Capítulo 22

Nadie que hubiese visitado la trastienda del Circus Blunder aquel día podría haber detectado la gran fuga que allí se preparaba. El disimulo era la principal consigna entre el personal, que no por eso dejaba de colaborar en todo lo concerniente a las necesidades de los viajeros. Además, también se dedicaban a retocar el órgano gigante, al que aquella misma mañana se le había instalado un equipo de amplificación que sonaba a las mil maravillas y que podría servir para promocionar cualquier tipo de actividad o espectáculo, para asegurar su buen funcionamiento.

Los ancianos visitaban los remolques de los artistas de la compañía para despedirse de ellos, y estos los obsequiaban con artículos de primera necesidad, sobre todo alimentos y bebidas que almacenaban en el interior del autobús para compartirlos durante el viaje.

Puesto que para no llamar la atención habían decidido partir al resguardo del anochecer una vez finalizada la función de aquel día, durante el transcurso de esta Juan Carlos, Erika, Aetos y Moses se reunieron dentro del autobús para ultimar detalles y planificar el viaje. Tratarían de estudiar y analizar, dentro de lo posible, todo aquello que, inevitablemente, habría que dejar en manos del azar. A esa hora, y faltando apenas dos para el inicio del viaje, el Hauptsturmführer Schultz no había dado señales de vida, motivo que los tenía a todos muy preocupados.

—Ya os dije que yo no confiaba ni un pelo en ese pájaro —dijo Aetos, mohíno—. Cuando a mí se me atraviesa algo o alguien, no suelo equivocarme.

—Me parece muy bien —comentó Moses—, pero no creo que este sea el momento adecuado para analizar tus percepciones.

—Es más que una percepción, ese extraño personaje lleva con él algo indefinible, pero estoy seguro de que ese algo está relacionado con el mal. Lo siento, pero no me lo puedo callar. Si lo hago, exploto.

Viendo que aquello podría derivar en una larga y tensa discusión, Juan Carlos interrumpió a los hermanos:

—Lo importante en este caso es saber qué decisión tomar. ¿Nos vamos aunque este sujeto no aparezca o cancelamos el viaje?

—Yo me iría de todas formas —propuso Aetos—, aunque mejor sin la compañía de ese extraterrestre.

—Eso sí que es absurdo —rebatió inmediatamente Moses—. ¿Cómo va a ser lo mismo salir del país con la garantía de que nadie va a molestarnos en lugar de hacerlo jugándonoslo todo al destino? Tu empecinamiento es grave, querido hermano.

—Otras fronteras hemos cruzado tú y yo sin papeles, no sería la primera.

—Pero no en estas condiciones —rebatió de nuevo Moses.

—Un momento —interrumpió Erika con cierta timidez y voz suave—. Faltan casi dos horas para la salida, dediquemos ese tiempo a estudiar el viaje y si mientras tanto aparece el Hauptsturmführer, pues perfecto.

—¿Y si no aparece? —preguntó Moses.

—Entonces será el momento de tomar la decisión final —aseguró Juan Carlos—. Después de todo, lo nuestro es una total aventura.

—Y que lo digas —ratificó Erika.

—He oído que ha comenzado el éxodo —dijo Aetos.

—¿A qué te refieres? —preguntó Moses.

—A que lo que intenta este oficial lo está intentando un gran porcentaje de la población. Ante el inminente final que se avecina, la gente huye despavorida de este infierno. Se comenta que las fronteras naturales parecen hormigueros, especialmente las de Suiza, Holanda y Francia, países históricamente acogedores en casos similares, sobre todo el último, que lo único que no tolera es a los refugiados identificados con hechos de sangre, con el gobierno o simplemente con el nazismo.

—Algo a nuestro favor —indicó Juan Carlos.

—La situación de Francia no es para andar perdiendo el tiempo —dijo Moses—. Los franceses saben que esto se acaba y están tratando de reorganizar sus vidas. Si nos presentamos en la frontera por sorpresa, ¿qué pensáis que harían los guardias franceses con nosotros?

