En la acera, frente a la pensión La Bohème, Juan Carlos preguntó:
—¿Adónde vamos?
—Lejos de aquí. A cualquier sitio —respondió Aetos.
—No estarás pensando en llevarnos otra vez al museo —le dijo Moses con gesto irónico.
—Me da igual el lugar con tal de que podamos estar tranquilos y sin testigos.
—Espero que entendáis mi necesidad de hablar con Erika. No puedo dejar las cosas como están de ninguna manera —les confesó Juan Carlos con la pesadumbre reflejada en el rostro—. Al doblar, en la esquina, hay un café bastante tranquilo donde podemos…
—No —cortó Moses—. Necesitamos un lugar privado donde nadie nos vea y las paredes no oigan.
—Si queréis, con la excusa de que vamos a buscar algo en nuestros equipajes podemos ir al Théâtre Olympia —insinuó Juan Carlos.
—Ahí tendré que ir yo —dijo Aetos—. Pero solo.
—Quiero que sepáis que estoy muy confundido —dijo Juan Carlos—. Os traéis los dos un secreteo y una desconfianza que me hacen dudar de todo.
—Lo siento —dijo Aetos—. Desafortunadamente, así son las cosas.
—Podemos volver al túnel de la Île de la Cité —sugirió Moses.
—Ese no es lugar para ver los papeles —respondió Aetos.
—¿Qué papeles? —preguntó Juan Carlos.
Aetos, mostrando un inusual disgusto, comenzó a alejarse de la puerta de la pensión y, cuando lo creyó prudente, se volvió hacia Juan Carlos:
—Ya veo que tienes prisa por hablar con Erika. Da la impresión de que te sientes culpable de algo.
—No soy culpable de nada, y este no es lugar para hablar del tema. Tan pronto estemos tranquilos y en un lugar apropiado, trataré de explicaros mi problema.
—Parece mentira que en una ciudad del tamaño de París no encontremos un lugar donde hablar en confianza —dijo Moses—. Hasta comentarlo suena ridículo.
Los tres se miraron con impaciencia y cierta desesperación. De pronto, Juan Carlos abrió los ojos como si acabara de recordar algo importante.
—Ya lo tengo. Gigí Carré, mi maestro, solía dar clases por las mañanas en el Cirque d’Hiver. Dispone de un camerino que podríamos utilizar mientras él está en la pista dando sus clases, si es que sigue allí. Hoy mismo tenía pendiente hacerle una visita.
—Es una buena opción —aceptó Aetos—. Si os parece, yo me acerco al Olympia a buscar algo y luego nos encontramos en el Cirque d’Hiver.
—Ni hablar —protestó Moses—. Tú no vas solo a ninguna parte.
Juan Carlos miró a los gemelos sorprendido por su actitud.
—¿Se puede saber qué significa todo esto?
—Significa que llevamos tres muertos —explotó Moses sin poderse controlar—. Y no voy a permitir que el cuarto sea mi hermano.
Antes de que Juan Carlos pudiera reaccionar, Aetos señaló un pequeño parque en el que apenas se distinguían dos ancianos solitarios que paseaban. Hacia él dirigieron sus pasos. Moses encontró un banco apartado de la calle y los tres tomaron allí asiento. Inmediatamente, Aetos agachó la cabeza y, hablándole a la tierra, se explicó:
—Hablo así para evitar que se me cace ni una palabra por el movimiento de los labios.
—Esto es ridículo —protestó Moses—. No hay nadie cerca.
—Pero existen los prismáticos —insistió Aetos sin levantar la cabeza—. Escucha, Juan Carlos. Y, por favor, te ruego que no hagas gestos de sorpresa. Pon una sonrisa en tu rostro, mantenla perenne y atiende a lo que te digo: nos está persiguiendo la Gestapo, las SS o quién sabe qué cuerpo de investigación o represión cercano al Führer. Sin que nosotros tuviéramos conocimiento de ello, hemos viajado con la compañía de unos documentos muy importantes que Hitler quiere recuperar. No entro en detalles, pero sí te advierto de que por esta causa han muerto nuestros tres compañeros. El sobre se encuentra escondido en el Olympia, y ahora el sospechoso y perseguido soy yo. En la primera oportunidad te informaré con más detalle.
