Llegar al Ayuntamiento de Berlín no fue tarea fácil. Las calles cortadas al tráfico y los recientes bombardeos obligaban a ejecutar rodeos interminables que a veces, de no estar muy atento a los desvíos, los obligaban a volver al punto de partida. El tamaño de aquel autobús hacía más complicada la tarea, debido a que los vehículos oficiales, necesitados de solventar con urgencia los graves problemas que se presentaban continuamente, no dudaban en circular en dirección prohibida y a gran velocidad por las destrozadas vías y avenidas de la ciudad. Para colmo, los cúmulos de color gris oscuro hacinados en el cielo anunciaban otra inminente y copiosa nevada que dificultaría, aún más si cabe, la conducción.
El caos que reinaba en la ciudad permitió a Juan Carlos aparcar frente al Ayuntamiento Rojo, en una zona prohibida que nadie respetaba en aquellos días. Fue imposible localizar a la concejala de Cultura, pues llevaba ausente una semana y nadie sabía de ella. Uno de los pocos bedeles que todavía atendían a los ciudadanos los informó sobre la falta de personal: la mayoría de los responsables de departamentos hacía más de una semana que no aparecían por sus despachos, y se ignoraba lo que pudiera haber sido de ellos. Afortunadamente, la simpatía de Juan Carlos, sumada al saber hacer y la personalidad de los gemelos, ganaron la voluntad de aquel bedel, que, finalmente, los puso en manos del responsable de un departamento relacionado con algo parecido al Socorro Social. Sin ni siquiera saludarlos y mostrando un extremado estado de nerviosismo, aquel hombre les recomendó:
—Sean rápidos y escuetos en lo posible. Este edificio debe de estar en el punto de mira del enemigo y pueden bombardearlo en cualquier momento. Lo extraño es que no haya sucedido ya.
—Como desee —dijo Aetos adelantándose—: la Casa del Artista ha sido destruida esta mañana. Calculamos en más de cien las víctimas y somos diecinueve los sobrevivientes que necesitamos techo y alimentos. ¿Puede usted ayudarnos a resolver la situación?
—Donnerwetter! —exclamó el hombre, sorprendido—. ¡La Casa del Artista, vaya tragedia! Sí, claro, naturalmente…, algo tenemos que hacer con ustedes. Pero no es de mi competencia, tendrán que hablar con el Departamento de Urgencias Sociales.
—¿Dónde está, por favor? —preguntó Juan Carlos.
—En el ala oeste, segunda planta. Aunque no creo que encuentren a nadie allí. Nosotros tampoco deberíamos estar aquí.
—Lo comprendo —respondió Juan Carlos—, pero tengo que alimentar a diecisiete ancianos y…
—Espere —pidió el hombre comenzando a abrir y cerrar cajones de su mesa al tiempo que rebuscaba nervioso—, tengo vales de cortesía para comer en el hotel Metropol. Podrían cenar en él al tiempo que preguntan si tienen algún concierto con el gobierno de la ciudad para proporcionarles alojamiento temporal gratuito. Es todo cuanto puedo hacer por el momento.
—De acuerdo —aceptó Aetos—. Encuentre esos vales y seguiremos su consejo.
El hombre continuaba su búsqueda con manos temblorosas cuando de pronto comenzaron a sonar las sirenas de alarma de la ciudad anunciando un nuevo bombardeo. La sirena del propio edificio, por su cercanía y potencia, ponía la carne de gallina. El hombre, con la mirada perdida, dejó de buscar y, mientras descolgaba de un perchero su abrigo y su sombrero, empezó a gritar como un demente:
—¡Fuera de aquí! ¡Es la hora de los ingleses! ¡¡¡Fuera!!!
Y sin esperar respuesta salió de la oficina y corrió por el pasillo en busca de la salida de urgencia más cercana. Moses y Aetos también se marcharon del despacho, pero al ver que Juan Carlos no salía regresaron sobre sus pasos. Al entrar de nuevo en la oficina vieron cómo este vaciaba el contenido de los cajones sobre la mesa hasta dar con varios talonarios de vales de cortesía para comida. De pronto pensó que no estaría de más disponer de varios folios con membrete del ayuntamiento así como de un par de sellos de goma, por lo que se demoró para guardar los folios en una carpeta y los sellos en un bolsillo, y, ya por fin, salir corriendo detrás de los gemelos.
—¿Qué prefieres? —gritó Aetos mientras dejaban atrás la oficina—. ¿Los sótanos del ayuntamiento o la calle?
—La calle, mil veces —respondió Juan Carlos—. Este edificio está condenado.
No tardaron ni un par de minutos en alcanzar la vía pública. Por fortuna, las explosiones de las bombas sonaban lejos, al sur de la ciudad, y seguramente estaban dedicadas ese día a un objetivo estratégico, quién sabe si a alguna fábrica, depósito de combustible o cuartel del ejército. Una gran explosión, que causó una inmediata llamarada seguida de una columna gigante de humo negro, se produjo en la lejanía. Aetos y Moses, tras observar unos segundos la explosión, se miraron presos del pánico.
Juan Carlos los instó con energía:
—¡Vamos, rápido! ¡Al autobús!
Consciente de que la edad no les permitía correr demasiado, los tomó a ambos por el brazo y los ayudó a aligerar el paso. Los llevaba casi a rastras cuando, a mitad de camino, los hermanos se miraron a la cara medio ahogados por el esfuerzo y, soltándose de Juan Carlos, se señalaron el uno al otro con el dedo índice y cayeron en un interminable ataque de risa histérica. Parecían dos dementes; Juan Carlos los observaba con incredulidad al tiempo que balbuceaba:
—No me lo puedo creer. Nos estamos jugando la vida y sólo se os ocurre mataros de risa.
