Los tres días que hubo que esperar para que el coronel Duval firmase el documento que permitiría a las viejas glorias continuar viaje se hicieron interminables. La escasez de camas en la ciudad obligó a los ancianos y ancianas a dormir sobre improvisadas colchonetas rellenas de paja, que unos soldados situaron bajo la grada de un campo deportivo donde ya había instalada bastante tropa. Era lo mejor que podían ofrecerles. De la oficina del coronel salió una orden que los autorizaba a alimentarse en los comedores de campaña del ejército, lo que en principio no estaba mal excepto para Máxima Contessa, que, al enterarse de que tenía que comer rancho, puso el grito en el cielo y comenzó a cantar el «Adiós a la vida» de la ópera Tosca. Tras ayunar el primer día, según ella por un ataque de náusea, se desquitó los dos siguientes poniéndose morada de ragoût y potaje. El frío y la humedad en la zona eran intensos. Afortunadamente, Juan Carlos consiguió aumentar la dotación de mantas con que protegerse, sobre todo durante la noche.
En la primera oportunidad en que pudieron hablar sin la presencia de testigos, Juan Carlos, Moses, Aetos y Erika comentaron la desaparición del Hauptsturmführer Schultz.
—¿Dónde se puede haber metido? —preguntó Moses, intrigado.
—Se ha esfumado sin decirnos nada —respondió Aetos con gesto de desconfianza—. He llegado a pensar que lo tenía previsto. Es una clase de personaje del que puedes esperar cualquier cosa.
—Posiblemente le sorprendió el abordaje que sufrimos. Yo opino que volverá a presentársenos tan pronto como abandonemos Estrasburgo. En estos momentos estará escondido, Dios sabe dónde, esperando que se calmen los ánimos y nos permitan continuar el viaje —apuntó Juan Carlos.
—O lo esperaba y aprovechó la confusión para desaparecer —aventuró Moses—. Esté donde esté, espero que no nos complique la vida.
—Si os parece, y para tranquilizar nuestras conciencias, tan pronto salgamos de Estrasburgo puedo hacerle llegar de forma anónima una nota al coronel Duval en la que le mencione la posible presencia en Estrasburgo de semejante personaje.
—Es lo menos que podemos hacer, después de lo bien que se ha portado con nosotros el coronel —sentenció Erika.
—Estoy completamente de acuerdo —aceptó Juan Carlos.
—Entonces así se hará —aseguró Aetos.
Lo que menos podían sospechar ellos cuatro es que aquel extraño e incómodo personaje que el destino había puesto en su camino jamás volvería a cometer injusticia alguna y mucho menos a molestar a nadie, porque ese mismo destino, ese sino que marca cada existencia, lo había juzgado ya y había tomado la más seria de las determinaciones.
El propietario de teatros y productor Armand Rousseau, utilizando para ello sus contactos en las altas esferas del país, logró acelerar la determinación del coronel Duval para la liberación de las viejas glorias y Juan Carlos y Erika, y se hizo responsable de aquel singular colectivo mientras la troupe permaneciera en Francia. El reencuentro con Juan Carlos estuvo cargado de emoción. Todos los presentes, entre ellos el coronel Duval, adivinaron una profunda amistad entre ellos y una confianza que tranquilizaba sobre todo al coronel, quien, por otra parte, asumía una enorme responsabilidad al firmar aquella orden de libertad. El órgano gigante, tras ser registrado milimétricamente, se lo devolvieron a los ancianos con la recomendación de que consiguieran la autorización de la policía de carreteras para circular por territorio francés.
Llegado el momento de partir, Juan Carlos, Aetos y Moses, por recomendación y particular insistencia de todos los ancianos y ancianas, revisaron el equipaje y los aparatos de trabajo y se aseguraron de que no faltase nada de lo utilizado en la representación que tuvieron que improvisar para cruzar el río. Nadie quería que quedara perdido en el camino algún ingenio imprescindible para poder presentar su próximo e ilusionante espectáculo. Así pues, todo estaba en su sitio, fijo y asegurado.
Antes de iniciar el viaje, Armand Rousseau ofreció el espacio que quedaba libre en su automóvil, pero nadie se apuntó a la invitación.
Ninguno de ellos deseaba, por el momento, separarse de sus compañeros, y el empresario lo comprendió: las experiencias vividas en aquellos pocos días los convertían, más que en un colectivo de compañeros de trabajo, en una familia bien avenida con intereses mutuos de futuro que tenían un gran significado para todos ellos, puesto que se trataba del retorno a la luz, a la música, a los aplausos. En definitiva, la vuelta al éxito, ese estado maravilloso, vital y extraordinario en que habían estado instalados media vida. Algunos de ellos habían experimentado un aperitivo del banquete que les esperaba con la puesta en escena de aquella especie de charivari que montaron sólo para cruzar el río. Aquel cuadro los dejó a todos con la miel en los labios. Y algunos estaban locos por volver a repetirlo y muchos otros ansiosos por que llegara su oportunidad, que esperaban disfrutar muy pronto.
