Aquella misma tarde, Kasch recibió en la puerta de artistas y empleados, en la trastienda del circo, a un irreconocible Hauptsturmführer Schultz, que vestía un tupido jersey de lana gruesa y color azul desteñido y unos pantalones de pana marrón oscuro que más bien parecían un saco de pana con dos huecos para meter las piernas. Cubría su cabeza con una vulgar gorra, su cuello con una raída bufanda de lana y su rostro con unas enormes gafas ahumadas. Había dejado su coche atravesado en la entrada interrumpiendo el tráfico normal del personal, por lo que Kasch, con la mayor delicadeza, le pidió las llaves del vehículo ofreciéndose para aparcárselo dentro del recinto.
El Hauptsturmführer sacó las llaves del bolsillo, las retuvo en su mano derecha mientras miraba fijamente a Kasch, y las volvió a guardar sin dar ningún tipo de explicación. Ante tal absurdo, Kasch no supo cómo reaccionar y sólo acertó a decir:
—Le tengo preparado un palco. ¿Le acompaño hasta allí?
—Mejor no —respondió instantáneamente el oficial—. Muéstreme el local desde algún punto donde yo no pueda ser visto.
—¿Visto por quién? —respondió sorprendido Kasch.
El Hauptsturmführer acercó su boca a la oreja izquierda de Kasch y habló en un susurro.
—Por el público, por su gente, por quien sea. Considere esto como una visita de incógnito. Sitúeme donde se pondría usted si no deseara que nadie le viera.
La mente limpia de Kasch tardó un momento en comprender sus deseos, pero, tan pronto los asimiló, con un simple «¡sígame!» condujo a su invitado a un lugar situado debajo de la grada y junto a la puerta de salida de artistas. Desde allí, mirando por entre las tablas que servían de asiento, se podía ver la función. Tras abrirle una butaca plegable, le preguntó:
—¿Es esto lo que usted quería?
—Ni más ni menos —contestó el oficial—. ¡Perfecto! ¿Cuándo hablamos?
—Finalizado el espectáculo pasaré a por usted. Nos reuniremos en mi remolque.
—¿Nos reuniremos? —preguntó Schultz con preocupación—. ¿Quiénes?
—No tiene por qué inquietarse —añadió en seguida Kasch—. Estaremos mi esposa y tres compañeros de absoluta confianza.
—¿Seguro que son de absoluta confianza?
—Puedo poner la mano en el fuego por ellos —respondió, rotundo, Kasch.
—Usted sabrá lo que hace —dijo el Hauptsturmführer con un tono de voz amenazante—. Supongo que será consciente de los riesgos que corre si me pone en una situación de peligro.
—Por supuesto —respondió Kasch con la mayor tranquilidad. Y agregó de inmediato y buscando ganarse su confianza—: ¿Le envío una copa en el intermedio?
El oficial lo pensó por un momento, pero en seguida repuso:
—Mejor un café.
—Será mi esposa quien se lo traiga.
Parecía que Schultz iba a decir algo más, pero decidió callar e ignorar a Kasch. Ante aquel comportamiento, Kasch, sin saber cómo reaccionar, tomó la más lógica de las decisiones: retirarse sin decir una palabra más.
Al llegar al intermedio, Fritzi se acercó para llevarle al Hauptsturmführer una taza de café. Para su sorpresa no lo encontró sentado en la butaca plegable. Estaba a punto de retirarse cuando le pareció ver un bulto que se movía al fondo del pasillo, bajo la grada, en una zona oscura que cubría el público sentado sobre esta. Picada por la curiosidad, se acercó y vio al Hauptsturmführer, que, aprovechando la oscuridad, con expresión lasciva miraba desde abajo las entrepiernas de las mujeres y jovencitas sentadas en la grada. Al verse sorprendido por aquella mujer, el capitán dijo con el mayor descaro:
—¡Magnífico espectáculo! —Y tras una pausa añadió—: El que presenta este circo.
