Nancy, del 4 de julio al 3 de diciembre de 1702
Señor marqués deMojó la punta en el tintero y la hizo rechinar sobre el papel. Locmaria!
Leopoldo se puso en pie para dar la bienvenida a su huésped con los honores que correspondían a su rango de enviado del rey Luis XIV. Cuando la guerra entre el reino de Francia y el Sacro Imperio Germánico era cada día menos enconada, el ducado, situado entre los dos gigantes, desempeñaba una función de zona estratégica. Las tropas de unos y otros estaban autorizadas a atravesar puntualmente el pequeño Estado, bajo infinitas precauciones, para preservar la neutralidad del ducado. Sin embargo, la posición de los loreneses era cada vez más difícil de defender. A uno y otro lado de la frontera los Estados Mayores trataban de convencer a sus respectivos soberanos acerca de la conveniencia de invadir el ducado. En esas maniobras, los franceses eran los más activos e involuntariamente acababan de ganar una nueva baza: el marqués de Varennes, comandante de las tropas episcopales, había sido capturado el 26 de mayo por los imperiales entre Delme y Château-Salins.
—En vuestro territorio —afirmó el señor de Locmaria—. Se hallaba bajo vuestra protección. No hará falta que os diga que Su Alteza Real está muy contrariada. Y decepcionada. Ha sido difícil evitar alguna medida coercitiva. El reino entero no alcanza a comprender la actitud lorenesa, pero nuestro soberano es vuestro protector.
Carlingford y Creitzen intercambiaron miradas cómplices. Habían prevenido a Leopoldo acerca del discurso que pronunciaría el marqués francés y, de común acuerdo, decidieron la actitud a adoptar. El duque presentó sus excusas y agradeció al rey su bondad y clemencia.
—Hemos confiado la investigación al señor de Hoffelize, nuestro consejero de Estado, que llevará a cabo las diligencias necesarias para obtener la liberación del señor de Varennes —afirmó.
—Debéis saber que en Versalles hay quienes acucian a Su Alteza Real para ocupar Lorena y Nancy —insistió Locmaria—. Dicen que tenéis malas intenciones hacia Francia.
Leopoldo no se dejó impresionar y evitó replicar a las provocaciones verbales.
—Esas personas están muy mal informadas acerca de nosotros. Esa sería únicamente una decisión extrema y muy osada. He dictado una ordenanza que permitirá a vuestras tropas perseguir en mi territorio a cualquiera que las ataque. Espero que el rey vea en ello una prueba de nuestra inquebrantable voluntad de paz y neutralidad.
La conversación había acabado. El marqués se despidió sin excesivo protocolo, frustrado al haberse sentido dominado por aquel joven soberano al que creía inexperto y que había demostrado ser más coriáceo de lo previsto. Trató de ver a la duquesa, de la que se decía que era más favorable a los puntos de vista franceses que su marido, pero esta se excusó por motivos de salud. Lo que consideró un rechazo diplomático no lo era. Isabel Carlota se hallaba en compañía de Nicolas y del doctor Bagard.
Sus consejeros felicitaron al duque por su actitud ante el representante francés.
—No hay nada que celebrar —respondió Leopoldo—. No dejarán de acosarnos hasta hallar la más nimia excusa para ocupar el ducado. ¿Cuánto tiempo podemos resistir en semejante situación?
—Me han informado de que cuentan con agentes incluso en nuestro palacio —advirtió el padre Creitzen para apoyar la afirmación del soberano.
El comentario divirtió a Carlingford. Ya había desenmascarado a cuatro en el entorno de Leopoldo.
—¿Veis ese criado que nos ha abierto la puerta? Es un espía francés. Le pagan mil ochocientas libras anuales.
—¿Y a qué esperamos para detenerlo?
—Ahora ya es inútil. Le pagamos el doble para que dé a los franceses las noticias que queremos que conozcan. Hemos escrito cartas falsas dirigidas a la casa de Austria, destinadas a ser interceptadas, que demuestran que la casa de Lorena no tiene compromiso alguno con la coalición ni deseo de romper su neutralidad.
—Hemos aprendido y puesto en práctica vuestras lecciones, padre —añadió Leopoldo—, pero me temo que todas nuestras estratagemas pronto habrán llegado a su límite.
El criado al que habían aludido entró y anunció la visita del doctor Bagard, y a continuación se retiró seguido por las miradas intrigadas de los consejeros del duque.
—Mi querido doctor, por fin —dijo Leopoldo, con tono impaciente—. ¿Vais a darme la primera buena noticia del día? ¿Qué me decís?
La sonrisa del médico fue su respuesta. Isabel Carlota estaba embarazada de nuevo.
***
Azlan bostezó, con la mirada perdida, mientras mordisqueaba un pedazo de pan que la hermana Catherine había ido a buscarle. François y él habían trabajado sin descanso desde hacía casi seis horas. El 19 de agosto de 1702 era para ellos sinónimo del peor día vivido en Saint-Charles. La víspera, hacia las diez de la noche, una detonación despertó a los habitantes de la ciudad. Se hallaba en el hospital con el Erizo Blanco, que había creído que se trataba de un trueno. Sin embargo, en todo el día no había habido ni una nube. El joven, intrigado, subió a la última planta, a la buhardilla donde se apilaban camastros y jergones, y abrió la pequeña ventana redonda que daba a una calle. El olor a pólvora invadió su nariz. Al nordeste, en la ciudad vieja, se alzaba una columna de humo. Alrededor de esta las casas eran visibles como a la luz del día.
—¡El arsenal!
Menos de una hora después llegaron los primeros heridos: obreros que trabajaban en el almacén donde se había producido la explosión, quemados, conmocionados, luego vecinos, asfixiados por el humo, y finalmente los socorristas que trataban de controlar el incendio.
—Precisamente el día en que Nicolas se halla ausente —refunfuñó François ante el número de heridos que esperaban a ser atendidos.
Habían aceptado a los cuarenta primeros y priorizado los casos urgentes, dejando en espera los casos menos graves así como aquellos que ya agonizaban. Los siguientes fueron derivados al hospicio Saint-Julien y al hospital Saint-Jean.
Cuando el alba despuntó con sus primeros rayos, el incendio seguía siendo visible desde la ciudad nueva y el olor a azufre flotaba por las calles y las casas.
Azlan terminó su pan y bebió media botella de vino. Estaba sediento. François, agotado, había perdido a dos pacientes por falta de los cuidados necesarios y había ido a descansar.
—¿Qué ha sucedido?
Nicolas acababa de entrar en la cocina, con su bolsa de cuero en la mano, de regreso de Pont-à-Mousson.
—¡Por fin has vuelto! —exclamó Azlan.
Su alivio y el cansancio hicieron que se le saltaran las lágrimas.
—¿Qué ha sucedido? —repitió Nicolas—. ¿Qué es ese olor? ¿Un incendio en las curtidurías?
El joven cirujano le transmitió lo que habían explicado los primeros heridos. Un equipo de obreros había recibido órdenes de trabajar por la noche en una de las salas del arsenal y parte del techo se desplomó sobre las provisiones de pólvora. La mezcla de salitre, azufre y carbón fue trasladada de inmediato a un lugar seco y a cubierto.
—Uno de los obreros ha utilizado un cubo que tenía el culo agujereado. Ha extendido pólvora hasta el almacén principal, adonde trasladaban la mezcla de la sala sin techo. Nadie sabe cómo, pero el rastro se ha prendido y la llama ha llegado hasta la caldera principal. Él y sus camaradas que se hallaban a menos de cinco metros han desaparecido, literalmente. Por lo que respecta a los demás… solo tú puedes salvar a algunos de ellos, Nicolas. Yo te echaré una mano.
—Voy a dejar mis cosas y me reuniré contigo en la sala de curas. ¿Está ahí Waren?