Juan Carlos mantuvo la sonrisa, pero, conforme Aetos avanzaba en su explicación, la frente se le fue llenando de gotas de un sudor frío que le helaba las venas.
—¿Comprendes ahora? —añadió Moses.
Juan Carlos afirmó con la cabeza y mantuvo la sonrisa en un rostro cuyos ojos transmitían todo lo contrario.
Entonces, Aetos cogió una ramita del suelo y escribió sobre la tierra: «¡Vámonos al Olympia!». A continuación, borró inmediatamente el mensaje con sus pies. Después se levantó, miró disimuladamente en derredor y, al no ver nada sospechoso, volvió a hablar:
—No se dejan ver, pero estoy seguro de que están ahí…
—Estoy de acuerdo —dijo Moses.
Juan Carlos miró a los gemelos y, por primera vez desde que los conocía, observó un rictus desconocido para él en sus rostros: daba la impresión de que sus caras fueran de cartón y sus ojos de piedra. Habían dejado de manifestar aquella dulzura que conquistaba a todo aquel que los veía por primera vez. Su desenfado y su naturalidad habían desaparecido. La preocupación los convertía en dos máquinas pensantes.
Caminando sin prisa, como si fueran dando un paseo, pero con los sentidos en máxima alerta, se dirigieron al boulevard des Capucines, donde se encontraba el Théâtre Olympia. Caminaban en silencio y de vez en cuando se paraban para contemplar algún escaparate, lo que les permitía mirar atrás y también ver cuanto se reflejaba en los cristales. Hasta el momento parecía no seguirles nadie, por lo que, al pasar por delante de la pensión La Bohème, Aetos tomó del brazo a Juan Carlos y, al tiempo que le hacía seguir andando en dirección al Olympia, decidió cambiar de tema, tal vez buscando relajar la tensión que sentían.
—Imagino tus ganas de entrar en la pensión y buscar a Erika.
—Te aseguro que ella es lo más importante que he conseguido en toda mi vida —reconoció Juan Carlos.
—Y te aseguro que tú representas lo mismo para ella.
—Hasta ayer sí, pero ahora no sé qué pensar.
Moses, que escuchaba con atención, se decidió a intervenir:
—Si una mujer reacciona encerrándose en la habitación de sus padres y dejando de atender a sus más elementales necesidades, ha de ser porque tiene roto el corazón. Pero, como todo en esta vida, los corazones tienen arreglo.
—No os podéis imaginar cuánto me duele pensar que me he convertido para ella en un ser despreciable —se lamentó Juan Carlos.
—Habrá que ver qué es lo que le has hecho a esa pobre chica —comentó Aetos.
Juan Carlos dejó de andar. Quieto en medio de la acera, miró a los gemelos, abrió sus brazos a punto de decir algo, y de repente, con un claro gesto de desánimo, los dejó caer.
—¡Nada! ¡No le he hecho absolutamente nada! Es más, cuando os explique lo ocurrido no lo vais a creer. Se trata de la situación más absurda y ridícula que pueda sucederle a un hombre.
—Te escuchamos —dijo Moses—. Pero a ver qué nos cuentas porque, en principio, ya te advierto que, después de conocer a Erika, estoy de su parte.
—Yo también —corroboró rotundo Aetos.
Juan Carlos los miró a los dos con gesto de sorpresa y, dolido, calló.
—¿Es que no piensas contarnos nada? —insistió Moses.