—Fusilarnos no, desde luego. No hay razón para ello —especuló Aetos.

—Y menos los franceses, tan paternalistas cuando se trata de algo identificado con la cultura —agregó Juan Carlos—. Nadie en el mundo protege al espectáculo de circo como lo hace Francia. En cualquier caso, lo único que necesitamos de Francia es que nos permita utilizar su territorio para cruzar a España, ya que ese es nuestro destino.

—También, en parte, eso juega a nuestro favor —dijo Aetos.

—Y lo que espero que juegue más a nuestro favor es mi contacto. Ya debe de estar en Estrasburgo.

—¿Es de fiar? —preguntó Aetos.

—Es un empresario de espectáculos con mucha mano en el país y de toda confianza —detalló Juan Carlos—. Es más, ya tendrían que estar advertidos al otro lado sobre nuestra llegada.

—O sea —dijo Moses mirando intensamente a su hermano—, que lo único que necesitamos es al Hauptsturmführer para que nos consiga los documentos.

Aetos le sostuvo la mirada durante un momento.

—En situaciones como esta —dijo—, los errores se pagan caros.

Juan Carlos estaba a punto de intervenir cuando descubrió que Erika le señalaba un punto fuera del autobús. Lo único que alcanzó a decir, tras mirar al exterior a través de una ranura que separaba dos tubos del órgano, fue:

—Ahí viene el Hauptsturmführer.

No hubo tiempo para más. El oficial dio varios golpes con su puño cerrado para que le abrieran la disimulada puerta de entrada al órgano.

Dos horas más tarde, terminada la función del circo y al resguardo de la noche, el órgano gigante, con la iluminación indispensable, circulaba por las solitarias calles de Stuttgart en busca de la carretera que los llevaría a Karlsruhe, el primer destino de su viaje.

A pesar de la edad y de la experiencia, o quizá por ello mismo, en esta ocasión los ancianos se mantenían callados y preocupados. Posiblemente, de no haber estado el Hauptsturmführer Schultz junto a ellos, información que Aetos, Juan Carlos, Moses y Erika habían pasado a los ancianos con todo lujo de detalles y de manera confidencial, el viaje se hubiese prestado a la charla y quién sabe si alguna que otra partida de cartas. Pero la presencia de un oficial de la Gestapo dentro del órgano era lo suficientemente intimidante como para mantenerlos con la boca cerrada. Muchos de ellos, por primera vez desde que habían comenzado aquella improvisada aventura, sintieron especial preocupación. Estaban a punto de abandonar Alemania y se dirigían a un incierto destino. Todos conocían Francia y habían actuado en dicho país. La ilusión de volver a la escena les llenaba la mente de nuevas ideas, pero al mismo tiempo pensaban: «¿Cómo estará Francia tras estos últimos años de ocupación?». «¿Encontraremos el país tan destruido como lo está Alemania?». Al final, terminaban por reconocer que cualquier situación sería preferible a la de sentirse bombardeados a diario.

Juan Carlos, estacionando el órgano en el aparcamiento de un restaurante cerrado y en ruinas, los sacó de sus pensamientos.

—Vamos a subir hasta la ciudad de Karlsruhe. Una vez allí, bajaremos por el margen del Rin hasta Estrasburgo. Debido a los bombardeos, no tenemos ni idea de dónde pueden haber instalado el control de comunicación entre ambos países. En el primer puente del río que encontremos habilitado como puesto fronterizo trataremos de cruzar a Francia. ¿Alguna sugerencia?

Desde el fondo, Bergen levantó la voz para opinar:

—Estoy seguro de que cruzaremos el río por el puente de Kehl, si es que no han cambiado el puesto, y puedo aseguraros que, si lo hacemos de madrugada, a esas horas los murciélagos duermen.