—No tenemos noticias de él.
—Pregunta a los obreros si conocen la composición de su pólvora. Voy a preparar ungüentos y remedios.
Menos de un cuarto de hora después Nicolas ya estaba manos a la obra. Se dio cuenta, ante las heridas, de las dificultades a las que se habían enfrentado sus amigos. Propuso a Azlan que descansara, pero el joven cirujano insistió en permanecer allí. Los primeros heridos, que habían llegado seis horas antes, sufrían fiebre y tenían mucha sed. Ninguno lograba conciliar el sueño debido a la intensidad de los dolores. Sin embargo, el hospital no contaba con opio ni láudano suficiente. Solo quedaban las decocciones de sauce, que se administraron prioritariamente a los obreros del arsenal dada la extensión de sus quemaduras. Las monjas les habían lavado la cara y les habían aplicado bálsamo de almea allí donde había quemaduras profundas. La explosión también había provocado contusiones más o menos importantes. Nicolas entablilló la pierna derecha de un amanuense de la ciudad nueva tras haber reducido diversas fracturas: el hombre, al oír la detonación, se había asomado al balcón para ver el incendio y, aún medio dormido, se cayó. Varios miembros de los equipos de salvamento se presentaron dando muestras de debilidad tras un principio de asfixia. Azlan reunió a los heridos más leves para vigilar el sueño de aquellos intoxicados por los gases desprendidos. Hubo que suturar algunas heridas, eliminar muchos cuerpos extraños en los ojos y atender a una mujer a la que el accidente le había hecho romper aguas.
A primera hora de la tarde, François emergió de su habitación para relevar a Nicolas y a Azlan. A última hora, los tres hombres se reunieron en la cocina para organizar los días venideros.
—Nos faltan remedios —indicó François.
—No tenemos gasas, ni tampoco paños para fabricarlas —añadió Azlan.
—Las monjas andan escasas de alimentos —completó Nicolas—. Y me imagino que los otros hospitales se hallan en la misma situación que nosotros. Ha venido el conde de Carlingford, y el duque nos ayudará. Recibiremos sacos de trigo y la fábrica de paños nos entregará toda su reserva.
—Menudo día… —dijo Azlan.
Distribuyó el pan que quedaba del día anterior. Lo masticaron en silencio. El olor a pólvora quemada aún les llegaba a través de la ventana abierta. El mismo que podían oler durante sus combates en Hungría. Nicolas y Azlan pensaron en ello, pero ninguno de los dos quiso evocarlo. Nicolas cerró la ventana.
—Quería daros una noticia —dijo tras mirarlos muy serio—. Tal vez no os parezca el momento más apropiado, pero quisiera compartirla con vosotros ahora.
François trató de bromear.
—¿Renuncias a los fuegos artificiales para tu cumpleaños?
Azlan le dio una palmada en el hombro.
—¡No seas tonto! Habla, Nicolas…
—La duquesa le ha pedido a Marianne que sea su comadrona para su futuro parto.
Azlan se quedó de piedra.
—¿Eso significa que volverá aquí? ¿Qué se instalará aquí de nuevo?
—No.
Al verse con Marianne en el pabellón de caza, Nicolas había decidido confesarle las dudas que su corazón albergaba, sus temores, sin ni siquiera imaginar que ella tenía las mismas dudas y temores. Verse a escondidas cada semana, sin esperanza alguna de una vida en común, no era algo que congeniara con sus naturalezas. Vivían así desde el mes de diciembre y habían obtenido de ello más frustración que placer. Y su ardor se había consumido también. Ambos tenían la sensación de que el otro había cambiado, que no tenía las mismas atenciones ni las mismas exigencias. Y ninguno de los dos deseaba una relación remilgada ni de compromiso. La conclusión se impuso por su propio peso.
—Nuestra relación ha terminado. Marianne es una mujer formidable y la mejor comadrona del ducado. Quería que fuerais los primeros en saberlo. Quería disculparme también por las desavenencias que todo ello ha originado en nuestra amistad. Ahora iré a ver a mis pacientes —añadió Nicolas antes de salir.
François y Azlan, desconcertados ante la noticia, se habían quedado mudos. La campanilla de la cocina los sacó de su estupor. Las monjas los llamaban. La vida seguía.
***
El otoño, que hizo irrupción tras un verano alborotado, fue aún más encrespado. La opinión del rey de Francia oscilaba entre las cartas de su representante permanente en Nancy, el señor de Audiffret, que describía en sus misivas diarias un ducado partidista que favorecía a los imperiales en oposición a los franceses, y las peticiones de Leopoldo, que insistía en su neutralidad y en su abnegación hacia el tío de su esposa.
«Un grupo de húsares llegó hace unos días al pueblo de Hellimer y no tocó los bienes de los loreneses, pero extorsionó a algunos súbditos de vuestra majestad», escribió Audiffret. «Sentiría una lástima enorme si nos imputaran los crímenes de los enemigos en los obispados —respondió Leopoldo—, pues es algo en lo que nada tengo que ver y que ni siquiera se halla en mi mano impedir sin atentar contra la neutralidad que vuestra majestad ha tenido la bondad de concederme».
A pesar de los esfuerzos de los loreneses, el señor de Varennes aún no había sido liberado. La posición del duque era cada vez más precaria. Todos lo sabían, pero a la vez todos fingían creer que el pequeño Estado una vez más iba a salir airoso de la crisis con su molesto y gigante vecino.
En Saint-Charles, los tres amigos estaban más unidos que nunca. Marianne ya no era un tema de discordia. Se hallaba junto a la duquesa desde el mes de septiembre y se alojaba en palacio. Su presencia había tranquilizado a Isabel Carlota, cuyo embarazo era más difícil que los tres precedentes. Nicolas había escrito a Rosa y esta no le había respondido. Sin embargo, sabía por Azlan que ella había leído la carta. En esta, él la perdonaba y le pedía perdón. A ella le produjo un gran alivio y desde entonces su estado físico había mejorado poco a poco.
Nicolas no había vuelto a tener noticias del juez de Épinal, al que habían enviado un informe de la autopsia que Azlan había reescrito omitiendo indicar la presencia del cuchillo. El fiscal Bourcier, por su parte, había intervenido desplazándose personalmente a finales de septiembre a Épinal. El caso sería archivado.
El campanero se había encaramado a lo alto de la torre de la catedral de Toul para reparar el badajo. Le gustaba la vista de la que disfrutaba desde allí y no se cansaba de admirar la campiña de suaves montes de los alrededores. El pueblo, situado a veinticinco kilómetros de Nancy, estaba muy cerca de la frontera con el ducado lorenés. El hombre llevó a cabo su trabajo y, cuando se disponía a descender, vio la columna de soldados que serpenteaba por las afueras de Toul. Contó cinco batallones y cuatro escuadrones del ejército francés y acto seguido fue a prevenir al prelado. El rey Luis había decidido, bajo la presión de su Estado Mayor, concentrar sus tropas lo más cerca posible del pequeño territorio, última etapa antes de la ocupación del ducado. La noticia corrió por toda la ciudad en menos de dos horas, luego se infiltró en el ducado y llegó a Nancy aquella misma tarde, por boca de los comerciantes que regresaban de una feria agrícola, y allí se expandió como una epidemia de viruela. El peor de los temores loreneses se estaba convirtiendo en realidad. Algunos habitantes se dirigieron espontáneamente al palacio ducal, donde no parecía que reinara una agitación particular, y regresaron a sus casas al hacerse de noche, algo más tranquilos.
Leopoldo había sido prevenido a primera hora de la tarde por sus agentes en el obispado. Convocó al señor de Audiffret y pasó parte de la noche negociando con él las condiciones de una eventual rendición de la ciudad. Trataba de ganar tiempo. Una vez se hubo marchado el francés, durmió unas horas y se levantó al alba, decidido a pelear diplomáticamente hasta el final.
