Capítulo 35

La salida hacia París estaba prevista para las once de la mañana. A las ocho, después de desayunar, toda la compañía acudió al teatro para vigilar la carga, colocación y amarre de los aparatos de trabajo, los trastos y el vestuario en el fondo del interior del órgano-autobús. Todos se sorprendieron de que Aetos hubiera llegado al teatro una hora antes que el resto. Cuando Moses le preguntó, este respondió que estaba despierto desde muy temprano y, ya que no lograba conciliar el sueño, había preferido dar un paseo matutino hasta el teatro con vistas a repasar el estado de su material. Moses, extrañado, clavó los ojos en su hermano, pero Aetos esquivó discretamente su mirada. Aparentemente no deseaba o no tenía la intención de dar más explicaciones. Moses se quedó con la mosca detrás de la oreja. Por primera vez en sus vidas no entendía aquella manera anómala de proceder de su gemelo, pues, si de algo podían presumir ambos, era de una plena y total confianza sin que a ninguno de los dos le quedara jamás la menor duda al respecto. Sin embargo, algo extraño estaba ocurriendo, y Moses, aunque decidió dejarlo por el momento, se propuso averiguarlo más tarde.

A las diez de la mañana, de acuerdo con lo previsto, Juan Carlos llegaba con el órgano a la puerta del hotel. Los ancianos ocuparon sus asientos y acomodaron su ligero equipaje de mano, más bien bolsas de papel con alguna pieza de ropa o alguna fruta o alimento. Erika y Moses dejaron apartadas varias bolsas con bocadillos, bebida y frutas para el viaje, pero, antes de que Juan Carlos, como era su costumbre, preguntase si estaban todos, Erika le comunicó que faltaba Agneta Beckenhauer.

El propio Juan Carlos entró en el hotel a buscarla. Unos minutos más tarde regresaba al autobús con gesto de preocupación: no estaba allí. La habían buscado en su habitación, en el comedor y, por no dejar de mirar, habían bajado incluso a la lavandería. Ni rastro de Agneta. Inmediatamente se desataron todo tipo de comentarios: la señora De Cock opinó que quizá hubiera ido al centro de la ciudad en busca de material para su punto de cruz; Máxima apuntó hacia la posibilidad de que, tras la muerte de su marido, hubiera decidido abandonar el grupo… Tras escuchar varias opiniones más, Aetos levantó la voz:

—¿Qué os parece si vamos al cementerio?

En el interior del vehículo se hizo un silencio total que rompió Juan Carlos:

—¡Cómo hemos podido ser tan tontos! —exclamó al tiempo que se sentaba al volante y arrancaba el motor. Unos minutos más tarde, el vehículo frenaba en uno de los paseos del cementerio junto a la tumba donde reposaba el cuerpo de Beckenhauer y donde Agneta, sentada sobre ella y cubriéndose el rostro con las dos manos, rezaba o hablaba con su difunto esposo.

Estaba bien abrigada y hecha un ovillo, pero su cuerpo temblaba como si Agneta hubiera perdido el control de este. Con el mayor de los respetos, los ancianos rodearon la tumba sin atreverse a interrumpirla y, tras unos pocos minutos de total silencio, Erika y su madre se acercaron a la viuda, tomaron asiento junto a ella, y comenzaron a acariciar su cabello y sus manos sin decir ni una palabra. Inmediatamente, Agneta reaccionó abriendo sus ojos enrojecidos y observando a sus compañeros con la mirada perdida. Como si acabara de salir de un sueño, su rostro, mojado por las lágrimas y con unas acentuadas ojeras que indicaban la terrible noche que debía de haber pasado, volvió a cobrar vida. Todos allí se sintieron en parte culpables.

—¿Por qué no nos llamaste anoche? —preguntó Erika con la mayor dulzura.

Agneta, tiritando, ahora seguro que por el frío, respondió mientras se secaba el rostro con un pañuelo:

—Preferí venir a hacerle compañía…

—¿Has estado toda la noche aquí? —preguntó la joven, alarmada.