Fritzi, completamente abochornada y sintiéndose enrojecer ante la desvergüenza de aquel sujeto, le entregó la taza de café con manos temblorosas y se retiró del lugar sin decir una palabra. El Hauptsturmführer la observó marcharse.
—A esta quisiera verla yo sentada aquí arriba —comentó para sí.
Fritzi, temerosa de crear alguna situación extraña, le ocultó a Kasch la escena vivida bajo la grada con aquel sujeto. Le resultaba tan desagradable el personaje que prefirió olvidar aquel hecho.
Finalizado el espectáculo, Kasch pasó a buscar al oficial y lo acompañó hasta su propio remolque, donde ya esperaban Juan Carlos y los gemelos. A Kasch le extrañó que no quisiera acompañarlos su mujer, pero Juan Carlos le informó en seguida comentándole:
—Fritzi me ha encargado que te diga que no asistirá a la reunión, parece que tiene que hacer algo urgente en la cocina.
—Ya —respondió Kasch no del todo convencido.
Tras las presentaciones, el Hauptsturmführer quedó contemplando a los gemelos con intensidad, sus rostros le recordaban algo y no sabía qué, hasta que de pronto preguntó:
—¿No son ustedes los Orakis Brothers?
—Los mismos —respondió Aetos con humildad.
Para sorpresa de todos, el oficial comenzó a dar palmas como un crío. Parecía un niño con zapatos nuevos.
—He seguido su trayectoria artística desde niño —les dijo lleno de ilusión—. La última vez que los vi actuar fue en el Hansa-Theater de Hamburgo. ¡Qué alegría! No saben bien lo que he disfrutado con ustedes y con sus números «La escena del esqueleto viviente», «La pantera sobre la plataforma» y «El diablo en llamas». Ustedes dos son geniales, mis artistas favoritos. No pueden imaginar lo que estoy sintiendo en este momento, estoy viviendo la experiencia más feliz de mi vida… He vuelto a mi juventud…
Juan Carlos y Kasch asistían a la escena sorprendidos. Aetos y Moses sonreían apabullados por la vehemencia que ponía el oficial en sus palabras. Los cuatro pudieron observar la humedad en los ojos de Schultz al quitarse este, sólo por un momento, las gafas ahumadas. Puesto en pie, parecía a punto de llorar de emoción cuando, de pronto, haciendo un extraño movimiento con su cabeza y sentándose a la mesa al tiempo que se reflejaba la mayor dureza en su rostro, proclamó:
—Pero aquí hemos venido a hablar de cosas serias, ¿no?
El sorprendente cambio y la brusquedad del oficial los dejó helados. Ninguno de los cuatro acertaba a responder. El niño que había invadido al Hauptsturmführer por unos instantes había desaparecido tan de repente que les parecía imposible. Moses, que fue el primero en reaccionar, respondió por todos:
—Sí, señor, aquí hemos venido a hablar, pero si alguien se emociona por los recuerdos, estamos dispuestos a compartirlos. Entendemos que volver a la niñez por un momento suele ser un privilegio.
—La niñez representa el período más estúpido en la vida de todo ser humano —dijo el Hauptsturmführer con asco—. Mejor hablemos del presente.
Aetos, tras mirar por un momento a los demás, comentó:
—Creo que no deberíamos.
—¿No deberíamos qué? —preguntó el oficial en tono insolente.
—Ni siquiera hablar —dijo Aetos comenzando a levantarse—. Pienso que no nos vamos a entender…
—Señores, tranquilícense —exclamó Kasch poniéndose en pie y tratando de apaciguar la situación—. Estamos aquí por algo que nos conviene a todos y aún no hemos comenzado a hablar sobre el tema que nos interesa.
—Estoy de acuerdo —coincidió Moses—. Hablemos del asunto que nos ha traído hasta aquí y dejemos fuera cualquier sentimiento espontáneo que haya surgido con la conversación.
Estas últimas palabras las dijo mirando fijamente a su hermano Aetos.
