importancia. No obstante, los organizadores habían pedido permiso para cerrar la calle y llenarla de ambulancias y vehículos de la Cruz Roja que recibirían a los asistentes con las luces de sus faros encendidas, pancartas de bienvenida y banderolas al viento. Todo esto exclusivamente durante el tiempo que se prolongase la recepción del respetable público y de todas las fuerzas vivas de la ciudad.

París vivía días de inquietud. Según las últimas noticias, Berlín estaba a punto de caer.

Pese a todo, la presencia en la gala de las viejas glorias del espectáculo había despertado un gran interés entre los parisinos. Así se lo comunicó Armand Rousseau a todos los miembros de la compañía, a quienes también notificó la imposibilidad de presentar en el Théâtre Odéon el espectáculo, tal como tenía previsto, ya que razones ajenas a su voluntad se lo impedían. Así pues, tras la gala de la Cruz Roja viajarían a Toulouse, donde celebrarían sus tres últimas presentaciones en Francia antes de cruzar la frontera a España.

En esta ocasión, todos los integrantes del espectáculo sufrían una preocupación añadida al nerviosismo previo a la gala: habían tenido que trabajar duramente para poner en orden el vestuario de escena y el resto de los materiales, que habían sido maltratados por quienes habían efectuado el registro vandálico en los sótanos del teatro; pero además, para agregar inquietud en todos ellos, el inspector jefe de la policía de París, acompañado por un oficial militar miembro de la seguridad del Estado, había alertado a todos y cada uno de los ancianos del peligro que corrían sus vidas durante aquella representación, al tiempo que les había recomendado colaborar en la identificación de tres o cuatro personajes peligrosos, los mismos que habían registrado su equipaje y materiales de trabajo y, posiblemente, los responsables también de los asesinatos de sus compañeros desaparecidos.

Cuando Lena de Cock preguntó la razón por la que corrían peligro sus vidas, el jefe de policía entendió que no debía extenderse demasiado en explicaciones, por lo que se limitó a advertirlos de que su información sólo alcanzaba a aceptar la hipótesis de que los delincuentes podrían ser alemanes que buscaban algo entre sus materiales. Posiblemente algún documento secreto.

Juan Carlos, desmoralizado por la ausencia de Erika en el teatro, ya que continuaba encerrada en la habitación de sus padres, se había recluido en su camerino para mentalizarse de cara a la actuación de aquella noche. Calentaba músculos y preparaba su organismo para la presentación, pero, por primera vez en su vida, sin la más mínima ilusión. Sólo cumpliría con su obligación sin el entusiasmo del que solía hacer gala en cada presentación.

Acababa de frotarse los brazos con un fuerte linimento cuando aparecieron los gemelos en su camerino. Les abrió la puerta y, viendo que no se decidían a entrar ni tampoco decían nada, empezó a hablar:

—Si venís a levantarme la moral, perdéis el tiempo. Estoy hundido, pero tengo clara mi responsabilidad allá arriba.

—No se trata de eso —explicó Aetos mientras ambos accedían al camerino—. Venimos para que nos acompañes a explicarle algo al jefe de la policía.

—¿Algo nuevo que yo desconozca?

—No —negó Moses—. Algo que se nos había pasado hasta ahora.

—¿De qué se trata? —preguntó Juan Carlos, interesado.

—Se trata de proteger a Erika.

—¿Qué le ocurre? —inquirió Juan Carlos sobresaltado y palideciendo.

—Nada —dijo Moses tranquilizándole—. Pero precisamente para protegerla debemos hablar con las autoridades.

—Pensamos —continuó Aetos— que quizá los alemanes puedan aprovechar nuestra ausencia de La Bohème durante la función para registrar las habitaciones. No creo que sea correcto dejar a Erika sin protección.

Juan Carlos se cubrió inmediatamente con un albornoz y se dirigieron los tres a la parte trasera del escenario. Sabían que allí se encontraban cuatro miembros de la policía secreta disfrazados de tramoyistas. No los conocían, pero su olfato tras una vida entera compartiendo actuaciones y sufrimientos con el personal de todos los escenarios del mundo hizo que reconocieran a uno inmediatamente.

