Capítulo 23

El coronel Gilbert Duval, responsable de la ciudad de Estrasburgo por orden del general Leclerc, abrió los ojos sobresaltado. Acababa de conciliar el sueño cuando, consciente de haber dado la orden terminante de que no lo despertaran salvo por una circunstancia de suprema importancia, su ayudante, el teniente Barnard, lo hacía con carácter de urgencia y sin contemplaciones.

—¿Por qué me despierta, Barnard?

—Lo siento, señor, pero se trata de algo urgente sobre lo que nadie se atreve a asumir responsabilidades.

—Espero que se trate de una cuestión por la que merezca que me despierte. Cuando cerré los ojos llevaba cuarenta horas sin hacerlo, usted lo sabía tanto como yo —gruñó de malhumor.

—Le repito que lo siento —respondió suavemente el teniente tratando de evitar uno de los acostumbrados ataques de ira de su jefe—. De no ser de suma importancia, no me hubiera atrevido a molestarle: debo informarle de que hemos capturado una barcaza que partió del otro lado del río.

—¿Cómo dice? —preguntó exaltado el coronel mientras se sentaba en la cama con los ojos abiertos de par en par—. ¿Qué clase de barcaza es? ¿Cómo no me ha despertado antes? ¿Se trata de una invasión? ¿Son alemanes?

—Por la urgencia con que se me ha informado, sólo puedo decirle que se trata de un puñado de ancianos artistas. Parece, según dicen, que son viejas glorias del espectáculo. Cruzaron el río representando un cuadro artístico y traen con ellos un órgano de pipa gigante.

—¿Un órgano de pipa gigante? ¿Lo han comprobado?

—Sí, señor. Se temía que fuese una arma extraña, pero me dicen que se trata de un autobús forrado con un decorado que simula ser un órgano.

—¿Dónde está ese trasto?

—Junto al río, bajo control y custodiado por un grupo de especialistas en abordajes.

—¿Y el personal capturado?

—Lo están trasladando al cuartel general.

El coronel saltó de la cama y, sin importarle lo más mínimo la presencia de su ayudante, en paños menores y con el poco cabello que le quedaba en su amplia calva completamente revuelto, comenzó a caminar de un lado al otro de su dormitorio. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, trataba de despejar su agotada y en aquel preciso momento atrofiada mente y aclarar así sus pensamientos. Estaba preparando, en coordinación con otros oficiales asignados a distintas áreas, la inminente invasión definitiva de Alemania a través de su zona. Había trabajado los últimos dos días sin un minuto de descanso.

El general Leclerc, tras haber decidido la estrategia que debían seguir, le había responsabilizado de la planificación del proyecto en su área de influencia. Con la estrategia casi a punto, consciente de que su mente no daba para más y de que cualquier esfuerzo sería inútil, se había tomado la libertad de acostarse un par de horas para descansar y recuperar fuerzas. Sólo llevaba unos minutos profundamente dormido cuando lo despertaban para notificarle semejante nueva. ¡Un autobús-órgano sobre una barcaza y lleno de viejos artistas! ¿Qué locura era aquella? ¿O es que se trataba de una broma pesada? Con la mente un poco más clara, el coronel dejó de caminar y preguntó al teniente:

—¿Hay noticia de que ese autobús, órgano o lo que quiera que sea ese trasto represente una inminente amenaza para nosotros?

—Por el momento no —respondió el teniente mientras añadía agua a un vaso que contenía absenta.

—¿Es la hora del hada verde? —preguntó el coronel mirando el vaso con ojos que reflejaban el deseo.

—No es la hora, pero le sentará bien. Nada como la absenta para aclarar la mente —respondió el teniente mientras le ofrecía el vaso con una franca sonrisa.

El coronel aceptó el vaso y liquidó su contenido en dos tragos. Inmediatamente después, miró a los ojos del teniente y, levantando el vaso vacío con su mano derecha, aclaró:

—No tendré que repetirle que esto queda entre usted y yo.

—Ese comentario sobra, mi coronel.

—Así me gusta —respondió este ya con la mente más despejada—. Acérqueme el uniforme, nos vamos al cuartel general.