—¿Todos de acuerdo? —preguntó Kasch.
Todos afirmaron, excepto Aetos, que antes miró a Moses con lástima mientras tomaba asiento.
—Pues vamos a lo que interesa —continuó Kasch—. Usted me ha buscado para ofrecerme documentación con que abandonar Alemania sin ser molestado —dijo mirando fijamente al oficial—. A cambio, yo tendría que comprometerme a enrolarle a usted en mi compañía, de manera que entrara en Francia como empleado mío, ¿es así?
—Exactamente —corroboró el Hauptsturmführer.
—Pues bien —continuó Kasch—. Mi obligación es informarle de que mi circo y yo nos quedamos en Alemania. No dispongo de capital y menos de relaciones con ninguna empresa extranjera que deseara acogernos en su país. Por lo tanto, ocurra lo que ocurra, nos quedamos aquí.
—¿En ese caso? —preguntó el oficial con la decepción reflejada en su rostro.
—En ese caso —le interrumpió Kasch—, puedo ofrecerle otra opción.
El Hauptsturmführer le miró sorprendido. De improviso se había puesto en guardia.
—Usted no tiene nada que ofrecerme a mí —reaccionó—. Soy yo el que le ofrece salir de Alemania sin que le molesten a cambio de un pequeño favor. Cualquier otro asunto que desee proponerme le anticipo que no me interesa en absoluto.
—Creo que sí le va a interesar, porque lo que usted necesita es salir de Alemania enrolado en un espectáculo artístico.
—Pero ¿no me acaba de decir que ustedes no abandonan Alemania? —dijo Schultz confundido y levantando un poco la voz.
—Yo me quedo aquí, en Stuttgart —dijo Kasch—. Pero mis compañeros aquí presentes, todos componentes de un espectáculo de viejas glorias de la escena, cruzarán mañana la frontera con Francia para más tarde tratar de alcanzar España. Eso cuadra perfectamente con sus aspiraciones, si no me equivoco.
—Un momento —dijo el oficial—. Déjeme aclarar varios puntos. Para comenzar: ¿cuántas personas integran ese espectáculo?
—Dieciocho —detalló Juan Carlos.
—¿Todos artistas?
—Casi todos —respondió este—. Bueno, en realidad todos, porque la única persona que no actuaba a partir de ahora pasará a ser mi partenaire.
—Quiero suponer que se trata de una mujer —aventuró Schultz.
—Es irrelevante para lo que nos interesa, pero sí, se trata de una mujer —afirmó Juan Carlos.
—¿Cuándo piensan abandonar Alemania? —preguntó el oficial.
—Mañana al anochecer.
—¡Mañana! —exclamó con preocupación—. Eso me deja muy poco margen.
—Usted verá —respondió Moses—. Para documentarnos le sobra con media hora.
—Media hora es una vida —rebatió pensativo—. ¿Qué medio de transporte piensan utilizar?
Kasch miró a sus amigos y con una pícara sonrisa reveló:
—Un órgano de tubos gigante.
Schultz estudió a los presentes con una desconcertada expresión de asco antes de preguntar:
—¿Dónde está la gracia?
—En ninguna parte —respondió rápidamente Kasch—. Se trata de un autobús convertido en un órgano musical. ¡Una genialidad!
—Ya veo —comentó el oficial con desgana y, de pronto, el rostro del Hauptsturmführer se iluminó.
Un destello había surgido en su cerebro: la mención de la palabra «autobús» había golpeado con fuerza su cabeza abriendo una puerta a los datos almacenados allí y creando una cadena de elucubraciones relacionadas con las viejas glorias y la Casa del Artista. Al principio no se atrevía a creerlo, pensaba que su mente le estaba jugando una mala pasada, pero a medida que los hechos conformaban la realidad se sintió flotar en el aire, dominado por ese estado de bienestar que solía experimentar en todo su organismo cada vez que aclaraba un caso o desentrañaba algo que anteriormente había sembrado dudas en su cerebro.