Armand Rousseau arrancó el motor de su automóvil y, tras despedirse del grupo, puso rumbo a Lyon, primera ciudad donde actuarían las viejas glorias en uno de sus teatros. Juan Carlos arrancó el motor del órgano de pipa y, antes de iniciar el viaje, se levantó, echó una mirada rostro por rostro a todo el grupo de ancianos, vio en ellos reflejada la ilusión y, con voz emocionada, les habló:
—Queridos amigos, hemos conseguido lo más difícil: salir de Alemania y que nos permitan circular por Francia, camino de España. Erika y yo queremos daros las gracias, pues, de no ser por vuestra experiencia y veteranía, quién sabe dónde estaríamos en este momento. Como veis, viajamos libremente y sin testigos extraños. Todos sabéis a quién me refiero, es posible que en cualquier momento reaparezca, pero por ahora no tenemos ninguna noticia al respecto.
—Y que no la tengamos —apuntó la voz metálica de Bergen al fondo—. Que se vaya a dormir con los murciélagos. Sobre personas como ese indeseable, mi abuelo decía un refrán latino que viene al caso: Malo solitudo ad mea conspecta propria!
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Aetos.
—¡Prefiero la soledad a mi propia compañía!
Tras la carcajada general y una ridícula mueca por parte de Aetos, Juan Carlos continuó:
—Antes de iniciar el viaje tengo algo que notificaros que espero que os ilusione: esta noche llegaremos a Lyon, allí tendremos dos días de montaje y ensayos, y el próximo viernes por la noche debutaremos en el Théâtre des Célestins de la mano del señor Rousseau…
La algarabía fue general. Los viejos se pusieron en pie y lo celebraron con abrazos y besos. «Ni que les hubiera tocado el premio gordo de la lotería», pensó Juan Carlos.
—Ese teatro es una maravilla —comentó Elke Zolm—. Hace muchos años tuve la dicha de estrenar allí una obra. Por cierto, tiene fama de contar con uno de los públicos más exigentes del país, por lo que otorga categoría a quien pisa su escenario.
—Ya lo creo —apoyó Lukas de Cock—. Se trata de uno de los más importantes teatros de Europa. Jamás olvidaremos Lena y yo el éxito que obtuvimos en ese local con más de dos siglos de historia.
—Sí —corroboró Gustav Fassios—. Hubo que levantarlo sobre sus propias cenizas porque sufrió un incendio, si mal no recuerdo.
—Ya veo que la memoria no os falla —continuó Juan Carlos—. Pues bien, en esa maravilla de teatro vamos a presentar, por primera vez en la historia, el espectáculo de las viejas glorias: Curiosidades y amenidades del universo.
Todos los miembros del colectivo gritaron y levantaron los brazos en un gesto de triunfo.
—Pero no adelantemos acontecimientos —les refrenó Juan Carlos con una amplia sonrisa en su rostro—. Primero hay que llegar a Lyon.
—¿Y qué hacemos aquí parados y perdiendo el tiempo? ¡Vayamos a la conquista de Lyon! —propuso al fondo una de las muchas voces de Bergen.
Todos apoyaron estas últimas palabras con entusiasmo, por lo que Juan Carlos tomó asiento e, introduciendo la primera marcha, comenzó a mover el vehículo mientras pensaba que, después de todo, las cosas no iban tan mal. Una vez en camino, de vez en cuando observaba a los viejos y descubría en sus rostros la carga de ilusión que habían acumulado en su interior. Actuaban, conversaban y se movían como si fuesen jóvenes veinteañeros. Le sorprendía el hecho de que tan sólo pensar que volvían a la escena fuera suficiente para llenarlos de una fuerza y un falso vigor que sólo existía en sus mentes.
La carretera se había convertido en la principal avenida de la población que cruzaban. Juan Carlos trató de leer las indicaciones de un poste, pero le fue absolutamente imposible, ya que un pintor estaba retocando los nombres de las ciudades y las flechas que las señalaban. El siguiente poste que vieron le indicó que tenía que doblar a la derecha de inmediato, aparentemente se trataba de un desvío provisional que los sacaría de la ciudad por un atajo. Juan Carlos se vio obligado a maniobrar con el autobús lentamente, pues, para su sorpresa, la calle por donde debía continuar era estrecha y estaba sin pavimentar. Finalizada la maniobra y justo en el preciso momento en que aceleraba, se le cruzó en el camino una joven. Se presentó tan de repente que tuvo que frenar bruscamente. La sorpresa fue mayúscula. Algunos de los pasajeros tuvieron que protegerse escudándose en el respaldo del asiento delantero. Hubo incluso quien quedó arrodillado en el suelo.