El equipo de especialistas había vigilado estrechamente a los artistas, tanto en la barcaza como durante el trayecto entre el río y el cuartel. Y es que aquellos ancianos eran difíciles de controlar. Contra ellos, sus hombres no actuaban con la acostumbrada violencia y se mostraban sorprendidos por su desparpajo: a uno de ellos hubo que dejarle acercarse a la borda y descargar su vejiga de espaldas al resto. Había solicitado hacerlo en cuanto idioma existe en la Tierra y en varios dialectos derivados del francés.

Para colmo, tras escuchar hablar al jefe, solicitó el permiso en francés con acento marsellés y este, que era marsellés de nacimiento, lo autorizó de inmediato. Asimismo, permitió que el anciano de la potente linterna en la mano izquierda proyectara las sombras chinescas de monos que, encaramados en sus cabezas, hacían como si rascasen y limpiasen los cabellos de sus hombres y devorasen a continuación los insectos. Luego estaba aquella anciana que, interpretando maravillosamente el papel de Mimí en la ópera La Bohème, de Puccini, solicitaba fuego para encender su vela mientras le cantaba al jefe, llamándole Rodolfo, el relato acerca de su vida solitaria mientras bordaba flores y esperaba a que llegara la primavera en París. Por más que querían hacerla callar, no lo conseguían. Nadie, a pesar de la gravedad que imponía el momento, y precisamente por el absurdo que suponía la actitud de aquella anciana diva, se atrevió a hacerla callar. ¿Cómo apagar aquella genial interpretación que dejó a todos aquellos hombres con el corazón en un puño? Y lo peor de todo vino después, con la confusión que se creó cuando obligaron a los ancianos y ancianas a que respondieran a las preguntas del jefe y estas respuestas comenzaron a salir de las bocas de sus hombres, por más que ellos jurasen que no habían dicho ni mu. ¿Quién ponía las palabras en sus labios? ¿Cómo pudo crearse un caos tan absoluto y una confusión de voces tan tremenda en tan sólo un minuto?

¿Y qué decir de aquellos gemelos ancianos que, cuando menos lo esperaban todos, comenzaron a devolver a sus hombres sus pequeñas armas reglamentarias? ¿Cómo se las habían quitado sin que ninguno reaccionase al hurto? ¿Eran especialistas acaso? Había que considerar, decía el jefe, que el abordaje se produjo en cuestión de segundos y que había funcionado a pedir de boca, pero a partir del momento en que los sentaron a todos agrupados y les dieron la oportunidad de hablar, el jefe perdió su autoridad y sus hombres dejaron de actuar como de costumbre.

En cuanto el coronel Duval se sentó a su mesa de despacho en el cuartel, le informaron de que en el grupo de ancianos sólo había un matrimonio austríaco de más de setenta años; los demás viejos pertenecían a nacionalidades no implicadas en la guerra. Ordenó que le trajeran a los ancianos, de uno en uno, para tratar de mantener una conversación con ellos antes de que los interrogaran en profundidad. Pero fue inútil, los viejos se le quedaban dormidos nada más comenzar a hablar. A su edad habían hecho un esfuerzo sobrehumano en aquella barcaza, algo que el coronel Duval interpretó como un inteligente o al menos oportuno gesto heroico de los ancianos con vistas a acceder a territorio francés pacíficamente y de una manera artística y original.

En definitiva, el suyo había sido un montaje escénico que, en cualquier caso, revelaba el preciso conocimiento del comportamiento de la mente humana que demostraba poseer aquel grupo de gloriosos artistas de la escena. Nada más se pudo lograr de ellos en las condiciones demostradas, insistir resultaba inútil. Lo mejor era dejarlos descansar y que recuperasen fuerzas. Al siguiente día serían abordados por avezados especialistas en interrogatorios que tratarían de extraerles la mayor información posible, lo que permitía al coronel regresar a su merecido descanso no sin antes advertir al teniente Barnard de las imprevisibles consecuencias que conllevaría el hecho de que lo despertara de nuevo, esta vez sin una razón contundente.