Pero tenía que ser prudente. En ese preciso momento debía proceder con la mayor cautela, sin demostrar la emoción que le había causado el descubrimiento. El más leve fallo podría echar a perder el futuro que con tanto esmero y prudencia estaba preparando, por lo que el Hauptsturmführer se tomó un tiempo para pensar, mientras paseaba su mirada por los presentes. Le importaba muy poco que todos estuvieran pendientes de él. Más bien al contrario, aquello le producía un placer especial. El mero hecho de hacerlos esperar alimentaba su ego y aliviaba su gran complejo de inferioridad. Le parecía imposible que la fortuna hubiera puesto en sus manos el autobús de la Casa del Artista y, con él, nada menos que las personas que se suponían portadoras del sobre marrón. Dominado por la vanidad, pensó que ese era un premio que merecía su talento. Porque por algo estaba él en Stuttgart, su presencia allí no era fruto de la casualidad. Bueno, en realidad, había sido el teniente Adalbert Adler quien sugirió hacer un viaje a Stuttgart. Pero ¿quién tuvo el talento de apropiarse del viaje? ¿O es que esas decisiones no suelen ser las responsables de los éxitos en la vida de un hombre? Esperando estar en lo cierto y no precipitarse, se dirigió a Aetos:
—Me interesa su oferta.
Todos experimentaron cierta sorpresa y alivio al mismo tiempo. Todos, menos Aetos.
—Yo no le he hecho ninguna oferta —matizó Aetos escupiendo las palabras.
—¡He sido yo! —saltó al rescate inmediatamente Kasch—. Yo la hice y los que estamos aquí la mantenemos, ¿no es así?
Kasch paseó su mirada por los presentes y se detuvo por un momento en los ojos de Aetos. Cuando este bajó la cabeza sin rechistar, miró de nuevo al Hauptsturmführer para ratificar:
—¡Ahí lo tiene usted! ¡Todos coinciden! Ahora sólo queda que nos pongamos de acuerdo en los pequeños detalles y brindemos por un feliz cruce de fronteras.
El oficial pasó revista con la mirada sobre todos ellos y, antes de levantarse, con el gesto más duro que pudo componer, se dirigió a ellos para advertirles:
—Ya pueden ir con cuidado. Ni una sola palabra de lo dicho aquí debe trascender. Recuerden que la más mínima indiscreción por su parte puede conducir este proyecto a la ruina. Y, cuando menciono la ruina, me refiero a ustedes, que son quienes tienen todas las de perder. No olviden que mientras estemos en Alemania seré yo quien dé todo tipo de indicaciones u órdenes que deberán obedecer sin la menor duda. Una vez fuera del país, trataré de desaparecer lo antes posible.
—Es lo lógico —aceptó Kasch.
—Esperen mis noticias —ordenó el Hauptsturmführer Schultz.
Tras esto, se levantó, escrutó los rostros de aquellos cuatro hombres como si tratara de fijarlos a su memoria, e inmediatamente después abandonó el remolque.
Tan pronto se cerró la puerta, Kasch levantó los brazos exultante al tiempo que repetía:
—¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido! Vais a salir de Alemania autorizados por la Gestapo. Eso es mucho más de lo que hubiéramos imaginado ayer mismo. ¡Vaya triunfo!
—No cantes victoria todavía —recomendó Aetos acompañando sus palabras con un rictus de desconfianza—. No me preguntéis por qué, pero yo sigo estando muy preocupado. Este oficial me da muy mala espina.
—No le hagas caso, Kasch —terció Moses—. Por supuesto que el personaje es como para preocuparse, pero también mi hermano es un perfecto genio sembrando dudas en los demás. Por ahora hemos conseguido lo más difícil, que era salir del país sin que nadie pueda impedírnoslo. Ahora roguemos porque en el otro lado nos reciban con la misma cordialidad.
—Si no me fallan mis contactos, eso es lo que espero —aventuró Juan Carlos con expresión ilusionada.