Erika quedó sorprendida al escuchar la voz de su madre, Lena de Cock.

—Lo de menos es por dónde sea. —Su voz vibraba intranquila—. Lo importante es que sea, y que sea pronto.

—Que nadie piense que no vamos a salir de Alemania —dijo una desagradable voz, desconocida para la mayoría—. Yo garantizo y prometo a todos que vamos a salir. Lo que no puedo asegurar es que entremos a Francia, eso queda en manos de ustedes, y más vale que lo consigan.

Aetos, a pesar de la repugnancia que sentía por el Hauptsturmführer, aseguró:

—Estamos poniendo nuestro mayor empeño en conseguirlo.

A la salida de Karlsruhe encontraron un control militar que el oficial Schultz se encargó de superar con la mayor diligencia y facilidad. Nadie supo cómo lo hizo, pero todos pensaron en lo bien que había preparado su fuga. A la hora de hablar con los responsables del control, no permitió que nadie le acompañase, hizo la gestión completamente solo y con el mayor secreto. Sus razones tendría.

Aprovechando que ya estaban en el camino de Estrasburgo, las mujeres repartieron los alimentos preparados y regalados por sus compañeros del Circus Blunder. Bergen hizo aparecer en sus manos una botella de vino del Rin, pero Aetos le obligó a guardarla recomendándole:

—Ni una gota de alcohol, Bergen. Estamos llegando a Francia. De nuestra claridad mental dependerá que seamos capaces de conseguir nuestro propósito. Te sugiero que guardes esa botella para celebrarlo una vez que estemos al otro lado.

—Para eso guardo yo esta —dijo Al Pace sacando otra botella.

—Y yo esta.

—Y yo esta otra —repitieron más artistas al fondo mostrando sus botellas.

—Respeto tus consejos —respondió Bergen poco convencido mientras guardaba la suya—. Pero os aseguro que a mí este vino me aclara las ideas.

—Entonces guárdala, que ya la usaré yo para lavarte la cabeza, a ver si de verdad se te aclaran —apostilló su esposa Lora.

Tras una carcajada generalizada se produjo de nuevo un interminable silencio. Nadie hablaba. Parecía como si de pronto todos hubieran caído en la preocupante realidad de lo que los esperaba. En el interior de aquel vehículo sólo se oía el ruido que producían las ruedas sobre el pavimento y el somnoliento ronroneo del motor. La concentración de sus mentes era total. Todos pensaban en el futuro inmediato que los esperaba tras cruzar un puente. De salirles las cosas bien, volverían a demostrar que los años invertidos en ensayos, preparación e interpretación no habían sido en balde. Los años que cargaban a sus espaldas deberían cuantificarse como acopio de experiencia y no como un freno a su capacidad artística. El profundo conocimiento de la profesión y el dominio del público eran sus infalibles armas para lograr de nuevo el triunfo.

Cuando más concentrados estaban, cada cual imaginando su actuación en el escenario, la voz de Bergen rompió el silencio para aportar a sus pensamientos, como si de un tranquilizante se tratase, la calma y el sosiego que produce la experiencia:

—La vida no se reduce a ser o no ser, como dijo Shakespeare. En realidad se reduce a tener o no ilusión. Ese es el secreto de la vida.

Inmediatamente se produjo un murmullo de aprobación. Todos se identificaban con aquellas palabras. Todos eran unos privilegiados que deberían dar gracias al cielo por encontrarse allí, en aquel momento, a punto de cruzar un puente con el que dejar atrás las tristes miserias de los últimos años y enfrentarse a una nueva vida pletórica de ilusión.

De pronto, el interior del vehículo cobró vida. En los asientos todos rectificaron sus posiciones y se dieron cariñosas palmadas en la espalda los unos a los otros.

El Hauptsturmführer Schultz, aislado en su asiento y sin que nadie le invitase a participar en aquella euforia, trataba de observar, en la oscuridad y con una mueca de desagrado, los rostros felices de aquellos ancianos que le parecían salidos de un sanatorio mental.