Sin pérdida de tiempo se dirigieron al falso tramoyista y le pidieron que localizase al jefe de policía. El hombre, algo sorprendido en principio, se excusó aduciendo que había recibido órdenes de no moverse de su puesto de vigilancia. Llevados por la prisa, los tres hombres buscaron entonces al administrador del teatro y este consiguió avisar al jefe de policía, que se presentó de inmediato acompañado por dos hombres de confianza. Cuando le explicaron su preocupación por el estado de desamparo en que había quedado Erika, enferma y sola en su habitación de la pensión y con una posibilidad muy real de que los asesinos la visitasen, este comprendió la situación inmediatamente y propuso enviar a un hombre para que recogiera a Erika y la trajera al teatro. Tras explicarle que ella no podía moverse de la pensión por estar inmersa en un proceso complicado de salud en el que los asesoraba el célebre doctor Fuvert, especialista en psiquiatría, el jefe no lo dudó ni un momento y, aun consciente de que necesitaba a todo su personal en el teatro, entendió perfectamente el peligro que representaba dejar a Erika sin protección en la pensión. De modo que envió a dos hombres a la pensión para que cuidaran de la joven, aunque eso significaba dejar de contar con ellos para vigilar el teatro.

Se retiraba ya el jefe de policía cuando Aetos llamó de nuevo su atención:

—¿Podríamos disponer mi hermano y yo de dos armas de fuego cortas? —le pidió.

—¿Con qué intención?

—La de protegernos —respondió Aetos.

—No, lo siento —negó el jefe con rotundidad—. Hoy no me puedo permitir el lujo de que se produzca un tiroteo en esta sala. Tenemos entre el público asistente a demasiadas personas importantes. Si fuera inevitable tener que disparar, sólo lo harían aquellos verdaderamente expertos en la materia. Para su tranquilidad, sin embargo, puedo asegurarle que tengo apostados en lugares estratégicos a más de cuarenta profesionales armados, todos ellos versados tiradores. No creo yo que nadie sea capaz de asomar la cabeza hoy en este teatro.

—¿Tan seguro está? —preguntó Moses.

—En circunstancias como esta nadie lo puede asegurar, pero sí puedo garantizarle que cualquier desconocido que intentase salirse del plato en esta ocasión tendría los segundos contados. Ustedes preocúpense de hacer bien su trabajo. Cuidarles será nuestra responsabilidad.

El jefe y sus dos hombres se retiraron, y Juan Carlos y los gemelos, ahora más tranquilos, se dirigieron a sus camerinos. Ya en la puerta del de los gemelos, Juan Carlos se volvió hacia ellos.

—Gracias por el detalle —les dijo emocionado.

—Lo mismo hubieras hecho tú por nosotros —respondió Moses.

Los gemelos, tras cerrar bien su puerta, comenzaron el ritual de maquillarse y vestirse mientras repasaban mentalmente el trabajo que debían realizar en escena. En un momento dado, Aetos se quedó en silencio por un espacio de tiempo prolongado.

—¿Estás aquí? —preguntó Moses preocupado por la pausa.

Aetos terminó de marcarse las pestañas inferiores con un diminuto pincel mojado en cerveza y pasado por el carbón de un corcho quemado, y respondió:

—Estoy aquí, y si supieras lo que estoy pensando me insultarías…

—Viniendo de ti ya no me sorprende nada.

—Es que estoy pensando que la oportunidad es única.

—¿La oportunidad para qué…? —preguntó interesado.

—Para cazar a esos asesinos…

Aetos desvió la mirada con la excusa de atender a su maquillaje. Moses, por el contrario, mantuvo los ojos fijos en el rostro de Aetos.

—¿Hasta cuándo debo esperar para que desembuches? —comentó tras unos segundos de silencio.

Aetos miró a su hermano.

—No, deja. Mejor que no… —dijo como si desechara un pensamiento.

—De eso nada —explotó Moses—. Ahora mismo me vas a confesar lo que estabas pensando. Me conoces lo suficiente y sabes que no me gustan las intrigas.

—De acuerdo —accedió Aetos—. Estaba pensando que esos alemanes deben de estar sentados en sus butacas dispuestos a presenciar la función. ¿Te imaginas lo que sucedería si por casualidad, en un momento dado y sin venir a cuento, el sobre apareciera en escena?

—Pues sucedería que vendrían a por nosotros.

—Exactamente —confirmó Aetos—. Con la ventaja por nuestra parte de contar con cuarenta miembros de la policía a nuestro favor.

Moses se quedó en silencio. Su mente pensaba a gran velocidad y, tras analizar las ventajas y desventajas de la propuesta de su hermano, dijo finalmente con la mayor serenidad:

—Sería una hermosa manera de terminar nuestra carrera artística. Si nos matan, seríamos unos héroes. Y si no nos matan y los cazamos, también seríamos unos héroes, pero además vivos para disfrutarlo.