Agneta afirmó con un gesto de inocencia…

—¡Qué locura! —exclamó Erika al tiempo que se levantaba para, ayudada por su madre, conducir a Agneta al interior del órgano.

Los ancianos habían formado un pasillo hasta la puerta del vehículo. Juan Carlos se asomó con dos mantas en sus manos con las que inmediatamente cubrieron a la viuda. A partir de ese momento, las mujeres se hicieron cargo de consolar y hacer entrar en calor a Agneta mientras Juan Carlos se sentaba al volante. Antes de encender el motor miró a Aetos, y este, cerrando el puño de la mano derecha al tiempo que levantaba el dedo pulgar, con gesto serio, le guiñó un ojo.

Los escasos visitantes del camposanto, en aquella triste y poco confortable mañana, miraban extrañados aquel impactante órgano de pipa que, quizá respetuoso con aquellos que dormían el sueño eterno, callaba en lugar de sonar mientras circulaba por entre las frías tumbas interpretando el único y desconocido himno al silencio.

Una vez en la carretera que los conduciría a París, Rudi Ciclotón sacó del bolsillo dos barajas de póker que mostró insinuante a sus compañeros. Al instante se produjo un intercambio de asientos que dio por resultado una serie de partidas que hicieron más llevadero el largo viaje. Las mujeres habían convencido a Agneta de la importancia que tenía en aquellos momentos que se alimentase. Un poco de fruta y unos sorbos de té frío fue lo único que a duras penas pudo tragar. Con un abrigo como almohada y varias mantas como colchón, organizaron a la viuda una cama en la última fila de asientos, donde la dejaron completamente rendida.

Muy avanzada la tarde y tras dejar la ciudad de Dijon bastante atrás, ya en plena Borgoña, Juan Carlos realizó otra necesaria parada para que los ancianos estirasen las piernas. Esta vez, cosa que nunca demostraba, sentía cierta preocupación. Desde que salieron de Lyon se sentía vigilado, o perseguido quizá, por una furgoneta Renault de color negro. Conociendo el carácter y la imaginación de Aetos, evitó hacer el más mínimo comentario. Pero lo cierto era que la furgoneta le había pasado en dos ocasiones y había viajado detrás del órgano durante bastantes kilómetros. De eso estaba seguro, aunque no había logrado identificar los rostros de sus ocupantes, si bien podía afirmar que eran tres hombres.

Había sido por eso por lo que, viendo que iban detrás pero bastante alejados, Juan Carlos, guiado por los letreros que anunciaban café y gasolina más adelante, había decidido parar poniendo para ello los intermitentes con mucha anticipación con la idea de que ellos, quienesquiera que fuesen, se dejaran ver. Sin embargo, después de que el órgano tomó el desvío, aquella furgoneta había acelerado y se había perdido tras una curva.

Mientras Juan Carlos llenaba el depósito de gasolina, los ancianos caminaron para desentumecerse, pero en seguida entraron al café. Una vez lleno el depósito, estacionó el órgano en la parte trasera, junto a un pequeño taller de mecánica donde un solo hombre, muy mayor, trabajaba sobre un motor. Las pocas plazas para aparcar con que contaba el lugar estaban ocupadas por camiones, la mayoría abandonados y con sus motores destripados. Preocupado por la oscuridad de aquel sitio, pensó en quedarse dentro del órgano, pero él también era humano y necesitaba visitar el cuarto de baño. Tras dudar un buen rato qué hacer, decidió que quizá estuviera contagiándose de los miedos y preocupaciones que solían acomodarse en la mente de Aetos. Tal vez él también estuviera comenzando a ver fantasmas donde no los había, por lo que quitó la llave de contacto, cerró la puerta y se dirigió directamente a los baños. Cuando reapareció en el local, varios clientes participaban en un juego y competían con Rudi Ciclotón y Bergen, que, buscando una travesura más con que entretenerse aparte de por razones básicamente económicas, habían apostado el costo de las consumiciones de toda la compañía, doce cafés, contra varias copas de licor consumidas por los clientes. Ganaba el que lograse dejar su moneda más cerca de la base de la barra lanzándola desde unos cuatro metros de distancia.