El inconsciente Bergen, aprovechando el pequeño alboroto, se puso en pie botella en mano.

—¿Es hora ya de abrirla? —insistió.

Algunos parecían estar de acuerdo, pero Aetos, con su voz autoritaria, cortó de raíz el murmullo al informar:

—Estamos llegando a Kehl.

En el lado alemán, un debilitado destacamento protegía la frontera natural que ofrecía el río. Para sorpresa de los viajeros, el puente de Kehl había desaparecido. El ejército nazi lo había volado semanas atrás, después de la recuperación de la ciudad de Estrasburgo por parte de la II División del Ejército francés del general Leclerc. Del otro lado, los franceses, con el apoyo de sus aliados, estaban a punto de invadir el territorio alemán. La ciudad de Estrasburgo permanecía totalmente ocupada por distintos cuerpos de los ejércitos francés, inglés, ruso y norteamericano, y no cesaban de llegar nuevos destacamentos cuyos vehículos ocupaban las principales calles y avenidas, así como todo el entorno de la ciudad. Especialmente preparados y listos para realizar su trabajo, los cuerpos de ingenieros tenderían puentes flotantes por donde cruzar las diferentes corrientes de agua que rodeaban parte de la ciudad y proceder a la invasión del sur de Alemania.

Así pues, en ambos márgenes del río se respiraba una calma chicha similar a la que se produce en el mar justo antes de una gran tormenta. Un control alemán, frente a las ruinas de lo que había sido el puente, obligó a Juan Carlos a detener el autobús-órgano. El Hauptsturmführer Schultz fue el primero en abandonar el vehículo y hacer frente a la situación. Nadie pudo saber lo que el oficial habló con el responsable de aquel control, pero media hora más tarde apareció en la margen alemana del río, un kilómetro más arriba, en un recodo donde reinaba la máxima oscuridad, una barcaza especial capaz de trasladar el órgano al otro lado; algo tan absurdo como increíble.

Cuando llegaron al recodo, Aetos miró a Juan Carlos con gesto de extrañeza y, controlando la desazón que le provocaba aquella absurda situación, se dirigió a Schultz:

—¿Podemos conocer sus intenciones?

—Ustedes quieren cruzar el río y yo les estoy dando todo tipo de facilidades. ¿No era ese nuestro compromiso?

—Si usted estuviera del otro lado del río, ¿permitiría que esta posible bomba de miles de kilos se arrimara a su orilla?

—Yo les he proporcionado la barcaza, el resto lo dejo en sus manos. Para nuestra seguridad, he dado órdenes de que no se nos dispare desde nuestra orilla.

—Todo lo contrario —le contravino Aetos pensando en voz alta—. Sus baterías deben dispararnos, pero con tan mala puntería que no acierten a darnos.

—No comprendo —reconoció el Hauptsturmführer con su característica expresión de asco.

—Verá —explicó Aetos—, la única manera de llegar a Francia es dando la cara. ¿No personificamos la crema de la farándula europea? Pues demostremos que lo somos y nadie se atreverá a lastimarnos. La única oportunidad que tenemos es que nos conozcan antes de llegar.

—Pero ¿cómo lo lograremos? —preguntó Moses.

—Exhibiéndonos —contestó Aetos con suficiencia—. Si nos vestimos y usamos cada cual su talento para demostrarles a los franceses que somos los integrantes de una compañía artística, puede que nos salvemos. La noche nos ayuda, el elemento sorpresa está a nuestra disposición. Si mal no recuerdo, Lukas y Lena de Cock hicieron acopio de linternas, magnesio y luces con que presentar su número de sombras chinescas antes de salir de los almacenes de Hagenbeck. Utilicemos esas luces. Utilicemos el vestuario. Utilicemos las manos de la señora Beckenhauer con su órgano de fuelle, así como la voz de la genial Máxima Contessa, y saquemos su maravillosa música por los amplificadores. Utilicemos la danza de los Fassios, el monociclo de Ciclotón, los equilibrios de Al Pace y su partenaire, hagamos mi hermano y yo que todo eso suceda por arte de magia. Creemos un impacto artístico único y habremos logrado nuestro propósito. Disponemos de poco tiempo, pero el suficiente para sorprender a nuestros amigos franceses.

