Nancy, de junio a noviembre de 1700
El camello Hyacinthe emitió un gruñido sordo al detenerse frente a la puerta de servicio del hospital Saint-Charles. Sus bramidos fueron acallados por el grito de dolor que provenía de la carreta. Azlan, que descansaba en su habitación leyendo un libro que había tomado prestado de la biblioteca de Rosa, salió a ayudar a François a transportar al herido al interior. El hombre tenía el antebrazo derecho envuelto en un paño que formaba una enorme bola blanca. Estaba muy nervioso y tuvieron que intentarlo varias veces antes de lograr que bebiera un buen trago de alcohol y espíritu de vitriolo filosófico. Se calmó y luego entró en un estado de postración entrecortado por sus gemidos.
—Hay otro más, tengo que volver allí —dijo François mientras cogía algunos instrumentos y una sierra.
—¿Qué ha ocurrido?
Se había producido un accidente en el molino de Saint-Thiébaut. Dos hombres, uno de los cuales era el molinero que estaba moliendo trigo, habían resultado heridos.
—Este se ha quedado enganchado del brazo a una cuerda atrapada entre los dientes de la noria. Se ha elevado hasta la viga principal y allí su propio cuerpo ha obturado el paso. ¡Imagínate lo demás!
—Nada puede contra la fuerza del agua. ¿Y su mano? —preguntó Azlan, y señaló el montón de paños que lo cubría todo.
—Debe de flotar río abajo. Tendrás que hacer un trabajo de precisión, muchacho. Parece que el otro ha quedado atrapado al intentar detener la rueda. Sin duda tendré que amputarlo. Volveré tan pronto como pueda.
Una vez a solas, Azlan apartó con precaución las vendas y observó que no estaban muy manchadas de sangre. La hemorragia había sido leve. Cuando retiró la última, no pudo reprimir un silbido.
—¿Aún tengo la mano? Decidme —preguntó el herido con voz temblorosa—. No la siento y me duele, me duele mucho.
El brazo acababa por debajo de la muñeca, donde podían verse el cúbito y el radio, así como trozos de tendones entre un manojo de músculos, vasos sanguíneos y carne. El cirujano advirtió un elemento oscuro que creyó que era un pedazo de madera. Pero al girar la extremidad descubrió que se trataba del pulgar. Había resistido cuando la cuerda arrancó los otros dedos a la altura de las primeras falanges. Cuando supo la buena noticia, el hombre hizo una mueca y soltó una carcajada nerviosa.
—¡Menuda suerte haber conservado solo ese dedo! ¿Para qué queréis que me sirva, aparte de para sostener una escudilla?
—Vuestro amigo no tendrá tanta suerte. Parece que perderá el brazo —respondió Azlan antes de impregnar una gasa con cerato de galeno.
—¡No es amigo mío! ¡Y perder un brazo por lo que ha hecho no es nada!
La cólera del paciente le infundió fuerzas. Se sentó en la mesa.
—¡Ese individuo es un ladrón y me hubiera gustado que la muela lo aplastara! —añadió agitando el muñón.
Vio el estado de su mano y contempló estupefacto el pulgar intumescente que colgaba de lado. El hombre se asustó.
—¡Ayudadme, curadme, salvadme el dedo! —gimió.
Azlan le dio de nuevo de beber para calmarlo y prosiguió la tarea de coser lo mejor posible el miembro seccionado. En ausencia de François y de Nicolas, era la primera vez que efectuaba esa intervención. Los tejidos se habían dilatado al máximo antes de que la mano se desgarrara. La flexibilidad de los vasos sanguíneos permitió limitar la pérdida de sangre, pues las paredes se habían replegado hacia el interior del desgarro y habían favorecido la formación de coágulos. Cauterizó los nervios seccionados así como algunas venas y una arteria, antes de cubrirlo todo con la piel que había quedado y coserlo con varios puntos de aguja en cruz. El hombre se hallaba de nuevo en un estado próximo a la postración. Azlan se preguntó qué clase de disputa podía haberlos llevado a correr tan insensatos riesgos. Extendió el excipiente sobre la herida cosida y contempló el resultado, satisfecho de su trabajo. En el mismo instante oyó que la carreta regresaba e hizo trasladar a su paciente a la sala de las enfermedades secretas, al lado de un sifilítico que dormía, para evitar que los dos hombres volvieran a encontrarse cara a cara. El Erizo Blanco le confirmó que ya había realizado las principales curas a su herido y que no necesitaba ayuda. El joven cirujano estiró su espalda contracturada y fue a la cocina a por algo de comer.
—¡Nicolas! —exclamó, muy sorprendido, al descubrir a su amigo sentado frente a un tazón de caldo—. ¿Cuándo has regresado?
—Ahora mismo. Acabo de dejar mis cosas en la habitación e iba a reunirme con vosotros.
Se saludaron con un abrazo afectuoso.
—¿Y adónde has ido? Empezábamos a preocuparnos, pues tu mensaje era muy enigmático.
—Lo siento, necesitaba estar solo.
—¿No será que el matrimonio te da miedo? He tenido que tranquilizar a Rosa, ¡ve a verla pronto!
—Tienes razón, pero primero quiero ver a mis pacientes, hace ya seis días que no cumplo con mi deber. ¡No volverá a suceder! Tú vete a casa, las hermanas me han dicho que llevas un buen rato operando.
Azlan no se hizo de rogar. Nicolas fue al encuentro de François, que acababa de vendar al molinero. El hombre, amputado a la altura del omóplato derecho, profería amenazas e insultos hacia su compañero de infortunio.
—No te preocupes —dijo François—, lo calmaré y lo aislaré. Con mis remedios, dormirá un día entero —añadió, y le mostró una botella de aguardiente de ciruela—. ¡Luego me contarás qué te ha sucedido!
Nicolas visitó a sus pacientes y consultó los informes que Azlan mantenía al día con una puntualidad que lo impresionó. La noche era más bien tranquila en el hospital y decidió aprovechar para continuar con el manuscrito de su obra que Sébastien Maroiscy le reclamaba con insistencia. Al cabo de una hora fue a buscar a François, pero no dio con él en la planta baja. Subió a la primera planta y no encontró a nadie en la sala de los remedios ni en la de los archivos. Nicolas vio que la puerta de su propia habitación estaba entreabierta. Sonrió al imaginar al Erizo Blanco esperándolo con una botella de tokay procedente de su reserva secreta. Sin duda, incluso habría empezado a bebérsela.
—François, tú… —empezó al entrar, antes de quedarse petrificado por la sorpresa.
Rosa estaba allí de pie, junto a la mesa que utilizaba para trabajar, con una carta medio calcinada entre las manos.
***
Sus ojos tenían un color que no le había visto nunca.
—Azlan me ha dicho que habíais vuelto. He venido lo antes posible y descubro esto… —dijo Rosa a la vez que agitaba el pergamino—. ¿Podéis explicármelo?
Nicolas cerró la puerta.
—Es la pregunta que deseaba haceros, Rosa. ¿La habéis leído?
Ella hizo un movimiento de cabeza imperceptible.
—Sí… Esa mujer ha perdido la cabeza.
—¿Conocíais a la madre Janson?
—Di dinero al convento del Refugio, como a otras instituciones, pero…
—Como a Azlan, a François o a Grangier. ¿Creéis que todo puede comprarse?
La cólera brotaba de las palabras de Nicolas. Ella bajó la cabeza y apretó los dientes para no llorar.
—Me estáis… Me estáis hiriendo, ángel mío. Hiriendo y ofendiendo.
—Disculpadme, no era mi intención. Pero ¡esta carta me ha conmocionado!
—¡También a mí! ¿Qué os pensáis? Y en primer lugar, ¿de dónde procede? ¿Por qué se halla en este estado?
Nicolas le explicó cuándo se la entregaron y cómo la había olvidado en uno de sus libros. Le relató su encuentro con Grangier, la barraca y la decisión de arrojarla al fuego.
—Me quedé un buen rato fuera, sentado en el umbral de ese refugio. Al volver a entrar me di cuenta de que la había tirado movido por un impulso. Se había quedado a un lado y las llamas directas no la habían alcanzado. Vi en ello un signo. La saqué de la chimenea y la leí.
Rosa profirió un grito y se desvaneció. Él se precipitó sobre ella, le desanudó el corsé y la tendió sobre la cama. Su pulso era rápido y regular. Nicolas abrió la ventana al recordar los preceptos de Germain acerca del aire viciado y luego puso una silla sobre la cama para alzar las piernas de Rosa y que la sangre le fluyera hacia el corazón y el cerebro. Su falda descendió ligeramente y descubrió sus piernas bien moldeadas y de piel muy suave. Las acarició con los dedos y las tapó con una sábana, y acto seguido puso su mano sobre el vientre de Rosa para controlar su respiración.
—¿Por qué? ¿Por qué hicisteis eso? —murmuró mientras contemplaba su rostro desvanecido—. ¿Por qué vos?
Antes de morir, Marie-Thérèse Janson se liberó del secreto que unía a Marianne y a Rosa. La comadrona, al tener noticia de que la marquesa había enviudado, se reunió con ella para comunicarle la existencia de Simon, hijo del marqués de Cornelli, y reclamó para él su derecho a la herencia. «Sin fundamento», proclamó Rosa. «Es un hijo ilegítimo pero natural», replicó Marianne, y afirmó que tenía el certificado del padre Lecouteux. El hombre que bautizó a Simon inscribió el nombre del padre. Las dos mujeres se encontraron en presencia de la madre superiora del Refugio.