Los dos clientes que competían contra Rudi y Bergen ya habían lanzado sus monedas. Una había rebotado en el propio mostrador y había quedado bastante separada, pero la otra había logrado situarse a unos cinco o seis centímetros de la base. Le tocaba a Rudi. El ambiente era de euforia. El cliente que había logrado acercar tanto su moneda daba gritos de alegría y se sentía ya casi ganador. Rudi limpió sus gafas de culo de botella, se pasó un pañuelo por los ojos, miró a todo su grupo, que esperaba expectante el lanzamiento, y, tras realizar dos primeros amagos de intento, al tercero lanzó la moneda, pero controló tanto el impulso que se quedó corto y la dejó muy alejada del mostrador. La decepción se reflejó en los rostros de toda la compañía.

El cliente que por el momento ganaba se encaramó a una silla gritando:

—¡Voy ganando! ¡Voy ganando!

Tan divertida resultaba la competición que hasta el dueño del café, que despachaba tras la barra, y su esposa salieron a presenciar el lanzamiento de la última moneda. Le tocaba a Bergen. En sus manos estaba la reputación de todo el grupo que lo respaldaba y, sobre todo, el no tener que recurrir a Juan Carlos para que abonase las consumiciones. Bergen miró a todos los espectadores con un marcado gesto de autosuficiencia, se situó en el lugar del lanzamiento y, cuando daba vueltas a su moneda entre los dedos y estaba a punto de lanzar, Aetos le interrumpió:

—No des más vueltas a la moneda. La vas a tirar tan mareada que no va a saber dónde caer…

Bergen miró curioso la moneda y después a Aetos, pues este parecía estar queriendo decirle algo. Bergen se despreocupó, o al menos lo intentó, y situándose de nuevo para el lanzamiento besó la moneda por ambas caras. Y, justo cuando iba a lanzar, Aetos volvió a interrumpirle:

—No se puede besar una moneda antes de lanzarla. Las monedas tienen vida. Aunque te parezca mentira, ellas ríen, lloran, sufren…

Esta vez, Bergen miró a Aetos con mayor interés buscando adivinar algo en su mirada, algo que no lograba descifrar. Le conocía lo suficiente como para entender que no le estaba gastando una broma, no en ese momento, por lo que comenzó a darle vueltas a la cabeza buscando una respuesta a lo que quería transmitirle.

—¿No será que tienes envidia? —le preguntó entonces como lanzando su pregunta al tuntún.

—Algo así —respondió Aetos.

—O sea —dijo Bergen—, que lo que quieres es tirar tú la moneda…

—Me encantaría —reconoció Aetos con una franca sonrisa.

Bergen se volvió al cliente que iba ganando:

—¿Tiene usted algún inconveniente en que lance la moneda mi compañero?

—A mí me da exactamente igual —dijo el hombre—. Con tal de que se decidan de una vez.

Bergen puso la moneda en la mano derecha de Aetos, quien, sin hacer ningún alarde, se situó en el lugar de lanzamiento, tomó medida de la distancia y, entrecerrando los ojos, lanzó la moneda al aire.

Por la curva ascendente que esta inició daba la impresión de que tropezaría con el frente del mostrador y que saldría a continuación rechazada por este, pero el lanzamiento fue tan ajustado y equilibrado que cayó completamente pegada a la base y se quedó allí, inamovible. No había duda. Era la moneda ganadora. Los ancianos gritaron y aplaudieron con los brazos en alto. Aetos recogió la moneda y la besó.

—Ahora es cuando hay que besarla…

—¿Cómo lo ha hecho? —le preguntó el cliente competidor con la boca abierta.

—Es cuestión de arte —respondió Aetos con aire enigmático.

El cliente abonó las consumiciones sin dejar de mirarle y abandonó el local junto al otro competidor y un par de clientes más. Los ancianos rodearon a Aetos felicitándole.

—Perdóname por no haberte entendido a la primera —le dijo Bergen tras tenderle la mano.

—No tengo ni idea de a qué te refieres —respondió Aetos con marcada inocencia.

