Epílogo

Martes, 22 de marzo de 1729

Una niebla primaveral ondulaba sobre las torres sin techar del castillo en construcción y le conferían el aspecto de un edificio en ruinas. Las obras no habían avanzado y un forastero de paso hubiera visto un paisaje de desolación. A Leopoldo le divirtió la idea. «Lo que la realidad muestra a nuestros ojos no siempre es lo que pretende ser», pensó.

El príncipe Beauvau-Craon lo sacó de sus meditaciones.

—Alteza, tenemos que regresar o llegaremos tarde al oficio.

La futura residencia, situada en tierras de Ménil, estaba destinada a Marc de Craon y su esposa. El duque había ido a visitar las obras, que pagaba de su fortuna personal, más en razón de los vínculos que lo unían a Anne-Marguerite de Craon que por la simpatía que sentía hacia su marido.

«No hay culo mejor pagado sobre la faz de la tierra», escribió la Princesa Palatina, madre de Isabel Carlota, al respecto.

La duquesa de Lorena estaba inquieta a causa de las considerables sumas que su marido dilapidaba en esa relación, bajo cuya dependencia amorosa se hallaba desde hacía veinte años.

Leopoldo se sentía ligero y feliz de ofrecer a su amante una vivienda digna. Había proyectado reunirse con Anne-Marguerite aquella misma tarde para describirle con detalle su visita y se regodeaba ya del dulce momento que pasaría junto a ella. El duque echó una última mirada al castillo, y los dos hombres se dirigieron hacia la carroza que los esperaba a un centenar de metros, en el sendero que las lluvias de la víspera habían embarrado.

Un riachuelo los separaba del camino. El príncipe de Craon llamó al cochero para que les llevara una tabla para cruzar.

—¿Acaso ya somos unos viejos a los que hay que ayudar a cruzar un arroyo? —bromeó Leopoldo.

Le entregó su bastón a Marc de Craon y, sin tomar impulso, quiso saltar para cruzar el riachuelo. El talón de su zapato izquierdo se hundió en la tierra blanda y le hizo caer al agua.

—¡Alteza! —exclamó el príncipe cuando el cochero y los escoltas corrían para ayudarlo.

Leopoldo se levantó solo e hizo que tiraran de él para salir del agua. Se frotó las costillas, pues había recibido un fuerte golpe en el pecho al caer al suelo, y luego la nuca: estaba indemne.

—Estoy bien —confirmó.

—¡Alabado sea Dios! —dijo Marc de Beauvau-Craon—. Alteza, estáis empapado, regresemos a Lunéville para que podáis cambiaros.

—No, me secaré en la carroza. Vayamos al oficio de los capuchinos sin más tardanza. No habléis de esto en vuestro entorno, no quisiera que llegara a oídos de Anne-Marguerite —respondió Leopoldo.

El príncipe, que no ignoraba la naturaleza de la relación entre su soberano y su esposa, asintió. Había sacado provecho de la magnificencia del duque, por lo que consideraba una indemnización de su infortunio conyugal, y quería seguir disfrutando de la misma.

Leopoldo se secó con ayuda de las mantas con las que se cubría durante los trayectos. Le entregó las mismas y la peluca —que en la caída había ido a parar al riachuelo— a su criado y se estremeció antes de instalarse en el habitáculo.

Domingo, 27 de marzo de 1729

El caballo resoplaba a cada respiración. La espuma alrededor del bocado salía despedida a medida que avanzaba. Trotaba o galopaba desde hacía casi tres horas, respondiendo como podía a la exigencia de su jinete, del que sentía el nerviosismo. Joseph de Gellenoncourt, capitán del destacamento de la gendarmería de Lunéville, estaba a la vez tenso y concentrado en su misión. Nada podría impedirle llevarla a cabo, ni las bandas de ladrones que rondaban por los bosques de los alrededores de Nancy, ni las condiciones climáticas. Pero todo se veía tranquilo, vagabundos y nubes por igual. Se sentía capaz de afrontar cualquier peligro para llegar a tiempo. Maese Déruet era su última oportunidad. Las primeras luces de las casas se hallaban a la vista.