Unas gotas gordas cayeron ruidosamente y flagelaron los muros y el patio interior del hospital. Rosa aún no había recobrado el conocimiento y parecía dormir de forma apacible. Nicolas pisó el pergamino abierto. La carta se le había caído a Rosa de las manos cuando se desvaneció. Volvió a leerla. Cada palabra estaba ya grabada en él.
Las dos mujeres llegaron a un acuerdo. Marianne mantendría en secreto la filiación de Simon y Rosa le concedería una renta que le garantizara una vida decente en otro lugar que no fuera entre las paredes de un convento. Al creer que Nicolas estaba muerto, Marianne aceptó casarse con Martin, quien, a su vez, adoptó al niño.
«Y así se cierra el círculo —pensó Nicolas mientras, acodado en la ventana, contemplaba el chaparrón que lavaba la ciudad—. Nancy necesita la lluvia para librarnos de los miasmas de nuestras cobardías y compromisos».
Rosa murmuró unas palabras inaudibles. Con dificultad, entreabrió los párpados. Nicolas se sentó junto a ella, desgarrado entre un sentimiento violento de rechazo y un deseo de ternura ante su desamparo. Quería perdonárselo todo, pero se lo impedía lo que consideraba una traición amorosa. Le tomó la mano y ella se la apretó tan fuerte como pudo. Se encontraba demasiado débil para ponerse en pie, para defenderse o para luchar. Tenía la sensación de que su amor se le escapaba de entre las manos, siendo a la vez la causante y la víctima de ello.
—Por nosotros —dijo ella con voz débil y entrecortada—. Lo hice por nosotros. ¿Por qué es tan condenable? ¿Por qué…?
Nicolas trató de dominar la emoción de su voz sin conseguirlo.
—Habéis despojado a Simon de su derecho… En su carta, la madre Janson dice que temía por la vida de la criatura si llegaran a denunciar el caso ante la justicia.
—Pero ¿cómo podéis creer que podría hacerle daño a Simon? ¿Cómo? Esa carta está llena de malentendidos, esa mujer tenía la mente confusa, estaba muriéndose y ahora que ya no está aquí su palabra no puede cuestionarse. ¿Os dais cuenta de la injusticia de esa situación? ¿Cómo podría defenderme contra la voz de una muerta?
—Estoy seguro de que no le habríais hecho daño a Simon. Pero ¡me habéis mentido, habéis mentido a Marianne y la habéis obligado a marcharse de Nancy!
No respondió. Nicolas estaba alterado y ningún argumento podría convencerlo.
Rosa inspiró profundamente y le brotó un estertor. Él le tocó el cuello y luego le acarició la cicatriz.
—Vuestra mano, vuestras caricias… Jamás podré soportar su ausencia, jamás. Sois mi único ángel —declaró ella, y cerró los ojos—. No podría…
Sus párpados se estremecieron y le cayeron unas lágrimas.
—Hablaremos de ello en otro momento —respondió él.
Nicolas fue a ponerse en pie y Rosa lo agarró del brazo.
—¡No os vayáis, no!
—Voy a calentar agua para daros a beber un remedio, si lo tenéis a bien.
Él se soltó despacio. Ella no se opuso, se acurrucó sobre sí misma y lloró desconsoladamente, con el cuerpo sacudido por espasmos. Ocultó su rostro enrojecido entre las manos.
—Volveré enseguida, Rosa.
—Decidme que me llevaréis a casa, que me tomaréis entre vuestros brazos y que haremos todo lo posible para olvidar ese pasado. Decídmelo…
—Si tuviera ese poder…
—¡Sí lo tenéis, solo es cuestión de quererlo! ¡Decídmelo, decidlo, por piedad!
—Rosa…
—Ya no me llamáis «amor mío»… ¿Tan sucia e indigna de vos os parezco?
—No, no es eso, pero no puedo volver a vuestra casa…
Ella se incorporó muy nerviosa y se quedó sentada en la cama.
—¡A nuestra casa! ¡NUESTRA casa, ángel mío! ¡Nuestra! Me siento miserable por lo sucedido, si supierais cómo lo lamento, ¡cómo me arrepiento! Os pido perdón, perdón —dijo ella mientras le tomaba la mano y se la llevaba a su mejilla húmeda—. ¡Perdón!
Permanecieron sin moverse, en silencio, un buen rato. Luego él la besó en la frente y salió.
***
Abrió con llave la puerta de la sala de los remedios y cogió unos botes de helecho y de flores de lúpulo con los que bajó a la cocina para calentar agua. François se reunió con él en el momento en que echaba las plantas en una pequeña marmita de hierro llena de líquido hirviente. Nicolas le contó el desmayo de Rosa, pero omitió el contexto y su decisión. La noticia inquietó al Erizo Blanco, que se ofreció a subir a velarla junto a él.
Sonó la campanilla, indicando que las monjas pedían ayuda en la sala de curas.
—¡Al diablo esa campanilla, uno de estos días le cortaré la lengua! —vociferó François—. No soporto que me llamen como a un criado.
—¿Acaso no lo somos? —preguntó Nicolas mientras removía la mezcla—. Tendrías que ser soberano o ermitaño para no tener que sufrirlo. De lo contrario, todos somos criados de los demás —añadió en un tono frío que no era propio de él.
La campanilla insistió, nerviosa. Nicolas dejó caer la cuchara en el recipiente.
—Voy a ver qué sucede mientras se prepara la infusión.
—Te acompaño, muchacho. ¿Estás seguro de que todo va bien?
No tuvo que responder. La hermana Catherine entró asustada.
—¡Deprisa, necesitamos vuestra ayuda! ¡Son los dos pacientes del molino!
—¿Sus heridas?
—¡No, están peleándose! Nuestro asistente ha llevado al molinero a la sala de las enfermedades secretas, ¡y no sabíamos que el otro ya estaba allí! ¡Se van a matar!
Cuando entraron, los dos hombres se hallaban en un violento cuerpo a cuerpo y el único camillero del servicio estaba sentado con las manos en su rostro ensangrentado. Ambos gritaban con rabia a cada golpe que propinaban y con dolor a cada golpe que recibían. Los puñetazos volaban y las rodillas eran arietes. Las vendas habían desaparecido, las suturas se habían descosido y las heridas estaban en carne viva. Un combate a muerte en el que el molinero parecía llevar la ventaja. El dedo salvado del otro se había luxado y formaba un ángulo extraño con el antebrazo. Su rostro estaba colorado debido al agotamiento. Los dos cirujanos los separaron mientras la monja les impartía una vana lección de caridad cristiana. François se ocupó del enfermero, cuyo arco superciliar se había partido debido a un desafortunado codazo, mientras Nicolas atendía al pugilista que mayores daños había sufrido.
—¡Dejad que se muera! —espetó el molinero desde uno de los rincones de la habitación donde se había acurrucado—. ¡Eso es lo que se merece!
El hombre respondió con un estertor del que nadie comprendió el significado. Escupió sangre y dos dientes a la par, y luego alzó el muñón que ya solo sostenía un pulgar tambaleante, como habría hecho con un puño amenazador, en un irrisorio gesto de desafío.
—Ese ya no podrá hacer el gesto del digitus medius —bromeó François, y de inmediato se arrepintió de su broma.
La monja aproximó su bolsa de trabajo a Nicolas sin que este tuviera que pedírsela. Era una excelente ayudante y sabía anticiparse a las necesidades de quien hiciera las curas. Con el paso del tiempo, había llegado a reconocer los diversos instrumentos así como sus funciones y se había convertido en una asistente eficaz en las operaciones. Dispuso hilo y aguja mientras él preparaba la herida. Rehízo la costura del muñón y luego lo envolvió en un paño impregnado de ungüento. El herido contenía el dolor para no mostrarlo ante su adversario. De vez en cuando se volvía hacia el molinero, que se había calmado, y le dirigía miradas de odio. Este último, tras unos minutos de postración, parecía de nuevo dispuesto a pelear.
—Calma —dijo François, que le vendaba el tórax pues tenía varias costillas rotas—. No tengo ganas de acabar como nuestro camillero. Pero ¿qué mosca os ha picado a uno y otro? ¿Qué os reprocháis?
Los dos hombres eran vecinos y su disputa era tan antigua que el motivo original había adquirido unos contornos difusos. No pasaba una semana sin que uno de los dos reprochara al otro alguna maldad: el robo de un saco de harina, haber amontonado boñigas ante la puerta de entrada, un pequeño incendio en los arbustos del jardín o la presencia de ratas en el granero, todo era culpa del odiado vecino. Sus desavenencias se habían convertido en un odio ordinario que sus numerosos hijos perpetuaban sin ni siquiera saber por qué, y había conducido a una pelea en el molino cuyo desenlace los dejaría tullidos de por vida.
—Empate, ¡iguales a un brazo! —declaró François, y meneó la cabeza apesadumbrado.
Él, a pesar de que se encolerizaba con facilidad, no era persona rencorosa y no comprendía los caracteres irreconciliables, y menos aún cuando el motivo de discordia de aquel día había sido la venta de un pan demasiado cocido. El segundo hombre era panadero.