—¿No delira usted? —preguntó Schultz.

—No sólo no deliro. Puedo asegurarle que, vista nuestra situación, es la única salida posible que encuentro. La otra es dar media vuelta y volvernos a Berlín.

—¡No! ¡Eso jamás! —dijeron algunas voces desde los asientos del fondo.

—¿Entonces? —cuestionó Aetos observándolos a todos con gesto interrogante.

Juan Carlos se puso en pie y pasó la mirada por todos los presentes.

—¿Estáis de acuerdo? —preguntó.

Sin dudarlo ni un segundo todos afirmaron.

—Pues manos a la obra —los animó convencido.

Como si cada asiento dispusiera de un resorte, los ancianos se levantaron de golpe y comenzaron a rebuscar en el fondo del autobús. Las mujeres se ocupaban del vestuario mientras los hombres se hacían cargo de situar linternas, trastos y depósitos de magnesio allí donde Aetos y Moses indicaban, en el exterior y en la cubierta de la barcaza, y dejaban de fondo, como si de un decorado se tratase, el gran órgano. Una vez que todo estuvo preparado en el exterior, el interior del autobús se convirtió en un gran camerino comunal donde los nervios reinaban y, como si fueran a representar por primera vez en su vida conscientes de que podía ser la última, los ancianos y sus maravillosas compañeras suspiraban y resoplaban mientras se vestían, maquillaban y peinaban, en algunos casos, los pocos cabellos que les quedaban.

El momento, aunque preocupante, resultaba mágico para aquellas glorias de las artes escénicas. Se ayudaban los unos a los otros demostrándose el más cordial de los afectos y deseos de éxito, así como esa especial solidaridad que se produce durante los estrenos o en esos momentos tan especiales que se dan en el mundo del espectáculo. A falta de espejos, se miraban en los ojos de los demás preguntándose unos a otros cómo les quedaba el vestuario, el peinado o el improvisado maquillaje. Las mujeres, más tranquilas y seguras de sí mismas que los hombres, se mostraban con ilusión esperando que las felicitaran.

Una vez todos listos y llegado el momento, Aetos distribuyó espacios en cubierta recomendando el mayor cuidado, ya que, debido a la gran oscuridad en que se movían, cualquiera de ellos podía caer al agua fácilmente. Encendieron los amplificadores para que se fueran calentando y calcularon que no llegaría a los cinco o seis minutos el tiempo que la barcaza tardaría en bajar desde el recodo en que se encontraban hasta el control francés, al otro lado, en las ruinas del puente. Un oficial alemán, aclarando que lo que Juan Carlos debía hacer lo podía realizar un niño, le explicó cómo sacar la barcaza de aquel recodo y le recomendó después que dejara que la corriente la arrastrase a la otra orilla dirigiéndola con la ayuda de la rueda o timón de mando. Lo más peligroso sería atracar, ya que para hacerlo debería maniobrar utilizando la marcha atrás. Ese era el único momento en que todos estaban obligados a sujetarse para no caer al agua. En caso de no conseguir atracar a la primera, recomendaba hacerla girar y remontar el río a contracorriente hasta lograr asegurarla en un puesto de amarre. Bergen, que junto a Juan Carlos escuchaba las recomendaciones, prometió, llegado el momento, echarle una mano en caso de que fuera necesario, ya que, como buen escandinavo, él se consideraba un experto en el tema de la navegación.

