Tras la fructífera conversación telefónica con Francia y mientras trataba de dar forma en su mente a la aventura que estaba a punto de iniciar, Juan Carlos se quedó dormido en el viejo sofá en el que el gordo Cort solía hacer sus siestas. Este, al verlo completamente rendido y consciente del agotamiento que debía de sufrir, tomó el último sorbo de aquel infernal brebaje, ya frío, y evitando hacer ruido para no despertarlo lo arropó con una vieja manta y lo dejó descansando.
Al amanecer, el inquieto trasiego de los viejos le despertó. No dejaban de rebuscar y mover trastos de un lado para otro. La ilusión de volver a ser útiles, tras varios años de retiro y de intenso aburrimiento en la Casa del Artista, los dotaba de una nueva vitalidad desconocida para ellos. Un refrescante espíritu se había adueñado de sus corazones y los invitaba a vivir de nuevo experiencias artísticas.
Aquel muchacho español, gran trapecista y compañero de profesión, les estaba devolviendo su mundo de luz, fantasía, aplausos, ilusión y gloria. Y, por lo visto, no estaban dispuestos a dejar pasar la ocasión. Aetos y Moses rebuscaban entre los complicados aparatos de magia mientras otros elegían herramientas o trastos utilizados para la acrobacia o los equilibrios. Soltando de vez en cuando alguna que otra fuerte carcajada, las mujeres separaban piezas de vestuario y se las probaban. De pronto, interpretada en un pequeño órgano o armonio, comenzó a sonar la coral «O Mensch, bewein dein Sünde gross», que cierra la primera parte de La Pasión según san Mateo, de Johann Sebastian Bach. Todos levantaron sus cabezas y, fascinados con aquella música, miraron al lugar donde se producía el sonido, pero al poco rato cada cual continuó con su tarea. La intérprete, una elegante dama de aspecto aristocrático, una vez probado el instrumento, se dio por satisfecha y pidió ayuda para separarlo del resto de los trastos.
Juan Carlos, ya totalmente despierto, miró a su alrededor y descubrió sobre la mesita de Cort un pequeño montón de papeles, cada uno con un tipo de letra diferente; sobre ellos había una lista con infinidad de detalles. Allí estaba la información que había solicitado a los ancianos. La revisó por encima y descubrió que contaba con una actriz dramática alemana; una trapecista sueca de más de setenta años; los mejores magos del mundo, griegos; un magnífico equilibrista y su compañera, ambos de origen albanés; un patinador ciclista cómico belga; una pareja especialista en sombras chinescas, holandeses, más su hija, de nombre Erika; dos músicos austríacos; una pareja de húngaros experta en baile de salón; una cantante clásica italiana; y una pareja de ventrílocuos imitadores de voces y sonidos y procedentes de Dinamarca. No se podía quejar, ¡todo un espectáculo! Mucho más que eso en realidad, pues cada uno de aquellos artistas era un fuera de serie en su especialidad. ¡Impresionante! Metió en un sobre todos aquellos papeles que más tarde estudiaría con detenimiento y lo guardó en un bolsillo del pantalón. Por el momento era justamente lo que necesitaba para intentar regresar a España: un espectáculo completo integrado por grandes figuras de la escena con el que cruzar parte de Alemania y Francia. ¡Quién lo hubiera imaginado veinticuatro horas antes! Las circunstancias y la casualidad ponían en sus manos una compañía internacional de viejas glorias que, bien gestionada, podría significar su salvación.
Pensando en el viaje que pretendía iniciar fue hasta las habitaciones privadas de Cort, quien, por lo visto, andaba ya en la faena de ayudar a los ancianos. Entró al cuarto de baño y se acercó al lavabo, donde con una agua casi al borde de la congelación se refrescó la cara y la cabeza. No disponía de tiempo suficiente para tomar un baño, como hubiera sido su deseo, por lo que tras secarse y peinarse entró en la salita de la vivienda donde llevaba casi un año durmiendo de prestado. El buenazo de Cort jamás le aceptó ningún tipo de retribución, a excepción de esas botellas de aguardiente que de vez en cuando le regalaba. Juan Carlos abrió su baúl-armario, sacó de un cajón unos cuantos billetes e inmediatamente salió en busca del gordo. No tuvo que andar mucho; lo encontró a pocos pasos y detrás de una caravana atendiendo a un anciano, de aspecto humilde y aristocrático a la vez, que solicitaba algo de Cort que este no podía facilitarle. El anciano, tras dar los buenos días a Juan Carlos, se alejó cariacontecido.