—Este asunto no es para comentarlo en medio de la calle. Prefiero esperar y que conozcáis lo sucedido en un momento más adecuado. No quiero explicarme mal. ¿Y sabéis por qué? Porque os voy a necesitar como consejeros. Precisamente espero de vosotros que me ayudéis a recuperar a Erika.
—En el caso de que te la merezcas —sentenció Aetos.
La conversación sobre lo sucedido a la pareja de enamorados había relajado algo sus nervios y ya estaban llegando al Théâtre Olympia.
—Debería entrar yo solo —propuso Aetos.
—Negativo —dijo Moses.
—Un momento —intercedió Juan Carlos—. ¿No debería ser yo quien entre? Lo único que tenéis que hacer es darme las órdenes que debo seguir y yo me encargaré de cumplirlas.
—No se trata de jugar a los héroes —expuso Aetos—. Lo que está en juego no nos permite la más mínima improvisación. Cualquier paso que demos debe estar más que pensado, y por eso propongo entrar yo solo. Si nos ocurre una desgracia a los tres, algo que fácilmente puede suceder, ¿quién quedaría para informar a las autoridades y a nuestros compañeros?
—¿Dónde están esos documentos? —insistió Juan Carlos.
Solamente su mención hizo palidecer a Aetos, quien, cubriéndose la boca con una mano, habló entre susurros:
—Nosotros somos los únicos que lo sabemos, y seré yo quien me haga cargo de recuperarlos.
—Con nuestra ayuda —matizó con firmeza Juan Carlos.
Aetos miró con suma seriedad a su hermano y al trapecista, y fue tal la determinación que detectó en sus ojos que no tuvo más remedio que ceder.
—De acuerdo, con vuestra ayuda.
Pero entonces, justo al doblar la esquina en busca de la puerta de entrada de artistas, descubrieron con sorpresa que frente a ella se encontraba aparcado un vehículo de la policía.
—Mal asunto —supuso Juan Carlos.
—Algo ha ocurrido. Espero que no esté relacionado con nosotros —comentó Aetos.
—Ya que estamos aquí, lo mejor será averiguarlo —propuso Moses.
—En cualquier caso, hasta me alegro de que ande por aquí la autoridad —reconoció Aetos—. Su presencia significa seguridad, y eso es lo que más necesitamos en estos momentos.
La puerta de entrada a los camerinos estaba entornada. A Aetos le llamó la atención la cerradura, forzada de mala manera. Una vez dentro, un policía de uniforme fue hacia ellos y les impidió acercarse a la conserjería. Tras el mostrador, dos mujeres de la limpieza lloraban desconsoladamente.
—¿Podemos pasar? —preguntó Juan Carlos.
—¿Son empleados del teatro? —preguntó el policía.
—No. Somos miembros del espectáculo que se presentará en la gran gala de la Cruz Roja. Venimos a revisar nuestro material de trabajo.
—Esperen un momento —dijo el policía antes de desaparecer por la puerta de acceso al escenario.
Aetos se acercó al mostrador de conserjería y preguntó a las mujeres:
—¿Ha ocurrido algo?
—Han matado al conserje del teatro… —dijo una de ellas.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó Aetos sorprendido.
—Pues créaselo —le aseguró la otra mujer—, porque yo misma lo descubrí sin vida en un almacén del foso.
Los tres se miraron preocupados.
Inmediatamente apareció por la puerta que conectaba con el escenario un sujeto alto y extremadamente delgado. Venía acompañado por el policía al que antes se habían dirigido y se presentó con la mayor naturalidad.
—Soy el inspector Mercier. Tengo entendido que son ustedes artistas.
—Efectivamente —respondió Juan Carlos—, mi nombre artístico es el Gran Barrachina y soy trapecista. En cuanto a estos señores, son los Orakis Brothers, geniales maestros de la magia.
El inspector, tras observar detenidamente a los gemelos, no pudo evitar hacer un comentario inocente y obvio.
—Son ustedes increíblemente exactos en el parecido.
—Como dos gotas de agua —reconoció Aetos.