Vuestra Majestad es el árbitro de mi destino, y lo confío a las manos de Dios y a las suyas. Podéis hacer de mí lo que os plazca. Tengo aún menos voluntad que poder para resistirme a vos.
Leopoldo releyó la carta que acababa de dictar. La fechó el 1 de diciembre y la firmó. Su secretario la dobló, echó la cera y estampó el sello ducal, y acto seguido la entregó al mensajero encargado de llevarla a Versalles de inmediato.
—Esta petición es nuestra última oportunidad —afirmó el padre Creitzen, que estaba sentado en un rincón de la habitación.
—¿Lo creéis realmente? —le preguntó Leopoldo.
Nadie tuvo el valor de responder.
Durante el día, el señor de Audiffret se encargó de finiquitar sus esperanzas, sin aguardar siquiera a que el rey tuviera conocimiento de la última carta de Leopoldo. Comprendió que su suerte ya estaba echada. No era cuestión de sufrir la humillación de una nueva ocupación. El duque mandó llamar a Marianne y le preguntó acerca del estado de salud de su esposa, cuyo embarazo había entrado ya en el último mes. La respuesta de la comadrona facilitó la decisión.
***
Le Sauvage bullía con los últimos rumores acerca del avance de las tropas francesas. Las conversaciones eran muy animadas, a veces de una mesa a otra. Los tres cirujanos de Saint-Charles se habían instalado en su lugar habitual, pero a una hora poco acostumbrada, para almorzar y conocer las últimas noticias.
—Tengo un tío que estaba ayer en Toul y los vio —afirmó uno de los clientes, lo bastante alto para que lo oyera toda la asamblea—. ¡Varios regimientos!
—Mientras no avancen sobre Nancy, pueden hacer lo que les plazca en Francia —objetó otro—. Sin duda se dirigen a Château-Salins para enfrentarse a los imperiales. ¡Yo digo que nos estamos preocupando por nada!
—¿Por nada? ¿Tan poca memoria tienes que ya ni recuerdas que estaban aquí hace solo cuatro años? —dijo un tercero, sentado a su izquierda—. Y yo ni había nacido cuando nos invadieron por primera vez.
—¡Pues que vengan, que vengan y los echaremos! —gritó el primero a la vez que se ponía en pie.
—¿Con qué? —dijo Aubry, que servía las consumiciones sin perderse el debate—. Ni siquiera tenemos murallas para defendernos.
—¡Contamos con el ejército lorenés! —respondió el hombre pomposamente.
—¡Cuatro soldados y cuatro gendarmes, menuda tropa! —intervino François.
—No, me refiero a los regimientos que combatieron con el ejército imperial contra los otomanos —explicó el cliente, y se situó en el centro de la estancia para dirigir su arenga al auditorio—. ¡Yo estuve allí, y otros también! —añadió, y señaló con el dedo a Nicolas y a Azlan—. Si reorganizáramos nuestro ejército tendríamos la posibilidad de defendernos. ¿No es cierto, amigos?
François intervino antes incluso de que sus amigos pudieran responder.
—Esto no es el campo de batalla; es nuestra ciudad y aquí viven nuestras mujeres e hijos. ¿Qué pretendes? ¿Qué nos masacren a todos por nada?
El cliente se aproximó con gesto amenazante al Erizo Blanco, que se puso en pie. El individuo le sacaba dos cabezas.
—¡Serás bocazas, si tú ya no tienes esposa, ni hijos y ni siquiera hiciste la guerra! ¿Por qué ibas a darme lecciones a mí? ¿Acaso el regreso de los franceses te conviene?
François se llevó la mano al bolsillo de sus calzones en busca del escalpelo. Nicolas lo advirtió.
—¡Basta! —exclamó con tono autoritario, y se interpuso entre los dos hombres.
—¡No! —gritó Azlan a la vez que empujaba al cliente con ambas manos.
—¡Basta! —repitió Aubry mientras agarraba a François del brazo.
La tensión disminuyó rápidamente. Los dos hombres se excusaron.
—¡La suerte ya está echada! —exclamó una voz a sus espaldas.
Todos se volvieron hacia el recién llegado, un comerciante conocido por poseer la mayor flota de carros de la ciudad. Se acercó al mostrador para que todos pudieran oírlo.
—El entorno del duque ha encargado todos mis carros para esta mañana.
—¿Todos?
—¡Todos! ¡Veinticinco carros! Acabamos de llevarlos al palacio. ¡Si lo hubierais visto, menuda agitación hay allí! ¡Se lo llevan todo! ¡Es el fin, señores! ¡El fin!
***
Isabel Carlota estaba de pie, inmóvil, en el centro del patio interior al que azotaba un viento gélido. La pequeña princesa Isabel Carlota, que contaba dos años, se había dormido en sus brazos. A pesar del volumen de su vientre y de haber pasado la noche en vela, la duquesa se había negado a separarse de su hija. La criatura había tenido pesadillas y había llorado toda la noche. Alrededor de ellas, la agitación había alcanzado el paroxismo. Los criados habían desmontado los muebles y embalado la plata y las joyas, y los cargaban en las carretas que una vez llenas tomaban el camino de Lunéville. Cuantos no participaban en la mudanza se habían reunido en el patio o asomado a las ventanas para asistir, boquiabiertos o llorosos, a la partida de la familia ducal.
Nicolas fue hasta allí desde Le Sauvage. Buscó a Marianne en el patio y luego en el palacio. Carlingford la había visto en los apartamentos de la duquesa, ocupada preparando una bolsa de paños y de ungüentos, pero las estancias ya estaban vacías cuando las recorrió. Presa de una súbita intuición, fue a la torre del Reloj y subió al último piso, encima de la galería de los Ciervos, al fondo del cual se hallaba la única estancia en la que ella habría querido aislarse en semejantes circunstancias: la biblioteca del palacio.
—¡Marianne!
Ella se volvió, con una pila de libros en las manos.
—¡Nicolas! Me marcho con la duquesa —anunció, y los depositó en una bolsa abierta.
—¿En qué estado se encuentra?
—El feto aún no ha dado la vuelta, así que no hay riesgo de un parto prematuro.
—¿Hace falta que os acompañe? ¿Qué ha dicho el duque?
—Lunéville está solo a seis leguas. Todo irá bien. El señor Thirion nos aguarda allí. Él se encargará del parto. No lo he pedido yo —añadió para evitar cualquier malentendido.
Cerró la bolsa y se sorprendió ante el peso de la misma al intentar arrastrarla. Nicolas se la quitó de las manos.
—¡Si pudiera, me llevaría toda la biblioteca! —confesó ella—. Aquí hay libros que dejarían pasmado a nuestro buen Pujol.
Marianne bajó la vista. Había aguantado con valor la tempestad que sacudía el palacio e hizo un esfuerzo para no llorar…
—Hoy ya se han derramado suficientes lágrimas, no añadiré mi arroyo a ese río caudaloso.
Nicolas la abrazó.
—No hay segundas intenciones en mi gesto —la previno.
—Lo sé, no era necesario que lo dijerais, Nicolas. Hoy todos necesitamos ternura. Todos.
Permanecieron varios minutos sin moverse, sin hablar. Del exterior llegaban los gritos de desesperación de la multitud, cada vez más numerosa, que se había agolpado en la Grande-Rue y la place de la Carrière, rodeando con un irrisorio cordón protector a su soberano ante la invasión que se preparaba.
—Debo irme. La duquesa se dispone a partir. No sé si volveremos a vernos. Quería deciros…
Nicolas puso su dedo sobre los labios de Marianne y la interrumpió.
—Callad… Yo también quería decíroslo: habéis sido muy importante para mí. Sin el deseo de veros de nuevo jamás hubiera soportado cuatro años en los campos de batalla. En lugar de palabras, dejemos que sean nuestros ojos los que hablen una última vez.