—¿Qué quería? —preguntó Juan Carlos.
—Un violonchelo.
—¿Y qué le has dicho?
—Que esto es un almacén de circo y no el conservatorio.
—Pobre hombre.
—Le he ofrecido otros instrumentos musicales que tengo por ahí y que solían utilizar los payasos. Luego se los mostraré… Te advierto que tus ancianos, como los deje solos, me vacían el almacén.
—Eres un exagerado…
—¿Exagerado? Hubo uno que quería llevarse una antiquísima cama elástica que perteneció a los célebres Adriana y Charly.
—¿Y para qué quería una cama elástica?
—Dijo que para hacer piernas.
Juan Carlos, tras soltar una fuerte carcajada, disculpó al anciano alegando:
—Todo es consecuencia de la ilusión que he sembrado en sus mentes.
—Pues de la mente no sé cómo andarán, pero puedo asegurarte que están despiertos desde el amanecer, y sólo con una manzana en el estómago.
—De eso quería hablarte —explicó Juan Carlos mientras sacaba del bolsillo los billetes—. ¿Te importaría tratar de conseguir lo que sea? Pan, repostería, galletas, leche, café…
—Eso es imposible en Berlín —contestó Cort—. Lo sabes mejor que yo.
—Lo que sé es que tú conoces a todos los contrabandistas de alimentos de esta ciudad y que eres capaz de sacar agua de las piedras.
—Siempre terminas por convencerme —refunfuñó Cort mientras le arrancaba los billetes de la mano—. Lo primero que tengo que conseguir es gasolina para la furgoneta y para el autobús. El último bidón lo conseguí a cambio de una preciosa alfombra turca. A ver qué saco hoy… Ah, y vigila a los viejos, porque al ritmo que van no va a caber ni uno en el autobús.
—Yo me encargo de ellos y tú ocúpate de la intendencia.
El gordo Cort, acostumbrado a la obediencia y convencido de la importancia de su ayuda para sacar adelante el proyecto de Juan Carlos, arrancó la furgoneta y se puso en marcha. No se hacía ilusiones, la necesidad y el hambre azotaban Berlín, pero como decía su padre: «No hay peor gestión que la que no se hace».
Juan Carlos lo vio salir y, con su talante positivo y la seguridad de que algo traería, se dirigió a la zona del almacén donde trajinaban los ancianos. A mitad de camino encontró a Aetos y a Moses, que acababan de revisar un sofisticado aparato de magia.
—¿Cómo va la cosa? —les preguntó.
Aetos, positivo siempre, respondió:
—Mucho mejor de lo que esperábamos. Jamás imaginé que consiguiésemos aquí aparatos y trucos tan valiosos.
—Un poco antiguos… —comentó Moses.
—Pero de los más efectivos en la historia de la magia —añadió en seguida Aetos—. Como verás, hemos elegido los más pequeños. Eso sí, hemos separado bastantes antorchas, linternas y focos de luz a base de baterías, así como algunas cajas de magnesio para simular explosiones. Todo eso puede sernos muy útil a la hora de presentar el espectáculo.
—Bien hecho —los elogió Juan Carlos—. Habrá que disponerlo de la mejor manera posible, porque sólo contamos con la parte trasera del autobús para llevar el equipaje y los trastos.
De repente, Moses soltó una risita.
—¿A qué viene esa risita ahora? —quiso saber Aetos.
—Me pregunto dónde cabrá todo aquello —dijo señalando un gran montón de trastos y aparatos circenses.
Aetos y Juan Carlos miraron hacia donde señalaba y comenzaron a reír también.
—Piensan que salimos de tournée para toda la vida —los excusó Juan Carlos.
—¿Y no es eso acaso? —preguntó Aetos.
—Sí, pero no —repuso Juan Carlos—. Ahora mismo los advierto del poco espacio del que disponemos.
—Y de paso habla con las damas —añadió Moses—, porque han empaquetado vestuario como para representar Las mil y una noches.
Todos aquellos genios comprendieron la situación, pero, aun así, hubo que destornillar y eliminar varios asientos de la parte trasera del autobús para dar cabida al material seleccionado. Los De Cock, padres de Erika, hicieron acopio de linternas de escena con que presentar su número de sombras chinescas; Juan Carlos cargó detrás sus aparatos y trapecios junto al resto de los trastos, y dejó un hueco a mano donde incrustar su baúl-armario para poder abrirlo en cualquier momento con facilidad. Allí llevaba algún dinero para gastos menores, así como los ahorros de los últimos años de trabajo convertidos en monedas de oro de colección y alguna que otra piedra preciosa, que era la manera tradicional en que los profesionales del circo conservaban su capital.