El incidente se prolongó casi una hora y Rosa dormía cuando Nicolas regresó a la habitación. Su rostro estaba devastado por las lágrimas y su piel se veía más pálida que de costumbre. Dejó la infusión, que tuvo que calentar de nuevo, se sentó junto a ella y se inclinó para besarla en un reflejo de ternura. Sintió su perfume, siempre el mismo, una fragancia exclusiva fabricada por un perfumista de París que exhalaba el frescor de las hojas de tomate, de la que ella no había querido revelarle la composición. «Para que por lo menos haya un pequeño secreto entre nosotros —añadió ella—. Y para que ninguna otra mujer lo lleve nunca». La frase cobraba ahora otro sentido y otros pensamientos no tardarían en sembrar la duda acerca de lo que se habían dicho. ¿Cómo podría confiar de nuevo en ella? La pregunta daba vueltas en su cabeza desde que leyó la carta de la madre Janson. Sus sentimientos seguían vivos, se sentía irresistiblemente atraído por ella, en cuerpo y alma. Pero, sin confianza, ¿cómo podrían mantenerse vivos? No tenía más solución que romper para siempre.
—¿Por qué habéis hecho esto? —murmuró él.
Le intrigó la inusual expresión de su rostro. Tenía los labios apretados y el ceño fruncido como si la habitara una tensión interior. Puso la mano sobre su vientre: su respiración estaba entrecortada por pausas frecuentes.
—Rosa…
Nicolas la llamó suavemente, varias veces. No reaccionó. Insistió y le pellizcó la piel. Nada. Parecía que le costaba alzar el diafragma, cada inspiración constituía un esfuerzo. Le palmeó un poco las mejillas, le habló al oído. Rosa era una muñeca de trapo. Cuando apretó el pulgar contra la palma de la mano de ella, le pareció que quería cogérselo, pero la reacción fue más débil que una caricia.
—¿Me oís? ¡Estoy seguro de que me oís! —dijo con firmeza—. Debéis de haberos desmayado otra vez y vuestro cuerpo aún está aletargado. Lo lamento, nuestra conversación os ha vuelto melancólicos los humores. Lo siento mucho, es culpa mía…
Le tomó la mano de nuevo.
—Si es un mareo, ¡apretadme el pulgar con fuerza! ¡Vamos!
No hubo reacción.
—¿Qué sucede? Vuestro corazón late, respiráis con dificultad, pero respiráis. Amor mío, no temáis, pronto os sentiréis mejor.
Ella movió la cabeza imperceptiblemente. De derecha a izquierda. Luego de izquierda a derecha. «No…».
—¿No? ¿Por qué? ¿Qué tenéis?
El rostro de Rosa permanecía inmutable. Se dio cuenta de que ya no le era posible comunicarse.
—Rosa, voy a ir diciendo las letras del alfabeto y me apretaréis el dedo para formar palabras. ¿De acuerdo?
Sintió que la mano se crispaba ligeramente alrededor de su pulgar y comenzó a deletrear. Reaccionó con la «y» y la «o».
—¿Yo?
Los dedos de Rosa asintieron. Prosiguió.
—Q… u… i… e… ¿quiero? ¿Yo quiero?
Ella asintió, rozándole la piel.
—M… o… r…
Él le soltó la mano.
—¡No! —gritó.
Nicolas acababa de comprender.
***
Se precipitó hasta la sala de los remedios y vio que se había quedado abierta.
—¿Qué habrá utilizado? —exclamó mientras recorría las filas de botes para localizar el producto que había ingerido—. ¡François! —gritó—. ¡François! ¡Auxilio!
Prosiguió su búsqueda. Todos los botes estaban en su sitio, cerrados, y no parecía que nadie hubiera tocado ninguno.
—¡Rápido, rápido! —se dijo a sí mismo cuando le parecía no encontrar la solución—. ¿Qué habría cogido yo en su lugar, qué habría cogido? ¡François! —gritó de nuevo—. Pero ¿qué estará haciendo?
A Rosa le gustaba oírle hablar de su trabajo. También era la lectora de su manuscrito acerca de los remedios y solía hacerle muchas preguntas.
—¿Qué sucede, muchacho? —dijo el Erizo Blanco al entrar—. Espero que no me hayas molestado por una bobada, ¡iba a prepararme la comida!
Cuando Nicolas le explicó la situación, soltó una ristra de insultos.
—Vuelvo junto a ella. François, es necesario que descubras qué ha tomado para saber cuál es el antídoto.
—En caso de que exista —respondió, y se puso a abrir los botes situados a más altura—. ¡Dios mío! Pero ¿por qué habrá hecho eso? ¿Por qué?
Nicolas no respondió y regresó a la habitación. Rosa tenía los párpados abiertos.
—¡Rosa! ¡Qué alivio…! ¿Cómo os sentís?
No respondió. Se sentó a su lado y la cogió de la mano. Estaba fría. Los dedos, incluso las uñas, estaban blancos.
—Rosa, ¿me oís?
Sus ojos estaban fijos e inmóviles. Pasó una mano frente a su rostro. No lo veía.
—¡El alambique está vacío! —gritó François desde el pasillo.
Al entrar, se quedó estupefacto ante el rostro de Rosa.
—Dios mío, ¿está…?
—No, respira y su corazón late débilmente. ¿Qué había en ese alambique?
—Había dejado un baño de vapor para recuperar toda la resina.
—¿Resina de qué? —se impacientó Nicolas, que aguardaba la respuesta.
—¡Opio! ¡Se ha tomado todo el opio que extraje ayer!
En el mismo momento Rosa fue presa de temblores. Todos sus miembros se contrajeron anárquicamente y en su rostro se dibujó un rictus de dolor.
—Voy a por tártaro estibio, ¡hay que hacer que vomite! —dijo François—. ¡Hay que purgar ese veneno!
—¡Demasiado tarde! ¿Tenemos cristal de Condy?
—No, Bagard nunca los ha querido en Saint-Charles. No le gusta la química. ¿Es un antídoto?
—Me han hablado de él, pero no lo he probado nunca. ¡Es nuestra única oportunidad!
—Registraré la ciudad entera si hace falta, pero ¡lo traeré!
Nicolas se tumbó junto a Rosa y la abrazó sin lograr reducir los temblores, que solo cesaron al cabo de unos minutos. Sus ojos se habían quedado abiertos e inexpresivos. El ritmo de su respiración se ralentizó aún más y las pausas se hicieron más y más frecuentes. Trató de estimularla mediante la voz y sin dejar de masajearle con regularidad el abdomen, que se alzaba con dificultad.
François tardaba en regresar. Los párpados de Rosa se cerraron muy despacio. Cuando volvió a tomarle el pulso, no se lo encontró. Nicolas gritó y vociferó, la sentó sobre la cama y la zarandeó para tratar de arrancarla de su estado comatoso. Ella inspiró ruidosa y profundamente, como un recién nacido al que el aire le quema los pulmones, y luego fue presa de más convulsiones, con los ojos abiertos mirando al vacío y las pupilas dilatadas. El ataque fue más breve que el primero y le siguió un nuevo estado de embotamiento. Le dio friegas en las manos, que estaban cada vez más frías a pesar de la cálida temperatura del ambiente.
—¡Lo tengo!
François entró blandiendo una botella.
—Diluido en agua sulfurosa de Plombières, ¡lo he robado en Saint-Julien! Hasta he traído una cuchara.
Nicolas se situó detrás de Rosa y forzó la abertura de su boca. François depositó el líquido en la parte posterior de la lengua. Los dos esperaban que ella conservara aún el reflejo de deglución. Tragó, para gran alivio de ambos. Continuaron. A la tercera cucharada, tosió y escupió el permanganato de potasio.
—Lo repetiremos dentro de una hora —decidió Nicolas, y depositó el remedio sobre la mesa donde aún se hallaba el pergamino calcinado.
Se cruzó con la mirada de su amigo y creyó ver en ella un reproche. François, sin embargo, no podía saberlo.
El Erizo Blanco le propuso turnarse junto a ella y se negó. Nicolas permaneció pegado a Rosa, a la escucha del menor signo de malestar. Varias veces se vio obligado a estimularla hasta lograr que su respiración adquiriese un ritmo regular. La segunda administración de cristal de Condy se llevó a cabo sin inconvenientes. Durante la hora siguiente, Rosa no tuvo ninguna convulsión y sus ojos permanecieron cerrados. A la tercera administración, logró abrir sola la boca para tragar el antídoto. Sus presiones sobre el dedo de Nicolas eran cada vez más firmes en respuesta a sus preguntas. Cuando abrió conscientemente los párpados, su calvario duraba ya más de cuatro horas. Sin embargo, su malestar no había terminado. Rosa fue presa de unas náuseas imparables y vomitó durante doce horas, hasta el agotamiento extremo, a veces incluso perdiendo el conocimiento tras los ataques y durmiéndose con la cabeza apoyada sobre el cubo de madera. Nicolas se ocupó de ella sin flaquear y rechazó la ayuda de François y de Azlan, que se había presentado allí tras recibir aviso de una de las monjas. Pasó la noche junto a su cama y también la mañana. A mediodía Rosa pudo tomarse un caldo sin vomitarlo. La dejó tras la comida. Ambos habían permanecido en silencio.
***
Tras un último envite vigoroso acompañado de un sordo jadeo, Ribes de Jouan se dejó caer sobre el lecho al lado de una joven de larga melena pelirroja.
—¡Nada hay tan placentero en este mundo terrenal como correrse en un coñito de calidad! —exclamó alegre, y le palmeó las nalgas a su pareja.