Pero lo que verdaderamente preocupó a Juan Carlos y a todos los que viajaban en los asientos delanteros del vehículo fue presenciar cómo el parachoques y tal vez el panel frontal del motor golpeaban a aquella imprudente joven. No fue un impacto brutal, pero sí lo bastante fuerte como para lanzarla al suelo. El interior del órgano de pipa se convirtió de inmediato en un auténtico pandemonio. Los sorpresivos gritos de terror emitidos por Juan Carlos, Erika, Aetos y Moses contagiaron al resto de los viajeros e hicieron que cundiera de inmediato el pánico. Juan Carlos, tras asegurar el freno de mano, dio un salto, abrió la puerta y corrió desesperado para ayudar a la joven. Estaba tratando de levantarla cuando escuchó la voz de Aetos que le gritaba:
—¡No la muevas! Puede tener alguna fractura seria.
Inmediatamente llegó Bergen y se arrodilló junto a ella.
—¡Está entera! —informó mientras la reconocía—. No creo que haya fracturas.
—Hay que llamar a la policía, seguramente necesitará asistencia médica… —los urgió Aetos, preocupado.
Aquellas palabras hicieron reaccionar a la joven de inmediato y, tras levantarse con la mayor rapidez, aunque con ligeros signos de mareo, recogió su bolso de mano, que había ido a parar debajo del vehículo, y sacudiéndose el polvo de la ropa miró alrededor dudando hacia dónde dirigirse.
—¡No hace falta! ¡No llamen a nadie! ¡Ha sido culpa mía! —exclamó—. Ya me siento bien… Es más, háganme un favor. Lo único que les ruego es que me saquen de este pueblo. Sáquenme de aquí y les estaré eternamente agradecida…
—No creo que debamos —comentó Aetos.
—¿Por qué? —preguntó Moses.
—Porque primero debe reconocerla un médico. El golpe ha sido fuerte y puede sufrir alguna lesión interna que a simple vista no podemos detectar.
—Le aseguro que no me pasa nada —atajó la joven—. Lo que verdaderamente necesito es que me saquen de aquí…
—Si tienes problemas, podemos pedir ayuda a la policía —insistió Aetos.
La joven le miró con gesto de preocupación.
—La policía debe de andar buscándome. Seguro que mi familia ha denunciado mi desaparición. En estos momentos, media Francia tiene que estar intentando localizarme.
—¿Huyes de alguien? —preguntó Aetos, más con la intención de ayudarla que por el simple hecho de saber.
—Trato de escapar de un padre maltratador y capaz de matarme si no cedo a sus perversas e interesadas intenciones de unirme en matrimonio a un hombre que me triplica la edad y al que detesto con toda mi alma.
El silencio se hizo dueño del momento. Los hombres trataban de analizar la situación en tanto las mujeres presentes, dejando los análisis para más tarde, ya se habían identificado con la joven y estaban dispuestas a apoyarla incondicionalmente.
Juan Carlos buscó un gesto de aliento y lo encontró inmediatamente en Moses.
—Es lo menos que podemos hacer por ella después de haberla atropellado —le dijo este.
—No, no, no —negó la joven de inmediato—. No se sientan culpables… Creo que ha sido un despiste mío. Estoy tan nerviosa y confundida que soy capaz de cualquier locura…
Juan Carlos la tomó por los brazos y, guiándola, la introdujo en el vehículo. La acomodó en un asiento de la segunda fila, y las mujeres se hicieron cargo de ella y la atendieron en sus más inmediatas necesidades. La joven miraba a aquellas ancianas con candorosos gestos de agradecimiento, dejándose auscultar y correspondiendo a las caricias con sus mejores expresiones de agradecimiento.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Máxima Contessa.
—Ivette Trouzot —respondió.
—Tienes un acento extraño —continuó Máxima—. ¿Eres francesa?
—Sí, soy francesa. Mi extraño acento es consecuencia de mis años de estudios fuera, me eduqué en Suiza.
Aetos permanecía muy atento a las respuestas de la joven Trouzot, pero Lora Bergen se impuso decidida alzando la voz por encima de la de los demás:
—No creo que sea este el momento ideal para atosigarla con preguntas. Saquémosla de aquí y ya tendremos tiempo de conocerla mejor.