Nicolas dejó la aguja que había utilizado para suturar la herida y se quitó sus quevedos. Las gafas le pellizcaban la nariz, pero le eran indispensables para las operaciones, incluso para las más sencillas.

—Esta vez aún no nos dejaréis para reuniros con vuestro Señor —aseguró al enfermo.

El padre Lecouteux era uno de sus más antiguos pacientes y sin duda alguna el más viejo de todos. Tenía ochenta y ocho años y seguía al frente de su parroquia de Nomeny, ayudado por un cura joven que su jerarquía le había impuesto. El sacerdote dio las gracias al cirujano y evocó con él uno de sus numerosos recuerdos de las veladas que habían pasado juntos hablando de teología y de medicina. A lo largo del tiempo las opiniones de Nicolas se habían apartado cada vez más de las convicciones del cura, que trataba, ya sin esperanza alguna, de conducirlo al recto camino de la fe.

En el momento de partir, Nicolas le dejó las instrucciones para las curas, se despidió y se puso sus mitones rojos y brillantes.

—¡Maestro! ¡Maese Déruet! —gritó una voz desde fuera.

Antes de que tuvieran tiempo de reaccionar oyeron pasos en el pasillo. El cura abrió la puerta y el hombre entró, sin resuello.

—¡Venid, deprisa, nuestro soberano se está muriendo! —gritó Joseph de Gellenoncourt.

Los nubarrones, de un azul de Prusia, parecían haber empujado el día, del que ya no quedaba más que un rayo horizontal pegado al lejano oeste. El cazador furtivo salió del bosque y se sentó bajo un abeto aislado, de ramas gruesas y vigorosas, cuyas espesas agujas lo protegían de la lluvia en cualquier estación. Colgó una liebre muerta de la rama más baja y con gesto preciso tiró de la piel, que se desprendió como una media. Su perro, que observaba la escena, se acercó, olisqueó la carne aún caliente y trató de apropiársela. Sin embargo, la liebre estaba atada demasiado alto y el chucho solo logró golpearla con una pata. El animal se balanceó colgado de la cuerda y eso hizo reír al hombre. El perro se volvió y ladró al paso de dos jinetes, uno de ellos un gendarme, que ni siquiera prestaron atención al furtivo. Este desató rápidamente su botín y los vio desaparecer en dirección a Nancy preguntándose qué podía ser tan urgente para que ni siquiera se hubieran fijado en él. Su familia tendría qué comer esa noche: lo demás no tenía importancia.

—¿Qué pasó tras su caída? —preguntó Nicolas antes de espolear su montura.

Leopoldo acabó el día sin alterar el protocolo. Por la noche sufrió una fiebre repentina muy alta acompañada de escalofríos. Los médicos ordenaron una sangría que no disminuyó los síntomas.

—El miércoles, Su Alteza sufrió una pleuresía —le informó Gellenoncourt—. Se le dieron remedios de todo tipo, pero no surtieron efecto. Ayer pidió a su primer médico que os llamara, aunque recibimos órdenes de esperar. Confiaban en una mejoría.

La noche había vencido definitivamente al día y las sombras alrededor de ellos se fundían en magmas de contornos difusos.

—Esta mañana el estado de Su Alteza ha empeorado. Os ha requerido de nuevo, pero no ha sido hasta primera hora de la tarde cuando me han ordenado ir a buscaros. Está muy débil y ha escupido humores sanguinolentos. Lo salvaréis, ¿verdad?

Nicolas decidió que debían separarse. Mientras él se dirigía directamente a Lunéville, Joseph de Gellenoncourt tomó la dirección de Nancy. Entró en la ciudad, que se preparaba para una noche amarga, y fue al hospital Saint-Charles. Una vez prevenido, Azlan hizo acopio del máximo de remedios en un gran baúl y partió, acompañado del gendarme, en una silla de posta. Llegaron al castillo a última hora de la tarde, hacia las ocho. En cuanto descendió del vehículo, Azlan vio las lágrimas en todos los rostros y comprendió.