—¿Queréis hacerme llorar de verdad, Nicolas? —dijo ella con la voz tomada por la emoción—. De hecho, quería deciros que la función de teatro de esta noche ha sido anulada.
La broma era tan inesperada que se echaron a reír, con una risa nerviosa, liberadora, beneficiosa. El reloj de la torre, situado justo sobre sus cabezas, les recordó la urgencia de la situación.
—Cuidaos mucho. Sois la mejor comadrona que jamás he conocido.
—Os deseo mucha felicidad, Nicolas… incluso con la marquesa de Cornelli.
El capitán encargado de su protección fue a comunicar a la duquesa que su carruaje ya estaba listo. Leopoldo acarició los cabellos de su hija y besó a su esposa en un gesto espontáneo de ternura muy poco protocolario. Dirigía las operaciones desde la víspera y su rostro reflejaba la tensión y el agotamiento. El soberano se había quitado la peluca y sus cabellos despeinados acentuaban el sentimiento de debacle de la familia de Lorena.
—Que Dios no permita que nuestro futuro príncipe nazca en la cuneta de un camino —le dijo a su esposa mientras acariciaba su vientre abultado—. Nuestra humillación ya es bastante grande.
—Os prometo que verá la luz en el castillo de vuestro antepasado. Os lo prometo, alteza.
El tratamiento arrancó una sonrisa a Leopoldo. Isabel Carlota nunca lo había llamado así. El coraje de su mujer lo impresionaba. Creía en él y no iba a decepcionarla. No decepcionaría a sus antepasados ni a su pueblo, aunque fuera soberano de un Estado cada vez más reducido.
—Reuníos conmigo cuanto antes —le pidió ella.
—Estaré a vuestro lado esta noche —prometió Leopoldo.
Ella miró por última vez el palacio y subió a su silla de posta. La señora De Lillebonne y todas las personas de su séquito ya se habían instalado en carros que esperaban en la place de la Carrière. Cuando el vehículo que transportaba a la duquesa y a su hija apareció en la calle los habitantes prorrumpieron en aplausos y clamores, pero cuando la silla de posta pasó ante ellos vieron las lágrimas de su soberana. Todos comprendieron que abandonaba Nancy ante la amenaza de las tropas francesas y hubo entonces gritos, llantos y alaridos. El terror se adueñó de la ciudad.
***
La situación en Saint-Charles era la misma que en todos los barrios. Algunos enfermos habían decidido marcharse y otros preferían quedarse. Un religioso, tratado en secreto de unas pápulas de sífilis en el cuerpo, abandonó precipitadamente el hospital con el torso aún untado de sales mercuriales. Un burgués de la rue de la Monnaie, operado con éxito de un cálculo en la vesícula, se dio a la fuga sosteniendo en la mano el drenaje de gasa por el que seguía manando el humor. Los demás ni siquiera podían planteárselo: su estado no les permitía ser transportados.
Nicolas hizo la ronda de los pacientes, acompañado de la hermana Catherine, para tranquilizarlos.
—Los franceses no son los otomanos y no estamos en guerra con ellos. Vuestras vidas no corren peligro —les anunció—. He obtenido del conde de Carlingford que varios guardias sean destinados a la protección de nuestro hospital. No corremos ningún riesgo —insistió.
—A la una se dirá una misa por la salvación del ducado —añadió la monja—. Aquellos que puedan, que participen en la misma. Dios, en su gran misericordia, se apiadará de nosotros.
Las camas de los que habían huido pronto fueron ocupadas por los primeros heridos a causa de los esfuerzos en las mudanzas, y los tres cirujanos trabajaron el resto de la mañana vendando heridas, reduciendo luxaciones o consolidando fracturas. Hacia las dos del mediodía hicieron una pausa y se reunieron en la cocina.
—El miedo a la guerra causa tantos estragos como una batería de cañones —comentó François.
Dejó caer en su escudilla una papilla de avena espesa y pegajosa.
—Empiezo a estar harto de comer lo mismo que los enfermos —añadió, y olisqueó su comida.
—Queda un poco de caldo de ternera —le dijo Azlan—. Podemos calentárnoslo.
—No te diré que no, hijo. Hace frío incluso aquí dentro. ¡Parece que ya han empezado las restricciones!
La hermana Catherine volvió corriendo de la misa con una noticia alarmante. Sin resuello, esperó a recobrar el aliento para informarles.
—En el sermón han dicho que los franceses están a solo veinte kilómetros de la ciudad…
—A estas horas, la duquesa ya debe de estar en Lunéville —tranquilizó Nicolas.
—Pero ¡parece que tienen intención de quemar todos los barcos del Crosne! —añadió ella, como un trueno.
Todas las miradas se dirigieron a François, que acababa de servirse el caldo caliente. Lanzó su escudilla contra la pared.
—¡Eso nunca! —gritó.
No se veía ningún uniforme en los alrededores del puerto. Nicolas se había apostado en el puente de Malzéville para asegurarse de ello, a petición de François, y luego fue a ayudarle a embarcar las cosas que había recogido de forma apresurada.
—Tal vez deberías esperar —propuso Nicolas—. ¿Y si solo fuera un rumor?
—Y la familia de Lorena que huye de Nancy, ¿también es un rumor? —refunfuñó el Erizo Blanco.
Mostró con la mano la agitación que había alrededor de ellos.
—¿Y eso? ¿Acaso también es solo un rumor?
Tres embarcaciones ya habían salido del puerto y otras se disponían a hacerlo y cargaban, como él, víveres y ropas a toda prisa en sus esquifes.
—¡No, Nicolas, esta vez me marcho!
Embarcaron dos grandes baúles en su chalana y los ataron al mástil. François se apoyó en el palo, con la espalda dolorida.
—Te confesaré que en estos últimos tiempos mi viaje en la Nina había pasado a ser una quimera. Me hago viejo. Al final, mi sueño se reducía a haberla construido y no a navegar con ella.
—Nos habíamos dado cuenta —confirmó Nicolas—. Se había convertido en una especie de juego entre Germain, Azlan y yo. El único que aún te creía capaz de partir era Azlan.
—¡Buen chico! Lástima que haya tenido que quedarse en Saint-Charles. ¡Bien, creo que lo tengo todo! —exclamó tras verificar su carga.
Se abrazaron.
—Jamás hubiera pensado que nos despediríamos así. Estas cosas no son lo mío, ya sabes —le confesó François.
—¡Mejor, porque pronto estarás de regreso! En cuanto llegues al mar, da media vuelta, no podremos estar sin ti mucho tiempo —añadió Nicolas, cuya emoción también era palpable.
—¡No volveré a poner los pies en el ducado mientras haya franceses! A nosotros dos, solo nos han dado problemas.
Se abrazaron de nuevo. François miró a Nicolas a los ojos y se frotó el mentón con gesto nervioso.
—Hay algo… —empezó—. Hay una cosa, hijo mío, que quería decirte. Que quería decirte desde hace mucho tiempo.
Se rascó el cabello a través de su gorro blanco.
—¿Crees que es necesario, ahora? —preguntó Nicolas.
—Cállate, no sabes de qué quiero hablarte —replicó el Erizo Blanco, incómodo.
—Por supuesto. De los cinco mil francos de la operación del gobernador. Sé que te los quedaste tú.
—¿Cómo…? Pero ¿cómo? —farfulló François, y acto seguido fue incapaz de seguir hablando.
—El caballero De Rouault te confió la bolsa para que me la entregaras. No se fiaba de Malthus.
El viejo maestro cogió su gorro entre las manos y lo retorció.
—Durante todo este tiempo, hace tanto tiempo que te lo quería confesar, pero no he podido, no he sabido… ¡Era tan… difícil! ¡Soy un miserable, un miserable!