—Imagino que es una circunstancia rentable para realizar trucos de magia.
—Impagable —respondió Aetos.
—¿Tienen ustedes equipos de trabajo en el almacén del foso?
—Todo nuestro material se encuentra allí.
—¿Y conocían ustedes al conserje de este teatro?
—Supongo que es el mismo que nos indicó que el almacén del foso era el lugar más seguro para guardar nuestros aparatos —contestó Juan Carlos—. Si no me equivoco, su nombre es Barthélemy…
Al escuchar el nombre, las dos mujeres de la limpieza aumentaron el nivel de sus llantos. El inspector, con gesto serio y obligado por las circunstancias, informó a los artistas:
—Todo indica que Barthélemy ha sido brutalmente asesinado.
—¿Por algún motivo en particular? —preguntó Aetos.
—Lo desconocemos por ahora, aunque los indicios apuntan a su exceso de responsabilidad y de celo por todo cuanto existe en este teatro. Posiblemente se defendía de un atraco. ¿Alguien de su grupo podría haber visitado el almacén del foso esta mañana temprano?
—Lo dudo —respondió Aetos—. Pero creo que podré ayudarle en su investigación —aseguró el viejo mago.
—Me sorprende usted —dijo perplejo Mercier—. ¿Cómo puede ayudarme?
—Escuche, sin haber vuelto a entrar en ese almacén desde que guardamos los materiales, estoy seguro de que nuestro equipaje y nuestro vestuario han sido objeto de un registro vandálico.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé, pero lo sospecho. Es la segunda vez en pocos días que sufrimos un registro. Y le diré más: los mismos bárbaros que los han efectuado han acabado también con las vidas de tres integrantes de nuestra compañía en menos de una semana. Para su información, sospechamos que nos está persiguiendo un grupo profesional de asesinos y miembros de las SS alemanas.
El inspector miró a Aetos como si fuera un bicho raro. Por un momento llegó a pensar que este le estaba tomando el pelo. Aetos, sospechando lo que pasaba por su mente en aquel momento, no le dejó tiempo para pensar:
—Ya sé que todo esto puede sonarle a fantasía. Incluso supongo que estará encontrando absurda la relación de las SS con una compañía de viejas glorias del espectáculo. Sin embargo, aceptará como más lógica mi información si le digo que a quien persiguen esos asesinos es a alguien que en su momento mantuvo una relación con el Führer…
Moses y Juan Carlos miraban a Aetos boquiabiertos sin entender lo que estaba haciendo. No sólo no había contado con ellos para decidir revelar el secreto, sino que desconocían adónde quería ir a parar.
Por su parte, el inspector Mercier trataba de asimilar toda la información que recibía de Aetos y comenzaba a pensar en la posibilidad de poner a aquellos sujetos en manos de la seguridad del Estado. Aunque pensó que, antes de tomar esa determinación, debía recabar más información.
—¿Quién es esa persona tan cercana a Hitler?
—Eso quisiéramos saber nosotros —reconoció Aetos mientras miraba a su hermano y a Juan Carlos—. De haber sabido quién era, hubiéramos tomado medidas, aunque sospechamos que era el músico austríaco llamado Ademaro Beckenhauer, compañero nuestro en esta gira y asesinado en Lyon hace pocos días.
—Un momento —le interrumpió Mercier—. Esto es demasiado complicado y peligroso. ¿Todos ustedes conocían la existencia de un secreto y no informaron a la autoridad competente?
—No, nadie conocía nada sobre tal posible secreto. Yo soy el único que tuve una sospecha basándome en una conversación que mantuve con el músico.
Daba la impresión de que la circunstancia le venía un poco grande al inspector. Su especialidad eran los casos de delincuencia común, siempre en el ámbito civil, pero aquel asunto entraba dentro del terreno militar y político, por lo que inmediatamente tomó una determinación:
—Lo siento, pero me van a tener que acompañar a la comisaría. Necesito una declaración en regla con la que hacer un informe urgente.