Nicolas se había situado en un rincón de la habitación, alejado de la cama mortuoria en la que reposaba el cuerpo sin vida de Leopoldo. El duque había fallecido hacia las cinco y media de la tarde, tras recibir la extremaunción. Al anunciarse la nueva, numerosos habitantes acudieron al castillo, incrédulos, y desde entonces desfilaban, cada vez más numerosos, ante el cadáver de su soberano. La atmósfera era irreal: todos los presentes, nobles y plebeyos, potentados y miserables, se confundían en el dolor y formaban una marea incesante que rompía como las olas ante el duque. Él era su roca, pensó Nicolas para justificar las reacciones de extrema tristeza que abatía tanto a los allegados de Leopoldo como a los desconocidos.

Cuando Azlan se reunió con él, se abrazaron.

—He llegado demasiado tarde —murmuró Nicolas.

—No es culpa tuya —respondió Azlan.

—Sin embargo, tendría que haber estado aquí, junto a él —insistió—. Tendría que…

A uno y otro lado del lecho mortuorio había sendas hileras de candelabros de bronce de varios brazos. La luz que desprendían rodeaba al duque con un halo resplandeciente. Las llamas, al oscilar, hacían correr sombras sobre el cuerpo de Leopoldo. Uno de los criados creyó ver que su señor se había movido. De inmediato, todo el mundo se arrodilló murmurando que el duque estaba vivo, que Dios, en su infinita misericordia, lo había hecho regresar de entre los muertos. Nicolas y Azlan se vieron obligados a intervenir para constatar que el corazón de Leopoldo no latía y que su soberano no respiraba, para concluir finalmente ante la asistencia que el milagro de sus plegarias no se había producido.

Lunes, 28 de marzo de 1729

Todo el día hubo un desfile ininterrumpido de súbditos que deseaban dar su último adiós a su soberano, la misma multitud que, treinta años antes, se había agolpado en todas las calles de Lunéville para conocer a su nuevo duque. Por la tarde se cerró el castillo y el cuerpo fue transportado a una sala dispuesta para proceder al embalsamamiento. El duque había pedido expresamente en sus últimas voluntades que de esa tarea se encargara Nicolas. Su primer cirujano, al que le correspondía ese honor, trató de oponerse a ello, por lo que estuvo acechando el apartamento de la duquesa durante todo el día, en vano. Isabel Carlota confirmó la voluntad de su difunto esposo. Ella solo autorizó a cuatro personas para que participaran en el embalsamamiento.

—Henos aquí reunidos ante tan ilustre finado —dijo el doctor Bagard, y se santiguó tras una breve oración.

El médico vestía su más bella toga roja rematada con una amplia piel de armiño blanco. Su papel se limitaría a supervisar el trabajo de los cirujanos. Azlan había preparado el instrumental necesario para las diversas etapas de la operación. Junto a él, el boticario Malthus alineó los ingredientes, bálsamos, esencias y especias solicitadas por maese Déruet. Nicolas llevaba sus mitones, de los que tantas veces se había reído el duque, como último guiño a una indefectible amistad. El médico hizo una señal al resto de los asistentes para que se marcharan. Nadie, aparte de ellos, debía ver el cuerpo mutilado del soberano.

Los cuatro hombres se miraron en silencio. Malthus, un anciano esmirriado de piel surcada por profundas arrugas, de cabellos canos y amarillentos tan largos que reemplazaban cualquier peluca, salmodiaba unos padrenuestros como quien toma una sopa de pan caliente en silencio. Azlan trataba de evitar la visión del cadáver y se había concentrado en la preparación de la autopsia. A Nicolas se le hacía difícil ocultar su emoción. Odiaba la muerte por la manera en que esta inmovilizaba a los hombres en esculturas de arcilla fría y pútrida. El doctor Bagard revivía en bucle los últimos instantes de vida de Leopoldo. Sus últimas palabras lo obsesionaban. El soberano, cuya voz se había alterado considerablemente, se dirigió a quienes lo velaban.

—Me muero —pronunció lentamente—, sin más dolor que el de no haber servido a Dios con tanta fidelidad como debí y no haber trabajado por la felicidad de mi pueblo con tanto celo como pude.