Los soldados Lamouret y Truffeau, de guardia en la torre de vigilancia, se miraron con la boca abierta ante la gran duda que surgió en sus mentes: ¿estaban despiertos o acaso se habían quedado dormidos y disfrutaban de una irreal fantasía onírica? Porque lo que sus ojos veían y sus oídos escuchaban no podía ser real. Arrastrado por la corriente y como un iluminado diamante que reflejaba sus rayos luminosos por todo el río, un gigantesco órgano servía de marco a lo que parecía ser la representación de una gran revista, o music hall, en el Folies Bergère o quizá en el Moulin Rouge de París, algo fuera de lugar en aquel tramo de río y mucho más inesperado a aquella hora de la madrugada. De pronto, la noche se había convertido en algo inverosímil y sorprendente, aunque maravilloso y subyugante. Tras el primer impacto y consciente de la responsabilidad que se asumía al estar de guardia, Lamouret, más rápido que su compañero, hizo girar con la mayor velocidad la manigueta del teléfono de campaña. Al otro lado del hilo respondió la adormilada voz del brigadier Murat:

—¿Qué ocurre, soldado?

—Mire, señor, lo que baja por el río. ¿Es auténtico o usted también está soñando como nosotros?

Oh, mon dieu! —exclamó el brigadier—. ¿Qué es eso?

—No lo sé —dijo Lamouret—. Pero esperamos su orden para disparar.

—Deme unos segundos —pidió la voz del brigadier, ahora más clara.

El espectáculo que estaban improvisando las viejas glorias era fascinante: a golpe de mando de dos ágiles y elegantes magos, y con fondo musical de la tercera parte de El Mesías de Händel magistralmente interpretado con un armonio de fuelle, surgían delante del órgano gigante unas breves explosiones que hacían aparecer en escena a personajes extraños que realizaban complejas interpretaciones. A un lado, un monociclo, montado por una especie de extraño y alocado acróbata, giraba a gran velocidad dando la impresión en todo momento de que caería al agua. En otro lugar, un equilibrista realizaba un ejercicio sobre una sola mano, apoyándose en el pie de una dama que, a su vez, realizaba un número recostada sobre una escalera de tijera. Moviéndose por algunos espacios libres, una pareja de bailarines de salón interpretaban una coreografía ralentizada en la que la dama parecía flotar por el suelo y por el aire. En el centro, y sobre un pedestal, un elegante dúo, con la colaboración de una bella joven que vestía una malla negra que simulaba un rayo plateado, emitía y proyectaba unos potentes rayos de luz con los que, utilizando sus manos, creaban en el agua y en las paredes todo tipo de sombras chinescas.

Cerca de ellos, una intrépida funambulista aparentaba realizar un arriesgado equilibrio sobre un cable de acero y, más allá, una especie de Desdémona corría por los espacios libres tratando de recuperar su pañuelo. Cada uno en su papel, y todos con la mayor maestría, conformaban un cuadro plástico en movimiento que flotaba sobre el agua, cuadro que ya hubiera deseado para sí el más original y universal coreógrafo de grandes espectáculos. De pronto, comenzaron a sonar algunos disparos de fusil y ametralladora que hacían tremolar las tranquilas aguas del río alrededor de la barcaza. El brigadier, superado por la situación e incapaz de aclarar su confusión de sentimientos, llamó con insistencia al puesto de mando francés, desde donde le respondió un confundido comandante que no acertaba a comprender lo que le explicaban.

—Pero ¿de qué espectáculo me habla usted? —preguntaba el comandante.

—Es una representación artística sobre una barcaza, señor.

—Antes que nada —preguntó el comandante levantando la voz—, ¿está usted completamente despierto?

—Sí, señor. Estoy viendo a un hombre sobre un monociclo, una pareja de baile, otra de equilibristas, sombras chinescas, magos. La música es maravillosa. Los alemanes han comenzado a dispararles, aunque tímidamente. ¿Qué hacemos?

—¿Juraría usted que son profesionales del espectáculo?