—¿Y qué mejor manera de morir? —le preguntó Moses—. ¿Es que no has visto la cara de imbécil que se le pone a mi hermano cuando se ahoga?
—Hombre, sí, a tu hermano y a cualquiera, pero no creo que este sea el momento para…
—¡Calla! —pidió Aetos entre suspiros y carcajadas—. Déjanos disfrutar el momento. Piensa que cuando nos reímos lo estamos haciendo de nosotros mismos.
—Reírse de uno mismo es una de las mayores virtudes del hombre —resolvió Juan Carlos mientras volvía a engancharlos por el brazo—, pero salgamos ahora de aquí y, más tarde, a lo mejor me sumo a vuestra fiesta.
Subieron al autobús, Juan Carlos arrancó el motor y condujo el vehículo alejándolo del gran edificio rojo.
El hecho de que el bombardeo se produjera detrás de ellos y concentrado en una sola zona les producía cierta tranquilidad, ya que les permitía alejarse del centro de la ciudad con más calma. Sólo debían preocuparse del caótico tráfico y de los enormes socavones que Juan Carlos eludía con singular pericia. El ruido de las explosiones iba quedando atrás conforme se dirigían hacia el norte de la ciudad.
—Misión cumplida por el momento —proclamó Aetos mientras se sentaba detrás de Juan Carlos—. Al menos esta noche cenaremos, aunque no tengo la menor idea de dónde dormiremos.
—Eso me preocupa menos —aseguró Juan Carlos—. En los almacenes hay una docena de caravanas habitables y sólo habría que conectarlas a un cable distribuidor de electricidad para calentarlas. Los hombres pueden quitarles el polvo mientras las mujeres hacen las camas. A propósito de mujeres, ahora que recuerdo: ¿por qué me dijiste «luego te cuento» cuando estaba anotando el nombre de la concejala de Cultura que me dio la actriz Elke Zolm?
—Por la cara que pusiste cuando le viste la cicatriz.
—Lo cierto es que me impactó. Posiblemente por el contraste con la belleza de la otra mitad de su rostro.
—Es una historia complicada —comentó Aetos—. El caso es que todo en ella es extrañamente anormal, excepto su belleza natural. Mi hermano y yo fumamos, pero no nos jugamos la vida por el tabaco; esta mujer, sin embargo, es una fumadora y bebedora empedernida. Enciende un cigarrillo tras otro, día y noche, y sería capaz de matar por una botella de alcohol. Así está, que se ahoga en un mar etílico y ha padecido un enfisema pulmonar agudo. Es una mentalidad mortificada por sus grandes dudas y su falta de decisión, y es que por lo visto se quedó a mitad de camino entre ser hombre o mujer.
—Pobre mujer —apuntó Juan Carlos—. O pobre hombre, según sus dudas.
—Se dice que sus más importantes vivencias relacionadas con el amor fueron dos: una con un hombre y otra con una mujer. La primera la dejó arruinada, pues el tipo escapó llevándose cuanto había de valor en el hogar, así como los ahorros que guardaban en el banco. La dejó prácticamente en la calle.
—Un chulo, vamos…
—Más o menos. Sobre la segunda experiencia, se cuenta que, tras una orgía de alcohol y sexo, la mujer a la que amaba la dejó marcada con esa terrible cicatriz en la mejilla izquierda a causa de una fuerte discusión por celos: un cuello de botella de cristal roto destrozó de por vida su precioso rostro.
—¡Qué malos consejeros son los celos! —exclamó Juan Carlos.
—Aquello arruinó su carrera profesional, desde ese momento tuvo que dedicarse a interpretar papeles secundarios para sobrevivir. Ya sabes, los directores huyen de los actores conflictivos.
—Sí que es una triste historia… —comentó Juan Carlos mirando a Aetos por el espejo retrovisor.
—Más que triste, desafortunada.
—¿Cómo llegaste a conocer tantos detalles de su vida?
—Viviendo en una residencia es lo normal. Los ancianos terminamos por contárnoslo todo. Es lo único interesante que podemos hacer: hablar, hablar y hablar todo el día. Cuando no te permiten contar tu historia, tienes que escuchar las de los demás. Es la ley de compensación.
—Entonces podríamos decir que conoces a fondo las vidas de todos los que se han salvado hoy.
—Casi todas, aunque siempre hay excepciones. Los hay que viven en un mutismo total y no sueltan prenda, lo que a veces te hace desconfiar.
Aquella conversación resultaba muy interesante para Juan Carlos. El historial de las vidas, tanto privadas como profesionales, de aquellos geniales artistas era muy interesante. Quién sabe si imprescindible. Algo había comenzado a cobrar vida en su imaginación, algo que, desde el momento en que ayudó a los ancianos a salir de la Casa del Artista, empezó a tomar forma en su mente y que, en principio, podría resultar ventajoso para el futuro de los ancianos y el suyo propio.
La voz de Aetos lo sacó de sus meditaciones.
—¡Cuidado con esos que vienen de frente! —gritó.
Juan Carlos se arrimó a la derecha y frenó para dejar vía libre a varios vehículos pesados del ejército que venían en dirección contraria y a toda velocidad. Quince minutos más tarde entraban de nuevo en los amplios almacenes del Hagenbeck Circus.