Su boca se entreabrió. Sus últimas palabras fueron inaudibles. El médico fue quien le cerró los ojos. La imagen no lo abandonaba.

Antes de proceder a la extracción de las vísceras, Nicolas debería separar el corazón del duque. No había tenido fuerzas para hacerle la autopsia a Germain tras su asesinato, ni al padre Creitzen ni a Carlingford, fallecidos dos años después. Sin embargo, le había dado su palabra a Leopoldo cuando este le confió esa misión. Ahora debía llevarla a cabo. No era el primer sol que sacaba de su seda, había habido muchos, pero ese tenía tal importancia que sus manos, tan seguras hasta poco antes, temblaron. Dejó que Azlan se ocupara de abrir el tórax antes de proceder a la extracción del corazón. Nicolas lo separó rápidamente y lo tomó en el hueco de sus manos. El músculo del duque, de un granate oscuro, tenía forma de gota y poseía numerosos y gruesos surcos de grasa en la superficie. Se había convertido en un sol frío.

Malthus le tendió una mezcla de sales que contenía natrón, sustancia que permitiría su conservación al abrigo del tiempo. Nicolas cubrió con esta el órgano y lo depositó en una caja de plata decorada con las armas ducales. El boticario y Azlan acabaron el embalsamamiento bajo las miradas apenadas de los dos hombres.

—Las vísceras hay que llevarlas a los carmelitas —precisó Bagard tras un largo momento en que cada uno se había concentrado en sus propios pensamientos—. El cuerpo de Su Alteza se expondrá de nuevo mañana antes de trasladarlo a Nancy, al noviciado de los jesuitas.

—Os pido, como un honor, que yo mismo pueda proceder al traslado de la reliquia de nuestro duque hasta su destino —dijo Nicolas, que sostenía la caja contra él como un preciado tesoro.

—Si la duquesa no dice lo contrario, ¡así será! —respondió secamente el médico, al que la fatiga volvía irritable.

Hubiera deseado hacerlo él mismo, como le autorizaba el protocolo, pero comprendió que el arbitraje de Isabel Carlota no se inclinaría en su favor. «Si a Déruet ahora le empiezan a gustar los honores, ¿adónde irá a parar el ducado?», pensó Bagard cuando abrió la puerta tras la que esperaban los sirvientes encargados de volver a llevar el cuerpo a la habitación.

Martes, 29 de marzo de 1729

La salida del cortejo funerario, a la cabeza del cual iba Joseph de Gellenoncourt, se fijó a las ocho de la tarde, dada la dificultad de cargar el ataúd en el coche fúnebre. Nicolas y Azlan se sentaron en uno de los vehículos del séquito, con el príncipe de Beauvau-Craon. El cirujano llevaba consigo la caja de plata y se negó a que cualquier otro la cogiera. El cortejo se detuvo en cada iglesia del trayecto. Invariablemente, prevenidos por las campanas que tocaban a difuntos, los fieles acudían hasta allí, surgiendo de la noche cual espectros que aparecieran de la nada, incrédulos y abatidos, y rodeaban el ataúd con sus lágrimas y sus plegarias, mientras el cura local rociaba la carroza con agua bendita. Eran más de las tres de la madrugada cuando el cortejo entró en Nancy por la puerta de Saint-Nicolas de la ciudad nueva.

El noviciado de los jesuitas, muy cerca de allí, estaba profusamente iluminado. Se habían colocado antorchas en el patio principal, donde aguardaban el conde de Tornielle, limosnero mayor, así como numerosos miembros del clero de la ciudad. Todos se santiguaron a la llegada del acompañamiento fúnebre. El cuerpo de Leopoldo fue transportado sin dilación a la capilla des Confesseurs. El reverendo padre Tribolet, rector del noviciado, fue a dar la bienvenida a Nicolas, quien le entregó la caja y lo acompañó a la cripta de la misma capilla. El cura la dejó sobre el suelo de arena, junto a las reliquias de su padre, Carlos V, y de diez de sus hijos.