Ella se arrimó y le acarició el bajo vientre mientras él encendía su pipa con delectación.
—Verdaderamente divino —exclamó exhalando humo con olor a miel.
—Sabía que te gustaría —respondió ella antes de redoblar sus caricias sobre su alborotada virilidad.
—No, me refería al tabaco. ¡Está de muerte! Pero tus caricias también me gustan —añadió ante el gesto ofendido de la mujer.
Pasó su mano por los cabellos de color fuego con gesto maquinal, igual que si acariciase el cuello de su caballo. Ella aceleró los movimientos hasta lograr su erección. Germain eyaculó distraídamente y le dio las gracias sin darse siquiera cuenta de su absoluta zafiedad.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —preguntó mientras contemplaba cómo se vestía.
—Por el precio que pagáis, podéis elegir el nombre que deseéis —respondió ella, y cogió la bolsa que había sobre la mesa.
—¿Ah?
La respuesta lo había sorprendido y decepcionado.
—¿Así que no tenemos más que una relación comercial?
La risa de la joven le hizo fruncir el ceño aún más.
—¡No me digáis que os habéis enamorado de mí!
Él se levantó, desnudo, abrió la ventana y respiró profundamente antes de volverse hacia ella.
—Hace ya un mes que nos frecuentamos, ¿no?
—Pagarme tres veces por semana no me convierte en vuestra novia —dijo ella al tiempo que cerraba los postigos—. Y no os da derecho a exhibiros ante mis vecinos.
—¡No creo que te tengan por damisela!
—Para vos, y para cuantos me pagan, no soy más que una puta. Pero hasta las putas tenemos orgullo —afirmó al tiempo que se recogía los cabellos para ponerse la cofia—. Un día me entregaré por amor.
Él bajó la vista hacia su propio cuerpo, que ya acusaba sus más de cincuenta años.
—Ese día no podré luchar —replicó mientras sopesaba desengañado su vientre abultado—. ¡Mi único encanto es mi dinero!
Se puso la camisa, el chaleco y buscó sus calzones.
—Aquí me toleran porque el propietario también es cliente mío. Las miradas, sin embargo, me dicen que soy una mujer poco virtuosa. Debo ser discreta —prosiguió ella, y le tendió el pantalón que se había mezclado con sus ropas.
—¡Deberías estar orgullosa de quién eres y de lo que haces! ¿Cuántas mujeres, incluso las de mayor número de títulos, han ofrecido tanto placer a los hombres? ¡Ninguna!
—Tomaos vuestro tiempo, señor Ribes, podéis quedaros aquí. Pero yo tengo cosas que hacer.
—¿Adónde vas? —preguntó mientras se ponía la chaqueta—. Tengo el día libre.
La joven se puso un chal sobre los hombros y cogió una cesta llena de velas.
—Pareces una beata camino de la iglesia —dijo, burlón.
—¿Ah, sí? ¿Acaso lo que acabamos de hacer me impide el fervor?
Germain se excusó por su incorrección.
—Soy así, no tengo educación, solo la del ejército y los tugurios. Si te pago, ¿podemos pasar el día juntos?
—Vos…
La asió del brazo.
—¿Adónde vamos, querida Erzsébet?
—¿Erzsébet?
—Es un recuerdo sentimental de Hungría. Dado que puedo elegir tu nombre…
—De acuerdo, me llamaré Erzsébet. Iremos a tres leguas de aquí, a Condé. Hay un mercado donde vendo velas. Diré que sois mi padre.
—Me siento halagado.
Abrió la puerta para dejarla pasar.
—¿Ves como la paternidad me hace ganar en modales?
Su risa se mezcló con el aroma de la pipa que se diseminaba por la escalera.
***
El mercado se celebraba en la inmensa plaza de tierra junto a la iglesia del pueblo. Había allí un centenar de tenderetes, entre los cuales deambulaban miles de compradores y de mirones en un indescriptible barullo. Obreros, artesanos, criados y burgueses se mezclaban entre los puestos de pañeros, sombrereros, vidrieros, guarnicioneros, cesteros, panaderos, carniceros, un pastelero llegado de Nancy para vender sus almendrados, varios dentistas que ofrecían sus servicios rápidos y charlatanes con elixires milagrosos. En la periferia del mercado había instaladas varias tabernas donde los jugadores se habían agolpado alrededor de improvisadas mesas.
—Tengo la impresión de que este sitio me va a gustar —declaró Germain, y espoleó el flanco de su caballo para hacerlo avanzar.
Llevaba el cesto delante, y Erzsébet iba detrás como una amazona y le abrazaba por el vientre. El trayecto había durado más de una hora y, en esa postura tan incómoda, ella llegó agotada, sobre todo porque el jinete no había querido detenerse a descansar.
Erzsébet se instaló junto a un cuchillero, bajo un toldo de tela raída y sucia, tensado solo de un lado y que formaba un triángulo que reducía considerablemente el espacio vital. Germain se interesó por la producción de su vecino, al que le compró un cuchillo con la garantía de que la hoja era de Toledo.
—Vuestra hija es una persona muy amable —le dijo el farandulero como cumplido.
—Es cosa de familia —respondió Germain, y besó a Erzsébet en la frente.
Esta vendió sus existencias en menos de dos horas. Erzsébet, cuyo verdadero nombre era Marie-Louise, reutilizaba los restos de las velas votivas que recuperaba en las iglesias y capillas de Nancy, las fundía y les ponía una mecha nueva. Esa actividad le proporcionaba poco dinero, pero le permitía concertar citas con su clientela masculina de forma discreta.
—Así que esta es tu oficina de reclutamiento —bromeó Germain después de que un notable de la localidad se marchara tras haber convenido una fecha con ella.
La invitó a comer en la taberna más próxima, dieron una vuelta por el mercado y luego ella lo condujo hacia el garito que sabía que era más de fiar. Germain no ocultó ser jugador profesional y acordó con el dueño el reparto de los beneficios que obtuviera de los jugadores aficionados.
—Erzsébet, ¿quieres quedarte conmigo? Siento que vas a traerme suerte —dijo al tiempo que se frotaba las manos como si quisiera hacer saltar la chispa del éxito.
La invitó a sentarse en sus rodillas, pero ella prefirió la silla que le ofreció el comerciante. El hombre reclutó enseguida jugadores entre la multitud que se apiñaba junto a las mesas de juego. Germain echó tres partidas de lansquenete, que ganó con facilidad, pero los gendarmes interrumpieron su racha. A petición del cura párroco tenía que cesar el juego, que la Iglesia consideraba como ofensa a Dios. Se retiraron bajo la tienda de Marie-Louise, con el tabernero, para repartirse las ganancias.
—Habíamos dicho mitad y mitad —protestó Germain, tras el recuento de la bolsa que le había dado el hombre—. He tomado nota de las apuestas y las cuentas no cuadran.
—Tengo que deducir los gastos de la tienda y el emplazamiento —respondió—. Y cada vez es más difícil contentar a los gendarmes.
El tabernero cerró su bolsa e hizo ademán de marcharse.
—Despacito, un trato es un trato, amigo. Mitad y mitad. De lo contrario, llevo en el bolsillo un cuchillo que me pide que lo limpie en las vísceras de un miserable que no tiene palabra.
La amenaza pareció simplemente divertir al tipo, que soltó una carcajada.
—Mi padre se disculpa, no le rige la cabeza, perdonadlo —dijo Marie-Louise, y señaló a tres hombres con aspecto de mendigo que aguardaban a unos metros de allí.
Germain los miró de arriba abajo.
—En absoluto, no me disculpo, exijo lo que se me debe —prosiguió—. Por el contrario, sí es cierto que la cabeza ya no me rige y por eso soy tan peligroso.
Sacó el cuchillo y examinó la hoja, haciéndola relucir al sol.
—¿Veis qué hambre y sed tiene? ¿Cuál de vosotros quiere probarla primero? Fui cirujano y desde entonces me ha quedado el gusto por los tajos bien hechos…
El tabernero detuvo a sus cómplices, que se habían aproximado, con un gesto de la mano.
—Sé reconocer por experiencia a quienes mienten en el juego. Nadie puede tomarme el pelo —dijo a Germain mientras lo apuntaba con el índice.
—Yo no miento —afirmó con calma.
—Lo sé —respondió el hombre—, lo sé. No os tiemblan las manos ni os pestañean los ojos.
Volvió a abrir su bolsa y de ella sacó un pequeño libro encuadernado en cuero gastado.
—Sois un personaje curioso, caballero. Para estar tan seguro de vos, o tenéis una gran experiencia con las armas o sois un inconsciente, pero prefiero no conocer la respuesta. Tened, os regalo esto además de vuestras ganancias.
Le tendió el libro. Marie-Louise se inclinó por encima de Germain y leyó el título:
Tratado de la armonía y constitución general de la verdadera sal, secreto de los filósofos, y del espíritu universal del mundo, siguiendo el tercer principio del Cosmopolita, obra tan curiosa como provechosa, acerca del conocimiento de la verdadera medicina química, recopilado por el señor de Nuisement, recaudador general del condado de Ligny-en-Barrois.
—¡Menuda palabrería! ¿Qué queréis que haga con esto? —replicó Ribes de Jouan, y se lo lanzó con desdén.
—Os equivocáis. Se lo ganamos a un jugador que lo consideraba su más preciado tesoro. En el fondo, realmente no nos lo dio. Lo cogimos. Parece ser que perteneció al duque Enrique II y que contiene un secreto.