—Sin ninguna duda —aseguró el brigadier.

—¿No será una excusa de los alemanes con vistas a provocar un enfrentamiento?

—Todo puede ser, señor. Pero no lo parece.

—Si no ve usted riesgo en esa barcaza, ayúdeles. Yo estoy saliendo para allá con un pelotón. Ahora bien, si alguien presiente el más mínimo peligro, acaben con la nave y con todos sus pasajeros, húndanla sin miramientos. Es una orden a todos los cuerpos que defienden nuestra orilla del río.

El comandante sabía que todos los puestos de guardia habían escuchado la conversación. En aquellos momentos, todo el margen del río del lado francés estaría en máxima alerta y actuaría en consecuencia.

Mientras tanto, Juan Carlos, poco ducho en el manejo de la barcaza, descubrió que se pasaban del lugar donde pensaban desembarcar, junto al puente destruido, y trató de frenar utilizando la marcha atrás; pero no lo logró, por lo que decidió hacerla girar y enfrentarla a la corriente. Al menos así trataría de mantenerse a la altura del punto fijado para el desembarco. A trancas y barrancas, acelerando unas veces y dejándose ir otras, apenas lograba mantenerse en la posición, aunque tampoco sabía por cuánto tiempo. De pronto notó algo extraño en el ruido del motor. Daba la impresión de que se estaban produciendo unas explosiones incontroladas que hacían perder potencia a las hélices propulsoras en el agua. Él no sabía nada sobre navegación en un río, pero notaba que la corriente de agua los arrastraba y que apenas lograban mantenerse cerca del punto de amarre. De apagarse los motores, la barcaza sería arrastrada hacia un destino insospechado y a gran velocidad. En cualquiera de los casos, resultaría peligroso, contrario a sus necesidades y quién sabe si fatal para la integridad de los pasajeros.

Lo peor de todo, pensaba Juan Carlos, era su impericia en el asunto, su total desconocimiento de la navegación por río. ¡Ahora sí creía que había sido un error aceptar semejante responsabilidad! No tenía la más mínima idea de cómo resolver la situación, temía hacer un mal uso de los mandos y convertirse en el generador de una terrible tragedia. Estaba a punto de empujar el timón para tratar de conseguir una mayor aceleración cuando, al mirar hacia atrás, pudo distinguir cuatro barcas que subían por el río a contracorriente. No tuvo tiempo para reaccionar. Cuando quiso darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, un fuerte empujón de un oficial francés que empuñaba un arma pesada y persuasiva en sus manos ya lo había apartado de donde estaba: un pelotón de especialistas los había abordado y, en cuestión de segundos, todos los pasajeros yacían acostados en el suelo, con las manos en la nuca y bajo la amenaza de unas enormes metralletas que apuntaban directamente a sus cabezas. Un oficial francés gritaba órdenes que los soldados cumplían con la mayor brevedad. El oficial que había reemplazado a Juan Carlos en los mandos de la nave había regulado con pericia la entrada de carburante a los motores y había hecho llegar la barcaza a la orilla francesa, donde un destacamento de soldados, conocedores del área y sus posibilidades, tiraron de los cabos y fijaron con destreza la barcaza a la orilla.

Sólo se oían las órdenes del oficial francés que estaba al frente de la operación de abordaje. Dos potentes focos iluminaban la manipulación de amarre llevada a cabo por los soldados, quienes, una vez finalizado el trabajo y con todos los pasajeros bajo control, quedaron en silencio y esperaron nuevas órdenes del oficial. Este, sin dejar de apuntar con su metralleta a los prisioneros, miró primero a sus soldados, recorrió después con la mirada las caras y gestos de los ancianos, que permanecían aparentemente tranquilos en el suelo de la barcaza, y dirigió después la vista a la otra orilla del río.

—¡Qué extraño es todo esto! —comentó con expresión de sorpresa y tono de desconfianza.