Tras una nueva ceremonia y unas plegarias, el príncipe de Beauvau-Craon fue a la sacristía y firmó el certificado en compañía de los demás participantes. Al salir, el alba había traído consigo unos rayos de fuego en un cielo inmaculado. Vio a Nicolas y a Azlan, que estaban aguardando su carroza.

—Ya está, se ha acabado —constató el príncipe con un asomo de alivio en la voz.

—¿Qué nos reservará el futuro? —preguntó Azlan cuando los primeros habitantes, prevenidos, se agolpaban a las puertas del patio.

El silencio fue la única respuesta.

—Hay algo extraño, sin embargo —observó Marc de Beauvau.

—¿A qué os referís?

—A la caja. En el documento que he firmado se decía «un cofre de plomo».

—¿Y qué? —preguntó Azlan.

—Juraría que ayer era de plata —afirmó el príncipe de Craon—. Con unos motivos muy trabajados.

—Todos estamos muy cansados —explicó Nicolas tras una mirada furtiva a Azlan.

—¿Cansados? ¡Agotados, querréis decir! —recalcó el príncipe—. Lleváis razón, vayamos a dormir. Dentro de unas horas la ciudad se despertará entre los dolores del luto.

Miércoles, 30 de marzo de 1729

Fueron al puerto del Crosne y se sentaron en la orilla, frente al lugar donde cobró forma la Nina.

—¿Crees que lo habrá conseguido? —preguntó Azlan, que pensaba en el Erizo Blanco.

—Así lo espero sinceramente —respondió Nicolas, y se puso en pie para observar la maniobra de un esquife bajo los arcos del puente de Malzéville.

—En tal caso ¿por qué nunca ha dado señal de vida?

—Ya lo conoces, detesta las moratorias.

A Azlan la explicación le pareció insuficiente y se encogió de hombros.

—Lo echo en falta, a pesar de su carácter endemoniado. A veces vengo al puerto con la esperanza de encontrarme la Nina en el muelle y a François haciéndome señas entre maldiciones. ¡Y ya puestos, tengo que confesar que vengo a menudo!

—Hace más de veintiséis años que se marchó —constató Nicolas, cuya frase resonó como una sentencia.

—¡No, yo digo que no ha muerto! Llegó al mar y decidió quedarse allí —dijo Azlan—. ¡Hizo realidad su sueño!

Nicolas comprendió la intención del joven. Forjar la leyenda del Erizo Blanco y perpetuarla dependía de ellos. Así, sucediera lo que sucediese, su amigo seguiría vivo.

—Tienes razón —aseguró Nicolas con una sonrisa—. François lo ha logrado.

Azlan también se levantó y se volvió hacia la carroza que los esperaba a pocos metros.

—¿Qué haremos con la caja? —preguntó, y señaló el cofrecillo sobre el asiento.

—Cumplir la voluntad del duque. Ponerla al abrigo —confió Nicolas.

—Pensé que el príncipe se había dado cuenta del cambiazo. Pero ¿por qué hay que esconderla? ¿Qué podemos temer?

Cuando se quedó a solas con Nicolas en el jardín del palacio ducal, el 2 de diciembre de 1702, antes de su partida, Leopoldo le confesó que temía las posibles represalias de los franceses. Estaba convencido de que querrían hacer desaparecer sus reliquias tras su muerte, de que el reino de Francia trataría de borrar la historia de su familia. Nicolas le juró que guardaría su corazón a buen recaudo.

—Y entonces ¿qué hay en esa caja de plomo? —preguntó Azlan.

—El sol de un hombre fallecido el lunes pasado en el hospital Saint-Jacques de Lunéville —respondió Nicolas—. Un pastor.

—¿Sabes dónde guardarlo?

—Allá donde nadie podrá encontrarlo nunca, créeme.

Nicolas le echó el brazo por el hombro, el mismo gesto de ternura que tenía con él cuando, de pequeño, Azlan acompañaba a su maestro en busca de plantas silvestres, allá en Peterwardein.

—Ven, volvamos, Rosa nos espera.

En el cielo, los jirones habían cambiado de color y habían confluido en nubes de formas generosas que se deslizaban, perezosas e indiferentes, por encima del ducado que se despertaba al nuevo día.