El tabernero se lo tendió de nuevo.
—De acuerdo —respondió Germain, que deseaba acabar ya con aquello—. Estamos en paz. La verdadera medicina química… ¡otro charlatán como vos! Vamos, largaos —añadió uniendo el gesto a la palabra.
—Tenéis suerte de conocer a esta joven, señor. De lo contrario, os habríamos dado una lección de modales.
Germain ya ni le miraba. Había abierto el libro. Los cuatro compadres abandonaron el terreno del mercado.
—Siempre puedo regalárselo a Nicolas —murmuró mientras lo hojeaba.
Alzó la cabeza. Marie-Louise había desaparecido.
—¡Erzsébet! —la llamó—. ¿Dónde te has metido?
—Estoy aquí.
La joven se hallaba detrás de él y sujetaba al caballo de las riendas.
—Volvamos a Nancy, por favor.
Él sonrió.
—Hija mía, tengo que decirte algo importante: no soy tu verdadero padre.
La besó en los labios.
—¡Por eso puedo pediros que os quedéis esta noche conmigo para pasar un rato agradable!
Ella rió y se quitó la cofia, dejando caer sus cabellos hasta los hombros y la nuca.
—¡Estáis loco, pero os adoro!
—Entonces ¿esta noche es gratis?
Tomaron el camino de Nancy. Germain había abierto el libro y lo había apoyado en la cesta vacía frente a él. Al llegar cerca de la orilla del Mosela, detuvo la montura y se volvió hacia su compañera.
—Escucha este pasaje:
Al lector:
Es parte del cuerpo del hombre
y seis letras tiene su nombre;
si a ellas una P agregamos,
y S por M permutamos,
de los sabios descubriremos
el objeto de sus desvelos.
Cerró el libro de golpe.
—Finalmente, me lo voy a quedar. ¡Este libro me ha dado una idea!
***
Nicolas no volvió a la rue Naxon. Tampoco había vuelto a ver a Rosa. Le había escrito varias cartas que ella no había respondido. Se mantuvo informado por medio de Azlan, a quien interrogaba a diario, y luego espació sus preguntas. Oscilaba entre un estado de culpabilidad por la melancolía en la que ella había caído y de cólera hacia quien consideraba responsable de la situación. Nicolas se había sumergido en cuerpo y alma en su trabajo para evitar tener que pensar, pero, sin embargo, no tenía más remedio que enfrentarse a la mirada crítica de Azlan. El joven sufría aquella situación y el desgarro de los dos seres a los que más amaba y respetaba. Una mañana de julio le pidió a Nicolas que no volviera a preguntarle por Rosa. Ya no soportaba hallarse en la encrucijada de la desesperación de ambos y le dijo que le había pedido lo mismo a ella.
—Compréndeme. A partir de ahora, si quieres noticias suyas, irás tú mismo a buscarlas. No soporto más verla llorar cuando le describo tus jornadas de trabajo ni verte tan triste cuando te hablo de su salud. Quiero que sepas únicamente que su vida ya no corre peligro, es una mujer fuerte y acabará por olvidarte.
Nicolas asintió sin decir palabra. Esperaba en secreto que su amigo tomara esa decisión por él. No había podido con el fantasma de aquella a la que había amado, pero iba a hacer todo cuanto estuviera en su mano para lograr que su presencia fuera soportable.
Pasaron las semanas sin que fuese consciente del tiempo. Dedicaba el día a sus pacientes y la noche a su manuscrito, que ya llegaba a su fin, o a la observación del cielo, y limitaba el sueño a los momentos de agotamiento. François y Azlan mantenían con él una neutralidad y benevolencia que lo irritaban. No estaba enfermo ni desesperado. O tal vez sí, pero no se daba cuenta. En cuanto a Germain, se había instalado en la ciudad nueva, en casa de una mujer a la que llamaba su hija, y parecía tan ocupado en sus asuntos que no había dado señales de vida desde el mes de julio.
Una mañana de septiembre, sin saber por qué, Nicolas comprendió de pronto que debía llevar a cabo lo único que pondría punto final a esa etapa de su vida. Tras mandar todas sus cosas a casa de Rosa, tomó prestada la montura a François y se dirigió a Pont-à-Mousson.
Marianne subía penosamente por el sendero rodeado de viñedos que conducía a la Fuente Roja. El parto de su paciente había durado más de seis horas y en la batalla había volcado todas sus fuerzas físicas. El recién nacido llegaba dos semanas después de salir de cuentas, pesaba cuatro kilos y ella tuvo dificultades para sacar la cabeza sin utilizar los fórceps. Detestaba ese instrumento desde la pesadilla vivida en casa del decano Pailland, hasta el extremo de que en varias ocasiones se había negado a utilizarlos o a que los utilizara el cirujano presente. Lavó al niño con agua de la fuente, lo envolvió en paños y salió a buscar más agua para la madre agotada.
Vio al desconocido tendido en la hierba, cerca de un álamo, junto a la fuente. Este no se movió cuando ella se detuvo y depositó la damajuana bajo el chorrillo de agua oscura. Marianne no tenía miedo, aunque los alrededores no fueran muy seguros debido a los vagabundos que rondaban fuera de las fortificaciones. Ya le había contado a Simon los rumores acerca de ellos para que no se le ocurriera salir de la ciudad. A sus casi siete años, pasaba parte del tiempo solo en casa o con sus amigos por las calles de Pont-à-Mousson. Su padre adoptivo había abandonado definitivamente la idea de ocuparse de él desde su encuentro con Nicolas. Martin solía estar en el bosque por su oficio o en las tabernas próximas a la universidad. «Y Simon no tendrá la suerte de tener hermanos y hermanas», pensó ella al constatar el vacío de su vida matrimonial. Martin y ella ya no dormían juntos. Él se permitía relaciones extraconyugales y muchas veces abandonaba su hogar durante varios días. «Pero ¿cómo reprochárselo?». Su único vínculo era el niño y la suma de dinero que semanalmente llegaba de Nancy. Había pensado en rechazar el dinero, por orgullo, por sentirse liberada de ese compromiso que la repugnaba, pero en tal caso Martin se habría marchado. Se lo había advertido. Sola sería incapaz de criar dignamente a Simon.
El recipiente de vidrio y mimbre tardaba en llenarse. El caudal de la fuente se había visto reducido por una larga sequía, pero, en contrapartida, desde entonces el agua era más rica en hierro. El hombre, que le daba la espalda, vestía un abrigo largo y llevaba el cuello subido hasta la nuca. Lucía también un curioso gorro de astracán que le ocultaba el rostro. «Espero que no esté muerto». El pensamiento le pasó por la cabeza justo antes de que un osado insecto se posara sobre su mano. El extraño lo espantó con un gesto reflejo y eso la tranquilizó. Un chapoteo dirigió de nuevo su atención a la damajuana, de la que desbordaba el agua.
—Por fin —murmuró ella.
La cogió del asa y levantó con esfuerzo los veinte kilos que pesaba el recipiente lleno. Marianne se alegraba de poder alejarse de allí.
Nicolas la oyó descender por el sendero. Alzó su gorro de betyar y la vio justo antes de que desapareciera tras la curva del camino. Se sentó y permaneció un rato inmóvil. No estaba dormido cuando ella llegó a la fuente. La había reconocido mucho antes. Sin embargo, en el último instante se había sentido estúpido. Supo que ella ejercía en Pont-à-Mousson y que iba a menudo a por agua a la Fuente Roja, así que se instaló allí la víspera y aguardó. A su llegada, sin embargo, se dio cuenta de que aquello no tenía sentido. Su conversación en Nancy había puesto punto final a su relación. No se atrevió a abordarla.
La siguió con la mirada hasta que ella llegó a la puerta de la ciudad. Entonces se puso en pie, se sacudió el polvo de sus ropas y abandonó el promontorio.
Marianne depositó la damajuana a la entrada de la casa. Llamó a Simon, pero no obtuvo respuesta. Al llegar a la cocina pisó unos pequeños fragmentos de vidrio esparcidos por el suelo y enseguida descubrió el origen de los mismos: el cristal del tragaluz que daba al patio trasero se había roto.
—¡Simon! —gritó enfadada.
Rápidamente halló los restos del cristal escondidos entre la hierba alta del jardín. El chiquillo había tratado de ocultar su travesura. Debía de haberse marchado a la isla de Esch para esperar allí a que la cólera de Marianne se aplacara. No le gustaba que anduviese por las orillas del Mosela, pero no tenía manera de impedir que saliera en su ausencia. «Aparte de atarlo a su cama», pensó ella, a falta de más ideas. El niño rebosaba de energía y requería una atención particular que ella a veces no se sentía capaz de darle. Pensó en Rosa, a quien la vida consentía más de lo que se merecía.
—He aquí una reflexión irrelevante —murmuró para sí—. Se ha casado con el hombre al que yo amaba, yo crío al niño que ella no ha querido, ¿por qué iba a tenerle tirria?
Sonrió ante la ironía de la situación y se sentó a descansar un momento sobre el jergón de Martin, que había instalado frente a la chimenea de la cocina para las noches cada vez más numerosas en las que, borracho, era incapaz de subir las escaleras. En aquel momento se sentía ebria de cansancio. Marianne se tumbó y cerró los ojos un tiempo que le pareció muy corto. La despertó un ruido en la calle. «Debo terminar el trabajo con mi paciente», pensó para motivarse, pues el cuerpo le pesaba mucho. La puerta de entrada se cerró de un portazo.