—Necesitabas ese dinero para la Nina —lo disculpó Nicolas.
—Es cierto que había pedido préstamos para comprar el mástil. Demasiados. Y tenía que devolverlos… ¡Oh, soy un miserable! —repitió François.
—No. Eres un hombre fiel, un hombre de honor. Eres mi amigo.
François apoyó la cabeza sobre el hombro de Nicolas y lloró.
—Es la primera vez —dijo mientras se sorbía los mocos—, la primera y última vez que me ves llorar. ¡Y no es por culpa del duque y de los franceses, no! Sino por haber traicionado a mi mejor amigo y porque este es tan bueno que me ha perdonado.
Se sonó con el bajo de su camisa.
—Pero hay una cosa que tú no sabes —le confió Nicolas—. Yo tenía intención de darte ese dinero.
—¿De verdad? —preguntó el Erizo Blanco a la vez que se enjugaba las lágrimas.
—Sí. Al quedártelo, fue como si hubieras anticipado el pago.
—Pero ¡eso te llevó a la cárcel y al exilio!
—Aprendí mucho de ello. Jamás habría convertido Saint-Charles en lo que es hoy sin mis cuatro años de campaña. Y conocí a Azlan.
—No solo eres el mejor cirujano de todos los reinos habidos y por haber, ¡además eres el hombre más recto que conozco! Y también el más libre.
—Tan libre que he perdido a las dos mujeres que he amado… —se lamentó Nicolas—. Ahora, márchate, de lo contrario aún estaremos aquí despidiéndonos cuando los franceses releven a sus regimientos.
Tras un último abrazo, Nicolas volvió a la orilla, soltó el cabo de amarre y se lo lanzó a François. El Erizo Blanco deshizo los nudos que retenían la vela. Esta se desplegó restallando al viento. La Nina estaba lista. Se sentó al timón.
—Hay una última cosa que quería decirte, muchacho: Rosa te ama y tú aún la amas. Eso salta a los ojos, incluso a los míos. No esperéis a que acabe la ocupación para reuniros de nuevo.
—Buena suerte, capitán.
***
Sentado a su mesa de despacho, Leopoldo tuvo conocimiento de los últimos informes de los agentes que seguían la evolución del avance de las tropas del conde de Tallard. Los regimientos franceses habían llegado a Pont-à-Mousson, adonde un centenar de barcos habían transportado artillería y municiones. Se esperaba la llegada de otros procedentes de Marsal con reservas de sacos de trigo.
«Son miles, armados y equipados para un asedio, y nosotros solo unos centenares en una ciudad sin defensas —meditó el duque—. Mañana mismo estarán a nuestras puertas».
—Todo está ya listo para vuestra marcha, alteza —anunció Carlingford—. Solo me queda aconsejaros que no la retraséis más.
El soberano se puso en pie y fue a saludar al padre Creitzen, cuyo estado de salud no le permitía desplazarse. Asió las dos manos de su antiguo preceptor y las besó como un hijo haría con su padre.
—Ha llegado el momento —dijo el cura alemán articulando con dificultad.
—Sí, ha llegado el momento… —repitió Leopoldo—. ¿Hemos hecho todo cuanto era necesario para resistir?
—No tengáis remordimiento alguno. Evitaréis que vuestro pueblo derrame su sangre inútilmente. Los franceses acabarán por marcharse. Tal vez yo no lo veré en vida —ironizó a la vez que se acariciaba el bulto que tenía en su mandíbula—. Sin embargo, se marcharán. Una vez en Lunéville, seguid ejerciendo vuestro poder, alteza. Dictad leyes, haced que Lorena resplandezca. No serán unos batallones de paso los que os aparten de vuestra tarea: ¡reinad! Así, resistiréis.
La larga parrafada había fatigado al padre Creitzen. Prometió a Leopoldo reunirse con él en cuanto su estado se lo permitiera. Junto con Carlingford, era indispensable para él.
Leopoldo no recorrió el palacio, pues no le despertaba nostalgia alguna. Solo lo había ocupado durante cuatro años y le había parecido triste y de una concepción antigua. Sin embargo, no aceptaba verse obligado a abandonar su capital bajo la amenaza. Se había acordado con el señor de Caillères que las tropas francesas no cometerían ningún acto de violencia ni exacción sobre sus súbditos, pero conocía bien a los soldados en guerra y sabía que un ejército de ocupación se instalaba siempre mediante la fuerza. El duque mandó a buscar a Nicolas para que examinara de nuevo al padre Creitzen, cuyo estado de salud le preocupaba. El soberano quería conocer su diagnóstico antes de abandonar Nancy. Sin embargo, los gendarmes solo dieron con Nicolas cuando este regresó del puerto del Crosne. Eran casi las tres de la tarde y todos los consejeros del duque lo apremiaban para que partiera sin más tardanza. Leopoldo cedió en parte a sus peticiones y fue a los jardines del palacio. Había decidido abandonar la ciudad con la mayor discreción para no asustar aún más al pueblo. Solo lo acompañarían cuatro escoltas. Carlingford había recibido la orden de ocuparse de la transición con el futuro gobernador militar de la plaza.
Nicolas entró en el palacio unos minutos más tarde. El examen del anciano fue tranquilizador: el tumor había aparecido de nuevo, pero no revestía gravedad y la operación del mismo podía esperar varios días. Condujeron al cirujano hasta Leopoldo, que se hallaba al fondo del jardín, junto al bastión de Vaudémont por el camino de ronda. Discretamente, habían llevado unos caballos al otro lado del foso. Más lejos, en el camino de Lunéville, una silla de posta tomaría el relevo.
Tranquilizó al soberano acerca del estado de salud de su mentor.
—Cuidad de él —pidió el duque—. Es como si fuera de mi familia. Y solo confío en vos. Y también porque solo confío en vos he querido veros antes de partir. Tengo una misión que encomendaros. Una misión que debe permanecer en secreto hasta mi muerte.
Nicolas asintió.
—Caballeros, ¿nos dejáis unos minutos a solas? —ordenó Leopoldo.
—Pero ¿qué hace? —murmuró Carlingford, que vigilaba su partida desde una de las ventanas de los apartamentos.
Los escoltas se habían alejado durante el aparte de Leopoldo y Nicolas. El conde atravesó el patio y luego los jardines a toda prisa, y después se puso a gesticular cuando divisó a los dos hombres en la punta del bastión.
—¡Alteza, tenéis que marcharos! Contáis con una protección muy reducida y el paso del tiempo podría permitir a personas malintencionadas disponer las cosas para interceptaros. ¡Si os retrasáis, no contaremos con el efecto sorpresa!
—Hemos acabado —indicó Leopoldo, a la vez que miraba fijamente a Nicolas—. No olvidéis vuestra misión, maese Déruet —susurró al marcharse.
El pequeño grupo cruzó el prado que rodeaba el este de la ciudad. Carlingford y Nicolas los siguieron con la mirada hasta que los jinetes desaparecieron por el sendero que conducía a Bonsecours.
***
A la mañana siguiente, a las diez, las tropas francesas entraron por la puerta de Notre-Dame, que fue abierta tras una simbólica resistencia. Los primeros regimientos ocuparon posiciones en la place de la Carrière, desde donde el conde de Tallard entró en el palacio ducal. El resto de las unidades se posicionaron en la plaza del mercado de la ciudad nueva. Poco después de su llegada, los soldados recibieron las órdenes de alojamiento y tomaron posesión de sus habitaciones en las casas de los habitantes, quienes se mostraron desconcertados o abatidos. La cohabitación tenía que volver a empezar.