No salieron a las once, como estaba previsto. De todas formas, no hubieran podido hacerlo porque a esa hora se estaba produciendo un nuevo ataque aéreo sobre la ciudad. Bajo el bombardeo regresó Cort y comentó aterrorizado que a punto había estado de que le cayera un edificio encima. Pero ese día los hados estaban con ellos, pues había resuelto con creces el apartado de alimentación consiguiendo galletas, encurtidos envasados, leche en polvo, café, mermelada y algo de bollería. También, y esto era de vital importancia, había logrado intercambiar con un contrabandista doscientos litros de gasolina por cinco alfombras de llama del Perú. Juan Carlos sería el encargado de recoger los cuatro bidones de cincuenta litros y, a su vez, entregar las cinco alfombras antes de salir de la ciudad. Pero antes debía preparar algo, un salvoconducto que les ayudase a franquear algunos de los muchos atolladeros en los que se encontrarían durante el viaje, porque era indudable que habría muchos controles en las carreteras.
Con los ancianos esperaba no tener mayores problemas, puesto que todos, afortunadamente, estaban documentados. Pero ¿cómo justificaría él ante cualquier autoridad el hecho de llevar un autobús lleno de «viejas glorias» a través de una Alemania en llamas? Después de mucho pensar hizo una seña a la actriz Elke Zolm, que se encontraba revolviendo ropa en la zona de vestuario, para pedirle que lo acompañase hasta la pequeña oficina de Cort. Una vez allí le preguntó:
—¿Qué tal ese pulso?
—¿A qué se refiere? —preguntó a su vez la actriz con desconfianza.
Juan Carlos extrajo de una carpeta un folio con membrete del Ayuntamiento de Berlín y, mostrándoselo a Elke, le explicó:
—Vamos a tener que dar explicaciones más de una vez de la razón de nuestro viaje. Le agradecería que escribiera en este folio una justificación.
—No le comprendo —se defendió la actriz, dando un paso atrás sobresaltada.
—No se asuste —la tranquilizó Juan Carlos—. Lo que le estoy pidiendo, ya que supongo que usted escribirá en alemán mucho mejor que yo, es que falsifiquemos una carta de recomendación del Excelentísimo Ayuntamiento de Berlín, así evitaremos que nos retengan por esas carreteras de Dios.
—Pero… eso es ilegal.
—Más ilegales son el hambre, el frío y la muerte. Estamos en guerra, señora. Dígame, con sinceridad, qué puede tener de ilegal una pequeña trampa si gracias a ella podemos sobrevivir dieciocho seres humanos.
—Tiene usted razón —aceptó con dramatismo la actriz—. Pero con una condición: yo nunca escribí esa carta.
—Ni usted, ni yo, ni nadie que usted y yo conozcamos.
—Bien, entonces dígame qué quiere que escriba —respondió convencida Elke mientras tomaba asiento ante la mesita de Cort.
—«A quien pueda interesar» —comenzó a dictar Juan Carlos.
Elke, mojando la pluma en el tintero, escribió un precioso «A quien pueda interesar» con letra firme.
—Permítame felicitarla por la letra.
—Usted siga dictando, que ya habrá tiempo para elogios.
—De acuerdo —dijo Juan Carlos. Y prosiguió—: «La compañía de glorias veteranas de la Casa del Artista se dirige a Stuttgart, donde presentará su maravilloso espectáculo Curiosidades y amenidades del universo. Rogamos a las autoridades civiles y militares el mejor de los tratos y las mayores facilidades para el buen cumplimiento de esta misión».
—¿Y quién firma esto? —preguntó la dama al finalizar la última línea.
—Usted escriba «Con nuestro agradecimiento» al pie de la nota, que yo haré un garabato como firma.
Después, sobre el garabato, Juan Carlos estampó el sello del Ayuntamiento de Berlín.
La actriz, al comprobar cómo había quedado aquel documento, elevó las cejas en un gesto de aprobación y exclamó:
—¡Esto es hacer las cosas bien!
Con los estómagos satisfechos y tras las últimas instrucciones de Juan Carlos, que había logrado hablar con Francia en dos ocasiones más, a la una y media de la tarde salía de los almacenes el autobús. Habían decidido, de común acuerdo, acercarse a la frontera con Francia realizando paradas para cenar y dormir en Magdeburgo, Weimar, Wurzburgo y Stuttgart. Cuando llegaran a esta última ciudad, estarían a un paso de la frontera con Francia.