—¿Simon? ¿Martin?
Ante la ausencia de respuesta, se levantó y salió de la cocina. Marianne profirió un grito de sorpresa: el vagabundo del gorro curioso estaba ante ella. Nicolas se quitó el sombrero.
***
El apartamento de Marie-Louise, de una sola habitación, había sido transformado en estudio por Germain: por doquier había libros abiertos y papeles llenos de notas en medio de los cuales el cirujano, a torso desnudo, con las manos enlazadas sobre su cabeza, se hallaba inmóvil. Su compañera se había dormido sobre la cama, cansada de esperar después de que él se hubiera levantado de repente, presa de una súbita inspiración.
—Casi lo tengo, casi lo tengo —gruñó sin preocuparse ni un ápice de Marie-Louise, que abrió los ojos para asistir a la revelación.
Tomó una pluma y trató de escribir una palabra sobre un pergamino, pero la tinta se había secado. Germain la mojó de nuevo y trazó varias letras en mayúsculas, permutó dos, añadió otra y contempló el resultado.
—No —dijo finalmente—, no es eso. Esto no funciona.
—Estupenda noticia —replicó ella a la vez que le tendía la mano—. Y ahora ¿podéis volver a la cama para que acabemos lo que habíamos empezado?
Contempló a la joven, a la que la sábana de lino marcaba el contorno de sus formas.
—Debo de estar loco para ocuparme más de este enigma que de tu cuerpo, Erzsébet —declaró él, y volvió a la cama.
Echó a un lado un libro que había sobre la sábana, se tendió y la abrazó.
—¡Y cuando seamos ricos te apartaré de tu vida miserable y me casaré contigo!
—¡Palabra de cliente!
—¡No, palabra de Jouan!
—Soy una mujer a la que uno toma y no con la que uno se casa, y vos sois como los demás, maese Germain. Pero eso no impide que os ame —concluyó ella mientras le besaba el torso.
—La recíproca es igualmente verdad —respondió él, y comenzó a besarle sus cabellos llameantes.
El libro que le dio el tabernero había causado en él el efecto de una revelación. Se había convencido de que este iba a conducirlo al secreto de la «gran obra»: la transformación de un metal inferior en oro. Hasta ese momento, la ciencia alquímica no le había apasionado, ni siquiera interesado, pues le resultaba demasiado engalanada de oropeles filosóficos y poéticos, por los que sentía aversión. Pero al volver a Nancy había tratado de vendérselo al librero Pujol pensando que se sacaría unos cuantos francos. El hombre, honrado, le advirtió que el libro valía mucho más, dada su rareza y debido a la historia asociada al mismo. El autor, Clovis Hesteau de Nuisement, dedicó su obra al duque Enrique II en 1621. Algunos años antes el soberano había sufragado en secreto el trabajo de dos alquimistas en el castillo de Condé. Los dos hombres trabajaron allí como reclusos, vigilados por guardias suizos, de 1609 a 1610, con una reserva de lingotes de plata que debían transformar en oro. Los intentos se saldaron con fracasos y la empresa se interrumpió, y luego se retomó dos años más tarde. El asunto se complicó cuando el fiscal general, al descubrirlo, los acusó de brujería. El duque, asustado ante el cariz que tomaban los acontecimientos, hizo clausurar el laboratorio. Sin embargo, el libro de Hesteau de Nuisement lo empujó a empezar de nuevo, convencido de que el autor había descubierto el secreto de la piedra filosofal. Contrató a dos nuevos alquimistas. Nada se supo de los trabajos de los mismos, tan secretos que nadie llegó a saber si dieron algún fruto ni cuándo terminaron. Enrique II se llevó su secreto a la tumba en 1624.
Mientras acariciaba los pechos de su compañera, Germain repasó mentalmente todos los elementos de los que disponía, pero sin lograr completar el rompecabezas. Había obtenido la ayuda del recaudador de la moneda de Nancy, quien, una vez establecido el protocolo de la transmutación, había prometido proporcionarle cuatro kilos de plata para ser transformados en oro. Sin embargo, hasta el momento, aún no había logrado descifrar el secreto del libro de Nuisement y confiaba en el hombre con el que debía reunirse.
Marie-Louise le reprochó su falta de entusiasmo, cosa que él se negó a reconocer en lugar de esforzarse y darle algo más que caricias ausentes. Ella renunció a la idea de obtener placer y se dedicó a proporcionarle un mínimo goce, del que él ni siquiera se dio cuenta. La besó distraídamente y alzó la cabeza, con los sentidos en alerta.
—¿No es una carroza lo que acaba de detenerse?
Ella suspiró antes de responder.
—Relajaos, no espero a nadie, podéis quedaros toda la noche.
—Yo sí —replicó él mientras se abotonaba el pantalón—. ¿Dónde está mi camisa?
—¿Y a quién esperáis?
—A un viajero que viene de Alemania —respondió sin dar más explicaciones.
Las herraduras de los caballos resonaron de nuevo sobre los adoquines.
—No era para vos —dijo ella, y tiró de la sábana para cubrirse—. ¡Volved a mi lado, tengo frío!
Él se sentó en el borde de la cama.
—Erzsébet, lo digo completamente en serio. ¿Aceptarías partir conmigo?
—¿Cuando os hayan enviado a la cárcel? Vuestra historia huele a timo, creedme.
Alguien llamó a la puerta. Germain sonrió a Marie-Louise para tranquilizarla, cogió su sombrero y su pipa y se reunió con un hombre al que ella no logró ver el rostro.
***
Lanzó una piedra para espantar a un gorrión que había entrado en la casa. Simon solo dio en el cristal de la cocina, que se hizo añicos con un estruendo de cascada. Corrió a por una escoba, se cortó al tirar los trozos que había recogido y fue presa del pánico cuando la oyó entrar. Cuando Marianne lo llamó, se metió bajo la cama junto a la chimenea, rogando que ella no lo descubriera. Ya habría tiempo de inventar alguna historia de ladrones para explicar el accidente. Su madre siempre creía sus explicaciones y él estaba acostumbrado a mentir para evitar los castigos. Cuando ella se tumbó en la cama, el colchón relleno de paja se hundió y aplastó a Simon contra el suelo polvoriento. Apenas podía respirar, pero no se atrevió a gritar por miedo a la reacción de su madre. Por suerte, su calvario no duró más de un minuto. Vio los pies de Marianne pisar las losas irregulares de piedra tallada y alejarse. Respiró profundamente y contuvo la tos. Cuando asomaba la cabeza por debajo de la cama, Marianne gritó. Simon volvió a su escondrijo. Se oyó una voz de hombre. No era la de su padre. El tono era dulce y sereno. Simon no tenía miedo, pero no era cuestión de aparecer en ese momento.
El hombre habló mucho rato. Simon comprendía las palabras, pero a veces se le escapaba el sentido de las mismas. Era acerca del perdón. ¿Quién debía perdonar a quién? El desconocido no había creído a su madre, decía haberse equivocado. Tendría que habérselo preguntado, ¡Simon le habría dicho que ella no mentía nunca! Los adultos no hacen suficientes preguntas a los niños. A ese hombre no lo conocía, pero su voz le era familiar. Habló de un refugio. Simon conocía la palabra, con su amigo Christophe habían construido uno en uno de los árboles de la isla de Esch. El niño entendió que había vivido dos años en un refugio con unas hermanas… no recordaba haber vivido en un árbol. No recordaba nada más que esa casa de Pont-à-Mousson, a sus padres y los padres de su padre, la colina adonde iban todas las semanas, la fuente preferida de mamá, los bosques de su padre. ¿Quizá antes habían vivido en el bosque? ¿Y tendría hermanas? Todo lo que decía aquel hombre parecía muy complicado. Y su madre habló a su vez. También lloró. Lo percibió por el tono de su voz, las entonaciones, las palabras quebradas en la garganta. «Mamá está muy triste…» Simon quería salir de su escondrijo, abrazarla, protegerla. El desconocido era un amigo, lo sabía. Pero solo él, su hijo, podía comprenderla y darle todo su amor. A pesar de las travesuras, a pesar del cristal roto.
Y, de pronto, todo se hundió.
«Mamá dice que no soy su hijo, que no es mi madre, que papá no es mi padre, que se arrepiente de haberme traído con ella, que debería haberme dejado en el refugio. Que mi padre está muerto, que mi madre está muerta. Que yo también debería estar muerto. ¿Por qué dice eso? ¿Por qué? Dice otra vez que se arrepiente. Que habría querido vivir con él. ¿Qué dices, mamá? ¿Qué significa arrepentirse?»
Simon se echó a llorar. Lloraba y su cuerpo temblaba. Tenía calor y tenía frío, se ahogaba bajo el jergón de paja que se había convertido en su mortaja. El polvo se pegaba a sus mejillas húmedas. Lloraba sin hacer ruido, para que no lo oyeran. Del otro lado, hubo un largo silencio, muy largo. No se hablaban. Sin embargo, allí estaban. Una voz murmuró: «Adiós». Otra dijo: «Hasta luego». La puerta se cerró. A través de sus ojos empañados vio la falda de su madre entrar en la cocina. Acercarse. Detenerse. Su rostro apareció. Simon ocultó el suyo. No quería volver a verla nunca.