Carlingford, que se había negado a ver el espectáculo de la revista de las tropas y la ceremonia de izar la bandera, permaneció en su despacho. El señor de Caillères había ido a dar la bienvenida al Estado Mayor a la puerta de entrada y se comportaba como si fuera el dueño de la casa. Les acompañó en una rápida visita del palacio. La desolación que se leía en los rostros de aquellos que se habían quedado contrastaba con la alegría de los militares recién llegados. El conde se sometió a la costumbre y fue a saludar, en nombre del duque, a Tallard y a sus ayudantes de campo. En el momento de retirarse, uno de ellos lo retuvo.
—Conde de Carlingford, excelencia, quisiera hablaros de un asunto importante. Me llamo De Maisonsel. ¿Podéis dedicarme unos minutos?
Se apartaron del grupo en compañía de otro oficial que no se presentó.
—Tenemos razones para creer que se halla en Nancy un hombre buscado en Francia por un delito de la mayor gravedad. Un crimen contra un representante de nuestro reino.
—¿A qué os referís? ¿Sabéis quién es? —preguntó secamente Carlingford.
—Se trata del cirujano Nicolas Déruet, que perpetró un asesinato en la persona del gobernador de Nancy, hace de ello ocho años —respondió De Maisonsel, a quien la situación parecía incomodarlo.
—Es mi deber informaros de que estáis en un error y que el señor Déruet fue declarado inocente a su regreso al ducado. Así quedó sentenciado —respondió Carlingford.
—Y nosotros tenemos una sentencia que lo condena —exclamó el segundo oficial al tiempo que le tendía un papel.
Carlingford lo leyó y lo devolvió sin ocultar su enojo.
—Vuestra condena carece de valor, pues emana de un juez francés en un caso que se produjo en nuestro Estado. Vuestro documento ha prescrito, ¿señor…?
—Soy el coronel Courlot. Jean-Baptiste Courlot.
—Vuestro nombre me es familiar —dijo Carlingford, que acababa de identificarlo.
—Yo era el médico del gobernador De Rouault cuando se produjeron los hechos.
—Lo lamento, pero para nosotros el señor Déruet es inocente. Definitivamente. Y vuestra presencia no cambia las cosas. Nuestras leyes siguen en vigor en nuestro Estado. Ahora, caballeros…
—Por supuesto —afirmó De Maisonsel—, sentimos haberos importunado en semejante momento.
El conde se despidió de ellos, pero Courlot lo retuvo de nuevo.
—¡Esperad! Quisiéramos verlo para interrogarlo. Huyó de nosotros hace ocho años. Si es inocente, como pretendéis, no debe temer nada.
Carlingford volvió sobre sus pasos y miró al francés de arriba abajo.
—¿No será que tenéis una cuenta personal que saldar, señor Courlot?
—Solo trato de reparar una muerte ignominiosa —respondió el oficial alzando el mentón.
—Una operación arriesgada que se complicó —corrigió el conde.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Se marchó del ducado hace mucho —mintió Carlingford.
—Vuestra información es inexacta, excelencia —se rió Courlot—. Pedimos al señor de Caillères que lo investigara y, hace una semana, ese cirujano ejercía en uno de vuestros hospitales.
—Por Dios, en tal caso, ¿por qué me hacéis preguntas de las que ya conocéis la respuesta? —se indignó Carlingford—. ¡Señor De Maisonsel, por favor! —añadió dirigiéndose al ayudante de campo, cuyo apuro era evidente.
—Nada más lejos de nuestra intención que provocar un incidente, excelencia —respondió De Maisonsel—, y por ello os pedimos oficialmente permiso para ir al hospital Saint-Charles a interrogar al señor Déruet. Nada más.
—¿Nada más? —ironizó Carlingford—. Como gustéis. Os prohíbo, sin embargo, el menor escándalo en nuestro hospital, ¿me habéis comprendido? Os haré personalmente responsable de ello, señor De Maisonsel.
—Podéis contar conmigo, excelencia.
Una vez a solas, el conde corrió hacia el capitán de la guardia lorenesa y le resumió la situación.
—Llevaos a los haiduques, conocen bien a Nicolas. Si es necesario, registrad todo Nancy, pero es imprescindible que deis con maese Déruet. Si cayera en manos de los franceses, se lo llevarían del ducado y sería su fin. ¡Vamos!
Carlingford se sentó y suspiró: el día superaba con creces sus previsiones más pesimistas.
***
Nicolas vio entrar a las tropas en la ciudad vieja y regresó a Saint-Charles. Azlan no se había presentado por la mañana. Ante la ausencia de sus dos amigos, el servicio parecía desierto. Aguardó un rato y, al no aparecer ningún paciente, decidió ir a buscar al joven a casa de Rosa. Al llegar a la rue Naxon se halló ante cuatro oficiales franceses que iban a tomar posesión de su alojamiento. Claude, que lo había visto vacilar delante del porche, se aproximó a él y le dijo que ni Rosa ni Azlan se hallaban allí.
Nicolas regresó al hospital maldiciendo a su amigo y asistente. Habían dado ya las doce del mediodía y aún no había comido nada. Se detuvo en la cocina, también desierta, y engulló una papilla de avena ante la que François hubiera puesto el grito en el cielo. Hacía ya un día que el Erizo Blanco se había marchado y ya lo echaba de menos. ¿Acaso habría naufragado a pocos kilómetros y esperaba el momento para regresar? Aquella idea lo hizo sonreír.
La campanilla sobre la puerta tintineó. Ese sonido había sido también el origen de las iras homéricas de su amigo, que a punto estuvo en varias ocasiones de cortar el cordón con su escalpelo. Se puso en pie, intrigado. En lugar del toque habitual, tres o cuatro veces, sonaba al voleo, sin detenerse. Como las campanas cuando dan la alarma.
La hermana Catherine se hallaba sola en la sala de curas cuando entraron los soldados franceses a las órdenes del señor Courlot. De Maisonsel había sido requerido por el conde de Tallard y el coronel médico lo aprovechó para ocupar el hospital. La monja trató de oponerse a ellos, pero el francés ordenó que se registrara todo el edificio. Con la excusa de que debía acabar algunas curas, se encerró en la sala y trató de prevenir a Nicolas haciendo sonar la campanilla.
La cocina se encontraba vacía cuando entraron los militares. La ventana permanecía abierta y los restos de la comida aún estaban calientes. Courlot lanzó a sus hombres tras la pista del fugitivo. Nicolas se había refugiado en la estancia más apartada el edificio, la que servía de vertedero para los paños o ropas que había que quemar, así como los humores que se arrojaban directamente al vecino curso de agua. Aquel lugar olía a cloaca. El cirujano había actuado por reflejo, sin comprender qué sucedía.
A través de los nudos de la puerta de madera Nicolas vio a varios soldados que se dispersaban por el patio. Su oficial parecía nervioso. Pasó una primera vez frente a la puerta. Nicolas no lo reconoció. Uno de sus hombres lo llamó desde una ventana del primer piso: habían hallado su habitación y exhibían sus libros de anatomía antes de lanzarlos al patio. El cirujano ahogó un grito. El olor pestilente que desprendía la habitación hizo que el francés se volviera y trató de abrir la puerta, sin éxito. Pegó el ojo contra una de las grietas de la madera, pero la oscuridad no le permitió distinguir nada.
Nicolas vio su rostro, que no le era desconocido, pero aún no comprendía por qué se hallaba en peligro.
—¡Coronel Courlot! —gritó la hermana Catherine al entrar en el patio—. Si no os marcháis de aquí de inmediato, ¡me veré obligada a quejarme a vuestra jerarquía! Hoy no hay aquí ningún cirujano.
El nombre del oficial le causó el mismo efecto que un tizón en una herida. Nicolas se puso de puntillas y abrió el tragaluz.
Mientras discutía aún con la monja, el oficial observaba insistentemente la puerta. Algo lo intrigaba. Se acercó y hundió su daga en la cerradura. En el interior, la llave cayó. Alguien se había encerrado.