—Le advierto de que estamos citados hoy a las cinco de la tarde con un colega suyo que lleva el caso de la viuda de Ademaro Beckenhauer, a quien asesinaron la pasada madrugada en la pensión La Bohème.
—Esta mañana supe de ese caso —dijo el inspector—. No me diga que también está relacionado con ustedes.
El inspector ordenó al policía que le acompañaba que buscase a su ayudante, que en ese momento se encontraba en el almacén del foso tomando fotografías del cadáver. Cuando este apareció, Mercier le ordenó hacerse cargo del caso mientras él se desplazaba a comisaría junto con Aetos. Prometió volver al cabo de una hora. Moses y Juan Carlos, alegando por su parte que tenían que usar sus aparatos en la gran gala de la Cruz Roja, preguntaron si podían revisar sus materiales de trabajo. El ayudante no tuvo inconveniente y hasta se brindó a acompañarlos al foso.
Una hora más tarde regresaban al teatro el inspector Mercier y Aetos. Llegaban justo en el momento en que un coche fúnebre trasladaba a la morgue los restos del conserje. Moses y Juan Carlos comentaron el mal estado de todo el material de trabajo y del vestuario. Tendrían que advertir al resto de la compañía y trabajar duro si querían tenerlo disponible para la gala. Los vándalos que habían efectuado ese segundo registro no habían tenido la más mínima consideración. El inspector los autorizó a entrar en el futuro en el almacén siempre que lo necesitaran, y también les comunicó que estaría presente en la reunión con su colega en el comedor de la pensión a las cinco de la tarde. Por un cruce de miradas entre los gemelos, Aetos supo que Moses se había hecho con el sobre. No obstante, y para asegurarse, se acercó a su hermano y, mientras le preguntaba por el estado del vestuario, le pasó sutilmente la mano por la espalda para comprobarlo. A continuación, tratando de disimular su interés por sacar aquel documento cuanto antes del teatro, no pudo evitar explayarse:
—Tendríamos que marcharnos para comunicar a nuestros compañeros el estado en que se hallan los aparatos. Cuanto antes los pongamos en orden, mejor. No sea que nos tengamos que jugar la vida a última hora.
—Creo que su comentario es muy sensato —comentó el inspector.
Tras probar algunos resortes de los aparatos de magia, los gemelos y Juan Carlos se despidieron del agente y de su ayudante, e inmediatamente abandonaron el teatro.
—¿Y ahora? —preguntó Juan Carlos una vez que estuvieron en la calle.
Los gemelos ya habían comenzado a andar. Al doblar la esquina, Moses contestó:
—Al Cirque d’Hiver.
Media hora más tarde se encontraban en el camerino de Gigí Carré, quien, además de alegrarse infinitamente por la visita de Juan Carlos, no tuvo el menor inconveniente en cedérselo para que en él mantuvieran, según Juan Carlos, una reunión de trabajo.
Encerrados los tres en él y bajo llave, Aetos extrajo de la espalda de Moses el sobre marrón. El hecho de que tuviese impreso el sello personal del Führer les impresionó sobremanera.
—Lo que estamos haciendo es una locura —comentó Aetos.
—Seamos locos entonces —propuso Moses.
Aetos fue al lavabo, abrió el grifo del agua caliente y acercó la solapa del sobre cerca del vapor que producía el agua casi hirviendo. Con sumo cuidado y curándose en salud por si fuese necesario tener que volver a cerrarlo, fue despegando lentamente la solapa. A pesar de la excitación que les producía abrir aquel maldito sobre, culpable sin duda de varias muertes, el pulso de Aetos era firme y seguro. Por fin, y tras una tensa espera, conocerían su contenido. Una vez abierto, Aetos extrajo con el mayor cuidado varios pliegos, todos ellos manuscritos y en cuyo encabezamiento aparecía el nombre del Führer. Se trataba de dos documentos. El primero, cuyo título era «Mi último deseo», constaba de ocho páginas. Aetos colocó una mesita en el centro del camerino y puso sobre ella los papeles, todos escritos con pluma y rasgos inseguros. Algunas tachaduras y sencillos signos indicaban que se daba por válido lo que en realidad debiera haberse pasado a limpio. Aetos señaló con su índice una anotación al margen que rezaba: «Documento original. No existen copias». Los tres acercaron sus cabezas y comenzaron a leer en silencio.