***
Las campanas de todas las iglesias de Nancy repicaron durante varios minutos. La noticia, confirmada en La Gazette de France, corrió como un reguero de pólvora. Dieciséis días antes, Carlos II de España había fallecido. Luis XIV no esperó a su muerte para planear el reparto de su Estado, del que formaba parte el Milanesado. Las predicciones del padre Creitzen se revelaron exactas: ofendido por la actitud del rey de Francia, el monarca había dejado su herencia al duque de Anjou, segundo hijo del delfín. Y el 16 de noviembre, el Rey Sol aceptó oficialmente el testamento. El intercambio de Lorena y el Milanesado ya era agua pasada.
Ehrenfried Creitzen escuchó con indisimulado placer el repique alegre de las campanas antes de cerrar las ventanas. Leopoldo, pergamino en mano, le leía la carta que había preparado para el rey Luis XIV.
—«… he recibido la noticia, con el mismo afecto que guardaré toda mi vida por los intereses de vuestra majestad, de que habéis tomado la resolución de preferir en el reparto de la monarquía de España las disposiciones del difunto rey a favor de monseñor el duque de Anjou, a quien deseo toda la prosperidad imaginable». La haré enviar hoy mismo. Esto pone punto final a este asunto. Padre, vuestro plan era perfecto: tuvimos a ese señor de Caillères en vilo sin que llegara a sospechar nada.
—Dios ha favorecido nuestros intereses, alteza.
—¡Y no lo olvidaremos en los siguientes festejos! Haremos que digan misas. Espero que ahora el rey de Francia dejará al ducado en paz.
El confesor de Leopoldo lo miró con ternura preguntándose si la candidez de su protegido era fingida o real.
—Temo, alteza, que tendremos que vivir con la idea de que Lorena es un insecto en la pata de un león. El día que le piquemos demasiado, nos barrerá de un lametazo.
—En tal caso, seamos como esos insectos cuya picadura es indolora y vivamos sin molestar a nuestro anfitrión —concluyó el duque.
Carlingford se sumó a ellos para confirmarles que todo estaba dispuesto para la cena que esa misma noche se serviría para cien comensales, en la galería de los Ciervos, en honor de la onomástica de Leopoldo. Las noticias llegadas de Francia, sin embargo, le darían un sabor especial.
—¿Habéis pensado en las fuentes de vino de la place de la Carrière? —inquirió el duque.
—Ya se han dispuesto, alteza.
—Todo el pueblo debe disfrutar de las fiestas, debemos ser generosos con quienes tanto nos han dado.
Creitzen asintió con el mentón. El conde de Carlingford alzó las cejas.
—Dentro de los límites de nuestros recursos, que no son los de nuestros vecinos… Al respecto, alteza, he sido informado de la proposición del señor Ribes de Jouan.
Leopoldo ocultó su enojo tras una fachada de placidez.
—Decididamente, excelencia, siempre me será muy difícil, por no decir imposible, tener el menor secreto con vos.
—Quisiera preveniros ante ese tipo de… aventura —añadió Carlingford, y buscó con la mirada la complicidad del padre Creitzen.
—Mi confesor nada tiene que ver con eso —se defendió Leopoldo—. He pasado varias tardes con nuestro amigo Germain perdiendo al lansquenete y debo saldarle algunas pequeñas deudas. Y me ha hablado de un libro que se halla en su posesión.
Germain se había dado cuenta de que él solo no podría llevar su empresa a buen puerto, pues la misma requería unos fondos de los que carecía, así que se dirigió al duque. La alquimia, sin embargo, no lo apasionaba. La salvación llegó de manos de Creitzen, que había conservado sólidas amistades en Alemania, en particular con la sociedad de los rosacruces, uno de cuyos miembros había llegado a Nancy para estudiar la obra a petición suya.
—No es bueno que ese tipo de personajes merodeen por nuestra ciudad —recalcó el conde de Carlingford—. Esa orden hermética tal vez sea popular en Alemania, pero nosotros solamente podemos ganarnos las iras del Vaticano. No es el momento más adecuado, pues al Papa le encantaría vernos en dificultades.
—No temáis —intervino Ehrenfried Creitzen—, nuestra participación no aparece por ninguna parte. Oficialmente, todo está en manos de Ribes de Jouan, pero no nos gustaría dejar sin investigar un texto que hubiera descubierto el secreto de la transmutación. Hay que verificarlo.
—¿Y dónde está?
—Intentando descifrar los mensajes incluidos en el libro —intervino el duque—. Por ese motivo he aceptado que venga en secreto un intermediario de Alemania. Comprendo vuestras reticencias, excelencia, pero no actuamos guiados por la exaltación. ¿Os imagináis lo que ese descubrimiento podría reportar a nuestro Estado?
—Permitidme que sea escéptico.
Leopoldo comprendió que era inútil tratar de convencer a su ministro.
—Olvidemos eso por unos días, mi querido conde, y disfrutemos de nuestra alegría. Además, esta noche tengo una sorpresa para todo el mundo. ¡Habrá una apoteosis final!
***
Nicolas releyó la hoja que había escrito y la dejó sobre el montón. Acababa de concluir su tratado sobre los remedios a base de plantas y no sentía alegría alguna. Haría que se lo entregaran al editor Sébastien Maroiscy en Pont-à-Mousson para evitar tener que volver a esa ciudad. O tal vez se lo quedase para él. Habían transcurrido dos meses desde su última conversación con Marianne y casi otros cinco de la marcha de Rosa del hospital. Había declinado la invitación del duque a los tres cirujanos para asistir a la cena en palacio. Prefería rodearse del silencio de Saint-Charles y todos respetaban su decisión. Trabajó buena parte de la noche en el proyecto de ampliación de su servicio y solo se concedió una pausa cuando la luna desapareció del marco de la ventana entreabierta. Eran más de las once de la noche y François aún no había regresado de la fiesta. Bajó a la cocina, bebió el resto de la decocción que se había preparado para todo el día e hizo la ronda de sus pacientes, que estaban durmiendo.
De camino a su habitación oyó el berrido característico del camello romper el silencio de la calle. La carreta volvía de la velada. El Erizo Blanco no tardó en asomar. Su gorro había desaparecido y sus escasos cabellos se habían enzarzado como hierbas silvestres tras una tormenta. La tela de sus calzones estaba desgarrada a la altura del muslo y su chaleco, que había lavado para la ocasión, se veía sucio y arrugado.
—Antes de que me preguntes, estoy bien y Azlan también —dijo con la voz aún tomada por la excitación.
—¿Qué ha pasado, François? ¿Un problema con Hyacinthe? —inquirió Nicolas cuando percibió el olor animal que exhalaban sus ropas.
—No, nuestra montura nada tiene que ver. El responsable es nuestro duque —respondió, y se echó a reír—. ¡Menuda idea tiene el príncipe de lo que es una fiesta! Ven, te contaré lo sucedido delante de una copita.
Avivaron el fuego que languidecía en la chimenea de la cocina y se sentaron frente a esta, en el suelo, en compañía de unas botellas de vino local que François había traído de la fiesta.
—Llegamos con Azlan a la cena. La puerta principal de palacio estaba abierta y nuestra carroza nos dejó frente a la Espiral. Había luces por todas partes, candelabros sostenidos por criados, antorchas colgadas de las paredes e incluso braseros en el patio principal. ¡Había luz como en pleno día! Para ser franco, debo decirte que hemos ido con Rosa.
—Haces bien, ¿por qué me iba a oponer? —replicó Nicolas, a quien la información, aunque previsible, le hizo sentirse incómodo—. Y… ¿cómo se encuentra?
—Aún tiene secuelas del «accidente», pero disminuyen día a día. Durante la cena ha estado elocuente y sonriente, amable con todo el mundo. Numerosos gentilhombres se disputaban para acompañarla durante la velada. Hay que decir que es el mejor partido del ducado, ¡joven, bella, viuda, con título y rica! Pero no te preocupes, Azlan la vigila como un perro guardián. Ha sido su acompañante. Y ella se ha marchado mucho antes de que acabara la fiesta.
—Rosa es libre de entregar sus sentimientos a quien desee.
—Aún puedes cambiar de opinión —aconsejó su amigo.
La mirada de Nicolas le hizo comprender que se había aventurado demasiado lejos. El Erizo Blanco se puso en pie y se situó frente a él para contarle el resto.
—Tendrías que haber visto el menú: había catorce platos, ¡hasta los he contado! Nos han servido tres sopas diferentes, con verduras exóticas, otros tantos pescados llegados de Fécamp y de Honfleur, anguila, salmón y carpa, manitas de cerdo rellenas, asado de buey y cabeza de jabalí, con unas salsas sublimes, patés, pastel y unos postres que no conocía. ¿Sabes qué son los croquembouches? ¿Y los entremets?[25] ¡Ay, si Jeanne aún viviera, habría pasado la mejor velada de su vida!
Nicolas se dejó arrullar por el relato alegre de su amigo y se relajó.
—¡El duque tiene un apetito de ogro! Tendrías que haberlo visto zamparse los platos a medida que llegaban. ¡Y los vasos del vino espumoso del padre Pérignon! Sin querer faltarle al debido respeto, ¡nuestro soberano estaba tan pedo como el más borrachuzo del ducado!
Hyacinthe, al que François había hecho entrar en el patio de Saint-Charles, emitió unos bramidos potentes y repetidos.
—¡Me olvidaba! He cargado provisiones en la carreta, los restos del festín para nuestro hospital, ¿me ayudas a entrarlos?