Los ancianos, tras despedirse de los dueños del café y de los pocos clientes que quedaban, abandonaron el local felices. Ya había oscurecido y, guiados por Juan Carlos y Erika, volvieron al órgano, donde cada cual ocupó su asiento.

Para sorpresa de todos, cuando Juan Carlos intentó poner en marcha el vehículo, este no respondió. Comprobó que funcionaba la batería, pero no así el motor de arranque. Era la primera vez que fallaba.

—¡Qué extraño! —exclamó Aetos.

—No empieces con tus elucubraciones —comentó Moses—. Los motores fallan. O es que este va a ser el único infalible…

En aquel preciso momento, Juan Carlos vio que el viejo mecánico cerraba la puerta de su taller, así que, sin perder un segundo, salió del órgano y se acercó a él.

—Hace rato que tenía que haber cerrado —dijo el viejo con desgana al notar que alguien se aproximaba.

—Lo siento —se excusó Juan Carlos—, pero llevo ahí dentro a catorce personas de su edad. Es la primera vez que me falla el autobús y…

—Por el ruido, me suena a que se trata del motor de arranque —aventuró el mecánico—. Aunque también pueden ser los platinos, vaya usted a saber… ¿Van muy lejos?

—A París —informó Juan Carlos con preocupación.

A pesar de la pobre iluminación que producía la única bombilla, el viejo mecánico pudo ver reflejada la angustia en el rostro de Juan Carlos, por lo que, tras pensarlo un momento, comenzó a abrir de nuevo la puerta mientras confesaba:

—¿Qué son unos minutos más de trabajo en la vida de un hombre? ¡Si no les atiendo, los remordimientos no me van a dejar pegar ojo en toda la noche!

A Juan Carlos le cambió el semblante, aunque fue incapaz de abrir la boca ni para dar las gracias.

El viejo mecánico se hizo con un maletín de herramientas y, tras encender varias luces más del exterior y la calefacción del local y hacerse con una potente linterna de mano, se dirigió decidido al órgano de pipa.

—Mejor será que les diga a sus pasajeros que se refugien en mi taller —le comentó al trapecista mientras se acercaban al autobús—. Hay mejor luz y la temperatura es más agradable. Y otra cosa, haga el favor de abrir el capó de este extraño trasto. Por cierto, ¿es francés?

—Creo que alemán —respondió Juan Carlos.

El viejo mecánico soltó una carcajada.

—¡Además eso!

Juan Carlos abrió la tapa del motor y dejó que el mecánico comenzara su revisión. Subió al vehículo y, mientras se sentaba al volante en espera de que el mecánico le pidiera que arrancase, recomendó a todos que se trasladasen al interior del taller con el fin de evitar el frío del interior del órgano. Inmediatamente, Erika los movilizó. Distintas voces, que improvisaba Bergen por el camino, blasfemaban por lo bajo sobre lo inoportuno de las ciencias de la mecánica.

Después de pedirle varias veces a Juan Carlos que pusiera en marcha el autobús, el viejo mecánico le comunicó que el problema radicaba, efectivamente, en el motor de arranque. Había que cambiar una de sus piezas.

—¿No tiene arreglo? —preguntó Juan Carlos.

—Está quemada —respondió categórico el mecánico—. Podría cambiar la pieza, pero no tengo ninguna nueva aquí.

—¿Y entonces? —dijo Juan Carlos con gesto de preocupación.

—Habría que conseguirla mañana… Con suerte, pudiera ser que alguno de mis colegas dispusiera de ella, aunque fuera de segunda mano; de lo contrario, habría que pedirla a Dijon.

—¡Vaya problema! —exclamó Juan Carlos mientras se atusaba los cabellos con preocupación—. El momento es de lo más inoportuno. ¿Qué hago yo con los ancianos a esta hora?

—Van a tener que quedarse a dormir por aquí.

—¿Conoce usted algún lugar cerca?

El viejo mecánico lo pensó por un momento.

—Hay una posada a un kilómetro —respondió—. Y, por tratarse de ancianos, yo podría acomodar a cinco o seis en mi casa. Dos de mis hijos, casados, acaban de mudarse a París y dispongo de ese espacio.

—Pues le tomo la palabra —se alegró Juan Carlos viendo el cielo abierto.