Allí se explicaban las líneas básicas para rehabilitar el nacionalsocialismo tras la muerte de Hitler, algo que, de acuerdo con los últimos acontecimientos, podía producirse muy pronto. También se apelaba al patriotismo de aquellos hombres en cuyas manos quedaba la recuperación de Alemania, y se especificaba que en aquellos papeles estaban las pautas que debían seguir para ello. La mayoría de las anotaciones contenían lugares secretos, así como nombres y apellidos de diferentes personas, todos en clave.
El segundo documento constaba de un solo folio en donde se revelaba el lugar en el que se encontraba el tesoro con que hacer frente a los gastos de rehabilitación del régimen nazi. Ambos documentos llevaban el sello del despacho del Führer y estaban firmados de su puño y letra.
Cuando terminaron la lectura, ninguno de los tres fue capaz de hablar. Se quedaron en silencio y durante un par de minutos sus mentes se centraron en analizar lo que acababan de descubrir. Aetos fue el primero en reaccionar:
—El fanatismo lleva al loco de Hitler a querer repetir la historia…
—Siento náuseas —confesó Juan Carlos alejándose de la mesita.
—¿Qué hacemos con esto? Podemos entregarlo a las autoridades, guardarlo, entregarlo a los franceses o a los norteamericanos…
—Si queréis mi opinión sincera —dijo Moses—, yo haría desaparecer ambos documentos. A todo efecto, no los hemos leído y no los hemos conocido. Es lo más prudente.
—Os advierto que uno de ellos indica dónde se encuentra un importante tesoro, una auténtica fortuna. Y somos los únicos que lo sabemos.
—Renuncio a mi parte —dijo Juan Carlos.
—¿Y tú? —preguntó Aetos a Moses.
—No sé qué decirte. La verdad es que tengo mis dudas, aunque, pensándolo bien, creo que lo más seguro sería quemar estos papeles contaminados con la muerte y la fatalidad.
—Pues no se diga más.
Aetos sacó un mechero de su bolsillo, fue cogiendo uno a uno cada pliego de la mesita y, arrugándolos con las manos, fue haciendo con cada pliego una bola de papel. Las colocó todas dentro del lavabo y, tras prenderles fuego, vigiló que terminaran de quemarse hasta convertirse en ceniza negra. Una vez apagadas, abrió el grifo y dejó que el tragante recibiera y eliminara hasta la última brizna. Cuando Aetos dio por terminado el trabajo, escondió sobre su cuerpo el sobre, en cuyo interior había introducido varios recortes de viejos periódicos que encontró en el camerino, y se sacudió las manos tal y como solía hacer al finalizar un truco de prestidigitación en escena.
—Quizá no seamos conscientes de que acabamos de hacerle un bien a la humanidad —dijo entonces.
Moses miró a Aetos y soltó una fuerte carcajada. Juan Carlos, sorprendido en un principio, supuso finalmente que se debía, sobre todo, a una descarga de toda la tensión contenida hasta entonces y al alivio por haber destruido aquellos papeles que tanto daño podrían haber hecho al mundo entero. De modo que, encogiéndose de hombros, le dejó desahogarse.
Tras un cruce de miradas entre los gemelos, Aetos se contagió y comenzó a reír al igual que su hermano. Parecían sufrir un repentino ataque de locura.
Y juntos continuaron durante un buen rato riendo a carcajada limpia.