—Entonces —dijo Aetos—, ¿quién habla con el jefe de policía, tú o yo?

—¡Y qué más le dará a él con lo que nos parecemos!

La fórmula utilizada en el Théâtre des Célestins de Lyon, ahora aplicada a todas las atracciones del espectáculo, estaba resultando un éxito sin precedentes. El hecho de parcelar las actuaciones mezclando secuencias cortas de cada atracción estimulaba el ritmo de la función hasta el punto de dejar al público sin respiración, asombrado y, algunas veces, hasta con la boca abierta aterrorizado ante el riesgo que corría el intérprete. El entusiasmo era total. Aquellas viejas glorias volvían a conquistar la Ciudad de la Luz y guardaban en sus amplios bolsillos aquellos nuevos éxitos que ya no creían merecer ni soñaban con poder volver a lograr. La noche estaba tocada por una varita mágica que la convertiría en inolvidable. Todos los ancianos lucían en sus rostros la embriagadora felicidad que producen las grandes ovaciones. En aquel momento, los Orakis Brothers presentaban su última actuación. Aetos estaba en el centro del escenario frente a una clásica mesita de mago. Se dirigió a un lateral para introducirse en el sarcófago de «El diablo en llamas» cuando, de la mesita y sin que aparentemente estuviera previsto, saltó por el aire un sobre marrón que cayó al suelo. Aetos, fingiendo un gesto de preocupación y como si tratase de disimular un accidente o un fallo inesperado, recogió el sobre del suelo y lo colocó sobre la mesita, que un ayudante de escena retiraba del escenario en aquel preciso momento.

Simultáneamente, en el patio de butacas se producía una reacción inmediata. Primero un individuo se ponía en pie y molestaba a sus vecinos de asiento buscando el pasillo central. Inmediatamente, y como si tuvieran resortes en sus cuerpos, tres hombres saltaron en sus butacas, situadas en tres puntos diferentes del patio, y buscaron rápidamente las puertas del vestíbulo. Para beneficio de los miembros de la policía, cada uno de los tres se dirigió a una puerta distinta, la más cercana, lo que facilitó su detención, puesto que en cada puerta de salida al vestíbulo montaban guardia dos policías de paisano. Sin embargo, el primer individuo, habiéndose apercibido de las rápidas detenciones del trío, dio media vuelta y, tras bajar por el pasillo central, como si fuera parte del espectáculo de magia, saltó al foso de la orquesta y desapareció. Inmediatamente, Aetos, que vestía un frac y un sombrero de copa blancos, colocó un baúl de tamaño regular en el centro del escenario. Dos mozos de escenario introdujeron al mago con las manos atadas en un saco, y el saco dentro del baúl. Y, mientras tanto, por todo el teatro se movían a gran velocidad infinidad de policías camuflados que corrían a cumplir órdenes conforme las recibían. En el escenario, los mozos ataban el baúl con una cuerda y le daban una vuelta. Tras la vuelta comenzaron a desamarrar el baúl. Tras unos momentos de tensión, abrieron el baúl y apareció Aetos vestido con un frac negro, un sombrero negro y con una copa de champán en la mano.

Mientras sonaba una gran ovación, Aetos señalaba el trapecio de Juan Carlos, donde este se encargaría de cerrar con broche de oro el espectáculo. Mientras esto sucedía entre el público, los cuatro agentes disfrazados de tramoyistas detrás del escenario también se lanzaban a la caza del hombre que había saltado al foso.

En cuestión de segundos, todo el personal de la policía se movía por los sótanos del teatro, tanto los que iban de uniforme como los que vestían de paisano. En aquella confusa búsqueda nadie podía identificar al hombre que buscaban. No sólo no lo conocían, sino que, además y para mayor confusión, los policías de paisano que había en el teatro procedían de distintos distritos de la capital, por lo que tampoco se conocían entre ellos.

Media hora más tarde, con las huellas del fracaso reflejadas en el rostro del jefe de policía, se suspendía la infructuosa búsqueda y se asumía que el escurridizo hostigado había desaparecido. No obstante, el jefe, por si el perseguido hubiera encontrado la oportunidad de esconderse en algún extraño lugar del teatro, ordenó a cuatro parejas de policías que se quedaran allí de guardia durante toda la noche.