Se vieron obligados a hacer tres viajes, pues la carreta iba hasta arriba de los manjares anunciados.
—Le daré las gracias al duque por su bondad —dijo Nicolas mientras contemplaba la mesa colmada de comida—. Con esto podremos alimentar a todo el mundo durante varios días.
—En tu lugar, yo no lo haría. Digamos que me he anticipado un poco a su aprobación, ¿me entiendes? ¡Y eso podría ponerme en una situación comprometida!
—François…
—¿Qué? Es por una buena obra, ¿no es así? ¡Y también he traído vino, pero eso lo pedí!
Descorcharon una botella de champán y volvieron a instalarse frente a la chimenea. El Erizo Blanco prosiguió su relato.
—Ha habido baile y luego nos han invitado a asomarnos a los balcones y ventanas que dan al patio interior. Su Alteza había hecho traer un toro de los Vosgos, un animal reputado por su corpulencia y su fuerza, ¡un verdadero monstruo! Le había hecho serrar los cuernos. El conde de Viange, el montero mayor, ha ordenado que soltaran una jauría de perros.
—¿Perros?
—Sí, de los utilizados en las cacerías del duque. ¡Imagínate el cuadro! Se han encarnizado con el toro y lo han enfurecido a fuerza de ladridos y mordiscos. El animal ha empitonado a varios y ha matado a dos allí mismo. Los otros ladraban cada vez más y le mordían en las patas y los costados. Desde los balcones, todos jaleaban aquella carnicería y excitaban a los animales, a cual más, y en el ambiente se respiraba la exaltación, sobre todo porque el vino corría a raudales. Había tripas y sangre sobre la hierba, créeme. Los cortesanos se partían de la risa a la vista de un perro que volaba por los aires de una cornada. Excepto Azlan. Estaba conmocionado ante ese bárbaro espectáculo y ante la reacción de los invitados. Me ha mirado con esos ojos que te culpabilizan y te dicen: «Hay que hacer algo». Ya conoces al muchacho, en esos casos no hay quien pueda negarle nada. Así que sin pensarlo dos veces nos hemos precipitado hacia el duque para que detuviera la carnicería, pero ni siquiera nos ha dado tiempo de llegar hasta él.
François dio unos buenos tragos, sediento, y se sirvió más antes de proseguir.
—El animal acababa de derribar una barrera, situada ante la entrada de la torre del Reloj, ¡y subía por la escalera! ¡Si hubieras visto qué pánico! ¡Se podía localizar al animal por los gritos de los invitados! Ha llegado hasta la galería de los Ciervos y ha destrozado todas las mesas de la cena, haciendo volar los manteles, los platos que aún estaban sobre las mesas y las sillas, en resumidas cuentas, ¡una verdadera tempestad! Mientras, yo he logrado llegar a la escalera de la torre, donde me he reunido con Azlan en busca de heridos. Afortunadamente, todo el mundo ha logrado protegerse de ese Belcebú con patas y se ha encerrado en los apartamentos al otro lado del palacio. Hemos atendido a algunos invitados que se habían caído de culo o que se habían magullado entre la marabunta y nos hemos reunido con el duque y sus guardias en la gran sala. ¡Vaya espectáculo, tendrías que haberlo visto! Pero eso no era nada ante lo que iba a suceder…
***
Tras su acceso de furia, el toro se sentó en un extremo de la galería de los Ciervos, agotado. Llevaba enredado entre sus cuernos uno de los manteles del banquete. La tela lo cubría casi por completo, como el velo de una novia. El capitán de la guardia hizo que lo rodearan y ordenó apuntar las armas, pero el duque pidió que aguardaran antes de disparar. El grupo, formado de manera precipitada, era heteróclito: miembros de la compañía de los Buttiers con sus fusiles, dos arcabuceros de la patrulla policial, arqueros y varios alabarderos. Leopoldo, en medio de ellos, permanecía inmóvil con la mirada fija en el animal, cuya respiración arremolinaba regularmente una esquina del mantel sobre su hocico. Tras recuperarse unos instantes, el toro se levantó e hizo que reaccionaran los soldados, que solo esperaban una orden para abrir fuego. El capitán había centrado toda su atención en el soberano, quien, al darse cuenta, le indicó que no hiciera nada. La tensión iba en aumento. El animal se hallaba a unos cincuenta metros de ellos. Pisoteó la vajilla de cristal y algunos pedazos se incrustaron en sus cascos. El suelo de madera crujía bajo sus pasos. El mantel le molestaba cada vez más. Se enfureció y corneó una silla que voló a varios metros. El salón de recepciones parecía un campo de batalla. El toro iba y venía por una zona acotada. Había visto a los humanos y los había observado atentamente antes de perder el interés. Leopoldo estaba impresionado ante la fuerza del animal y por la bravura de la que había hecho gala frente a los perros. Le hubiera gustado perdonarle la vida en señal de respeto.
—¿Hay forma de devolverlo al redil sin correr el riesgo de que destruya otras salas? —dijo al soldado.
El hombre, sorprendido ante semejante pregunta, titubeó. No sabía cómo proceder. El duque le ordenó que localizara de inmediato una jaula y la llevaran hasta allí. Su serenidad impresionó a cuantos estaban a su alrededor.
Mientras, el toro se había aproximado a una de las chimeneas, desde donde observaba sus maquinaciones. La tela le cubría el lomo y formaba una cola que arrastraba por el suelo. Intentaba a veces desprenderse de ella moviendo la testuz, pero los cuernos habían desgarrado el paño y el mantel se había enrollado en la base de los mismos.
—¿Sabemos algo de la jaula? —preguntó Leopoldo.
No habían hallado en el palacio ninguna del tamaño adecuado y varios gendarmes habían ido a buscar una de las dos células de la prisión de la Craffe. El toro rebuscaba comida entre los restos esparcidos por el suelo.
—Me extrañaría mucho que encuentre lo que busca —dijo François a Azlan—, pues no recuerdo haber comido hierba esta noche.
El comentario hizo reír al grupo, incluido el duque, que se volvió hacia él con una mirada de complicidad. En ese mismo instante el animal, impaciente, sacudió la testuz compulsivamente, hizo volar su tocado y un extremo del mismo barrió la chimenea. Hubo brasas que salieron proyectadas a varios metros de distancia. El toro pisoteó el suelo con la pata derecha. Cuando bajó la cabeza, el grupo se dio cuenta de que el mantel se había convertido en una antorcha sobre su lomo. El animal reaccionó cuando el humo le entró por los ollares, justo antes de sentir la quemadura. Dio varias vueltas sobre sí mismo para deshacerse de las llamas que lo azotaban sin cesar al ritmo de sus movimientos. Los pelos del lomo ardieron y exhalaron olor a chamusquina. Loco de dolor, embistió al grupo.
—¿Alteza?
Los soldados únicamente aguardaban su orden.
—Lo más tarde posible, y sobre todo evitad la cabeza, ¡la quiero intacta! —respondió Leopoldo. Entonces el toro se situó en medio de la estancia y el duque gritó—: ¡Directo al corazón!
Los perdigones y las flechas alcanzaron su diana en perfecta sincronización. El animal mugió y se desplomó sobre el suelo de madera. Se arrastró a lo largo de unos metros y llegó hasta los pies del duque, que había permanecido inmóvil mientras los soldados se retiraban tras la salva. El toro seguía vivo y trató de incorporarse, sin lograrlo. Las balas le habían segado las dos patas delanteras, una de las flechas le había perforado una arteria y del pecho le brotaba un pequeño surtidor. Mugió de nuevo. Los tiradores, que habían recargado sus fusiles y arcabuces, lo remataron. Uno de ellos desgarró el mantel que aún ardía y lo arrojó a la chimenea.
El olor a carne quemada impregnaba la galería entera. El soberano se aproximó al cuerpo sin vida del animal, se arrodilló y puso la mano sobre la frente del toro.
—¿Qué hace? —preguntó Azlan.
—Parece que esté rezando… —respondió François.
Unos criados, que habían acudido portando cubos de agua, aguardaron a que el duque se hubiera retirado para arrojarlos sobre el cadáver, en el que aún ardían los cuartos traseros y la cola y provocaban una humareda nauseabunda.
Al salir, Leopoldo se volvió hacia los dos cirujanos.
—Señores, es mi deseo que la cabeza de ese noble animal decore nuestra galería de trofeos. Haced lo necesario para que dentro de cien años, de doscientos años, aún se halle intacta para que su bravura sea elogiada por nuestros descendientes.
—… Para rematar la velada he hecho de carnicero, y esa es la razón de mi estado —concluyó François—. El cuerpo sin cabeza del toro ha ido a la cocina para la cena de mañana.
Hyacinthe volvió a bramar.
—¿Qué le ocurre a ese camello? —exclamó Nicolas, y se levantó con la intención de llevarlo al establo.
—Es por la caja que hay al fondo de la carreta.
—¿Queda otra caja?
—Sí, quería explicártelo antes de descargarla. Espero que no hayas previsto irte a dormir pronto esta noche, muchacho.
—¿Quieres que dé de comer a Hyacinthe? Podrá esperar a mañana…
—No, es por lo que hay en esa caja.
—No me dirás que…
—¡Pues sí! Sé despiezar, pero no embalsamar. Para eso eres único, Nicolas. En ese punto el duque ha sido muy claro.
—Bueno… Abrámosle las puertas de la eternidad a su último trofeo.