—¡A mí, venid a derribar esta puerta! —gritó Courlot.
Nicolas había saltado al arroyo Saint-Thiébaut. El agua le llegaba hasta los muslos y se le había metido en las botas, cosa que le impedía avanzar más deprisa. Se las quitó y prosiguió su camino. El agua estaba tan fría que ya no sentía la planta de los pies. En el momento de cruzar la rue Saint-Dizier, se ocultó bajo los troncos de madera del puente: un regimiento de artilleros franceses subía por la calle hacia la ciudad vieja. Estaba tiritando. Los militares tardaban en alejarse. Alrededor de él, el agua cambió de color y el olor a cieno se mezcló con el de la sangre. El matadero se hallaba muy cerca y los carniceros habían sacrificado a los animales. La mitad del esqueleto de una vaca pasó junto a él, arrastrada por la corriente. Desde arriba, los soldados la vieron y se divirtieron disparando contra ella con sus mosquetes.
Nicolas prosiguió su avance hasta el puente Moujat, donde alcanzó la orilla para llegar hasta la calle. Se hallaba a pocos metros del único lugar donde podría secarse y calentarse sin arriesgarse a ser descubierto.
***
Bogdan, el haiduque, decretó una pausa en su búsqueda. Había dejado su botella de vino junto a los camellos y las mulas que guardaban en la dependencia del bastión de Haussonville. El hombre tenía la misión de registrar los barrios del sur de la ciudad vieja para dar con Nicolas, pero había regresado con las manos vacías. Se había tomado aquella misión muy a pecho, puesto que apreciaba enormemente al cirujano tras la operación que este le hizo en la pierna, salvándole así el miembro y su dignidad de guerrero. Gracias a maese Déruet, Bogdan aún podía correr con ambas piernas, aunque los prados de Lorena no tuvieran el mismo sabor que las estepas húngaras.
Cuando llegó a las arcadas donde se hallaban los animales lo intrigó un olor inusual. Era un olor que solo él podía detectar. Entre la peste de los excrementos que cubrían el suelo, distinguía un hedor nuevo, mezcla de cieno y de carroña. Descubrió unas ropas tiradas por el suelo, entre dos camellos. Bogdan las olió para confirmar que eran el origen del hedor, pero ya estaba seguro de ello. Desenvainó su cuchillo.
—¡Guarda el arma, no temas! —dijo una voz detrás de él.
—¡Maestro! —exclamó el haiduque al descubrir a Nicolas, que solo llevaba puesta la ropa interior—. ¡Me alegro mucho de haberos encontrado!
Bogdan le explicó al cirujano la situación y la misión que le habían confiado.
—Me parece, a la vista de los hechos, que soy yo quien te ha encontrado —bromeó el cirujano antes de que un estremecimiento recorriera su cuerpo—. Tengo frío —añadió—. La paja apenas me ha secado y tu vino no ha conseguido que entre en calor.
—No os mováis, voy a buscaros ropa limpia. Luego iremos al convento del Refugio.
—¿Al Refugio? ¿Por qué allí?
—¿Por qué? —preguntó a su vez el haiduque a la par que se rascaba la cabeza—. ¡La verdad, no lo sé! Esas son las órdenes: el que os encuentre debe llevaros al Refugio. ¡Y cobra una buena prima de Carlingford! Pero, por vos, ¡lo habría hecho aunque no hubiera dinero de por medio! —añadió, y se alejó.
El trayecto era arriesgado: el convento se hallaba en el extremo sur de la ciudad nueva y tendrían que atravesarla. Bogdan le había proporcionado el uniforme de gala que vestía el día de la entrada triunfal del duque en la ciudad: una chaqueta verde con galones de plata, sombrero con plumas de faisán y unas botas, sin rodilleras, cuyos talones de hierro resonaban sobre los adoquines a cada paso.
—Búscame otra ropa —le pidió Nicolas cuando se vio con el uniforme puesto—. Esto es demasiado llamativo.
El soldado, que había aprovechado para renovar su provisión de vino, bebió un buen trago.
—No, ¡esa es la idea! —respondió—. Así vestido parecéis un embajador o un rico comerciante acompañado por su escolta. Los franceses buscan a un lorenés que se esconde, no a un extranjero que se pavonea. ¡Vamos, cojamos las mulas!
La singular pareja abandonó el bastión y rodeó la ciudad por el barrio del oeste. Se aproximaron a la puerta de Saint-Jean y pudieron constatar que estaba vigilada por una decena de hombres armados que comprobaban la identidad de todos los que salían, entre las protestas de los habitantes que deseaban cruzar la puerta y tenían que aguardar una larga cola. Nancy estaba cerrada.
—Pronto se fijarán en nosotros —anunció Bogdan, y señaló con el dedo una patrulla que se acercaba a ellos al salir de la place Saint-Jean.
Nicolas no compartía la excitación del haiduque, que parecía tomar aquella persecución como un juego. En el momento de cruzarse, Bogdan saludó a los soldados y se dirigió a ellos en húngaro. Uno hizo signos de que no comprendía la lengua y les dijo que siguieran su camino.
—Les he dicho que éramos dos fugitivos que habíamos escapado —fanfarroneó Bogdan—. ¡Me encanta provocar a los franceses!
—La próxima vez espera a estar solo para hacerlo, si no es molestia. ¡He conocido a algunos que hablan húngaro! —previno Nicolas.
—¿Ah, sí? —exclamó el haiduque—. No había pensado en eso.
El convento estaba a solo trescientos metros y la calle por la que avanzaban, entre las fortificaciones, era poco frecuentada. La rue Saint-François desembocó en el bastión de Saurupt, donde un grupo de soldados montaba varias piezas de artillería en un terraplén y apilaba reservas de balas junto a ellas. Los militares hicieron una pausa para observar a los dos hombres y no les prestaron más atención.
El Refugio estaba a la vista. Descendieron de sus monturas y recorrieron los últimos metros a pie. Bogdan llamó con la aldaba a la puerta de la esquina entre la rue des Ponts y la rue des Remparts, en cuyo frontón la inscripción «Gloria a Dios» había sido cubierta por la pátina del tiempo. El grácil rostro de una monja enmarcado en su cofia blanca apareció.
—Soy…
—Lo sé —le interrumpió—. Entrad.
Atravesaron el jardín interior de árboles frutales, arbustos y paseos rectilíneos.
—Os habíamos visto ya hace rato —confesó ella, y señaló una verja que daba a la calle—. ¡Nuestras pensionistas las primeras! No sé cómo habéis logrado llegar hasta aquí sin problemas, con todo ese jaleo.
Nicolas se volvió hacia Bogdan, pero este había desaparecido.
—Soy la madre superiora, la hermana Marie-Dorothée. He asumido la carga de la congregación tras la muerte de la hermana Janson —explicó—. Yo me hallaba presente cuando trajisteis al pequeño Simon.
Nicolas estaba haciendo un esfuerzo por recordar el rostro de la antigua asistente de la hermana Janson.
—He engordado, desde entonces —aclaró ella—. ¿Cómo está ese diablillo de Simon? ¡Me costó muchas noches en vela!
Entraron en el claustro por un patio de arcos bajos y columnas delgadas, y de ahí pasaron al locutorio. La sala estaba desnuda, a excepción de un crucifijo sobre la puerta y un cuadro que representaba a la fundadora del Refugio, Élisabeth de Ranfaing, con hábito de monja, un libro abierto en una mano y tres corderos blancos a sus pies.
—Aquí es. Os dejo. No os preocupéis por los franceses. Nunca han logrado entrar hasta aquí.
Al quedarse solo, Nicolas se quitó el sombrero y la chaqueta bajo la mirada de la señora de Ranfaing, que le pareció inquietante y extraña. Se sintió mejor sin el uniforme de haiduque y trató de pensar. En dos días, todos sus allegados habían desaparecido. La puerta por la que las internas entraban al locutorio chirrió levemente.