Una hora más tarde, los gemelos, Juan Carlos, Erika y sus padres quedaban acomodados en tres espléndidas habitaciones en la finca del viejo mecánico, en tanto el resto de la compañía se instalaba en la posada recomendada por el viejo, que, aunque incómoda, en parte por el ruido que generaban los vehículos que transitaban por la carretera situada justo ante ella, tenía la ventaja de ofrecer unas habitaciones confortables y limpias en extremo. Cuando, antes de retirarse a dormir, los ancianos vieron que Juan Carlos se hacía responsable del costo, le acompañaron hasta la puerta de la posada.

—Gracias por el detalle —dijo Rudi Ciclotón en nombre de todos—. Pero queremos que sepas que te devolveremos hasta el último céntimo.

—Considéralo un anticipo, una inversión a ciegas —añadió Bergen mostrando una sonrisa irónica—. Aunque, después de todo, estás comprando acciones preferentes del mejor colectivo artístico del mundo. Conseguir un regalo como el nuestro es una ganga que sólo la casualidad pone en tus manos.

—Soy consciente de ello —aclaró Juan Carlos, sonriente.

—Es la primera vez que te hablo completamente en serio —dijo Bergen mostrando un énfasis poco habitual en su gesto, de pronto circunspecto.

—Y yo también —respondió Juan Carlos—. Lo que tenéis que hacer es dormir bien y desayunar mejor. Pasaremos a buscaros mañana tan pronto como arreglen el órgano.

—Estaremos esperándote —dijo Rudi Ciclotón.

Amaneció un día gris en la Borgoña. A Juan Carlos lo despertó, muy lentamente, el aroma a café y a croissants recién horneados. Pensar en ello le dio ánimos para volver a la consciencia.

Nada le gustaba más, tanto para desayunar como para merendar, que unos exquisitos brioches o unos croissants mojados en café con leche. Había aprendido a disfrutar de esos desayunos durante los años en que vivió en París con la familia Carré. En aquel momento, y dejándose llevar por el aroma que lo había despertado, su mente lo trasladó a la capital de Francia, a los duros años de aprendizaje y a los ensayos diarios subido a su trapecio. Allí, volando libre de un lado al otro de las cúpulas del Cirque Medrano, en el chapiteaux de los Carré, y colgando del techo del Cirque d’Hiver de París, había aprendido sobre la vida y la muerte, había descubierto cómo controlar la pequeñísima distancia que separaba la existencia de esa nebulosa llamada limbo. Su maestro, Gigí Carré, alumno a su vez del gran Alfredo Codona, el primer ser humano que logró el triple salto mortal en el trapecio volante, le repetía a diario: «Jamás te confíes. Jamás dejes de prestar tu absoluta atención a lo que estás haciendo. Nunca mires a nadie del público en particular. Una sonrisa, un gesto pueden significar la diferencia entre mantenerte con vida o entregarte a la muerte. Cuando estás allá arriba, tu vida pende del más fino de los hilos. No olvides nunca que el mejor trapecista del mundo es aquel que vive para el triunfo y para contarlo».

Y todos esos consejos los recibía Juan Carlos mientras engullía media docena de croissants mojados en café con leche. ¡Qué gratos recuerdos! Unos golpes en la puerta y la voz de Aetos, que anunciaba que el desayuno estaba servido, acabaron por despertarlo del todo. Trasladados al taller por el viejo mecánico, cuando los gemelos, Juan Carlos, Erika y el matrimonio De Cock llegaron junto al órgano no pudieron creer lo que sus ojos contemplaban.

Todos los aparatos de trabajo, el equipaje, el vestuario y los demás trastos que viajaban en el fondo del autobús, así como el contenido del equipaje particular de Juan Carlos, se encontraban forzados, abiertos y desparramados alrededor del vehículo.

Alguien lo había registrado a fondo, tanto que, al acceder a su interior, descubrieron que toda la tapicería de los asientos, así como los respaldos, permanecían rajados y destripados. A Juan Carlos le vino de inmediato el recuerdo de la furgoneta negra del día anterior, pero no dijo nada con la idea de no preocupar al grupo o de que no le tomaran, sobre todo Moses, bien por un visionario o bien por un irresponsable que se había callado ante la sospecha de que los perseguían.

—Nos han robado —comentó escuetamente.

—No lo creo —respondió Aetos con premura.

—Entonces, ¿a qué viene este destrozo? —preguntó exaltado Juan Carlos.

—Busca en tu baúl-armario y mira a ver si te falta algo, porque, si mal no recuerdo, me dijiste que guardabas tu dinero y tus monedas de oro en él.

Juan Carlos corrió y se lo encontró abierto y destripado. Al ir a comprobar qué le habían robado se imaginó a los tres individuos de la furgoneta negra largándose con sus ahorros de una vida. Sin embargo, tras rebuscar en los cajones, se volvió hacia los demás.

—No han tocado mi dinero ni mi colección de monedas —les reveló con asombro—. No comprendo nada.

—¡Imposible! —exclamó Moses.

Mientras el matrimonio De Cock revisaba las baterías y las lámparas de mano, abiertas y esparcidas por doquier, Erika, completamente confundida y sin apenas recuperarse de la sorpresa, se acercó a Juan Carlos.

—¿Qué buscaban entonces? —le preguntó mirándole a los ojos.

Moses se volvió de cara a Aetos y después de observarle inquirió espontáneamente:

—¿Qué sabes tú sobre lo ocurrido?

Aetos, con la vista en el suelo mientras rebuscaba y apartaba trastos de su camino con los pies, respondió:

—¡Absolutamente nada!

—No te creo —dijo su gemelo con gesto muy serio.

—Es tu problema —rezongó Aetos.

Juan Carlos los miró a los dos y, por su comportamiento, dedujo que algo extraño sucedía entre ellos. Los conocía lo suficiente como para saber que se adoraban, y el hecho de que Aetos evitase mirar a Moses indicaba que ocultaba algo importante.

Pero ¿por qué? ¿Cuándo, que él supiera, ellos se habían ocultado algo entre sí? Lo pensó por un instante y se respondió: «¡Jamás!». Es más, entre ellos solían ser absolutamente transparentes. No existían secretos. No los hubo jamás. Algo terriblemente importante tendría que estar sucediendo para que Aetos llegase a ese extremo.

Pensó en preguntarles, pero inmediatamente se arrepintió. Por ese camino no lograría averiguar nada.

—No tengo la más mínima idea de lo que sucede. No comprendo a quién le puede interesar nuestro equipaje y nuestros trastos. Pero si en algún momento sospecháis algo, os agradeceré que lo compartáis con Erika y conmigo —les dijo—. Esto es tan confuso y tan grave que me preocupa enormemente cualquier cosa que esté sucediendo y vosotros podáis saber…

El viejo mecánico, que mientras ellos revisaban sus pertenencias había abierto el taller y, tras hacer una llamada de teléfono, miraba con estupor y a cierta distancia lo que aparentaba ser un rastrillo alrededor del órgano, se acercó a Juan Carlos para comentarle que estaba sorprendido con lo ocurrido. A lo largo de toda su vida jamás habían robado ni en el café ni en su taller.

También le informó de que había localizado la pieza del motor de arranque. No era nueva, pero le aseguraban que estaba en buenas condiciones. Si la compraban de inmediato, calculaba que al cabo de una hora, máximo una hora y media, el órgano podía estar en condiciones de continuar su viaje. Juan Carlos no lo dudó ni un segundo, por lo que decidió que, ya que tenían que esperar la pieza y su instalación, Erika llamara a la posada donde se habían alojado los ancianos para anunciarles, sin dar más explicaciones, que se produciría un retraso. Inmediatamente después, esta se unió al grupo que, pensativo y silencioso, recogía y acomodaba en el interior del órgano todos los trastos, el vestuario y el equipaje particular de Juan Carlos.

El resto del trayecto hasta llegar a París mantuvo muy ocupadas las mentes de Aetos, Moses, Erika y, sobre todo, la de Juan Carlos, que veía furgonetas negras con tres pasajeros en su interior por todos los rincones de la ruta.