—Buenos días, Nicolas —dijo una voz familiar.
***
Rosa de Cornelli se hallaba frente a él. Pálida y ligeramente más delgada.
—Estoy bien, me encuentro mejor —sonrió ella al adivinar sus pensamientos.
Guiado por un impulso espontáneo de ternura, quiso abrazarla, pero se retuvo y ella se dio cuenta.
—Me alegro de veros, Rosa —respondió, consciente de su actitud titubeante—. Incluso en tan extrañas circunstancias —añadió como si quisiera justificar su rubor.
—Tenemos poco tiempo. Estoy aquí para ayudaros —anunció la joven marquesa.
Carlingford había ido a verla, así como Azlan, a última hora de la mañana para explicarle las intenciones del coronel Courlot.
—El conde está convencido de que, si cayerais en sus manos, os enviarían a Francia, antes incluso de que el duque pudiera protegeros, y allí os encarcelarían sin un nuevo juicio. Y soy de su misma opinión. Debéis huir —aseguró Rosa.
—¿Cómo? ¡Todas las puertas de la ciudad están vigiladas por los franceses!
—Hay una manera, pero deberéis confiar en nosotros.
—¿Nosotros?
Rosa esbozó una sonrisa.
—Azlan y yo. Os espera a las afueras de la ciudad. Ha decidido partir con vos.
—Azlan…
—Creed que no ha sido fácil para él —añadió—. Tanto lamentaba dejarme a mí como dejaros a vos en esta tesitura.
Por primera vez desde que se habían reencontrado la miró a los ojos y comprendió que Rosa le había amado como nadie. Que había sido su gran oportunidad. Se dio cuenta de que la cólera que lo había apartado de ella solo ocultaba sus propios sentimientos: seguía locamente enamorado de ella.
Se acercó a Rosa, tanto que sintió el perfume de su cuerpo bajo el de las fragancias sutiles de los aceites esenciales, que percibió su aliento, que vio el movimiento imperceptible de la vena bajo la piel de su cuello, tanto que sus miradas se fundieron.
—Rosa…
—No digáis nada, las despedidas no son mi fuerte. Abrazadme por última vez.
La estrechó contra él dulcemente.
—Rosa, quería deciros que os amo, os amo de todo corazón. Os amo y siempre os amaré —murmuró a su oído.
Ella respondió apretándose con más fuerza entre sus brazos, hasta ahogarse.
—Y vos… ¿Aún me amáis tras todo lo sucedido? —preguntó él, y sintió que el corazón se le salía del pecho.
—Ángel mío… —susurró ella.
La emoción de Rosa ahogó sus palabras. La apartó delicadamente y la asió de las manos.
—¿Queréis partir conmigo, Rosa?
La petición sorprendió a la joven, que abrió los ojos como platos.
—¿Ahora? —inquirió, incrédula.
—¡Sí, ahora! Recordad nuestro primer encuentro. Me dijisteis…
—«Llevadme con vos. Quiero ser libre…». ¿Cómo iba a olvidarlo? Vos antes me habíais dicho…
—«Cuando se ponen los pies en el suelo, rara vez es sobre seda…».
—Y teníais razón. Varias veces me he quemado al caer sobre ese suelo. Pero ¡con vos también me he alzado de él a menudo!
—¿Queréis acompañarme? —repitió Nicolas, esperanzado.
—¿Es una petición de matrimonio, maese Déruet?
—No es una petición según la costumbre, pues deberemos huir lejos del ducado tal vez durante mucho tiempo. Pero os lo prometo: me casaré con vos, ¡tardemos lo que tardemos!
El rostro de Rosa se había transfigurado. Su mirada resplandecía. Era su respuesta: ya nada podría separarlos.
—Y yo que soñaba con enseñaros Italia, ¡qué mejor momento! —bromeó ella—. ¡Vamos, no hagamos esperar a Azlan!
—¿Cómo nos reuniremos con él?
—¡Poniendo los pies sobre el suelo, ángel mío!
De todas las internas, Joséphine Mabillon se ofreció voluntaria para acompañarlos. Llegada tres meses antes, conocía al dedillo el trayecto puesto que lo había hecho decenas de veces. También sabía a qué se arriesgaba si la sorprendían con un fugitivo.
—Sin embargo, tengo una deuda con vos —añadió dirigiéndose a Nicolas—. ¡Vos me evitasteis la prisión de las clarisas en Pont-à-Mousson!
Joséphine prendió una tea y se la tendió a Nicolas, y señaló con la suya el pasillo oscuro situado al fondo de la bodega principal.
—¡El subterráneo del Refugio! —indicó ella con orgullo al descubrir un pasillo abovedado—. Este pasillo es lo bastante alto y ancho para que pase por él un carro.
—¡Con su camello! —precisó Nicolas, impresionado por la construcción—. ¿Sabíais de su existencia, Rosa?
—No podía ser de otra manera: fui yo quien financió su construcción —respondió ella, divertida ante las muecas de sorpresa de su amante.
La madre Janson, como mujer prudente, le puso una condición a la joven marquesa a cambio de permitir que Simon se marchara con Marianne: proporcionarles el dinero suficiente para construir un túnel entre el convento del Refugio y los huertos que las monjas poseían al otro lado de las fortificaciones de la ciudad ducal.
—La madre superiora no quería que las internas tuvieran que cruzar la puerta de Saint-Nicolas para ir y venir del convento a los huertos —precisó Rosa—. Debían estar al abrigo de las miradas ajenas, en razón de su supuesta mala reputación. Y para evitar las tentaciones de unas y otros.
—¿Carlingford estaba al corriente de ello?
—Por supuesto, firmó el permiso de obras en nombre del duque. Fue a él a quien se le ocurrió la idea de ocultaros en el Refugio. El subterráneo no es muy largo, pasa bajo las murallas y el foso y desemboca en sus tierras, a unos cien metros. Ahí nos espera Azlan, con Claude… ¿Por qué sonreís, ángel mío? —preguntó Rosa, intrigada.
—Este lugar me recuerda a otro, muy lejos de aquí pero muy parecido —dijo a la vez que apoyaba la mano sobre la pared de piedra vista.
—¿Todos conducen a la libertad?
—Esa es su pretensión. Y su perfume —añadió Nicolas mientras olía el aire.
El grupo avanzó rápidamente por el túnel rectilíneo. Al cabo de apenas dos minutos, Joséphine, que iba a la cabeza, se detuvo.
—Aquí os dejo —dijo, y levantó su antorcha para iluminar el espacio ante ellos.
El túnel acababa en una escalera cuyo tercio superior estaba bañado por la luz exterior. En lo alto, frente a una verja abierta, la silueta de Azlan les hizo una señal.
Dieron las gracias a Joséphine, que los saludó y los miró ascender los treinta peldaños.
—No sabía que la felicidad se contara por pasos —murmuró Rosa, y apretó con más fuerza la mano de Nicolas.
En lo alto de la ascensión, las tres siluetas se fundieron en una sola.
El 11 de noviembre de 1714 el último regimiento francés abandonó Nancy y entregó las llaves de la ciudad a los loreneses.
El 12 de julio de 1715 se inscribió en el registro de la parroquia de Saint-Epvre el matrimonio de Nicolas Déruet y de la marquesa Rosa de Cornelli, celebrado por el señor cura Fournier, en presencia de Azlan de Cornelli y de Su Alteza Real el digno y poderoso Leopoldo, duque de Lorena y de Bar.
El 20 de diciembre de 1718 se inscribió en la parroquia de Saint-Thiébaut, celebrado por el señor cura De Lory, el nacimiento y bautizo de Marie-Jeanne Déruet de Cornelli, hija de Nicolas y Rosa Déruet de Cornelli…